—Yo sí te conozco —respondió Abdías, tendiéndole la mano—. Eres el comes Luciano. Quizá tú no me recuerdes a mí, pero ya hace algunos años me vendiste algunas piezas de oro.
—¡Ah! —exclamó el hombrecillo, tratando de disimular su vergüenza—. Ya, ya me acuerdo…
Los que conocían al comes Luciano sabían que era un noble de antiguo linaje romano completamente arruinado. Malvivía en un destartalado palacio que estaba unido a la iglesia de San Cipriano por el patio.
Los judíos se miraron impacientes y Datiel le preguntó:
—¿Qué tienes por ahí para nosotros?
El noble les condujo a una especie de almacén en las traseras del caserón. En el suelo de maderas carcomidas y combadas se veían calabazas secas, largas o redondas, montones de cebada y manzanas arrugadas de intenso color amarillo. En las paredes colgaban ristras de ajos muy blancos y cebollas rosadas.
Una vieja manta cubría algo grande y cilíndrico en un extremo. Luciano la retiró y apareció una preciosa pila bautismal de bruñido bronce, cuyo fondo, de más de vara y media de diámetro, era de brillante ónice rojo. La forma era como la de un gran cáliz, en cuyo fuste y en la copa estaban representados en relieve pájaros y monstruos bípedos, entre un enredado follaje de ramas y hojas de hiedra. El conjunto resultaba muy hermoso.
Los judíos no pudieron evitar que sus rostros traslucieran el asombro que sentían. Y el comes, al verlos admirados, dijo con orgullo:
—En ninguna parte hallaréis una joya como esta. Ha de tener más de doscientos años. Y sabed que fue traída de Bizancio.
—Verdaderamente, es una maravilla —asintió Abdías—. ¿Cuánto pides por ella?
—Cien sueldos —respondió con seguridad Luciano—. Y no admitiré regateos. Me hago viejo y debo procurarme la sepultura.
—Setenta —repuso Abdías—. Pensábamos gastar solo cincuenta, pero es de reconocer que esta pieza lo merece… No tenemos tiempo de porfiar; lo tomas ahora o lo dejas.
—Ochenta y ni una palabra más —replicó Luciano con voz temblorosa y sudor en la frente arrugada.
El almojarife miró a Abdías mientras se echaba mano al cinto para sacar la bolsa. Este dijo:
—Dale setenta y cinco.
—¡Es un abuso! —protestó el noble, alzándose cuanto podía desde su menguada estatura y clavando unos fieros y brillantes ojos en Datiel.
El almojarife entonces se dio media vuelta e hizo ademán de salir, mientras se recomponía la ropa ocultando la bolsa con estudiada afectación.
—¡Bien, bien, setenta y cinco! —corrió tras él Luciano, forzando la sonrisa—. La joya es vuestra.
El domingo amaneció sin niebla y sin nubes. Por la mañana, en compañía de su esposa Salustiana, el duc Agildo iba por la vía principal del barrio cristiano, en un carro ligero tirado por un solo caballo. Después de tantos meses de lluvia ininterrumpida, la ciudad parecía diferente, como nueva e inundada de luz primaveral; las calles, las iglesias y los viejos palacios resplandecían. Avanzaban deprisa y respirando el fresco aire, seguidos por toda su familia, que cabalgaba a lomos de hermosos potros o briosas mulas blancas: sus nueve hijos y sus yernos, nueras, nietos y criados de confianza.
Junto a la basílica de Santa Jerusalén, delante del
episcopium,
el palacio de dos plantas enjalbegado con tierra blanca, les esperaba ya el obispo Ariulfo. La escalinata estaba cubierta con arena fresca traída del río y juncias, y los acólitos sostenían la cruz y los ciriales de plata, los incensarios y los estandartes con las divisas de los santos.
Cogió Agildo a su mujer por el brazo y la condujo por un pasillo abierto entre una multitud de hombres y mujeres. También el vestíbulo del templo estaba abarrotado; olía a flores e incienso. Cruzaron la amplia nave por el centro y ocuparon sus sitiales en el presbiterio, en el lado derecho del altar mayor.
