Read Al Oeste Con La Noche Online
Authors: Beryl Markham
Makula -quien se mantuvo diplomáticamente apartado de la controversia laboral (así como del trabajo)- me dijo después que Blix se había deslizado de las mantas dos noches seguidas cuando se supone que todo el mundo estaba dormido, y había trabajado sin parar en el claro hasta por la mañana. Sin duda, se había merecido el trago de ginebra.
Cada uno de los porteadores de Blix -en lo que según mi opinión sigue siendo el más maravilloso ejemplo de intentar perjudicar a los demás perjudicándote a ti mismo- insistió en que si no había comida no podían trabajar. Día tras día se repanchingaron en el campamento improvisado mientras Blix y Winston trabajaban sin parar a pesar de haberles explicado detalladamente (y, sin duda, con un cierto énfasis) que si no había claro no verían ni un plato de posho durante semanas.
No obstante, Blix estaba preocupado por sus porteadores. De haber sido un hombre no tan justo como él habría estado tentado de decir: Moríos de hambre, malditos. Pero no Blix. Su reputación como cazador blanco no estaba sólo construida en el bar del, Muthaiga. Dijo:
-Beryl, sé que es mucho pedirte, pero debes sacar de aquí a Winston primero, después volver a por mí y después a por Makula. Que Farah te dé todas las judías y alimentos secos posibles para traer a los porteadores y tráelos después de dejar a Winston. Eso supone dos aterrizajes más en este agujero y tres despegues. Pero si no confiara en tus habilidades, no te pediría que lo hicieras.
-Supongo que si te pregunto qué sucede si no me las arreglo, me contestarás que todo se queda tan silencioso cuando el pez de colores muere...
Blix sonrió.
-Terriblemente silencioso -dijo-, pero tan tranquilo...
No era muy reconfortante saber que Winston corría el mismo riesgo que yo cuando intentamos despegar de la pista. No debía pensar que Winston pesa, desarmado y con un traje ligero, mucho menos de ciento ochenta libras, pero con todo ese peso de más supondría una gran diferencia para la Avian en las condiciones que prevalecían aquel día en la Yatta. Insistí en esperar a que hubiese algo de brisa, la cual por fin se levantó con suficiente fuerza como para inclinar la columna de humo que seguía elevándose de la hoguera de Blix.
Winston se aposentó en el asiento delantero, Blix hizo girar la hélice y la Avian avanzó por la pista -despacio, deprisa, más deprisa-. La pared de matorrales se acercaba y empezaba a parecer más espesa de cuanto debería parecer la pared de un bosque. Vi cómo Winston agitaba la cabeza y después la bajaba un poco. Miraba fijamente ante él, un poco como un boxeador profesional al agacharse.
Mantuve la palanca hacia delante intentando reunir toda la velocidad posible antes del despegue. Me temo que pensé en la carta de Tom, pero un segundo después pensaba en la brillante opinión de Tom al sugerirme que utilizara la Avian para trabajar en África. Ningún otro avión conocido podría haber arrancado del suelo de la forma en que éste lo hizo, sin perder velocidad.
Respondió como el jockey de un pura sangre, sin tocar el bosquecillo con varias pulgadas de sobra.
Winston se estiró con brusquedad, se dio la vuelta en su asiento y me guiñó un ojo, un poco como el mismo boxeador profesional que hubiera logrado una decisión en el decimoquinto asalto. Gané altura, aceleré y giré hacia el Tiva. Las orillas habían desaparecido. Parecía un lago apartado de su hogar.
No sería del todo cierto si dijera que Arab Ruta y Farah tenían los nervios destrozados cuando llegué a Ithumba, pero evidentemente sintieron un gran alivio. Farah, un somalí delgado y enérgico, inclinado a hablar tan deprisa que cuando uno está intentando captar su primera frase él ya está esperando la respuesta a la última, era de la opinión de que su bwana Blixen tenía el don de la inmortalidad. No creía que a Blix le hubiera ocurrido nada serio, pero sabía que el infortunio de cualquiera podría ser, en cierto modo, el de Blix. Farah nos saludó con ojos interrogativos, no preocupados, mientras Arab Ruta se abalanzó hacia el avión e inspeccionó con rapidez el tren de aterrizaje, las alas y el patín de cola. Después ya un poco tarde me sonrió.
-¡Nuestro avión está ileso, Memsahib! ¿Y tú también?
Admití que por lo menos estaba intacto y preparado para coger los alimentos necesarios para los porteadores sublevados de Blix.
Hace falta mucha práctica para ser perfecto, pero también un poco de ayuda. No tuve ningún problema al recoger a Blix o al dejarlo de nuevo en el campamento de Ithumba. Y al tercer viaje para recoger a Makula también fue muy bien todo, excepto el propio Makula que no se decidía a marcharse.
-¡Ai-Ai! -se lamentaba en falso swahili-, es raro que el hambre haga a un hombre agitarse como una hoja al viento. ¡El hambre hace cosas malas al hombre!
Miraba a la avioneta con ojos inquietos.
-Cuando se tiene hambre es mejor no moverse.
