Al Oeste Con La Noche (26 page)

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Authors: Beryl Markham

BOOK: Al Oeste Con La Noche
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La forma de actuación del elefante según este razonamiento era siempre sensata y práctica.

Cuando veían la Avian por segunda vez, se negaban a esconderse; por el contrario, las hembras, cuyos colmillos son pequeños y carecen de valor, se limitaban a rodear a sus machos cargados de tesoros, de tal manera que el marfil no podía verse desde el aire ni desde ningún otro lugar.

Un ojeador de elefantes puede volverse loco con esta estrategia. Yo me he pasado casi una hora sobrevolando en círculos, entrecruzando y bajando en picado sobre una de las zonas más inhóspitas de África, esforzándome por romper ese terco amontonamiento, unas veces con éxito, otras veces sin él.

Pero las tácticas varían. Más de una vez he encontrado un elefante grande y solitario con una despreocupación tentadora por su seguridad y su mole maciza muy a la vista, pero con la cabeza enterrada en un matorral. El elefante, por su parte, no hacía ningún esfuerzo por disimular la costumbre disparatada que se atribuye al avestruz. Por el contrario era una trampa ideada con inteligencia en la que caí, salvo en el sentido físico, por lo menos una docena de veces. El animal siempre resultaba ser una hembra grande, en vez de un macho y, siempre que llegaba a esa conclusión brillante pero tardía, el resto de la manada ya se había alejado varias millas y el señuelo, mirándome de reojo con una mirada triunfal, deambulaba sin prisa por el campo, agitaba la trompa con una indiferencia arrolladora y desaparecía.

Es evidente que esta clase de inteligencia en un animal inferior puede dar lugar a exageraciones, algunas de ellas con la perseverancia suficiente como para que cristalicen en leyendas. Pero no se puede poner en duda la verdad por el simple hecho de que de ella haya nacido la leyenda. Los logros, casi divinos en ocasiones de nuestras propias especies en épocas pasadas, caminan tambaleándose a través de la historia apoyados la mayoría de las veces en las muletas de la fábula y la credulidad humana.

Con respecto a la brutalidad de la caza del elefante, ya no creo sea más brutal que el noventa por ciento de las restantes actividades humanas. Supongo que no es más trágica la muerte de un elefante que la muerte de un novillo Hereford, y seguro que no a los ojos del novillo. La única diferencia estriba en que el novillo no tiene ni la destreza ni la oportunidad de burlar al señor que le conduce hacia el chuletero, mientras el elefante cuenta con éstas para luchar contra el cazador.

Los cazadores de elefantes pueden ser desmedidamente brutos, pero sería un error considerar el elefante como un animal pacífico en conjunto. La creencia popular de que el único elefante peligroso para el hombre es el llamado solitario es errónea, tan errónea que un número considerable de hombres que así lo creía han quedado convertidos en polvo sin tener siquiera el justo derecho a la desintegración gradual. Si un elefante macho normal percibe el olor del hombre, en general atacará de inmediato, y su velocidad será tan increíble como su movilidad. Sus armas son la trompa y las patas, al menos en el desagradable asunto de la exterminación de un simple humano; esos resplandecientes sables de marfil esperan a sus resplandecientes enemigos.

En Kilamakoy Blix y yo apenas entrábamos dentro de esa categoría y seguro que no después de haber acorralado al gran macho o, como sucedió, que el macho nos acorralara a nosotros. Puedo decir con auténtica satisfacción que no nos pisoteó en el instante más duradero de todos los instantes: el último de nuestras vidas.

Al llegar de Makindu posé la avioneta en el hueco de una pista excavada en la breña y sacándome bolitas de algodón de las orejas, lo escalé desde la cabina.

El rostro aristocrático y de buena familia del Barón von Blixen Finecke me saludó (como hacía siempre) con la más deliciosa de las sonrisas atrapada, como una franja de luz solar, en un trozo de piel -de piel bien cuidada sin arrugas, pero morena y tan endurecida como una silla de montar.

Aparte de esta concesión el rostro de Blix no se rinde ni un ápice a la idea ficticia de lo que debería ser el aspecto de un cazador blanco. Es alegre, sus ojos son azul claro, no gris acerado y oscuro; sus mejillas son redondas, no lisas como un hacha; sus labios son gruesos y generosos, y no apretados en la severa comprensión de lo que el desierto puede hacer. Habla. Nunca está callado de forma significativa.

Entonces llevaba puesto lo que, según recuerdo, siempre lleva, una camisa caqui de solario, pantalones del mismo material y un par de mocasines escotados con suelas o, al menos, vestigios de suelas. Su camisa tenía cuatro bolsillos, pero no creo que lo supiera; nunca llevaba nada, a no ser que estuviera realmente cazando y, en tal caso, sólo era el rifle y la munición. Nunca llevaba colgados cuchillos, revólveres, prismáticos, ni siquiera un reloj. Podía decir la hora por el sol y si no había sol, podía decirla de cualquier forma. Sobre su cabello grisáceo cuidadosamente cortado se ponía un sombrero terai,
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descolorido y fláccido como una fronda marchita.