Se inició un solemne canto e hizo su entrada la procesión litúrgica que daba comienzo a la celebración. El obispo y el diácono avanzaban en el último lugar de la fila. Alcanzaron el ábside e incensaron el ara y las reliquias; del incensario saltaban chispas y se desprendía un denso humo perfumado.
El oficio religioso se celebró con solemnidad, sin omitirse nada. El coro cantaba muy despacio, en tonalidades diversas, y los acólitos se movían con parsimonia y orden en torno al celebrante.
Cuando llegó el momento del sermón, pusieron el báculo en la mano de Ariulfo y le calaron la mitra cubriéndole la frente hasta las cejas rubicundas. Ocupó el obispo la sede y, poniendo los azules ojos en la altura de la bóveda curvada, empezó a decir con profunda voz:
—Caros hijos, no podemos ocultaros que estamos muy preocupados. Observamos por todas partes signos adversos que amenazan nuestra fe y nuestra manera de vivir. El ánimo de muchos de los nuestros decae al ver que pasa el tiempo y se dilata la espera de la ansiada hora de los justos, el Reino de Nuestro Señor Jesucristo. Hay ya quien no ve más horizonte que el que ofrece esta vida sometida a la oscuridad de las sombras y a la esclavitud de las pasiones.
»Vosotros, como nosotros, observáis a cristianos que se acomodan a la vida fácil y licenciosa de los ismaelitas; abandonan sus antiguas y buenas costumbres; dejan de acudir a las iglesias, de frecuentar los sacramentos, de rezar y leer en los libros santos; a la par que olvidan su lengua materna; dejan la moderación en sus vestidos e imitan los refinamientos orientales; sabemos que algunos incluso ofenden al Creador proporcionándose harenes para su recreo, y que abominan de algunas comidas, del cerdo, como ellos, considerándolo animal inmundo; también otros se apartan hasta el punto de dejarse circuncidar, como los agarenos y judíos… ¡Qué lástima!
»Y cabe preguntarse: ¿Este es el aprecio que hacemos a la sangre de los santos mártires? ¿Para esto ofrecieron sus vidas? ¿Para esto se entregó el inmaculado y tierno cuerpo de nuestra venerada mártir santa Eulalia? ¿De qué sirvió la conversión de los paganos de Roma?…
Los fieles le escuchaban turbados, entre suspiros y algunas lágrimas en los rostros de las mujeres.
Ariulfo concluyó diciendo:
—Hijos queridos, somos libres. No caigamos en la tentación de la desesperanza. Digamos con el apóstol san Pablo: «Nos aprietan por todos lados, pero no nos aplastan; estamos apurados, pero no desesperados; acosados, pero no abandonados; nos derriban, pero no nos rematan; en toda ocasión y por todas partes, llevamos en el cuerpo la muerte de Jesús, para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo». Permanezcamos, pues, firmes y unidos, en un solo bautismo y una sola fe, caros hijos.
Una vez concluido el oficio, el obispo se acercó al duc y a su esposa y les alargó la cruz para que la besaran. El coro retomó sus cánticos y Agildo, muy conmovido, con los ojos llenos de lágrimas, la cogió y la apretó contra su pecho. Exclamó con voz desgarrada:
—¡Señor, ayúdanos! ¡Sálvanos, Santa Cruz de Jesucristo…!
Pero el canto resonaba con tanta fuerza que sus palabras no se oyeron. La gente empezó a moverse y avanzó hacia el presbiterio para besar la cruz y reverenciar el altar. Algunos miraban con pena al duc y a su esposa y se inclinaban. Otros, en cambio, movían la cabeza como en un reproche silencioso. Hasta que un caballero anciano se puso frente a ellos y, con expresión delirante, soltó:
—¡Estamos arruinados! ¡Somos carne de esos buitres sarracenos! ¿No vais a hacer nada? ¿Para qué vuestros títulos y honores, si no nos defendéis de esos diablos?
