Alcazaba (19 page)

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Authors: Jesús Sánchez Adalid

Tags: #Novela histórica

BOOK: Alcazaba
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Mahmud se quedó retraído, frunciendo el entrecejo y, como era costumbre en él cuando le dominaban sus inquietudes, su rostro se convirtió en un enigma.

Pero Marwán hizo uso de su mucha astucia y le animó gozoso:

—Puedes traer si quieres a toda tu familia a mi casa, y también a los miembros de tu Consejo. No hay momento más hermoso que este, en el que los fieles que ayunamos disfrutamos en la mañana luminosa de la recompensa merecida con regocijo y alegría.

Los presentes asistían a la escena con expectación y parecían aguardar a ver qué decisión tomaba al fin el valí.

Mientras tanto, un poco apartado, el cadí de los muladíes Sulaymán Aben Martín también observaba lo que sucedía con gesto hierático.

Mahmud paseó la mirada por el Consejo y, después de dudar durante un instante, contestó:

—Mejor vayamos a mi palacio, que está ahí al lado. Mis criados han preparado dulces suficientes para todos.

Marwán aceptó, pero su rostro delató la contrariedad que sentía por no haber podido completar su plan. No obstante, no tardó en volver a sonreír y se colocó al lado derecho del valí durante el trayecto que debían recorrer desde la puerta de la mezquita Aljama hasta la fortaleza. Caminaba lisonjero, manoteando y hablando en voz alta. El muftí y los miembros del Consejo parecían estar muy conformes, y todos atravesaron la plaza —como suele decirse— en amor y compañía.

Esto pareció no gustarle nada al cadí Sulaymán Aben Martín, que, en vez de seguir al cortejo, se dio media vuelta y dirigió sus pasos apresurados hacia el interior de la ciudad, adentrándose por el dédalo de callejuelas que se extendía, como una maraña, desde el arco que llamaban «puerta de la Aljama».

Anduvo deprisa por el barrio de los muladíes, donde las fachadas de altas y antiguas casas estaban muy ennegrecidas por los humos y las humedades. Al pasar delante de los talleres de los carpinteros, herreros, talabarteros, armeros y perfumistas, los hombres salieron a felicitarle el Aid; le cogían las manos y se las besaban con respeto. Al cadí le poseyó entonces un raro asombro, una perplejidad, como si viera esto por primera vez en su vida; algo que venía sucediéndole de un tiempo a esta parte, cuando veía los rostros y las apariencias de esa infinidad de artesanos y tenderos, que empezaban a resultarle en todo diferentes a los del resto de la ciudad.

Estos hombres eran los de su pueblo, los muladíes, y al cadí le asaltaba la sospecha exasperante de que no eran del todo francos en su manera de vivir. Porque sentía que estaban convencidos de que su esfuerzo por engañarse a sí mismos y engañar a los demás en su empeño de ser a toda costa musulmanes era una ocupación aún más útil que afanarse en sus ancestrales oficios. El mismo aspecto tenían los agricultores que vivían en las afueras, con sus vestiduras pardas y sus barbas crecidas; los ganaderos, con sus dolmanes forrados con tiras de piel de borrego; los barqueros y pescadores con sus gorros de paja; las mujeres, con sus largos delantales y su velos oscuros; y, sobre todo, los guerreros, con sus nucas rapadas y sus petos de cuero rígido, sentados indolentes delante de los viejos cuarteles y mirando a los que pasaban con desprecio y perversidad. Sin quererlo, ahora Sulaymán veía en todos ellos a gente simuladora, privada de sus orígenes, obligada por las circunstancias a tener que justificarse siempre, y por este motivo en cierto modo desarraigada. Porque algunos de aquellos muladíes, como antes sus abuelos y sus padres, habían sabido aprovecharse de las condiciones de la ciudad; se habían quitado de encima la fe cristiana y se habían hecho musulmanes para lograrse una mejor situación fuera de la
al-dimma.
Sin embargo, los más de ellos seguían en iguales condiciones que antes, o llevaban una existencia más mísera aún, a pesar de lo cual parecían alegrarse y sentirse orgullosos por compartir la religión de los dominadores. Así le parecían al cadí los alfareros que vio por la ventana de un sótano trabajando la arcilla; los curtidores, delgados, pálidos, que, con las piernas huesudas al aire y los pies descalzos, revolvían las pieles en los grandes baños para teñirlas de color azafrán; los carniceros que, con sus brazos remangados por encima del codo, limpiaban tripas de vaca que humeaban todavía entre verdes excrementos calientes; los viejos malhumorados que reñían sin cesar a los niños que jugaban y las lavanderas que salían camino del río canturreando. Así eran los hombres y las mujeres, harapientos, con caras crispadas y miradas torvas, rodeados de muchachos y muchachas a quienes les esperaba semejante futuro. Las mismas caras se veían por las ventanas de las casas, en la pequeña mezquita de adobe que tenía la puerta abierta, en el mercado y en la minúscula plaza, donde se encontraban reunidos sacrificando unas cabras viejas para celebrar una fiesta cuyo sentido no comprendían demasiado bien.

