Alcazaba (15 page)

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Authors: Jesús Sánchez Adalid

Tags: #Novela histórica

BOOK: Alcazaba
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—Ahora no debemos alterarnos. Dejemos que el valí beréber Mahmud resuelva si tiene inteligencia suficiente para ello. Ahora deberá vengar a su gente; porque, a fin de cuentas, es en el alfoz donde viven la mayor parte de los suyos. Si se ganó el puesto de valí hace siete años, fue gracias al apoyo de las cábilas, al de los muladíes y al de los cristianos que decidieron quedarse después de las revueltas. Mirad por dónde le han salido sus valedores infieles. A ver qué hace ahora…

—¡Por supuesto! ¡Tienes mucha razón! ¡Que lo resuelvan ellos! ¡Que el valí se implique! —reaccionaron los árabes tensando las espaldas.

Marwán guardó silencio. Paseó la mirada por la concurrencia y añadió:

—En Mérida hace falta una mano fuerte y decidida; alguien de linaje árabe que tenga contento al emir. Es decir, debemos darnos cuenta de una vez de que sin Córdoba no iremos a ninguna parte. Mérida ya no será nada sin Córdoba. Pero… ¡a ver quién le explica eso a las cabezas huecas de los beréberes!

Los estaba poniendo a prueba. Aun sabiendo que había algo turbio en sus razonamientos. Pero ya no aguantaba la curiosidad por ver la reacción de los suyos.

Estaba allí presente el viejo Arub al-Zohevy, el más respetado de los jeques árabes; un hombre menguado ya por su edad muy provecta; consumido, de hundidos ojos y arrugada frente.

—Bueno —dijo el anciano—, pero hay que poner cuidado. Córdoba es una boca insaciable. Si nos mandan un valí forastero con un ejército guardándole las espaldas… ¡Cuidado con los ejércitos! Que arrastran una codicia infinita.

Marwán ya no pudo mantener cerrada la boca por más tiempo y declaró:

—¡Nada de forasteros! ¡Uno de nosotros! Si ha de nombrarse un valí, que sea un árabe.

—Sí —observó el viejo jeque—, pero… ¿quién? ¿Dónde está ese árabe?

—Pues aquí, en esta reunión —respondió Marwán, haciendo la propuesta sin pensar, sin triquiñuelas ya.

—¡Oh, eso es fácil de decir! —exclamó el viejo, echándose hacia atrás en su asiento—. Como que Córdoba lo consentirá…

Con palabras rebosantes de orgullo, Marwán aclaró:

—En Córdoba ya están al corriente de todo lo que pasa aquí.

Los presentes prorrumpieron repentina y confusamente en un amortiguado y atropellado murmullo.

Jactancioso, Marwán prosiguió:

—¿Dudáis de mí? Entonces decidme por qué motivo me empeñé en enviar a mi hijo Muhamad en la embajada que fue a Córdoba. No, amigos míos, yo no iba a consentir que a nosotros, los árabes de genuina cepa, nos considerasen igual que a esos beréberes y muladíes. Había que dejar bien claro delante del emir que nosotros no somos gente contumaz y soberbia como ellos. ¡Nosotros somos fieles! No conspiramos, ni preparamos revueltas que ponen en peligro la
umma.
Si se han de pagar tributos para apoyar la causa del Profeta, ¡paz y bendición!, aquí estaremos.

El murmullo se tornó aprobatorio. Decían:

—Sí, sí, sí, sí…, tú lo has dicho, Marwán, tú lo has dicho con gran acierto. Debemos organizarnos con Córdoba y con nadie más. Con el emir Abderramán hemos de estar. ¡Con el emir, con el emir…!

21

Un alguacil vino temprano al palacio del duc y le puso al corriente de todo lo sucedido:

—Fueron jóvenes del barrio cristiano. Sobre eso ya no cabe ninguna duda. Bebieron mucho vino en la Sanjuanada y, pasada la medianoche, cuando ya los mayores se habían retirado a dormir, se les encendieron los arrestos. Algunos de ellos, no sabemos cuántos ni quiénes eran, cogieron las teas que iluminaban el campo de San Juan y fueron con ellas al arrabal del poniente. Fue todo muy rápido: tiraron el fuego a los tejados de cañas y después corrieron a ocultarse en la oscuridad…

—¿Estás seguro de que no hubo muertos ni heridos? —le preguntó consternado Agildo.

