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Authors: Jesús Sánchez Adalid

Tags: #Novela histórica

Alcazaba (4 page)

BOOK: Alcazaba
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Sulaymán le interrumpió diciendo:

—Por eso precisamente debemos saber de qué lado están.

—¡Pues se les pregunta y en paz! No veo por qué razón tenemos que reunirnos en asamblea con ellos. Acabarán complicándonos la vida, como hace diez años, cuando las revueltas de los beréberes. ¿Hemos olvidado acaso lo que pasó hace diez años? ¿Tan necios somos?

—No habrá ninguna revuelta. De eso precisamente se trata. El valí quiere aunar todas las fuerzas para evitar las conspiraciones.

—El valí Mahmud es beréber —dijo con desprecio Marwán—. A los beréberes solo les interesa su gente. ¡Bárbaros africanos!

El cadí le puso la mano en el antebrazo y, conciliador, le dijo:

—Eso ya lo sabemos, amigo mío. Y por eso debemos hacernos presentes en esa asamblea. Tú y yo debemos velar por los nuestros. ¿Irás, pues, mañana al palacio del valí?

Marwán sacudió la cabeza y dijo con orgullo:

—Me lo pensaré.

—Ve, amigo mío, te lo ruego. Debemos solucionar de una vez lo de los impuestos, no podemos seguir así ni un año más. La ciudad sucumbe…

Marwán le miró fijamente y, bajando cuanto podía el tono de voz, murmuró entre dientes:

—¿Y si llegan a enterarse en Córdoba de que andamos haciendo reuniones?

—No se enterarán —contestó convencido el cadí—. El nuevo emir Abderramán acaba de subir al trono y necesitará tiempo para saber lo que sucede en sus dominios. Es un buen momento para hacerse valer.

Marwán se quedó pensativo un instante, con la mirada perdida.

—¿Irás mañana? —insistió Sulaymán.

—Está bien. Iré. Pero no consentiré que esos beréberes y esos dimmíes me líen con sus locuras.

—Confía en mí —dijo muy satisfecho el cadí, mientras se ponía en pie—. Y ahora, discúlpame, pues he de continuar con las visitas.

Ya en la puerta, antes de despedirse, insistió una vez más:

—No te arrepientas.

—Tienes mi palabra.

Subió al caballo Sulaymán y se marchó al trote, sonriente, volviéndose de vez en cuando para decir adiós con la mano.

Nada más desaparecer de la vista de Marwán por entre los olivos, este llamó a uno de los criados y le ordenó apremiante:

—¡Rápido! Toma la mejor montura y galopa hasta Alange para decirle a mi hijo Muhamad que venga aquí lo antes posible. ¡Y no regreses sin él! ¡Convéncele de que debe obedecerme sin dilación!

El mensajero cabalgó toda la tarde. Tras la empinada colina donde se asentaba el castillo de Alange, languidecía el ocaso. Quedaba en el horizonte apenas una franja púrpura que menguaba al cubrirse de oscuras nubes, como la ceniza cubre las brasas. En el amplio llano que se extendía bajo la abrupta pendiente, se dibujaba el perfil oscuro de un bosque de alisos que acompañaban el cauce del río; a un lado verdeaba una vega poblada de campos de labor y al otro, un espeso encinar por donde correteaban los pardos corzos. Un pueblo clareaba en la ladera y el camino se dirigía hacia él, embarrado, flanqueado por linderos de pedruscos y arbustos espinosos.

Un caballo veloz podía llegar desde Mérida hasta la puerta del castillo en apenas dos horas, y la segunda de ellas transcurría desde el pie del monte, en una dura subida por retorcidos vericuetos entre los roquedales, siguiendo un recóndito sendero.

Cuando el criado de Marwán alcanzó la primera muralla a lomos del mejor corcel de su amo, caía un manto de oscuridad sobre la parte oriental del declive, donde se hallaba la llamada «puerta del Sol». El aire era puro, sofocante, y el espeso matorral desprendía olores herbáceos y resinosos. El puente estaba echado y no se veía a nadie guardando la entrada. Pero una voz potente dio el alto desde la torre albarrana:

—¡Quién va ahí abajo!

