Marwán calló de repente, se acercó a la puerta del salón, la entreabrió y echó un vistazo a la estancia contigua. Luego hizo lo mismo en la ventana que daba a un patio. Prosiguió:
—¡Ojalá pudiera ir yo a Córdoba! Y hacer las gestiones por mí mismo, pero sería sospechoso…, sí, muy sospechoso… Ahora debemos ser cautos, hijo mío…
Guardó silencio de nuevo, se volvió hacia su hijo y, enojado, gritó:
—¡Muhamad, préstame atención! ¡Al menos mírame cuando te hablo!
El joven entornó sus grandes ojos y, con candidez en la mirada, replicó:
—Bueno, bueno… No hay por qué ponerse así. Te estoy escuchando perfectamente.
—Es que tengo la sensación de que te aburre todo esto. ¡Participa de mi preocupación, hijo! ¡Pon entusiasmo!
Muhamad se incorporó, hizo como si estuviera ofendido y le reprochó:
—¿He dicho yo algo acaso? ¿Me he negado a ir a Córdoba? ¡No me trates como si fuera un crío! En cuanto me ordenaste venir a Mérida cogí el caballo y ¡aquí me tienes! ¡Con la de cosas que tenía que solucionar allí!… No creas que es tan fácil gobernar el señorío de Alange…
El padre se fue hacia él y le besuqueó como se hace con un crío.
—¡Compréndeme, hijo de mis entrañas! Comprende a tu padre… ¡Oh, estoy tan preocupado!
—Todo saldrá bien, padre —le dijo con tono tranquilizador Muhamad—. Confía en mí.
—Pues escúchame, hijo mío.
—A ver, explícamelo otra vez, más despacio, y yo lo memorizaré.
Marwán se sentó, se relajó, dejó caer las manos sobre su prominente barriga y suspiró profundamente. Luego dijo más tranquilo:
—Quisiera que llegaras a comprender y amar nuestra historia tanto como yo, hijo querido. Los Banu al-Jilliqui, nuestra noble y valerosa familia, se enorgullece de su sangre… ¡Dios sea loado! ¡Él nos dé toda bendición! Somos musulmanes cuyos antepasados estuvieron luchando junto al Profeta, ¡paz y bendición! Un día, hace cien años, mi bisabuelo ganó para la
umma
amplios territorios al norte, en lo que llamaban la Galaecia. ¿Te das cuenta? Puso el pie en los dominios de los infieles y depravados rumíes que no se encomiendan al Creador. Por eso nos apodan al-Jilliqui, los Gallegos, por nuestro predecesor que fundó la dinastía. ¡Oh, fueron tiempos de gloria inenarrable!
De pronto calló y estuvo gimoteando emocionado durante un rato. Luego miró a su hijo con ojos tristes, enrojecidos, y prosiguió:
—Pero nada dura siempre, hijo mío. Solo es eterno el Rostro del Omnipotente y el futuro únicamente lo conoce su mano que escribe el destino… Por eso hay que seguir luchando. ¡Los fieles debemos defender lo nuestro! Porque hoy parece que todo se echa a perder… Sí, son otros tiempos, Muhamad, amado hijo mío… Y no quiero que tú, ¡sangre de mi sangre!, padezcas a causa de la inconsciencia de esos bastardos, nietos e hijos de infieles, y de la incompetencia de los beréberes. ¿No ves que podemos perderlo todo? Por eso tu padre está tan preocupado…
Muhamad se quedó conmovido por esas sinceras explicaciones que había escuchado muchas veces y por las lágrimas que brillaban en las mejillas de su padre.
—Dime qué he de hacer y yo lo haré —susurró, llevándose la mano al corazón—. ¡Cumpliré todo lo que me mandes!
