Alcazaba (10 page)

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Authors: Jesús Sánchez Adalid

Tags: #Novela histórica

BOOK: Alcazaba
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El canto polífono de los monjes evocaba extrañas resonancias orientales y los rezos unían las voces moduladas que respondían a cada invocación:

Audi et suscipe praecantiun vota, delecta Dei virgo Eulalia…

Audi, delecta mea…

Concluida la oración de vísperas, los monjes abandonaron la cabecera del templo y los fieles avanzaron para venerar el sepulcro de la Mártir. El caminante se puso en la fila y esperó a que le llegara el momento de descender a la cripta.

Cuando pudo entrar en la estrecha oquedad donde apenas cabían cuatro personas de pie, se inclinó con reverencia ante la urna revestida de plata y estuvo orando en silencio, hasta que el monje que guardaba el lugar le apremió:

—Vamos, que ahí esperan muchas almas.

Salió y, en la misma puerta, le preguntó a un clérigo:

—¿Dónde puedo encontrar al abad Simberto?

—Aún debe de estar en la sacristía. Pero si no te apresuras, ya no podrá atenderte hoy; el monasterio se cierra a esta hora y los monjes se reúnen dentro, en el refectorio, donde no se permite la entrada.

—¿Puedes acompañarme tú?

El clérigo miró de arriba abajo al peregrino desconocido.

—¿Has venido solo? No pareces ser de por aquí…

—He caminado durante días… —respondió el hombre con tono fatigoso, pero sin dejar de sonreír—. Vengo desde Sivihlla; he estado en Córdoba… Mas no soy de Al-Ándalus. Navegué desde el Norte…

Al clérigo le embargó el entusiasmo y exclamó:

—¡Cada vez llega gente desde más lejos!

El peregrino miró en dirección al sepulcro y afirmó:

—Sí. Es grande la fama de nuestra Mártir…

—Vamos, te llevaré con el abad.

Caminaron hacia el extremo izquierdo del templo y se detuvieron delante de una puerta.

—Es preciso llamar —indicó el clérigo.

La puerta se abrió. Atravesaron una habitación antes de entrar en la gran sacristía llena de monjes. Las miradas se volvieron hacia la entrada y se fijaron en el recién llegado, que pareció quedar intimidado.

Uno de los monjes dijo:

—El hospital de peregrinos está detrás del monasterio; allí te atenderán.

—Viene de muy lejos, del Norte —explicó el clérigo que le acompañaba—. Pregunta por el abad.

Simberto avanzó hacia él diciendo:

—Soy yo el abad. ¿Qué deseas de mí?

—Necesito hablar a solas contigo —contestó él—. Traigo un mensaje privado.

Los monjes los rodeaban con curiosidad y no se movían.

—¡Id al refectorio! —les ordenó el abad.

Cuando estuvieron solos, Simberto preguntó con ansiedad:

—¿Qué mensaje es ese?

El desconocido no respondió de momento a esa pregunta. Esto hizo que el abad se mostrase más inquieto y alzara sus frías cejas con aire de interrogación, mientras leía en el rostro y la mirada del recién llegado signos de sensatez y cordura que le hacían confiar. Le apremió:

—Habla, por favor, ¿quién te envía?

—El que me envía te ama mucho —dijo el enigmático viajero—. He venido porque tanto tú como él necesitabais saber el uno del otro.

Simberto pareció quedar mudo de momento, enrojeció, tragó saliva y alzó la mirada a la bóveda de la sacristía.

El desconocido añadió sonriendo:

—Enviaste una carta y yo soy la respuesta.

—¡No es posible! —exclamó en un suspiro el abad—. Si no me dices de una vez tu nombre, no acabaré de creerte.

—Soy yo… ¿No me reconoces?

—Distingo en ti los rasgos de tu padre —respondió emocionado Simberto—, el clarísimo varón Pinario, mi amado hermano; pero también la hermosura de tu madre, la piadosa Alba…

—En efecto, mi querido tío Simberto; soy Aquila, hijo de Pinario.