—¡Soy Hasán, siervo de nuestro señor Marwán!

Se abrió el portón y el criado explicó el mandato que llevaba. Entonces el guardia le dijo:

—El señor Muhamad está con su azor en las orillas del río cazando patos. En tanto no caiga la noche no regresará, pues es a esta hora cuando se dan los mejores lances. Pasa y espérale en el castillo.

—No puedo esperar —replicó con ansiedad el criado—. ¿No sabéis acaso lo impaciente que es nuestro señor Marwán? Si no regreso esta misma noche con su mandato cumplido, no dudará en castigarme.

—Eso es cosa tuya —contestó con desdén el guardia—. Como comprenderás, no vamos a salir a estas horas en busca de nuestro amo.

—¿Dónde puede hallarse?

—Seguramente allá abajo, en la vega, donde se ensancha el río. Hay una orilla boscosa muy oportuna para ocultarse y hacer el aguardo con el azor en el puño. Pero te advierto que se enojará si le molestas y le espantas la caza…

—Más se enfurecerá mi señor Marwán si no doy el aviso. ¿Dónde está la vega esa?

—Allá, donde verdea la espesura —señaló con el dedo el guardia—. Vuelve sobre tus pasos y sigue el mismo camino que has traído, pero antes de cruzar de nuevo el puente, toma una desviación que hay a la derecha. A dos tiros de piedra más o menos se aprietan las zarzas y se adentra una estrecha vereda por medio de la alameda. Por allí verás el potro bayo del señor Muhamad Aben Marwán atado a uno de los árboles; no muy lejos andará el amo con el azor.

Partió el criado al trote y descendió por la pendiente en busca de la ruta señalada. Alcanzó pronto la cabecera del puente, se desvió y no tardó en verse inmerso en una umbría fragante, donde los juncos y los matorrales crecían hasta el vientre de su montura. Por allí anduvo durante un largo rato con desazón, temiendo que cayera la noche, sin ser capaz de encontrar a Aben Marwán. Y como la luz era cada vez menor, decidió al fin llamarlo a voces:

—¡Mi señor Muhamad! ¡¿Dónde estás, amo?! ¡Muhamad! ¡Señor Muhamad!

Así recorrió la arboleda; ora se acercaba a la orilla, ora salía a los claros gritando más fuerte cada vez.

—¡Mi señor Muhamad!

En esto, se alzó de entre los juncos una bandada de patos y sobrevoló el cauce del río. El criado empezó entonces a agitar los brazos y espoleó al caballo.

—¡Señor Muhamad! ¡Amo Muhamad!

Un poco más adelante, encontró por fin el potro bayo y se sintió muy aliviado.

—¡¿Dónde estás, amo?!

Como era de suponer, no lejos andaba el cazador. Pronto apareció un joven enérgico, de buena estatura e inmejorable presencia; apuesto, de piel morena, negro pelo y grandes y expresivos ojos de iris oscuro. Venía caminando con decisión y garbo por entre los arbustos, llevando en el puño enguantado el azor con su caperuza empenachada con brillantes plumas de ánade. Estaba Muhamad muy enojado y despotricaba furioso:

—¡Idiota! ¿A quién se le ocurre…? ¿A qué vienen esos gritos? ¡Me has echado a perder el lance! ¡Maldito y estúpido hijo de esclava!

—¡Ay, mi señor Muhamad, perdóname! —se disculpó el criado arrojándose de rodillas a sus pies—. Tu padre mi señor Marwán me envía.

—¿Qué demonios quiere el viejo?

—Te manda ir a Mérida enseguida; esta misma noche, a ser posible. ¡Es muy urgente!

El rostro de Muhamad se demudó.

—¡Por el Misericordioso! ¡Allah el Clemente! ¿Qué ha sucedido? ¿Quién ha muerto?…

—Nadie, señor, nadie ha muerto y nadie ha sufrido mal alguno. Todos en tu casa están muy bien, gracias al Todopoderoso.