Sulaymán atravesó el barrio y se detuvo en su extremo norte, antes de llegar al adarve, delante del viejo caserón donde vivía con toda su familia. La fachada era de ladrillo y el ancho portón daba a un zaguán amplio, donde una muchacha arañaba el suelo de piedra con una escoba de tamujo.

—¿Está mi hermano en casa? —le preguntó el cadí.

Ella dejó de barrer y se inclinó con respeto. Respondió:

—Todos los hombres están en las traseras matando el carnero.

Entró Sulaymán apresurado y cruzó la vivienda por un estrecho corredor. Al final de los corrales, bajo una palmera, tres hombres se afanaban despellejando un enorme carnero, ante la atenta mirada de un grupo de muchachos.

—¡Feliz Aid! —saludó el cadí.

Todos le miraron y contestaron:

—¡Felicidades, Sulaymán Aben Martín! ¡Venturoso Aid! ¡Feliz día! ¡Bienvenido!…

Luego uno de aquellos hombres que sujetaban al carnero se aproximó; los ojos ceñudos, expresión de su estado de ánimo, y una mirada apagada y resentida. El pelo del pecho, aplastado por el sudor, le asomaba por la túnica abierta y sucia. Se secó la frente y las mejillas con la manga y le dijo al cadí:

—Hermano mío, ¿qué noticias me traes?

Sulaymán se encogió de hombros y respondió adusto:

—Paciencia y más paciencia, hermano mío, Salam Aben Martín.

El hermano del cadí levantó los ojos al cielo y resopló con fastidio. El sol se alzaba por encima de la palmera con un halo incandescente y brutal. El aire inmóvil, estancado, era sofocante, y las moscas acudían en bandadas a posarse en la sangre seca del carnero.

—¡Al diablo con la paciencia! —rezongó Salam—. Ayer vinieron otra vez a reclamarme el maldito tributo y bien sabes que no tengo con qué pagar…

—Al menos tienes un buen carnero para el Aid —repuso Sulaymán, echando una mirada encendida sobre el animal desollado.

Los ojos de su hermano se clavaron en los del cadí, doloridos, malévolos, exasperados.

—¡Al diablo con el Aid! ¡Al infierno con…!

—¡Hermano, no blasfemes! —le cortó Sulaymán asustado.

Pero Salam se puso a berrear:

—¡Sí, sí que blasfemo! ¡Al diablo con todo! ¿Para qué queremos el Aid? ¿De qué nos sirven las condenadas fiestas y los rezos, si nadie nos hace caso?…

—¡Calla, por Dios! —le recriminó el cadí.

