A Judit también le abrumaba descubrir que, bajo el manto de su disgusto, se escondía un brillante asomo de esperanza y el incipiente color de la alegría. Trataba de evitarlo, pero un reluciente, imperceptible y ambiguo placer venía a mezclarse con sentimientos de injusticia y soledad.
Entonces le dio por pensar que la culpa la tenía el vestido y de esta manera sintió cierto alivio. «Fue capricho suyo —se dijo—. Nunca quise comprar la tela y hacérmelo. ¿No habría sido preferible, ¡y perdóname, Dios!, ponerse ropa vieja y cubrirse la cabeza con ceniza?» Pero los juramentos hechos en la hora de la muerte son sagrados. Aunque eso, que lo sabe todo el mundo, en este caso era desconocido por la gente. Porque no había ni un solo testigo que pudiera dar fe de que lo del vestido no era su voluntad, sino la del propio difunto.
Enredada en estos pensamientos, Judit se sintió cautiva. Como en tantas ocasiones a lo largo de su vida. Como se había sentido desde el momento en que a su padre, Abdías ben Maimun, se le metió en la cabeza que ella debía casarse con Aben Ahmad, y con ningún otro hombre más que con él, porque estaba convencido de que sería el único que la haría feliz. Por haber tenido una premonición, una especie de señal el día que le cagó una cigüeña en la cabeza, al pasar por delante de la puerta de su futuro yerno. Y este se ofreció gentilmente a limpiarle la porquería, momento que aprovechó para pedirle a su hija en matrimonio. «Nada en este mundo sucede porque sí —sentenció Abdías—. Una señal de lo alto no se debe despreciar.» Y ya nadie le pudo convencer de que era una locura casar a una muchacha virgen de dieciséis años, tan dotada de hermosura que podía aspirar al mejor pretendiente, con un hombre común y corriente como Aben Ahmad, que se ganaba la vida poniendo tejas; un alarife maduro, débil y poco hablador, que se cayó del alero de un tejado a poco de celebrarse la boda y se quedó inservible para todo, incluso para los esfuerzos que exige el amor.
Apenas había dormido Judit durante la noche, dando vueltas a estos recuerdos en su cabeza. Y ahora, aunque su corazón palpitaba de tristeza, empezaba a vencerla el cansancio y se le cerraban los ojos, en la frescura y la quietud bajo la higuera.
El sueño la arrebató durante un instante y su mente pareció disolverse feliz en la nada. Pero una voz chillona y desagradable la despertó enseguida:
—¡Judit! ¿Dónde estás, muchacha?
Miró hacia la calle polvorienta y vio a su vieja cuñada Tova, que venía caminando trabajosamente, apoyándose en una vara de castaño.
—¡Judit! —insistía a gritos—. ¡Sal de una vez, que estoy a la puerta!
La Guapísima abandonó su placentero refugio con desagrado, pero lo disimuló.
—No grites, Tova. Estoy aquí, junto a la higuera.
La anciana veía poco y aguzó sus ojillos.
—¡Ah!
Ambas cuñadas permanecieron en silencio durante un rato. Después Tova se puso a gimotear y ensalzó al difunto como si aún estuviera presente:
—¡Ay, Aben Ahmad, hermano mío, Allah sea misericordioso contigo! ¡Ay, qué desdichado has sido, hermano mío! ¡Qué lástima! ¡El Bondadoso te dé su paraíso por todo lo que has padecido en esta vida! ¡Guárdale, Allah, con los que merecen tus jardines y tus huertos!
Judit fue hacia ella y la tomó del brazo.
—Vamos, cuñada, ven a sentarte aquí conmigo a la sombra, que hace calor.
Se sentaron la una al lado de la otra sin decir nada y estuvieron así, suspirando, hasta que la anciana prorrumpió de nuevo en lamentos:
—¡Ay, Aben Ahmad, mi hermano! ¡Ay, buen hijo de nuestro buen padre Ahmad al-Fiqui!
Judit se refugió en el silencio, sin poder soportar lo que oía. Tova, como el resto de su familia, se había despreocupado de su hermano y apenas vino a verlo durante su larga enfermedad. Era la hora de la hipocresía y los remordimientos.