Se creó un espeso e incómodo silencio. Entonces alguien hizo una señal al maestro del coro. Este comprendió que debía retomar el canto y las voces iniciaron un salmo.
El anciano se cubrió el rostro con las manos y cayó de rodillas ante el obispo sollozando.
—¡Auxílianos, Dios Eterno! ¡Sálvanos, Cristo! ¡Justicia en tu nombre, Santo de los Santos! Yo ya soy viejo y no necesito nada; pero… ¡Y toda esta juventud!
A la salida el duc y su familia iban cabizbajos. Debían compartir la comida en la casa del obispo como cada domingo, pero sus semblantes cariacontecidos no parecían tener ánimo después de aquellas amonestaciones.
Entraron en el palacio. El almuerzo estaba ya servido: carnero con habas, pan de centeno y queso añejo. Ocuparon sus asientos y Ariulfo, después de bendecir los alimentos, dijo en tono de disculpa:
—Hay que predicar y proclamar la verdad, aunque nos cause pesares. Por eso Nuestro Señor sufrió, porque fue libre y pudo decir con libertad: «Hágase tu voluntad, Padre del cielo».
El duc observó con preocupación:
—La gente no está contenta; los ánimos están caldeados y la mínima chispa hace que se encienda el fuego…
—A ver qué resulta de esa comitiva que partirá mañana para Córdoba —comentó Ariulfo—. No perdamos la esperanza.
Después comieron en silencio. Hasta que, a los postres, un octogenario clérigo que estaba sentado junto a Salustiana empezó de nuevo a hablar de lo peligroso que era vivir al margen de la familia y andar demasiado tiempo fuera del barrio cristiano: era necesario vivir juntos, ahora más que nunca, pues las disolutas costumbres de los infieles llevaban al desastre.
—Qué cierto es todo lo que ha expresado en su homilía nuestro obispo —decía—. ¡Allá esos ismaelitas con sus costumbres orientales! Nosotros somos otra cosa… Somos descendientes de un pueblo de reyes y santos; ¡cómo vamos a envidiar a esa aristocracia árabe orgullosa y fanática! ¡El diablo los lleve!
Ariulfo le miró con gesto reprobatorio.
—Todos somos hijos de Dios —repuso—. Algunos yerran, pero también son hijos… No debemos odiar.
—¡Ellos nos desprecian! —replicó el clérigo.
—Recuerda: «Amad a los que os odian» —sentenció el obispo.
El anciano bajó la cabeza contrariado y todavía refunfuñó:
—¡Así no iremos a ninguna parte! ¡Estamos amarrados, cautivos, humillados…!
Cuando terminó la comida salieron a repartir el pan de los pobres. Pero llegó un alguacil muy sulfurado que exclamaba:
—¡La gente quiere linchar al comes Luciano! ¡Rodean su palacio y van a echar la puerta abajo!
Sobresaltado, el duc preguntó:
—¿Cómo es eso? ¿Qué ha pasado?
—Dicen que vendió a los judíos la pila bautismal de la iglesia de San Cipriano.
—¡Vamos allá! —dijo Agildo.
Subió al carro y arreó al caballo. El obispo y el resto de la familia también montaron en sus cabalgaduras. La iglesia de San Cipriano estaba a un par de manzanas de allí. Cuando llegaron, la gente rodeaba el palacio y gritaba a voz en cuello:
—¡Judas! ¡Sal de ahí! ¿Dónde está la pila? ¡Sal o echaremos la puerta abajo!
Descendió del carro el duc y se abrió paso entre el tumulto.
—¿Qué pasa aquí? ¡Deteneos! ¡Qué vais a hacer, insensatos!
Un hombre le contestó furioso:
—¡Ese sinvergüenza ha vendido la santa pila bautismal a los judíos! En esa pila se acristianaron nuestros abuelos, nuestros padres, ¡nos hemos acristianado nosotros y nuestros hijos! ¡Debe restituirla a la iglesia o lo pagará con su vida!