Dijo:

-Hola, Beryl -y señaló a un hombre que se encontraba a su lado, tan anguloso que daba la impresión de estar enteramente construido de duelas de barril.

-Éste es Old Man Wicks -dijo Blix con lo que apenas podía denominarse la cortesía del Antiguo Mundo.

-Por fin he visto a la Dama de los Cielos -dijo Old Man Wicks.

Escribiéndolo ahora, dicha observación se parece un poco a una frase de la mejor obra elegida entre aquellas que ofrece la clase de graduados de Eton posiblemente a finales de los años veinte, o a la observación de un hombre atiborrado de su calmante favorito. Pero en realidad, Old Man Wicks, quien administraba un trozo de tierra de nadie perteneciente a la compañía de azúcar Manoni cerca de Masongaleni, sólo había visto a un hombre blanco en dieciséis meses y deduje que desde hacía muchos años no veía a una mujer blanca. Por lo menos no había visto un avión y una mujer blanca a la vez, ni puedo asegurar que considerase el espectáculo como un don del cielo. Old Man Wicks, aunque resulte extraño, no era muy viejo -apenas cuarenta años- y es posible que su vida de monje fuese la primera elección entre otras vidas que pudiese haber llevado. Parecía viejo, pero podía deberse a la coloración protectora. Era un hombre amable y bondadoso que ayudaba a Blix con el safari hasta la llegada de Winston Guest.

Era un safari bastante modesto. Había tres tiendas grandes -la de Winston, la de Blix y la mía- y algunas tiendas pequeñas para los boys nativos, los porteadores de escopetas y los rastreadores.

Farah, el boy de Blix, el boy de Winston y por supuesto mi Arab Ruta (quien debía llegar de Nairobi en camión) tenían tiendas pequeñas. Los otros, más por propia elección que por necesidad, dormían varios en una tienda. Había un hangar para la Avian hecho con una lona alquitranada cuadrada, y un baobab cuya sombra servía de mirador a todo el mundo. El campo inmediato era indeterminable y un terreno yermo de colinas.

Hora y media después de mi aterrizaje, Blix y yo estábamos en la Avian esperando divisar, si fuera posible, una manada de elefantes antes de que Winston llegara aquella noche. Si pudiéramos encontrar una manada a una distancia de dos o tres días de camino desde el campamento tendríamos una suerte extraordinaria, siempre que en la manada hubiera un macho con unos colmillos respetables.

Es frecuente que un cazador de elefantes pase seis meses, o incluso un año, tras el rastro de un solo macho. El elefante llega donde el hombre no puede o al menos donde no debería llegar.

El ojeo en avión elimina gran cantidad de trabajo preliminar, pero cuando divisaba a una manada, como sucedía en ocasiones, a no más de treinta o cuarenta millas del campamento suponía que los cazadores debían recorrer caminando, reptando o serpenteando esas cuarenta millas y que, una vez finalizada esa maniobra corporal y horripilante, el elefante había recorrido otras veinte millas o así en la breña. El hombre siempre debiera recordar que la zancada de un elefante equivale a varios pasos suyos y que, además, el hombre no es tan resistente a los matorrales, los espinos y el calor. Asimismo (en particular si es blanco) es vulnerable como un huevo pelado a todo lo que pica -mosquitos anofeles, escorpiones, serpientes y moscas tse-tse-. La incomodidad es la esencia de la caza del elefante en proporciones tan desmesuradas que es un lujo sólo permitido a los sanos.

Blix y yo fuimos afortunados en nuestra primerísima expedición de Kilamakoy. Los exploradores wakamba de nuestro safari habían informado sobre una gran manada de elefantes con varios machos dignos de consideración, a no más de veinte millas del campamento.

Circunvolamos la región indicada, pasamos sobre la manada quizá una docena de veces, y por fin la divisamos.

Una manada de elefantes vista desde una avioneta tiene la categoría de alucinación. Las proporciones se confunden como las de un ratón en un dibujo infantil, en donde todo el paisaje lleno de graneros y molinos de viento queda muy reducido bajo los bigotes del gran roedor, quien los mira con la capacidad y el deseo de devorarlo todo, incluida la chincheta con la cual está sujeta el trabajo en la pared de la clase.

Mirando desde la cabina cómo pastan los elefantes, se tiene la impresión de percibir algo maravilloso pero no auténtico. No es sólo incongruente en el sentido de que los animales, en general, no son tan grandes como árboles, sino también en el sentido de que el siglo xx, reluciente y esbelto como el acero inoxidable, posiblemente no permitiría que tales monstruos prehistóricos pasearan por su jardín. Incluso en África el elefante es tan anómalo como podría serlo el hombre de Cromagnon participando en un torneo de golf en Saint Andrews, Escocia.