La vieja prosiguió entre sollozos:
—¡Ay, hermano mío!… Y esta viuda tuya, ¿qué hará la pobre, sin marido, sin hijos, sin…?
Judit empezó a sentirse incómoda y clavó en ella unos ojos feroces.
—Por esta viuda no te preocupes —replicó con enfado—. Ya cuidará Dios de mí.
—¡Ay, sin casa! ¡Sin casa siquiera! —exclamó Tova, haciendo como que enjugaba con el velo las lágrimas que no acababan de brotarle.
—¿Eh?… ¿Sin casa?… —preguntó Judit en el colmo de su confusión.
—Sí, hermana mía, sin casa… —susurró con una débil voz la cuñada.
—¡Qué dices! ¡Esta es mi casa!
Tova se levantó y se puso frente a ella. Su expresión afligida se tornó ahora dura y arrogante. Dijo:
—¡Nada de eso! ¿No sabes acaso que esta casa era de mi padre? Ya lo dijo bien claro ante el cadí: que mi difunto hermano la recibía solo en préstamo mientras viviese. Así que, querida, ahora que ha muerto Aben Ahmad, y por esas cosas de las leyes, la casa es mía.
Judit la miró confundida. Luego balbució:
—No sabía nada de eso…
Tova le cogió la mano y, con falsa ternura, le dijo:
—Me duele el alma… ¡Oh, cómo quisiera ayudarte, hermana mía! Pero tengo hijos y nietos…
Judit dio un respingo y gruñó, mientras daba vueltas alrededor de la higuera, tratando de espantar su rabia. Luego gritó:
—¡Nada! ¡Nada me queda de este matrimonio! ¡Ni marido, ni hijos, ni casa! ¡Maldita! ¡Maldita cigüeña!
Su cuñada alzó los brazos y miró al cielo:
—Dios es el refugio de los muertos y de los vivos, hermana mía. ¡Allah es Grande!
—¡Maldita cigüeña! ¡Maldita cigüeña! ¡Maldita cigüeña!… —repetía Judit.
Después de la oración de la tarde, el valí de Mérida Mahmud al-Meridí se topó en la misma puerta de la mezquita Aljama con una multitud violenta y vociferante. No se lo esperaba y su aplomo se disipó. Le acompañaban el secretario privado, el muftí y un grupo de notables. Todos se extrañaron e intercambiaron miradas cargadas de preocupación.
El jefe de la guardia se adelantó y gritó en plena calle a los furiosos congregados:
—¿Qué os sucede? ¿Por qué protestáis de esta manera?
Se hizo el silencio. Ráfagas de enérgica luz se enfrentaban a los nubarrones oscuros que presagiaban lluvia. El aire llegaba fresco, pero los ánimos estaban caldeados.
—¡Abrid paso! ¡Apartaos de una vez! —rugió el jefe de la guardia—. ¡Dejad pasar al gobernador!
Nadie se movía. El valí Mahmud al-Meridí permanecía hierático, decidido a no permitir que adivinasen su desconcierto. Vestía túnica de berbería, zapatos de gacela africana y turbante damasceno; sus negros ojos brillaban en el rostro de piel oscura y su ancha barba se extendía ondulada y entreverada de canas por la parte superior de su pecho.
El secretario privado le sugirió al oído con toda modestia que preguntase por el cadí de los muladíes. Escrutó el valí la muchedumbre con mirada dura, y al cabo preguntó:
—¿Está con vosotros Sulaymán Aben Martín?
Emergió un denso murmullo que fue creciendo hasta convertirse de nuevo en un griterío. Luego varios hombres se abrieron paso avanzando hacia la puerta de la mezquita. Entre ellos destacaba uno alto, de constitución delgada y con una rojiza y cuidada barba, que, haciéndose oír por encima de los demás, exclamó:
—¡Aquí me tienes!
Las lenguas enmudecieron y todos los ojos se fijaron en él, antes de volverse curiosos esperando ver la reacción del valí. Este, mirando condescendiente al hombre alto de la barba pelirroja, dijo:
—Sulaymán Aben Martín, amigo mío, hoy es viernes y acabamos de poner los corazones en las manos del Creador. ¿Qué puede turbar vuestras almas hasta el punto de reuniros aquí formando este jaleo?