—¡Dios bendito! ¡Padre de misericordia! —oró el abad, abriendo los brazos para estrechar a su sobrino—. ¡Ha pasado tanto tiempo…!

14

El jardín que se extendía delante del palacio del duc estaba en silencio. Hacía calor y las plácidas y oscuras sombras de los cipreses se dibujaban sobre el camino que desembocaba en la escalinata de mármol. La sobriedad del viejo edificio parecía aún más triste a la luz de la luna. En alguna parte, no muy lejos, croaban las ranas. Todo hacía sentir el inicio del verano; sobre todo, el peculiar aroma de la mies recién segada y del grano que, fuera de la ciudad, bajo el cielo, se amontonaba en las eras custodiado por los campesinos. Las hogueras que estos encendían durante la noche dejaban ver sus resplandores más allá de la muralla.

El duc Agildo se hallaba sentado bajo la galería del atrio y miraba hacia la oscuridad de los campos sumido en sus pensamientos. Su esposa Salustiana se acercó por detrás y le dijo en un susurro:

—Me duele verte sufrir…

Agildo se volvió hacia ella y respondió:

—Si hubiera conseguido recuperar la pila bautismal, la gente no habría ahorcado al comes Luciano…

—Cuando las cosas no tienen remedio, es mejor dejar de pensar en ellas.

—No puedo evitarlo. Siento una desazón muy grande. Ese linchamiento no ha hecho sino confirmarme lo que vengo observando desde hace tiempo: que vamos hacia el desastre. Nuestra gente ya no confía en las leyes y cada vez resulta más difícil gobernar a los cristianos en esta ciudad.

—Siempre han sucedido cosas así… La venganza es una maldad humana, como tantas otras.

—Sí —asintió con amargura Agildo—. Pero ahora las maldades se hacen a las claras… Cuando esta mañana fui a San Cipriano con el prefecto para descolgar el cadáver de ese infeliz, la gente estaba allí arremolinada, con odio en las miradas, y sentí que muchos estaban satisfechos, incluso desafiantes. No pudimos saber quiénes eran los culpables, porque todos parecían serlo de igual manera. Hubiera tenido que cogerlos presos a todos… ¡Qué locura!

—No pienses más en ello —le dijo Salustiana suspirando.

—¡He de velar por la justicia! —repuso él con vehemencia—. ¡Esa es la encomienda que Dios me hizo! Soy el juez de esta gente cristiana. No puedo consentir que nos convirtamos en bárbaros sin ley.

Estando en esta conversación, se oyeron fuertes golpes en el portón que abría la propiedad a la muralla más allá del jardín.

—¿Quién será a estas horas? —se preguntó Salustiana muy extrañada.

El criado abrió y entraron dos hombres que recorrieron con decisión el sendero en dirección al palacio. Oteando la oscuridad, Agildo observó:

—Es el abad Simberto y viene acompañado por un desconocido.

Subieron los peldaños de la escalinata los recién llegados y, con alegría, el abad exclamó ya en el atrio:

—¡Mira, duc! ¡Mira quién ha venido hoy a Mérida!

Agildo escrutó el rostro del otro hombre con inquietud y preguntó:

—¿Quién es?

—¡Mi sobrino Aquila! ¡El hijo de mi hermano el
princeps
Pinario!

Salustiana dio un grito y se abalanzó muy emocionada sobre el joven.

—¡Aquila, el pequeño Aquila…! ¡Madre de Dios, cómo has crecido!

El duc también lo abrazó, mientras le preguntaba con la voz rota por la sorpresa:

—¿Qué es de tu padre? ¿Y de Alba, tu madre?… ¿Qué ha sido de ellos?

—Viven, gracias a Dios —decía Aquila, mientras se dejaba cubrir de besos y abrazos—. Gozan de salud y aún son jóvenes, ¡Dios ha cuidado de nosotros!

