Ala de dragón (17 page)

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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

BOOK: Ala de dragón
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Los gegs utilizaban para deshacerse de los indeseables un método que denominaban «bajar los Peldaños de Terrel Fen». Terrel Fen era una serie de islotes que flotaban debajo de Drevlin, girando y cayendo en una espiral perpetua hasta que un día desaparecían en las nubes turbulentas de la Oscuridad Completa. Se decía que en tiempos antiguos, justo después de la Separación, era posible descender a pie a las Terrel Fen, pues las islas estaban tan próximas a Drevlin que un geg podía saltar de una a otra. Probablemente, éste era ya el castigo que imponían a los delincuentes los antiguos gegs.

Sin embargo, con el transcurso de los siglos, los islotes se habían unido más y más hacia el Torbellino; así, ahora sólo era posible —durante las pausas entre tormentas— distinguir el borroso contorno de la isla más próxima, desplazándose muy abajo. Según había señalado uno de sus survisores más ocurrentes, un geg debería tener alas para sobrevivir en su caída el tiempo suficiente para que los dictores emitieran una sentencia contra él. Naturalmente, este comentario hizo que los gegs se preocuparan de proporcionar unas alas al condenado, lo cual condujo al desarrollo del «pájaro» que Jarre había descrito.

Su denominación oficial era la de «Plumas de Justiz» y estaba confeccionado con los listones perfectamente aserrados y desbastados que escupía la Tumpa-chumpa para utilizarlos en los lectrozumbadores.

El armazón de madera, de seis palmos de ancho, tenía una envergadura de alas de unos veinte palmos. El armazón iba cubierto con un tejido (producto también de la Tumpa-chumpa), que era decorado a continuación con plumas de tiero sujetas mediante una sustancia pegajosa a base de harina y agua. Normalmente, un fuerte cable unido al lectrocumulador permitía que el artefacto se remontara hasta el corazón de la tormenta y recogiera los rayos. Sin embargo, como es lógico, mal podía elevarse si debía soportar el peso de un robusto geg.

Aprovechando una pausa entre tormentas, el reo Limbeck fue conducido al borde de Drevlin y colocado en el centro del Plumas de Justiz. Con las manos firmemente atadas al armazón de madera, sus pies quedaron colgados a los lados de la cola. Seis ofinistas levantaron el artefacto y, a una orden del survisor jefe, echaron a correr hacia el borde de la isla para lanzarlo.

Los únicos gegs presentes en la ejecución eran el survisor, el ofinista jefe y seis ofinistas ayudantes, necesarios para mandar al aire el Plumas de Justiz. Mucho tiempo atrás, asistían a las ejecuciones todos los gegs que no estuvieran de servicio en la Tumpa-chumpa. Pero un día tuvo lugar el sensacional «descenso» del tristemente famoso Dirk Tornillo. Dirk, ebrio, se quedó dormido durante el trabajo y no advirtió que la manecilla del silbato conectado al caldero de burbujas se agitaba furiosamente. La explosión que se produjo sancochó a varios gegs y, aún más grave, causó graves daños en la Tumpa-chumpa, que se vio obligada a cerrar durante un día y medio para efectuar reparaciones.

Dirk, pese a la gravedad de sus quemaduras, salvó la vida y fue sentenciado a descender los Peldaños. Gran número de gegs acudieron a presenciar la ejecución. Los que estaban más atrás, quejándose de que no veían, empezaron a empujar para abrirse paso hasta adelante, con el trágico resultado de que numerosos gegs que estaban en el borde de la isla iniciaron imprevistos «descensos». Desde entonces, una orden del survisor jefe prohibía la presencia de público en las ejecuciones.

En esta ocasión, el público no se perdió gran cosa. Limbeck estaba tan fascinado con los preparativos que se olvidó por completo de parecer martirizado y no dejó de molestar con una interminable retahíla de preguntas a los ofinistas que le ataban las manos al armazón de madera.

—¿De qué está hecho este material? —se interesó, refiriéndose a la sustancia pegajosa—. ¿Cómo se mantiene sujeto al armazón? ¿Qué tamaño tienen las láminas del tejido que lo recubre? ¿Así de grandes salen? ¿De veras? ¿Por qué produce tejido la Tumpa-chumpa?

Finalmente, en interés de la protección a los inocentes, el ofinista jefe ordenó que Limbeck fuera amordazado. Así se hizo sin ceremonias, a las órdenes de un apurado survisor jefe, quien no disfrutaba en absoluto con la ejecución debido al penetrante dolor de cabeza que le producía la corona.

Seis robustos ofinistas sujetaron la sección central del artefacto y la levantaron por encima de sus cabezas. A una señal del ofinista jefe, iniciaron un tambaleante descenso a la carrera por una rampa, en dirección al borde de la isla. De pronto, inesperadamente, una ráfaga de viento prendió el artilugio, lo arrancó de sus manos y lo levantó en el aire. El Plumas de Justiz cabeceó y se ladeó, dio tres círculos en picado y se estrelló contra el suelo.