—No, ni uno solo, ¡gracias a Dios! Los moros tuvieron tiempo de dar la alarma y, por tratarse de viviendas pequeñas de una sola estancia, escapó todo el mundo sano, pero no pudieron salvar las casas; un centenar de ellas ardieron.

El duc se quedó pensativo. Luego observó:

—Entonces, esos jóvenes debieron de ser muchos. ¿Cómo si no iban a ser capaces de quemar tantas cabañas?

—No creo que fueran más de una docena, señor. Es junio y todo está muy seco; las casas de los beréberes estaban muy juntas y el fuego se propagó rápidamente.

—¡Loado sea Dios! —oró el duc—. Ha podido suceder una gran desgracia. Es un milagro que no haya muerto nadie… ¡Santa Eulalia puso la mano!

—Sí —asintió el alguacil—, solo se han perdido casuchas.

—Hay que averiguar quiénes han hecho ese desatino —dijo Agildo con voz harto segura—. Hay que castigar a los culpables.

Ni siquiera titubeó el alguacil cuando repuso:

—Esos moros robaron a los monjes de Cauliana, señor duc, y el valí ni siquiera les ha pedido cuentas por ello.

—¡Calla! —le gritó Agildo—. ¿Qué locura estás sugiriendo? No somos salvajes; somos un pueblo con una sagrada ley; tenemos códigos y jueces… ¡Cómo dices eso tú precisamente! ¡Retírate de mi vista y haz tu oficio! Busca a esos jóvenes insensatos y aprésalos.

Cuando se hubo marchado el alguacil, el duc fue a encerrarse en un pequeño oratorio que había en el palacio. Allá acudió inmediatamente su esposa Salustiana a consolarlo. Le dijo:

—No te atormentes de esta manera; nuestro hijo Claudio no estaba con los incendiarios. Los criados me han jurado por la Mártir que se acostó temprano, muy apesadumbrado por lo que pasó en la Sanjuanada. No, Agildo, él no estuvo…

—¡Es como si hubiera estado! —gritó el duc, con mucho sentimiento. Las facciones de su rostro, de suyo frías, expresaban un vivo dolor—. A buen seguro, ese hijo nuestro anduvo enardeciendo a los otros antes de venirse a dormir. ¿No oíste lo que decía esa misma noche en el campo de San Juan? Claudio está siendo arrastrado, como tantos otros, por los aires de pendencia que corren por esta ciudad.

—Eso es una suposición…

Él la miró moviendo la cabeza y, con amargura, murmuró:

—Le conozco bien… Es como su bisabuelo, el duc Claudio. Por algo lleva su nombre.

—¿Y qué tenía de malo el duc Claudio? La memoria de tu noble abuelo está impoluta.

—El duc Claudio era un guerrero, Salustiana; como su padre, mi bisabuelo Sacario, ellos habían nacido para eso y se murieron amargados por verse sometidos a los moros. Pero de aquello han pasado ya casi cien años y estos tiempos son diferentes. Nuestro hijo tiene alma pendenciera y puede crearnos muchas complicaciones.

—No exageres. Hasta ahora no ha hecho nada. Ni siquiera estuvo en esa locura incendiaria; cuando seguramente iban en la partida los hijos de toda la nobleza.

—¡No me digas eso, que se me abren las carnes! —exclamó él con vehemencia—. Si los ismaelitas de Mérida llegaran a verse amenazados, no dudarían en arremeter contra nosotros. Debemos parecer pacíficos para ganárnoslos; pues no son ellos el peligro, sino Córdoba.

—Pero… no olvidemos que empezaron los beréberes —repuso Salustiana—. Ellos robaron a los monjes.

El duc miró a su mujer con un recelo que no pudo disimular. Le dijo:

—¿También tú vas a ponerte en mi contra? ¿Es que consideras que tu esposo es un cobarde?