Permanecieron durante un rato en la penumbra del atrio, saboreando la alegría del reencuentro, que, al menos de momento, les hizo olvidarse de la trágica muerte del comes Luciano. Estaban fuera de sí, porque la llegada del joven Aquila no era esperada y porque además les traía felices noticias de parientes y amigos muy queridos que vivían lejos, en el Norte, que era como decir otro mundo.

Porque Aquila era hijo del príncipe Pinario, un noble que como su hermano Simberto pertenecía al más antiguo y prestigioso linaje emeritense. Descendían nada menos que de Cixilo, de quien siempre se dijo que llevaba la sangre del rey Atanaquildo y de la reina Agildona, y que por tanto heredaban el antiguo título de
princeps
de Mérida que se arrogó el suevo Rechila antes de su muerte, según una vieja tradición.

Pinario se implicó, junto con muchos cristianos nobles miembros de las principales familias de Mérida, en la rebelión llamada de los Banu Wansus, beréberes que se alzaron contra el emir Alhakén hacía veinte años, aprovechando que los toledanos se habían levantado a su vez en armas un año antes. Como fracasaran estos intentos rebeldes, muchos de los cristianos tuvieron que huir hacia el Norte; entre ellos, los parientes del abad Simberto. Todos los que se marcharon perdieron sus casas y sus propiedades y ya nunca pudieron regresar. Porque las leyes musulmanas de la guerra consideraban que los bienes ocupados al enemigo pasaban a la propiedad suprema de la
umma,
y sus antiguos poseedores, si eran rebeldes, ya no se consideraban sometidos de buen grado y, por tanto, perdían la sujeción islámica que les garantizaba la pertenencia a la
al-dimma
y la protección de sus derechos a cambio del pago de la
yizya.

Cuando el alborozo cedió, vinieron los recuerdos. Entonces Salustiana les propuso que entrasen en el salón de la casa, para verse mejor las caras a la luz de las lámparas y seguir conversando.

El duc, su esposa y el abad estaban pendientes del rostro del joven Aquila, a quien vieron por última vez hacía veinte años, cuando era un pequeño infante de cuatro años. Ahora, hecho un hombre, conservaba, empero, cierto aire inocente en aquellos grandes ojos azules de entonces.

Como si tuvieran necesidad de desahogarse con alguien de fuera, le contaron al joven las novedades de los últimos años, con tono sombrío, pues algunas no eran nada agradables. Hablaron de que Dios no había mandado la lluvia durante más de un lustro. Que después llovió como nunca antes se recordaba. Que los caminos quedaron borrados y que no se pudo ni andar ni viajar. Y encima estaba lo de los impuestos.

—¡Ellos, los sarracenos! —decía Simberto—. ¡Ellos son la causa de nuestras mayores desdichas! Siempre hubo sequías, siempre hubo inundaciones… ¡Pero ellos son la peor plaga que Dios pudo permitir por nuestros pecados!

Los musulmanes tenían la culpa de todo: de las deudas, de los abusos, de las malas cosechas…

—Mi hermano Pinario, tu noble padre —proseguía—, no puede allí en el Norte ni imaginar siquiera cómo están por aquí las cosas. Y lo peor de todo es que vamos cayendo en poder de la mayor de las desidias: los padres ya no enseñan ni siquiera a rezar a sus hijos, no les hablan de Dios, no les inculcan precepto alguno y tan solo les hacen cumplir si acaso el ayuno cuaresmal… ¡Como el Ramadán! Es penoso ver cómo tienden hacia las heréticas costumbres de las ismaelitas… ¿Querrás creer que ya se celebra en casi todas las casas de los cristianos el Eid al-Adha?

—¿Qué es eso? —preguntó Aquila.