—No me mientas…

—Es la verdad, lo juro por el Altísimo.

—¿Entonces?

—Hay problemas en la ciudad y tu padre Marwán quiere que vayas.

—¿Problemas? ¿Qué clase de problemas?

—Eso no lo sé, amo mío. Solo puedo decirte que mañana, después de la oración del Aid, se reúnen todos los notables, los cadíes, el Consejo y hasta los magistrados de los dimmíes cristianos y judíos.

—¿Qué ha pasado? ¡Habla de una vez, estúpido!

—El viernes, después del sermón en la mezquita Aljama, hubo un amago de revuelta. Solo eso sé.

El sobresalto invadió la cara sudorosa de Muhamad y sus bellos ojos brillaron.

—¡Vamos! Dejaré el azor en el castillo y recogeré mis cosas. Debemos llegar a la ciudad antes de que se cierren las puertas. Si he de acompañar a mi padre a esa asamblea, necesitaré que esta misma noche me ponga en antecedentes.

Aunque galoparon, alcanzaron las murallas de Mérida cuando ya se había dado la orden de prohibir la entrada. Era ya noche cerrada y en la puerta que mira al Puente Romano el jefe de los centinelas sostenía una antorcha bajo el arco.

Muhamad discutía con él:

—Soy el señor de Alange. ¿No me conoces? Mi padre es Marwán Aben Yunus. ¡Déjame pasar o te arrepentirás!

—Lo siento, señor, pero tenemos órdenes directas del valí; nadie puede entrar ni salir después de la oración de la noche.

—¡Yo no soy cualquiera! ¡Soy el señor de Alange!

—La orden dice «nadie», sea quien sea.

—¡Esto es el colmo!

—Lo siento.

Muhamad se llevó las manos a la cabeza y empezó a dar rienda suelta a su rabia y su frustración:

—¡Es indignante! ¿Qué forma de trato es esta? ¿No he dicho ya quién soy? ¡Mi padre pedirá cuentas al cadí por este desatino!

—Comprendedme, señor —decía con humildad el oficial—. No tengo la culpa. Ha habido problemas y la ley se ha hecho más rígida.

Muhamad gritó encolerizado:

—¡Ve a buscar a mi padre, el señor Marwán Aben Yunus! ¡Veremos entonces si me dejas entrar!

Media hora más tarde la puerta se abrió y aparecieron el cadí Sulaymán y el padre de Muhamad.

—Señor, puedes pasar —dijo el guardia.

Entró el joven señor de Alange montado en su caballo y miró con orgullo y desprecio al jefe de la guardia.

—¿Órdenes? —le dijo con suficiencia—. ¿Has visto para qué han valido tus órdenes?

Después descabalgó y se fue a abrazar a su padre. Este le dijo:

—Vamos, hijo mío; vamos a casa a dormir, que mañana tenemos que estar descansados y con la mente despejada.

6

Abdías ben Maimun desayunaba con frugalidad y sin delectación un plato de lentejas frías cuando su hija Judit se presentó repentinamente, vestida de seda blanca y con lágrimas en los ojos.

El padre alzó la cabeza y la miró de arriba abajo. Después dijo, molesto:

—Una mujer que acaba de quedarse viuda no debería vestir de esa manera apenas una semana después de haber enterrado al esposo.

Ella se cubrió la cara con las manos y sollozó:

—¡Maldita cigüeña, padre! ¡Maldita y asquerosa cigüeña!

Abdías, sin inmutarse demasiado, contestó:

—No deberías maldecir tu suerte, hija mía. Solo sucede lo que el Eterno quiere. Y estamos aquí para cumplir sus deseos.

Esta respuesta agrandó la herida de Judit y ya no pudo evitar ponerse a gritar:

—¡Qué suerte! ¡No tengo marido, ni hijos, ni casa…! ¡Me han echado a la calle como a un perro! ¿Por qué tuviste que empeñarte en casarme con Aben Ahmad?

—Aquella cigüeña era una señal, hija —dijo el padre, alzando sus finas cejas plateadas y abriendo unos delirantes ojos.