Marwán sonrió complacido. Abrazó a su hijo, se enjugó las lágrimas con la manga, y con voz pausada y firme le aleccionó:
—Irás a Córdoba acompañando al cadí Sulaymán Aben Martín. Aunque es buen amigo mío, no se te ocurra contarle nada de lo que voy a decirte, porque de ninguna manera nos conviene. Pues bien, cuando lleguéis a la capital, deberéis esperar allí algunos días, mientras se hacen las gestiones oportunas en la cancillería del emir. Te daré cartas con mis sellos para que acudas a mis contactos. Con solo saber tu nombre te atenderán sin dilación y te procurarán entrevistas con ministros y hombres importantes de la corte. En todo momento le dirás a Sulaymán que se trata de negocios míos, transacciones, cobros de deudas y favores, ocultándole lo que de verdad nos traemos entre manos. A ti te recibirán primero los chambelanes del emir y tú les contarás todo lo que yo te voy a transmitir. Pero el cadí, a quien atenderán más tarde, no sabrá nada de esto y creerá que lo único que ha de tratarse en la delegación es lo de los impuestos y todo eso de las quejas y las súplicas de Mérida. Y ten cuidado, pues el cadí es un zorro viejo que no dudará en intentar ganarte y querer saber todo de ti. Hazte el tonto… Habla de caza, de mujeres, de lo que te parezca… ¡Pero de esto nada de nada!
—¿Y qué es lo que yo he de decirle al emir?
Los ojos de Marwán brillaron e hizo un guiño con aire malicioso.
—Si consiguieras hablar con el emir en persona, ¡Allah lo permita!, convéncele de que aquí apenas hay adeptos a su persona; que Mérida está dominada por dimmíes, rumíes, muladíes y gentes de poca confianza. Hazle comprender que debe acudir aquí a poner orden y meter en cintura a esta díscola ciudad. Que si no lo hace acabará perdiéndola, como su padre perdió la Galaecia. Manifiéstale que nosotros somos leales y que le mantendremos informado en todo momento.
—¿Y si no me cree?
—Te creerá. ¡Gánate al emir, hijo mío! ¡Tu padre estará orgulloso de ti!
Muhamad le miró pensativo:
—¿Por qué estás tan seguro, padre?
Marwán sonrió socarrón.
—Porque ya hace tiempo que le envié una carta en la que le advertía de que se avecinaba en Mérida una revuelta aún peor que la que hubo hace diez años, en tiempos del emir Alhakén, su padre. Ahora, cuando se presente en Córdoba como emisario el cadí Sulaymán para hacer la reclamación, Abderramán comprenderá que mi aviso fue cierto y oportuno. ¡Todo está de nuestra parte, hijo mío!
Abdías ben Maimun se levantó de la cama más temprano que de costumbre, cuando aún no había amanecido. Su mujer, que seguía acostada, se removió y emitió una especie de quejido; luego se incorporó y preguntó con voz somnolienta:
—¿Dónde vas? ¿No te das cuenta de que es todavía de noche?
Abdías la miró con apreciable ansiedad en el rostro iluminado solo por la tenue llama de una vela. Contestó:
—No he pegado ojo… Hasta que no solucione lo del encargo ese que me han hecho no estaré tranquilo.
La mujer se echó nuevamente y, cubriéndose hasta la barbilla con la sábana, refunfuñó:
—A esta hora solo hay gatos en las calles. Anda, acuéstate.
El marido levantó el jarro, vertió agua en la jofaina y empezó a lavarse el cuello, los brazos y la cara con movimientos nerviosos. Era un judío con buena planta y miembros proporcionados, esbelto, de nariz fuerte y bien dibujada, cabello y barba grises, rizados y bastante largos, y una permanente preocupación en el rostro. A pesar de su aire melancólico y de su cara dulce, era hombre de arrestos.
Su mujer, Uriela, guapa, de mejillas sonrosadas y pelo rubio alborotado, permanecía allí en la cama, contemplando en la penumbra de la alcoba el semblante pensativo y atormentado de su marido. Sintió lástima de él y le dijo:
—Anda, échate otra vez aquí conmigo. ¿No tienes todo el día para ocuparte de ese encargo? ¿Qué vas a poder solucionar tan temprano?