—No —contestó ella abrazándole—. ¡Cómo voy a pensar tal cosa! Eres un hombre fuerte, firme y justo. Nadie mejor que tú sabrá lo que debe hacerse.

—Rezaremos —dijo Agildo—. Solo Dios conoce el destino…

—Sí —suspiró Salustiana—. Vamos, échate la capa por encima, iremos al templo de la mártir santa Eulalia; encenderemos velas y daremos limosnas. La Santa ablandará el corazón de Dios y nos ganará sus favores.

Atravesaban el barrio cristiano cuando vieron revuelo en una pequeña plaza. Estaban allí reunidos más de un centenar de hombres de todas las edades en actitud agresiva, vociferaban bravucones, entrando y saliendo de las tabernas cercanas. A su paso, se volvían reservados; saludaban sin demasiado entusiasmo y murmuraban entre ellos.

—Esto me da muy mala espina —le comentó prudente el duc a su mujer, apretando el paso.

Cuando estuvieron frente a un caserón cuyas puertas abiertas de par en par dejaban ver un amplio peristilo con columnas de mármol, se dieron cuenta de que el alboroto parecía tener allí su origen y su centro. Era el palacio del comes Landolfo, uno de los nobles más poderosos y activos de la comunidad cristiana.

—¡Vamos a ver qué pasa aquí! —dijo el duc cruzando el umbral.

Una vez dentro, se escamó más aún cuando todos se callaron al verle.

—¿Dónde está el comes Landolfo? —inquirió haciendo valer su potestad.

Nadie respondió. La mayoría eran mocetones de entre dieciséis y veinte años, que le miraban con aire desdeñoso o con socarronería.

—¿No me habéis oído? —insistió Agildo alzando más la voz—. ¿Sois sordos? ¿Dónde está Landolfo?

—No tienes por qué gritar —contestó alguien a sus espaldas.

El duc se volvió y vio venir hacia él al dueño de la casa y al abad Simberto, que entraban seguidos por un buen número de caballeros. Se temió lo peor y dijo:

—¿Habéis perdido el juicio? ¿Creéis que es momento de hacer reuniones y estar aquí fanfarronamente, como al aguardo? ¿No sabéis que ha ardido el arrabal y que los moros estarán pendientes de nosotros?

—Por eso precisamente debemos permanecer juntos —respondió Simberto—. No sabemos lo que va a pasar ahora y hay que prepararse.

—¿Prepararse? —preguntó con severidad Agildo—. ¿Prepararse para qué?

Ignorando esta pregunta, el comes Landolfo avanzó hacia el centro del patio pasando por delante del duc. Era un hombretón de poderosa estampa y rostro colorado de expresión irritada; la barba pelirroja, larga, como una llamarada sobre su jubón de lino blanco. Con poderío, como si mandara allí, alzó la voz sobre los presentes:

—Hermanos, amigos todos, cristianos de Mérida… Duc Agildo, regente nuestro… —Hizo una pausa y miró al duc con prepotencia. Prosiguió en el mismo tono—: Es cierto que algunos mozos han hecho una tropelía durante la noche. No negaremos que seguramente hayan sido jóvenes cristianos, pues no debemos faltar a la verdad y comportarnos como vulgares bandidos. Pero es de justicia reconocer que también hubo un robo en la abadía de Cauliana…

—¡¿A qué viene esto?! —le interrumpió el duc lleno de perplejidad—. No puedes impartir justicia sin mi permiso.

—No lo pretendo —repuso el comes—. Estoy haciendo uso de mi derecho a hablar a los preclaros de Mérida. Cualquier comes puede dirigirse a los nobles según el fuero, siempre y cuando no ofenda a nadie ni cause perjuicios graves con ello. Y tú debes escucharme.

—¡Vais a crear un peligroso conflicto! —le gritó Agildo.

—O tal vez vamos a solucionarlo —terció el abad Simberto—. No se pretende aquí otra cosa que enmendar un yerro.

—¿De qué me hablas? —inquirió el duc.