El gentío se enardeció y prorrumpió de nuevo en su murmullo ensordecedor y confuso. Hasta que el jefe de la guardia gritó con severidad:
—¡Silencio! ¡Dejad que responda el cadí de los muladíes!
Se acallaron las voces. El tal Sulaymán se irguió y, con expresión afligida, habló de esta manera:
—Valí Mahmud al-Meridí, gobernador y juez supremo de Mérida, ninguno de los que estamos aquí deseamos amargarte el viernes, ni traer a tu alma mayores preocupaciones que las propias de la dignidad de tu cargo. Dios es el Creador y Señor, quien dispone según sus deseos. Él dice «sé» y es; «no seas» y no es. ¿Y quién de nosotros puede añadir o quitar algo a lo que tiene dispuesto sobre nuestras vidas? Tampoco yo, ¡el Todopoderoso me libre!, añadiré nada esta mañana a lo que el muftí ha dicho con toda sabiduría en el sermón desde el
minbar
de la mezquita Aljama. Pero bien saben aquí todos los fieles agrupados que predicó sobre la purificación, que es la base de la fidelidad de los creyentes al Único Dios y su Profeta Mahoma, médula de la honradez que el hombre se debe a sí mismo y a los demás.
Sulaymán tuvo que interrumpir su discurso, porque a su alrededor todos habían empezado a aplaudir.
Entonces el valí alzó las manos con nerviosismo y exclamó:
—¡Dejadle terminar! ¿Cómo voy a enterarme de lo que os trae aquí si no cesáis en este escándalo?
El cadí de los muladíes elevó de nuevo la voz y dijo:
—¡Nuestra ciudad no está contenta! Ha sido un año muy malo para todo el mundo: no ha parado de llover desde el final del ayuno y las cosechas se han echado a perder; los caminos están intransitables y no hay manera de sacar nada de las huertas; es verdad que abunda la hierba, pero las ovejas tienen malas las pezuñas a causa de tanta agua… ¡El Omnipotente así lo ha dispuesto! ¡Bendita sea su voluntad! Pues Él da y quita, y nadie ha de osar poner en tela de juicio sus designios. Pero, habiendo sido tan poco favorable el tiempo y tan grandes las pérdidas, no por ello han disminuido los tributos, sino que son cada vez mayores. ¡La gente está desesperada!
Las voces arreciaron. Algunos gritaban furiosos:
—¡Es una injusticia! ¡No podemos pagar! ¿De dónde sacaremos el dinero? ¿Cómo vamos a dar de comer a nuestros hijos? ¿De qué viviremos? ¡Defiéndanos Allah! ¡Justicia! ¡Justicia y honradez en nombre de Allah!
Aunque el valí Mahmud se esforzaba queriendo aparentar serenidad, su rostro empezaba a transparentar la inquietud que le dominaba. Advirtiéndolo, el secretario privado se le aproximó y le aconsejó entre dientes:
—Será mejor ir al palacio. Esto puede complicarse…
El jefe de la guardia ordenó a los guardias que se pusieran delante del cortejo. La gente les abría paso de muy mala gana y seguía gritando a voz en cuello:
—¡Allah es Grande! ¡Justicia en su nombre! ¡Misericordia! ¡Bajad el tributo!…
Por su parte, el cadí de los muladíes y sus acompañantes trataban de poner orden para proseguir la conversación. Pero la turba ya no estaba dispuesta a escuchar a nadie y solo quería manifestar su rabia.
El valí agarró entonces a Sulaymán por el brazo y le pidió:
—Vamos al palacio. Aquí ya no hay quien se entienda.
Debían cruzar la plaza y caminaban casi a empujones, flanqueados por los notables y por un reducido número de guardias. De repente, algunos escupitajos volaron desde la multitud y cayeron sobre el cortejo. También los revoltosos lanzaron con inquina puñados de tierra y piedras. Los gritos arreciaban:
—¡Allah os pedirá cuentas! ¡Ladrones! ¡Justicia! ¡No pagaremos ni un dinar!