-No tienes que moverte, Makula, sólo sentarte delante de mí hasta llegar al campamento.
Makula se tiraba de la shuka y subía y bajaba los dedos por la superficie lisa de su arco dorado.
Tocaba con el pulgar la cuerda de cuero y la hacía cantar una canción de prudencia.
-Todo hombre es hermano de otro, M'sabu, y los hermanos deben apoyarse unos a otros.
Todos los porteadores están solos. ¿Voy a dejarlos?
El día avanzaba, el fuego de Blix estaba muerto y todos los porteadores comían en un silencio feliz. Habían ganado la huelga, tenían tiempo suficiente y comida suficiente, y ninguna preocupación. Lo llevado hasta allí duraría hasta que las aguas descendiesen y no había trabajo.
Pero necesitábamos a Makula. Recordé una vieja frase en swahili y se la dije: Un hombre inteligente no lo es más que una mujer, a no ser que también sea valiente.
El viejo rastreador me miró larga y atentamente, como si hubiera pronunciado una verdad de una cábala que sólo él y las épocas perdidas conocieran. Entonces asintió con solemnidad y escupió en el suelo. Miró con atención el salivazo y después el sol inexistente. Por fin se frotó las manos en la shuka y subió a la Avian. Hice girar la hélice, pasé a la cabina posterior y me puse tras él. Su cuello desnudo estaba rígido y sonaban las cintas relucientes de metal. De las cintas colgaban cuentas blancas que también relucían contra su piel negra. Agarró firmemente su arco con los dedos y golpeó con gracia la cabina como si fuera la varita mágica que deseaba. Esperó hasta que se movió la avioneta y después, de alguna parte de la cintura, sacó una manta fina con la cual se rodeó la cabeza una y otra vez hasta quedarse ciego como la noche e informe como el miedo. Y entonces, despegamos.
Mi bulto no se movió en todo el camino a Ithumba. Siempre había albergado la sospecha de que Makula era tan diestro en la brujería como en el rastreo. Llevaba una botella de amuletos de madera, plumas y huesos raros que como raras veces los enseñaba y nunca los explicaba, habían adquirido para sus hermanos la categoría de talismanes ideados en el infierno. Casi podía creer que Makula los estaba utilizando ahora, invocando misteriosamente a sus poderosas facultades la suspensión del sentido y de la conciencia sólo por esta vez -¡oh, Dios o Diablo!-, sólo por este pequeño instante.
Aterricé despacio, rodé con suavidad por la pista y me detuve, y mi bulto se movió. Blix y Winston estaban allí, los dos contentos de vernos y los dos afeitados. Ante el sonido de sus voces, por encima del ruido de la hélice que todavía funcionaba al ralentí con una tranquilidad cansina, Makula empezó a desenrollarse la manta, la cual gracias a su brujería no había llegado a convertirse en sudario. Cuando apareció su cabeza no suspiró ni parpadeó; se miró con atención las palmas de las manos, después levantó los ojos al cielo y asintió a la nada con un gesto de aprobación reprimida. Las cosas habían salido como las había planeado; de momento renunciaría a hacer cualquier reclamación de poca importancia. Salió de la avioneta con cierta elegancia, se arregló la shuka y sonrió a todo el mundo.
-Bueno, Makula -dijo Blix- ¿cómo te ha sentado tu primer viaje por aire?
Seguramente fue menos una pregunta que un sarcasmo agradable y había auditorio para oír la respuesta. No sólo Farah y Ruta, sino aquellos porteadores que se habían quedado en el campamento formaron un círculo para rendir un homenaje al viejo Makula. Pensamos que se estaba poniendo a prueba la soltura de su lengua, pero él pensó que era su dignidad. Se irguió y ensartó a Blix con una mirada.
-Baba Yangu (Padre Mío), he hecho muchas cosas y ésta no era para mí una gran cosa. Para un kikuyu, o un wandorobo, o un kavirondo, podría ser una gran cosa volar por el aire. Pero yo he visto gran parte del mundo.
-¿Tanto como has visto hoy, Makula?
-No tanto a la vez, Baba Yangu. Hoy, es cierto, he visto el gran mar allí junto a Mombasa, y la cima del Kilimanjaro, y el lugar donde termina el bosque de Mau, pero esas cosas ya las había visto antes yo solo.
-¿Hoy has visto todas esas cosas? -el escepticismo de Farah era sincero-. No has podido ver todas esas cosas, Makula. No has volado tan lejos ¡y además llevabas la cabeza envuelta en tu manta! ¿Los hombres pueden ver a través de la oscuridad?
Los largos dedos de Makula acariciaron la bolsita de brujería que le colgaba de la cintura. Se volvió a su acusador y sonrió con magnífica indulgencia.
-No todos los hombres, Farah. ¿Quién podría esperar tanto de Dios?
Se podía esperar muchas cosas de Dios por la noche cuando el fuego de campamento ardía ante las tiendas. Se podía atravesar con la mirada y ver más allá de los velos escarlata, y observar las sombras del mundo como Dios las hizo, y oír las voces de las bestias que Él puso allí. Era un mundo tan viejo como el tiempo, pero tan nuevo como lo había dejado la hora de la creación.