—¿Qué estáis haciendo? —Gritó el survisor jefe—. ¿Qué estáis haciendo, maldita sea? —preguntó a su cuñado. Este, con aire molesto, corrió a enterarse.

Los ofinista desataron a Limbeck del artefacto destrozado y lo condujeron de vuelta a la plataforma de salida, mareado y escupiendo plumas de la boca. Mandaron traer otro Plumas de Justiz, mientras el survisor jefe se impacientaba ante el retraso, y ataron de nuevo al condenado. Los seis porteadores recibieron una severa arenga de su superior sobre la necesidad de sujetar con fuerza el armazón, y volvieron a partir.

El viento levantó las alas en el momento preciso y Limbeck surcó el cielo con elegancia. El cable se rompió con un chasquido. Los ofinistas, su superior y el survisor jefe permanecieron en el borde de la isla, observando cómo el artilugio emplumado se deslizaba lentamente hacia el vacío y se perdía hacia abajo, planeando, con la misma lentitud.

Limbeck debió de haberse ingeniado de algún modo para quitarse la mordaza de la boca, pues Darral Estibador hubiera jurado que escuchó un último « ¿Por qué...?» desvaneciéndose en el corazón del Torbellino. Se quitó la corona de hierro de la cabeza, reprimiendo el impulso de arrojarla por el borde de la isla, y con un profundo suspiro de alivio emprendió el regreso a su casa del tanque de almacenamiento.

Limbeck se encontró flotando en las corrientes de aire que lo impulsaban en suaves círculos y volvió la cabeza para contemplar la isla de Drevlin desde abajo. En muchos momentos disfrutó con la sensación de volar, girando ociosamente debajo de la superficie de la isla y contemplando las formaciones de coralita que, desde aquella perspectiva, resultaban únicas y muy distintas de cuando se observaban desde arriba. No llevaba puestas las gafas (las guardaba en un bolsillo de los calzones, envueltas en un pañuelo), pero una corriente ascendente lo había arrastrado hasta muy cerca de la parte inferior de la isla y ello le proporcionó una excelente vista.

El interior estaba taladrado por millones y millones de agujeros. Algunos eran enormes, y Limbeck habría podido penetrar volando en varios de ellos si hubiera sabido y podido pilotar las alas. Le sorprendió observar que de tales agujeros salían miles de burbujas que reventaban casi inmediatamente al entrar en contacto con el aire y advirtió, como un destello, que había tropezado con un notable descubrimiento.

«La coralita debe de producir algún gas más ligero que el aire y eso mantiene a flote la isla.» Su mente evocó la imagen que había visto en el Globo Ocular. « ¿Por qué, entonces, unas islas flotan más arriba que otras? ¿Por qué la isla donde viven los welfos, por ejemplo, está más alta que la nuestra? Su isla debe de pesar menos, lógicamente. Sí, pero ¿por qué? ¡Ah, ya entiendo!» Limbeck no se dio cuenta, pero había empezado a descender a gran velocidad en una espiral que le habría causado vértigo de haberla advertido. «Depósitos minerales. Esto explicaría la diferencia de peso. En nuestra isla debe de haber más depósitos de minerales —hierro y demás— que en la de los welfos. Probablemente, por eso los directores montaron la Tumpa-chumpa aquí abajo, en lugar de más arriba. De todos modos, eso sigue sin explicar por qué la construyeron.»

Limbeck decidió tomar nota de esta última observación y descubrió, irritado, que tenía las manos atadas a alguna parte. Cuando volvió los ojos para ver qué sucedía, recordó la interesante —si bien desesperada— situación en que se hallaba. A su alrededor, el cielo estaba oscureciendo deprisa. Ya no veía nada de Drevlin. El viento era más fuerte y había adquirido un claro movimiento circular; el vuelo era considerablemente más agitado y errático. El aire lo zarandeó a un lado y a otro, arriba y abajo, y dándole vueltas. Empezó a caer la lluvia y Limbeck hizo otra observación. Aunque no era tan trascendente como la primera, ésta tenía bastante más impacto.

La pasta que sujetaba las plumas al tejido se disolvió con el agua. Limbeck observó con creciente alarma cómo, una a una y luego a puñados, las plumas de tiero empezaban a desprenderse. El primer impulso de Limbeck fue liberarse las manos, aunque no tenía una idea muy precisa de qué haría cuando lo consiguiera. Dio un violento tirón con la muñeca derecha y el movimiento tuvo el efecto —un efecto realmente alarmante— de provocar que el artilugio volador quedara del revés en el aire. Cuando hubo pasado el primer momento de pánico paralizante y cuando se sintió bastante seguro de que no iba a vomitar, Limbeck advirtió que su situación había mejorado. El tejido, desprovisto ahora de casi todas las plumas, se había hinchado encima de él, aminorando la velocidad de descenso y, aunque el viento todavía lo zarandeaba bastante, la trayectoria era más estable y menos errática.