—¿Es verdad eso? ¿Cómo lo sabéis? —preguntó Agildo al público indignado que tenía alrededor.
Una mujer avanzó y, llorando, respondió:
—Yo lo vi todo. Esta mañana muy temprano vinieron los esclavos del almojarife Datiel con un carro tirado por un mulo, cargaron la pila y se la llevaron. Yo avisé a la gente.
—¿Estás segura de que era la pila bautismal?
—Entra en la iglesia, señor duc, entra y verás si está o no está la pila en su sitio.
La puerta de San Cipriano estaba cerrada.
—¿Quién tiene la llave? —inquirió el duc—. ¿Quién ha cerrado esa puerta?
—¡Él ha sido! —gritó la gente—. ¡El comes la cerró para que no entrásemos! ¡Luciano vendió la pila a los judíos! ¡Judas! ¡Miserable! ¡Colguémosle!…
—¡Silencio! —ordenó Agildo—. ¡Callaos de una vez!
El obispo Ariulfo avanzó por entre la muchedumbre y se puso bajo el balcón principal del palacio del comes.
—¡Sal, comes Luciano! ¡Sal, en nombre del Dios Altísimo!
Se hizo un gran silencio. Todo el mundo estaba pendiente del balcón.
—¡Sal de una vez y responde a estas acusaciones! —insistió el obispo.
Se abrió el postigo y asomó la cara de Luciano, con la amplia frente brillando por el sudor.
—¡Renegado! ¡Judas! ¡Miserable! —gritó el gentío, mientras volaban piedras hacia el balcón.
—¡Quietos! —les ordenó el duc.
Cuando los alguaciles volvieron a conseguir que reinase el orden, se asomó otra vez el comes. Agildo le mandó:
—Baja y responde a estas acusaciones de la gente.
—Si bajo me matarán —contestó Luciano.
—Nadie te pondrá la mano encima, tienes mi palabra —le dijo el duc.
Pasado un rato, se abrió la puerta y salió el comes muy asustado, empuñando una gran espada para defenderse.
—¿Es cierto que vendiste la pila? —inquirió Agildo.
—Estoy arruinado, tú lo sabes —se justificó Luciano entre sollozos—. He de procurarme el sustento de la vejez y una digna sepultura conforme a mi linaje ahí en el cementerio de San Cipriano, como hicieron mis mayores… ¡Los impuestos me han dejado sin nada!
—¿La has vendido o no? —insistió el duc.
—¡Esa pila la trajeron mis antepasados de Bizancio! —contestó con orgullo el comes.
—No pertenece a tu familia —repuso Agildo—. Es una dádiva que hicieron los tuyos a la santa Iglesia. No te pertenece a ti, sino a los fieles. ¿Cuánto te han pagado?
El comes lloriqueó, cubriéndose el rostro con las manos. Decía:
—Esta iglesia la edificaron los míos… ¡No podéis venir aquí a pedirme cuentas de esta manera!
—¿Dónde tienes el dinero? —le exigió el duc—. ¿Cuánto te pagaron los judíos?
—Setenta cochinos sueldos —respondió al fin.
—¡Judas! ¡Judas! ¡Judas!… —gritó la gente.
—¡Silencio! —ordenó el duc.
Luciano hurgó en sus faltriqueras y desató del cinto una abultada bolsa. Pero, antes de devolverla, dijo:
—No es la pila lo que lava los pecados, sino la santa agua del Bautismo…
—Suelta de una vez el dinero —le conminó el duc—. Nadie dispone de las cosas santas.
Arrojó el comes la bolsa y volvió a encerrarse en el caserón.
Agildo se dirigió a la muchedumbre y dijo:
—¡Cada uno a su casa! Ya no tenéis motivos para estar aquí. Yo me encargaré de ir a recuperar la pila. Y no se os ocurra ponerle la mano encima al comes; ya responderá ante nuestra justicia por este delito.