Él se asomó a la ventana mientras se secaba con un paño. Afuera había una niebla tan densa que no se veían las casas, solamente se divisaba una masa oscura en la cual se destacaba la luz roja de una hoguera que parecía enorme. Abdías comentó:
—El fuego de la fiesta de Lag Baomer aún arde ahí afuera. Los muchachos debieron de echar más leña anoche. Pero… ¡qué raro! Estamos en el mes de Iyar y hay una niebla espesa; ¡cualquiera pensaría que es Tevet!
A lo lejos, en el fondo de la oscuridad, en algún corral, cantó un gallo; respondieron de cerca otros, y desde lejos, desde más allá de la muralla, se oyeron otros interrumpiéndose hasta fundirse en un solo canto. Pero después todo alrededor volvió a estar completamente silencioso.
—Los gallos cantan por segunda vez —dijo Abdías—. Y esta niebla quiere decir que hoy no lloverá. ¡Menos mal!
—Anda, ven aquí —insistió Uriela.
—No. He de ir a primera hora en busca del almojarife para arreglar lo del encargo.
—Estará durmiendo.
Él la besó en la frente, sopló la vela y salió de la alcoba. En la calle no había nadie. Entonces pensó que debía haberle hecho caso, pero su terquedad le impedía volverse y darle la razón a ella. Así que anduvo un par de veces arriba y abajo, hasta la esquina de la casa, viendo a las ratas correr espantadas y trepar a las tapias. Finalmente se decidió a cruzar el barrio y se dirigió a la casa del almojarife, que estaba próxima al adarve, cerca de la que llamaban «puerta de los Judíos».
Cuando llegó no se oía nada y todo estaba cerrado. Golpeó la aldaba y el sonido pareció retumbar en el interior. Un perro que no debía de ser muy grande ladró chillonamente en alguna parte. Luego retornó el silencio.
Abdías se acercó a la ventana y se asomó por una rendija. Entonces una voz le sobresaltó por encima de su cabeza:
—¿Quién anda ahí?
Miró y vio al esclavo del almojarife asomado al balcón, vestido solo con un raído camisón de dormir.
—Soy Abdías ben Maimun —contestó—. He quedado con tu amo para cumplir un encargo a primera hora.
—¿A primera hora? ¡Es última hora de la noche! Mi amo está en la cama y no pienso despertarle. Es la fiesta de Lag Baomer y se acostó tarde. ¿No ves que aún están las hogueras encendidas?
Abdías se quedó petrificado, y permaneció así un rato. Pero, tan pronto como el criado volvió al interior de la vivienda, se acercó a la puerta de un brinco y, enfadado, se puso a golpear la aldaba con más fuerza que antes.
El almojarife salió con el torso desnudo. Era un hombre de unos cincuenta años, rechoncho, de ojos negros y cara redonda. Era también judío y se llamaba Datiel ben Ilan.
—Pero ¿qué es esto? ¿Se puede saber qué…? —decía con enojo—. ¡Abdías ben Maimun, qué demonios te ocurre!
—Es casi la hora del alba —respondió Abdías—. Debemos ir cuanto antes al barrio de los cristianos…
—Pero… ¡si aún no clarea!
—Yo sé lo que me digo. Los cristianos madrugan para ir a sus misas.
—Está bien, aguarda un momento —cedió el almojarife.
Poco después, ambos judíos caminaban en dirección al barrio que era conocido como
al-dimma,
la parte de la ciudad donde habitaban los cristianos. No se veía a nadie, pero una campana emitió un débil tintineo en alguna parte. Abdías dijo:
—¿Lo ves? Ya van a misa antes del alba, como te dije. Madrugan más que los agarenos, por pura soberbia; porque dicen con orgullo que estaban aquí antes que ellos. Así de tontos son los cristianos; prefieren quitarse unas horas de sueño antes que dar su brazo a torcer. ¡Así les luce!