—De qué va a ser, sino de esos que prendieron fuego a las casas del alfoz… Algunos jóvenes lo han confesado y quieren librarse de la culpa.

Agildo no comprendía nada de lo que le decían. Estaba nervioso y miraba a un lado y otro, tratando de hallar una explicación al tumulto que le rodeaba, cuando de repente vio a su hijo Claudio en un rincón, medio oculto tras un nutrido grupo de mozos. Se fue directamente hacia él y le recriminó:

—¿Y tú qué haces aquí? ¡Anda, ve a casa inmediatamente!

El joven bajó la cabeza.

—¿No me estás oyendo? ¡Anda a casa!

Simberto se puso delante del duc y terció con autoridad:

—Eres su padre, pero no puedes interponerte entre Claudio y la decisión tan importante que acaba de tomar… Él ya es un hombre.

—¿A qué te refieres? ¿Qué decisión es esa?

—Veinte de estos jóvenes emprenderán hoy un largo viaje —contestó el abad—. Y tu hijo Claudio irá con ellos.

—¿Un viaje…? ¿Adónde?

—Al Norte, a las lejanas tierras donde hallaron la sagrada sepultura del apóstol Santiago. Allí expiarán sus pecados e intercederán por nosotros. Así podremos responder ante el valí; le haremos creer que ellos fueron los causantes del incendio y que se han desterrado de Mérida como pena por el crimen. Como comprenderás, nuestra comunidad no puede consentir que sean castigados por esos sarracenos, cuando los que robaron en Cauliana ni siquiera han sido molestados por las autoridades.

Agildo enmudeció. Cogió a su esposa por el brazo y salió de allí, con el rostro demudado y los ojos grises perdidos en su desconcierto.

—¡No seas terco, duc! —le gritaba a las espaldas Simberto—. ¡Decídete y únete a los tuyos! ¡Quien no está con nosotros está en contra nuestra! ¡Hay que decidirse de una vez!

22

Muhamad y el emir Abderramán cabalgaban el uno al lado del otro, por un sendero que discurría atravesando agrestes y montuosos campos donde crecían apretados arbustos entre peñascos y retorcidas encinas; dominaban el horizonte las copas verdes y redondas de los pinos. Las chicharras se empeñaban en recordar la plenitud del verano, con su frenético e ininterrumpido ruido. Ni la mínima brizna de aire corría y el intenso calor parecía emanar de la tierra, surgiendo entre la vegetación agostada, arrancando el aroma amargo del cantueso seco.

Detrás de ellos, también a caballo, iban cinco secretarios portando en sus puños otros tantos halcones de diferentes razas: un gerifalte muy blanco, un oscuro peregrino, un pardo sacre, un borní grisáceo y un grácil alcotán. Les seguían de cerca la guardia personal y una docena de sirvientes. Todos avanzaban sudando y en silencio, bajo el sol de media tarde, aliviados tan solo cuando el camino se adentraba por la umbría de algún desfiladero o en la apretura del bosque.

Ascendían y descendían cerros cada vez más altos y, finalmente, remontaron una sierra empinada. Entonces el emir señaló con el dedo:

—Ahí está mi pabellón de caza.

Muhamad se asombró cuando vio, casi oculto por los árboles, un curioso edificio adornado por vívidos colores. A medida que se aproximaban, descubrió que era tal y como le había dicho Abderramán: un sitio perfectamente preparado, exquisito y secreto, construido para la contemplación de aquellos salvajes montes y para disfrutar en plenitud de la práctica de la cetrería.

Descabalgaron y ascendieron por una escalinata hacia un pequeño parque con un estanque entre palmeras y granados. La puerta del pabellón se abría entre dos torres, protegido su arco perfecto por un tejadillo. Una vez dentro, el techo se apoyaba sobre columnas redondas de madera vieja, lustrada y reluciente, en número de seis, dispuestas en círculo; y en el centro, como si hubiera sido creada para tal fin, destacaba maravillosamente la preciosa pila de bronce y ónice traída como obsequio desde Mérida. Ahora servía de fuente y en la copa manaba un surtidor.

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