—¡Sacad las armas! —ordenó el jefe de la guardia a sus hombres.
Obedecieron los guardias. Esto enfureció aún más a la multitud, que proseguía cada vez con más rabia:
—¡Perros! ¡A Córdoba! ¡Marchaos a Córdoba con vuestros amos! ¡Fuera! ¡Fuera!…
A duras penas, el cortejo cubrió los cincuenta pasos que separaban la mezquita del robusto alcázar del valí. Cuando entró el último de los notables, se cerró la puerta y el grueso de la guardia se organizó para custodiar el edificio. Más tarde llegaron refuerzos desde la muralla y despejaron la plaza a bastonazos. Pero la gente encolerizada recorría las calles pidiendo justicia y hubo tumultos y peleas en diversos barrios. Al final, tuvieron que salir los soldados e hicieron resonar sus tambores por toda la ciudad. Detuvieron a los perturbadores que se resistían a meterse en sus casas y a algunos ladrones que habían aprovechado la circunstancia para dedicarse a su oficio.
Era medianoche y todas las lámparas estaban encendidas en la sala de Justicia del palacio del valí. Este permanecía apesadumbrado y pensativo, sentado bajo el dosel del estrado, siendo el blanco de las inquietas miradas del Consejo.
El cadí de los muladíes tomó la palabra y le dijo:
—Esto, señor Mahmud al-Meridí, no tiene nada que ver con la confianza que Mérida tiene puesta en ti.
El gobernador le miró y luego asintió, inclinando la cabeza para ocultar sus sentimientos.
El secretario privado quiso poner palabras al silencio del valí y manifestó:
—Poco más y nos apedrean esta tarde delante de la mezquita Aljama. ¡Es para preocuparse!
Los presentes se pusieron a comentar entre ellos con enojo lo que había sucedido y el temor que habían sentido al verse rodeados por la multitud amenazante.
—¡No exageremos! —alzó la voz Sulaymán, dando una fuerte palmada—. ¡Podría haber sido peor!
Entonces uno de los notables salió al centro de la sala y, muy indignado, mostró una pequeña herida que tenía en la frente como consecuencia de una pedrada. Se lamentó:
—¡Podrían haberme dado en un ojo!
El cadí de los muladíes aseguró:
—Se castigará a los que hicieron uso de la violencia. Nadie debería haber proferido insultos; mucho menos arrojar piedras y escupir. Descubrir a los que lo hicieron es ahora mi primera obligación.
El muftí se encaró con él y le recriminó:
—¿Por qué no avisaste al valí? Tú tienes parte de culpa en todo esto. Si sabías que la gente tramaba reunirse para protestar, ¿por qué no nos advertiste?
Todas las miradas ardientes de ira se clavaron en Sulaymán.
—¡Eso! —gritaron algunos—. ¿Por qué no les detuviste? ¿Por qué no advertiste al valí?
Haciéndose oír entre los gritos, el cadí replicó:
—¡Dios es testigo de lo que vengo anunciando desde hace meses!
Desde el estrado, el valí Mahmud pidió silencio agitando los brazos. Cuando enmudecieron todos, dijo con voz cansada:
—Doy gracias al Todopoderoso porque me ha ayudado a darme cuenta de lo que sucede sin que se haya derramado sangre inocente ni tengamos ahora males mayores. En verdad, Él es generoso en misericordia y perdón. Cierto es que el cadí Sulaymán Aben Martín me advirtió hace tiempo de que había descontento en la ciudad. Pero de ningún modo sospeché que nos aguardaba esto. Y veo que el propio Sulaymán está desconcertado. Ahora no me parece oportuno mirar hacia atrás, sino adelante. Debemos juzgar la situación y obrar en consecuencia. En primer lugar, mando que los violentos sean castigados, pues nada debe turbar el orden de la ciudad. Una vez cumplida esa sagrada obligación, deberá convocarse a todos los cadíes de Mérida, a todos los jeques y a todos los notables, incluso a las autoridades dimmíes de los infieles cristianos y judíos de Mérida. Hay que saber cómo andan los ánimos y qué es lo que procede hacer. Pero nada será más pernicioso en este momento que estar divididos.