Llegaron a la puerta de una iglesia pequeña que estaba entreabierta. Salía un vaho caliente impregnado de olor a cera e incienso. Abdías se asomó, escrutó el interior y observó:
—Todavía están con sus rezos. Pero me ha parecido ver a la persona que buscamos.
Esperaron durante un largo rato mientras se hacía de día. Datiel protestaba:
—¿Para esto hemos madrugado tanto?
—Ten paciencia. Mejor es tener que esperar que llegar tarde y perder la oportunidad. Si no hacemos el encargo hoy, ya no tendremos tiempo. El rico Marwán Aben Yunus me dijo que el encargo debía hacerse esta mañana sin falta, pues la embajada partirá en la próxima madrugada y los presentes deben ser embalados convenientemente y puestos en las carretas.
Se escuchó al primer muecín invocar a los musulmanes para la oración. Poco después empezaron a salir los fieles de la iglesia.
—¿Has visto? —observó Abdías—. Ya salen; la misa ha terminado.
La niebla dominaba el barrio y le daba un aire de pesadez y tristeza. El pequeño templo presentaba un aspecto ruinoso; las paredes estaban envejecidas por la humedad y el tejado poblado de hierbajos; los nidos de golondrina colmaban las cornisas y el barro seco y sucio caía en el atrio.
Cuando salió el que parecía ser el último de los fieles, los judíos se miraron con extrañeza. El almojarife preguntó molesto:
—¿No decías que estaba ahí dentro el hombre que buscamos?
—Vamos a ver —propuso Abdías.
Entraron en el templo. La cubierta mostraba un armazón de vigas fuertes y oscuras. Por un delgado vano abierto en el ábside se colaba un rayo de claridad y el aire húmedo de la mañana. Seis columnas marmóreas sostenían otros tantos arcos de ladrillo bajo la techumbre de madera. Las paredes serían humildes, si no fuera por las escenas bíblicas pintadas en ellas con vivos colores. Un precioso altar de alabastro tallado presidía el presbiterio; en sus laterales resplandecían adornos dorados y un par de candelabros.
Abdías y Datiel contemplaban maravillados las pinturas y los ornamentos, cuando alguien empezó a gritarles:
—¡Fuera, fuera los judíos de la casa de Dios! ¡Vosotros vendisteis al Señor! ¡Vosotros fuisteis los causantes de su muerte! ¡Fuera! ¡Fuera de aquí los judíos!
Era una anciana de melena blanca encrespada que venía hacia ellos armada con un garrote.
—¿Qué dices, vieja bruja? —le espetó el almojarife—. ¡Ni se te ocurra tocarnos!
—¡Vosotros vendisteis al Señor! —repitió ella a gritos—. ¡Por treinta cochinas monedas!
—¿Nosotros? —replicó Datiel—. ¡Habrase visto! Nosotros no sabemos siquiera quién es ese señor tuyo, ¿cómo vamos a venderlo?
—¡Sí, vosotros, vosotros le traicionasteis!
En esto, entró un hombrecillo vestido con una larga juba parda y se interpuso entre los judíos y la anciana, diciéndole a esta:
—Calla de una vez, Gregoria, y deja a estos, que vienen a visitarme a mí.
La mujer obedeció y, entre refunfuños, fue a ocultarse en la oscuridad de un rincón.
—No le hagáis caso —explicó el hombrecillo—; es una pobre loca que no sabe lo que dice.
—Ya me parecía a mí —observó el almojarife—, porque no hemos vendido a nadie. En todo caso, venimos a comprar.
El hombrecillo sonrió turbado y dijo:
—Venid por aquí, seguidme a mi casa.
Fueron tras él y abandonaron la iglesia por una pequeña puerta abierta en el lateral que daba a un patio. Allí pudieron verle mejor: era calvo, con cara inteligente llena de arrugas y ojos brillantes. El abrigo color castaña tenía cuello de pelo de zorro.
—No sé si me conocéis —dijo forzando la sonrisa—; no suelo abandonar este barrio.