Pero a pesar de todo esto, el elefante raras veces es visible desde el aire. Podría serlo si fuera más pequeño. Con su gran tamaño y con el color que tiene se mezcla con todo hasta el momento en el que se atrapa con la vista.

Blix los divisó y me garabateó una nota frenética: ¡Mira! El macho grande es enorme. Vuelve.

El doctor Turvy transmite por radio que debería tomarme una ginebra.

Bueno, en mi avión no había radio ni ginebra. Pero estaba el doctor Turvy.

El doctor Turvy era un habitante etéreo de un mundo etéreo. Al principio sólo existía para Blix, pero mucho antes del final existía para todo el que trabajaba con Blix o lo conocía bien.

Aunque las prescripciones del doctor Turvy mostraban su mayor confianza en una lista de vinos que en la farmacopea, contaba con dos cualidades especialmente excelentes para un médico: su diagnóstico siempre llegaba en una fracción de segundo y tenía una fe absoluta en sus pacientes.

Aparte de esto, su adaptación a la telepatía mental (en la que el propio Blix era un gran entendido) descartaba la costosa costumbre de llamarlo para que tomara el pulso o la temperatura. Nadie había visto nunca al doctor Turvy y Blix insistía en que ese hecho era tener tanto tacto con un enfermo que llegaba hasta el último grado de la perfección.

Ladeé la Avian y volví hacia el campamento.

En las tres millas de nuestro baobab comunitario vimos cuatro elefantes más, y entre ellos había tres machos maravillosos. Se me pasó por la cabeza la idea de que la forma de encontrar una aguja en un pajar era sentarse. Los elefantes nunca están a tres millas de un campamento. Eso no se hace. No está bien para un cazador si se da la vuelta en su catre de lona y se percata de que aquello que está cazando a tal precio y penalidades físicas desprecia su valor hasta el punto de encontrarse comiendo hojas justo delante de él.

Pero Blix es un hombre práctico. Como cazador blanco su trabajo consistía en encontrar los animales indicados y señalárselos a su jefe de ese momento. El trabajo de Blix, y el mío, resultaba mucho más sencillo teniendo a los elefantes tan cerca. Incluso podríamos aterrizar en el campamento y después acercarnos a ellos a pie para apreciar con mayor exactitud su tamaño, intenciones inmediatas y disposición estratégica.

Debíamos extender la receta del doctor Turvy y por supuesto también tomarla, pero, incluso así, teníamos tiempo para hacer un reconocimiento.

Aterrizamos en la mezquina pista, la cual tenía mucho en común con una pista de badminton improvisada, y en veinte minutos avanzábamos a pie hasta aquellos magníficos machos.

Makula venía con nosotros. Respecto a esto, ni el safari ni este libro podrían estar completos sin Makula. Aunque en África Oriental se puede disponer de muchos y muy buenos rastreadores wakamba, en los últimos años se ha convertido casi en un hecho tradicional la mención de Makula en todos los libros que tratan sobre la caza de elefantes y no seré yo quien rompa la tradición.

Makula se encuentra en esa situación tan peculiar de un hombre que ha conseguido la fama sin ser consciente de ello. No sabe leer ni escribir; su primera lengua es el wakamba y la segunda un swahili vacilante. Es un nativo más bien pequeño, de color ébano, con un increíble ojo clínico, inclinación hacia la magia negra y los instintos de un perro de caza beagle. Creo que podría rastrear a una abeja en un bosque de bambú.

Independientemente de cómo sea de complicado el safari en el que participe Makula como rastreador, él se pasea desnudo de la cintura para arriba, con un arco largo y un carcaj lleno de flechas envenenadas. Él ha visto funcionar los mejores rifles creados por el hombre blanco, pero cuando Makula dilata la nariz tras un disparo acertado o fallido, no es el olor a pólvora lo que provoca esa dilatación, es una especie de desprecio contenido hacia esa pieza de maquinaria ruidosa y de difícil manejo, con la endiablada tendencia a provocar que el cazador ignorante se caiga de nalgas cada vez que aprieta el gatillo.

Los safaris vienen y se van, pero Makula siempre sigue. Él es, pienso a veces, uno de los hombres más sabios que he conocido, tan sabio que, teniendo en cuenta la escasez de sabiduría, nunca ha desechado un pedazo de la misma, aunque todavía recuerdo una observación que hizo a un hombre muy entusiasmado, recién llegado a su profesión: El hombre blanco paga el peligro; nosotros los pobres no nos podemos permitir ese lujo. Encuentra tu elefante y después esfúmate, así podrás vivir para encontrar otro.

Makula siempre se esfumaba. Iba el primero por la breña con el silencio de una sombra, sin perderse nada, y en el momento en que el elefante quedaba a la vista de los cazadores desaparecía con el silencio de una sombra, perdiéndose todo.

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