—¡No me voy a callar! ¡Deberíamos levantarnos de una vez y poner en su sitio a esta ciudad! ¡Alcémonos, hermano! ¡Unámonos a los cristianos y echemos de aquí a esa morralla sarracena!

Agarrándole por los hombros, con gesto aterrado, Sulaymán le reprendió:

—¿Qué dices? ¿Te has vuelto loco? ¡Calla de una vez! ¡Cómo te atreves a decir esas cosas, cafre…, cómo se te ocurre!

Salam respiraba pesadamente y sudaba a chorros. Los rayos del sol se estrellaban contra su amplia y brillante frente. Después de lanzar un escupitajo, gritó más fuerte:

—¡No pienso pagar ni un sueldo! ¡A la mierda con el impuesto! ¡Antes me dejo despellejar como ese carnero que pagarles nada más a los sarracenos! ¡Maldita la hora en que nuestro padre Martín se dejó engañar por ellos y consintió que nos cortaran el prepucio a todos en esta casa! ¡El diablo los lleve!

29

La vida de Judit en los baños de Alange fluía con una calma extra. A veces incluso se sorprendía por aquella calma. Era como si los pensamientos acerca de su pasado reciente se esparcieran, involuntaria e imperceptiblemente, sin dejar resquicios de añoranza, a la vez que se le iba despertando un sentimiento de meditativa contemplación. Especialmente cuando caía la tarde, y se quedaba absorta en los huertos viendo declinar la luz, sentía como unas oleadas cálidas que batían su pecho, y sus pensamientos se dispersaban por doquier, como los finos rayos dorados que tocaban todo arrancando destellos. A sus ojos, los árboles, las plantas, las colinas y los animales relucían con el mismo brillo, reflectante, del espejo del estanque. Y las personas, bajo esa luz, le causaban el mismo efecto: parecían virtuosos seres celestiales sin asomo alguno de sombra o maldad. Así veía a su prima Adine, al hortelano Jusuf y a los mozos y mozas que se ocupaban de los baños; y a los bañistas, los hombres y mujeres de todas las edades que cada mañana y cada tarde acudían a recibir los benéficos efectos de las aguas termales. Toda esta gente iba y venía, pululaba por las dependencias de los baños, descansaba junto a las fuentes o se entretenía conversando bulliciosamente.

Y todo ello resaltaba demasiado en contraste con la serena firmeza de su tía Sigal, con la dulce e invariable gravedad y sabiduría de sus palabras. Le parecía que su tía sabía más acerca de la vida que nadie; y que, aun siendo joven todavía, era como una de esas ancianas afanosas de aparentar que podían conocerlo todo sobre las personas, y que podían permitirse ya considerarlas como juguetes curiosos.

Judit, cada vez más feliz, llevaba día tras día la misma existencia regular que pudiera parecer monótona: se levantaba perezosamente con la primera luz del amanecer, se lavaba y se ponía un vestido limpio. Después debía ocuparse de las cosas de la casa, limpiar, hacer la comida, moler trigo… Ya había aprendido a hacer las tareas propias de los baños, pero ello le exigía todavía una gran tensión y se cansaba pronto; porque, siendo de natural tímida, soportaba con dificultad tener que mantener un trato amable, dar conversación, sonreír y aparentar tranquilidad permanentemente, mientras daba friegas, aplicaba ungüentos o vertía esencias sobre los cuerpos desnudos de los bañistas. En cambio, le entretenía como a una niña verlos sumergidos en las piscinas, evolucionando en las aguas tibias, donde se le antojaban ser como extraños patos silvestres, aunque desplumados y mostrando sus blancas carnes.

Pero uno de aquellos días, en los inicios del otoño, sucedió algo que interrumpió repentinamente el fluir de la extraña y monótona calma de los meses precedentes.