En cierto sentido no tenía forma. El firmamento, cuando las estrellas bajas brillaban sobre él y la luna lo vestía de niebla plateada, debió de ser así cuando se retiraron las aguas y la noche del quinto día cayó sobre las criaturas aún desconcertadas por el milagro de su ser. Era un mundo vacío porque todavía ningún hombre había juntado unos palos para hacer una casa, ni removido la tierra para hacer una carretera, ni clavado los símbolos pasajeros de su artificio en el horizonte claro. Pero no era un mundo estéril. Llevaba el génesis de la vida que yacía en una espera profunda bajo el cielo.
Cuando te sentabas y hablabas con los demás, estabas solo y ellos estaban solos. Así en donde quiera que te encuentres, si es de noche y una hoguera arde con llamas que se elevan al viento libre.
Lo que dices no lo oye nadie, salvo tú mismo, y lo que piensas no es nada, salvo para ti. El mundo está allí y tú estás aquí, y son éstos los únicos polos, las únicas realidades.
Tú hablas, pero ¿quién escucha? Tú escuchas, pero ¿quién habla? ¿Es alguien a quien conoces?
Y las cosas que dice ¿explican las estrellas o dan respuesta a las preguntas calladas de un solo pájaro insomne? Piensa en estas preguntas, cógete las rodillas con los brazos y mira fijamente la luz de la hoguera y las ascuas de sus bordes. Las preguntas son también tus preguntas.
-¡
Sigilisa
! (¡Escucha!) Simba tiene hambre esta noche.
Entonces un boy nativo interpreta el primer aviso de un león lejano que acecha en un silencio lejano. Un chacal rodea el estanque rojo de comodidad que te calienta, el faldón de una tienda parlotea al viento.
Pero Simba no tiene hambre. Está solo también, sin nadie que haga compañía a su valor, sin ningún amigo que acompañe su magnificencia, inquieto en la noche. Ruge, y así se une a nosotros, y las hienas se unen a nosotros, riéndose en las colinas. Y un leopardo se une a nosotros, dejándonos sentir su presencia, pero sin oír nada. Los rinocerontes, los búfalos, ¿dónde están?
Bueno, también están aquí -aquí, en algún lugar-, allí mismo, tal vez donde se espesa aquel matorral, o donde ese bosquecillo de espinos oculta el cielo. Están aquí, están todos aquí, invisibles y desparramados, pero compartiendo con nosotros una única soledad.
Alguien se levanta y remueve el fuego que no es necesario remover, y Arab Ruta trae más troncos aunque hay troncos suficientes. Otra hoguera arde a escasa distancia de la nuestra, donde los porteadores negros se acuclillan como encajados en los nichos de la noche.
Alguien intenta romper la soledad. Es Blix. Plantea una sencilla pregunta que todo el mundo contesta pero que nadie ha escuchado. Winston se mira las puntas de sus botas como un niño que jamás hubiera tenido botas y no quisiera perderlas nunca. Me siento con un cuaderno en la rodilla y un lápiz en la mano, intento hacer una lista de lo que necesito y no escribo nada. También he de contestar a Tom. Me ha escrito para decirme que se ha inscrito en la carrera aérea internacional, de Mildenhall a Melbourne. Once mil trescientas millas, una vuelta alrededor de casi medio mundo.
De Inglaterra a Australia. Debería estar en Inglaterra. Debería ir otra vez a Inglaterra. Conozco el camino: Jartum, Wadi Halfa, Luxor, El Cairo, Benghazi, Trobuk... Trípoli y el Mediterráneo...
Francia e Inglaterra. Seis mil millas, sólo un cuarto de vuelta al mundo y tómatelo con calma.
Bueno... pienso.
-¿Quieres ir a Londres, Blix?
Dice que sí, sin levantar siquiera la mirada del rifle con el que está jugueteando.
-¡Qué raro aquel elefante! -dice Winston.
Winston sigue allí, en la Yatta.
-¡Ni siquiera el rastro! -mueve la cabeza-. Ni una sola señal -dice.
Arab Ruta está justo detrás de mí y Farah junto a él. Están allí con el pretexto de servir, pero en realidad están allí tal y como estamos nosotros, pensando, hablando, soñando.
-En Aden -le dice Farah a Ruta-, donde nací, allá por el Mar Rojo en Arabia, solíamos ir por el agua en barcas que tenían un ala marrón y muy alta, y el viento empujaba el ala y nos llevaba. A veces, por la noche el viento se detenía y entonces era como ahora.
-He visto el mar en Mombasa -dice Arab Ruta y también por la noche. No creo que el mar sea así. Se mueve. Aquí no se mueve nada.
Farah piensa, Blix silba en bajo algunas notas de una melodía bulliciosa. Winston media sobre su elefante fantasma y yo hago garabatos a la luz de la hoguera.
-El mar de Mombasa -dice Farah- no es el mismo mar.
La categórica declaración confunde por un momento a Ruta. Se inclina para coger un tronco del suelo y lo lanza al fuego, pero está pensativo.