En la fecunda mente de Limbeck empezaban a tomar forma las leyes de la aerodinámica cuando vio ante él, apareciendo tras las nubes de tormenta a sus pies, un bulto oscuro. Forzando la vista, se cercioró por fin de que el bulto era una de las islas de Terrel Fen. Mientras descendía entre las nubes le había parecido que caía muy despacio y le asombró comprobar que la isla parecía levantarse hacia él a una velocidad alarmante. En aquel instante, Limbeck descubrió simultáneamente dos importantes leyes: una, la teoría de la relatividad; la otra, la ley de la gravedad.

Por desgracia, ambas leyes fueron borradas de su mente por el impacto.

CAPÍTULO 14

EN ALGÚN LUGAR DEL CONGLOMERADO

DE ULYNDIA, REINO MEDIO

La mañana en que Limbeck se precipitaba planeando hacia Terrel Fen, Hugh y el príncipe volaban en plena noche a lomos del dragón sobre algún lugar del conglomerado de Ulyndia. El vuelo era frío y desagradable. Triano había señalado la dirección al dragón y Hugh no tenía otra cosa que hacer más que permanecer en la silla y pensar. Ni siquiera podía saber qué ruta seguían, pues los acompañaba una niebla mágica.

De vez en cuando, el dragón descendía por debajo de las nubes para orientarse y Hugh aprovechaba esos instantes para, estudiando el paisaje de coralita que discurría bajo sus pies con su ligera luminiscencia, tratar de hacerse alguna idea de dónde se hallaba o de dónde había estado. La única duda de Hugh era si sería víctima de alguna traición y tendría que gastar la mitad del dinero de la bolsa en averiguar el paradero oculto del rey Stephen, en el caso de que decidiera protestar personalmente ante él por el trato recibido. Sin embargo, de momento era inútil preocuparse por ello y pronto dejó de darle vueltas al asunto.

—Tengo hambre... —empezó a decir Bane, cuya aguda voz infantil hendió el silencio nocturno.

—¡Cierra el pico! —replicó Hugh con brusquedad.

Escuchó un rápido jadeo y, al volverse, vio que el chiquillo tenía los ojos muy abiertos y brillantes, a punto de que le saltaran las lágrimas. Probablemente, nadie le había hablado en aquel tono en toda su vida.

—En el aire nocturno, cualquier sonido se oye desde muy lejos, Alteza —añadió
la Mano
con suavidad—. Si alguien nos viene siguiendo, es mejor que no le demos facilidades.

—¿Nos siguen, pues? —Bane estaba pálido pero impertérrito y Hugh tuvo que reconocer que el chiquillo era valiente.

—Eso creo, Alteza. Pero no te preocupes.

El príncipe apretó los labios. Con timidez, pasó los brazos en torno a la cintura de Hugh.

—No te molesta, ¿verdad? —susurró.

Cuando los bracitos se apretaron en torno a él, Hugh notó un cuerpo caliente acurrucado contra el suyo. La cabecita del niño se apoyó ligeramente en su robusta espalda.

—No tengo miedo —añadió Bane con voz resuelta—. Es sólo que me siento mejor cuando estás cerca.

Una sensación extraña embargó al asesino. Hugh se sintió de pronto vacío, siniestro y terriblemente malvado. Apretó los dientes, combatiendo el impulso de desasirse del abrazo del chiquillo, y se concentró en el peligro inmediato que los acechaba.

Tenía la certeza de que alguien los seguía. Y, fuera quien fuese, era muy hábil haciéndolo. Se volvió sobre la silla y escrutó el cielo con la esperanza de que su perseguidor, temiendo perderlos de vista, cometiera un descuido y se dejara ver. Sin embargo, no descubrió nada. Ni siquiera habría podido explicar por qué estaba tan seguro de que tenían compañía. Era una picazón en la nuca, una reacción maquinal a un sonido, un olor, algo entrevisto por el rabillo del ojo. Tomó la advertencia con calma y un solo pensamiento: ¿quién los seguía, y por qué?

Triano. Cabía esa posibilidad, por supuesto, pero Hugh la descartó. El mago conocía su destino mejor que ellos mismos, aunque tal vez los seguía para asegurarse de que
la Mano
no intentaba confundir al dragón y escapar con él. Pero tal cosa habría sido una solemne tontería. Hugh no era ningún hechicero y se abstendría de entrometerse en un conjuro, en especial si tenía que ver con un dragón. Hechizados, los dragones eran obedientes y tratables. Roto el encantamiento, los animales recobraban su inteligencia y su voluntad, con lo que se volvían totalmente caprichosos e imprevisibles. Podían seguir sirviéndolo a uno, pero también podían decidir convertirlo en su cena.

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