De momento la jornada se inició como de costumbre. Por la mañana temprano los bañistas esperaban delante de la puerta de los baños. El chirrido metálico de la verja del jardín indicó que Jusuf se dirigía a abrir y, un momento después, se oyeron pasos de pies descalzos en las losas de barro de los corredores. El aire empezaba a llenarse con el vapor que desprendía la caldera donde se calentaba el agua. Si acaso, lo único diferente que podía advertirse era la poca luz que a esa hora entraba por los ventanucos, porque amanecía ya más tarde.

Judit estaba sentada en el catre y se sujetaba las rodillas con cara de aburrimiento, mientras observaba cómo su prima Adine se arreglaba el pañuelo delante de un pequeño espejo, cuyo azogue faltaba por muchos sitios.

Entonces irrumpió de repente Sigal en la alcoba, muy nerviosa, y les dijo apremiante:

—¡Vamos! ¿Todavía estáis así? Bajad inmediatamente a la cocina a beberos una taza de leche y… ¡Daos prisa!

—¿Qué pasa? —replicó Adine—. Es la hora de todos los días…

—¡Daos prisa he dicho! Abajo en la cocina os lo cuento.

Judit y Adine se miraron extrañadas y luego obedecieron la orden con la mayor disposición de ánimo.

En la cocina se pusieron a desayunar. Pero Judit se sirvió solo media taza de leche de cabra recién ordeñada y se la bebió sin demasiada gana.

—Se me revuelve el estómago a esta hora —le dijo a su prima.

—Come algo —le aconsejó Adine—, que hasta que llegue el mediodía…, ¡la mañana es larga!

—No, no puedo —negó Judit enjugándose los labios—. Algunas veces me dan arcadas y temo vomitar en las piscinas. No tengo costumbre de tomar nada por las mañanas.

—Allá tú —dijo Adine llevándose un higo seco a la boca.

En esto, entró Sigal encrespada alzando su voz sonora:

—¿No os he dicho que hay prisa?

—¿Qué pasa? —le preguntó Adine—. ¿Por qué estás hoy tan nerviosa?

Su madre respondió sin pararse, con la cara asustada y la voz temblorosa:

—El señor del castillo, Muhamad Aben Marwán, viene a los baños esta mañana. Un criado suyo me avisó a primera hora y… ¡Vamos, debemos atenderle!

—¡El señor Muhamad! —exclamó Adine con una sonrisa ardiente en los labios—. ¡El guapo Muhamad!

—¡Calla, insensata! —le recriminó su madre—. No hables de esa manera del señor, que podrían oírte.

—No he dicho nada malo —contestó Adine alegremente—. Si Muhamad es un hombre apuesto, ¿por qué no puedo decirlo?

Sigal se llevó ambas manos al pecho, echó una ojeada en derredor y repitió amenazante:

—No hables así del señor o te daré una bofetada.

La muchacha miró a su prima Judit con ojos soñadores e, ignorando la advertencia, le dijo:

—El señor Muhamad es alto, esbelto y hermoso. ¡En tu vida habrás visto un hombre así!

Su madre se abalanzó sobre ella y, agarrándola por los pelos, la sacó de allí violentamente gritándole:

—¡Enciérrate inmediatamente en tu alcoba, niña estúpida! ¡Y no salgas de allí hasta que yo te lo diga!

Judit, muy asustada, corrió tras Adine por el pasillo. Pero su tía, con voz quebrada, agitada, le ordenó:

—Tú quédate aquí… Atenderemos tú y yo al señor del castillo. Esta atolondrada hija mía no sabe lo que dice…

Judit guardó silencio dominada por su desconcierto. Estaba pálida y miraba a Sigal expectante.

—¿Qué hago yo…? —balbució.

Su tía la miró de arriba abajo, trató de serenarse y esbozó una forzada sonrisa, mientras le decía:

—Anda, ve a ponerte el vestido blanco de seda.

Judit, de pie junto a la puerta, bajó la mirada y contestó con voz sorda:

—¿Por qué el vestido blanco precisamente? No es adecuado para trabajar…

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