—¡Maldita cigüeña!

—No hables de esa manera, Judit al-Fatine. ¿Aún no has llegado a comprender que hay signos a nuestro alrededor para mostrarnos el camino?

A continuación siguió un silencio, en el que solo se oían los jadeos y los sollozos de Judit.

El padre se enterneció entonces y fue hacia ella para abrazarla.

—Me apena verte así, hija mía. Pero debes comprender…

Judit le miró desde un abismo de dolor.

—Tú eres el único al que pido consejo cuando lo necesito. ¿Qué voy a hacer ahora?

—La vida es larga —contestó con circunspección Abdías—. El Eterno te dará una señal.

Indignada, ella se apartó gritando con ironía:

—¿Tengo que esperar acaso a que me cague encima otra cigüeña?

El padre suspiró y dijo benevolente:

—Mira que eres terca, hija mía. ¿Cuántas veces tengo que contártelo para que comprendas y creas? A tu abuelo, el sabio Maimun, le cayó encima excremento de cigüeña el mismo día que conoció a tu abuela; la recibió como esposa y tuvo con ella diecinueve hijos, entre los cuales me cuento. Y años después, cuando yo era ya un hombre, a mí me cagó otra cigüeña en el ojo al detenerme a mirar a una joven que se asomaba a una ventana del barrio cristiano. ¡Era tu madre, hija mía! ¿Acaso no he sido yo feliz como mi padre? ¿Vas a convencerme de que esas cigüeñas no eran una señal?

—¡Mi abuelo y tú tal vez fuisteis felices! —berreó ella, fuera de sí—. Pero… ¡¿Y yo?!

—Sé razonable, Judit al-Fatine, preciosa mía. Aquella tarde, cuando pasaba por delante de la casa de Aben Ahmad…

—¡Me lo has contado cientos de veces! ¡No quiero escucharlo precisamente ahora! ¡Soy viuda, padre, con caca de cigüeña o sin ella! ¿Vas a decirme de una vez qué puedo hacer?

Estando en esta discusión, entró en la estancia la madre de Judit, Uriela, que regresaba de algún menester fuera de la casa, y exclamó muy conmovida:

—¡Mi pequeña Judit!

Madre e hija se estuvieron abrazando y besando a la vez que lloriqueaban. Judit se lamentaba:

—¿Qué voy a hacer, madre? ¡Me han echado de casa! No tengo marido, ni hijos, ni donde vivir…

—Tienes padres, tienes esta casa —respondía Uriela—. Aben Ahmad ha muerto, pero la vida sigue para ti.

—¡Soy una desgraciada por culpa de aquella maldita cigüeña!

Abdías fue hacia ellas:

—¡No tientes al Eterno! ¡No maldigas tu suerte, insensata!

—¡Déjala ahora! —abogó la madre—. Pobre mía, necesita lamentarse…

—¡No consiento que ponga en tela de juicio mis vaticinios! —replicó el padre con autoridad—. Sabéis bien que nunca me he equivocado en mis intuiciones; heredé ese don de mis ancestros. ¿Por qué desconfiáis precisamente ahora de las cosas del Eterno? ¡Me estáis ofendiendo!

Uriela agarró la mano de su hija y tiró de ella.

—¡Vamos a la cocina! No exasperemos a tu padre…

Más tarde estaban ambas más tranquilas, sentada la una frente a la otra. Judit permanecía en silencio y solo suspiraba de vez en cuando. Su madre puso en ella una mirada compasiva y empezó a decirle:

—Ese vestido que llevas es precioso… —Quedó pensativa un instante y añadió—: Estoy segura de que Dios guarda para ti un marido que te hará feliz. La vida es larga…

Los ojos de la Guapísima brillaron con un fulgor sombrío. Contestó displicente:

—¿Crees que es eso lo que quiero? Me puse este dichoso vestido de seda porque a Aben Ahmad se le metió en la cabeza que debía encargarlo para el día después de su entierro. Le juré en el lecho de muerte que cumpliría esa última voluntad suya.

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