—¡Ah, cómo ibas a saberlo tú! —dijo con irónica sonrisa Simberto—. Pues aquí, sobrino querido, no hay muchacho que ignore que es la fiesta del Sacrificio. En todas las casas musulmanas y en las de muchos cristianos, ¡cada vez más!, se mata ese día un carnero siguiendo las tradiciones de los herejes. Para que te enteres de cómo están aquí las cosas. ¡Ay, cuando se lo cuentes a tu padre, el clarísimo varón Pinario, mi piadoso hermano!

Todos callaron. Meditaban con tristeza en lo que había dicho el abad. Y este aún no había concluido su lamentoso discurso. Luego contó a media voz, sin pausas, muchas otras cosas de la vida en Mérida, de cómo se perdían las buenas costumbres y todo se pervertía.

Hasta que Salustiana se puso en pie y, para cortar aquella retahíla de pesadumbres, dijo:

—¡Qué le vamos a hacer! ¡Hablando y hablando de estas cosas no arreglaremos nada! El joven Aquila ha venido a conocer la ciudad de sus padres y… En fin, no ensombrezcamos su alma con nuestras penas. Porque… ¿A que ya no te acordabas de Mérida? ¡Ha pasado tanto tiempo!…

—Algo recuerdo entre brumas —respondió el joven—; pero casi nada se parece a las imágenes que guardo en la memoria.

—Y dime, Aquila —le preguntó Agildo—, ¿cómo es que has vuelto? ¿Qué te impulsó a emprender tan largo viaje?

Simberto contestó por su sobrino:

—Yo escribí a mi hermano Pinario. Necesitaba saber de ellos. Le envié una carta con un mercader de confianza que me prometió llevarla a su destinatario. Siempre pensé que recibiría la contestación por escrito y… ¡Mirad! Mi hermano ha enviado a su primogénito. Quiere decir eso que no se ha olvidado de nosotros. Y debemos recuperar el contacto con todos aquellos que se fueron.

Se sentaron todos alrededor de la mesa, seguían muy atentos al recién llegado, a cada una de sus palabras y de sus gestos, pues hacía mucho tiempo que no sucedía en Mérida algo tan extraordinario; y su presencia y todo lo que tenía que contar del Norte resultaban una alentadora novedad en medio del ensombrecido panorama de las últimas semanas. Y el joven les puso al corriente de las vidas de todos aquellos que un día tuvieron que marcharse, de cómo se habían adaptado a las costumbres del reino de Galaecia, de cómo eran allí las cosas y de la conciencia que tenían de sentirse exiliados. Los comensales se enzarzaron en una discusión febril, alegre y nostálgica.

En cierto momento, el duc Agildo tomó la palabra y le preguntó discreto:

—¿Qué piensan allí de nosotros? ¿Qué se dice de los que aún permanecemos aquí, en esta cristiandad sometida a los agarenos?

El joven contestó sin esfuerzo:

—Ya os lo podéis imaginar…

—No, no nos lo imaginamos —dijo Agildo—. Debes contárnoslo tú.

El joven paseó su mirada por los presentes, sonrió y respondió:

—No quisiera ofenderos.

—¡¿Ofendernos?! —exclamó el duc—. Pero… ¿qué dices, muchacho? ¿Por qué habrías de ofendernos? Vamos, responde de una vez y sin ningún temor a lo que te he preguntado. ¿Qué piensan las gentes del Norte de nosotros? ¿Qué se dice allí de lo que aquí sucede?

—No penséis mal —respondió Aquila sin dejar su habitual sonrisa—. En el reino de Asturias no pueden soportar siquiera el pensar en que se pueda vivir sometidos a los sarracenos. Eso les pone muy furiosos…

Todos se miraron. Y el duc dijo circunspecto:

—Es de comprender. Aquella gente vive en guerra constante en sus fronteras y, desde allí, tal vez nos ven como pueblos sumisos y, en cierto modo, cobardes.

Aquila se puso en pie y contestó con expresión ardiente:

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