Alcazaba (21 page)

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Authors: Jesús Sánchez Adalid

Tags: #Novela histórica

BOOK: Alcazaba
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Allí mismo cavaron unas fosas someras y guardaron armaduras, espadas y lanzas; echaron tierra encima y cubrieron los escondites con la hojarasca para disimularlos. Se vistieron con ropa sencilla y se pusieron turbantes semejantes a los que usaban los mercaderes y las gentes de paso. Luego, como había previsto Aquila, fueron saliendo en grupos espaciadamente, en dirección al puente que cruzaba el río a una legua de allí.

Aquila se dirigió entonces al joven hijo del duc Agildo y le dijo muy serio:

—Tú y yo iremos juntos y solos los dos. Saldremos de aquí los últimos.

Así lo hicieron. El sol estaba ya alto cuando ambos caminaban por el linde del bosque, pasando junto a los troncos de viejos y enormes pinos, atravesando manchas de madroños y espesos arbustos. La ciudad se veía arriba, orgullosa y desafiante, encerrada en sus altísimas murallas. Al pie del monte fluía, verdoso y profundo, el río Tajo.

Claudio y Aquila ascendieron los últimos, según lo previsto, cuando ya la aglomeración se había disipado y el gentío se hallaba hacía rato en los mercados. Anduvieron llevados por sus ligeros pies por calles abarrotadas, bulliciosas, donde difícilmente se fijaría alguien en ellos si no fuera para ofrecerles sus mercancías.

Al pasar por delante de una fonda, Aquila se detuvo y dijo:

—Preguntaremos aquí.

Dentro se abrieron paso entre la gente que comía, conversaba y descansaba sobre sus esteras en el suelo. Avanzaron hacia un mostrador alto y, con mucha decisión y naturalidad, Claudio le preguntó a un grueso hospedero en lengua árabe:

—¿Puedes decirnos dónde vive el duc de los dimmíes cristianos?

El hospedero se encogió de hombros y respondió:

—¿Dónde va a ser? En el barrio dimmí.

—¿Y eso dónde está?

—Lejos de aquí, en la otra parte de la ciudad.

Claudio y Aquila se miraron perplejos. Entonces el hospedero les dijo:

—Buscad ahí afuera a cualquier muchacho; por media torta de pan os llevará hasta allí.

Obedecieron el consejo y, después de atravesar el enorme laberinto que era Toledo, llegaron a un viejo barrio que se extendía en recia pendiente por el declive del monte. En la parte más alta, en una soleada plaza, el muchacho que los guiaba les señaló un palacio antiguo.

La puerta estaba abierta de par en par y ambos penetraron, cruzando el zaguán, hasta un patio amplio con arcadas de ladrillo, caballerizas, almacenes y un par de pilares para abrevar las bestias. Alguien les gritó desde una ventana del piso alto:

—¿Qué queréis?

—Venimos en busca del duc Avidio —contestó Aquila.

—¿Con qué fin?

—Venimos de lejos…

—¿De dónde? ¿Quién os envía?

—Baja y te lo explicaré.

—Un momento…

Descendió aquel hombre, que era uno de los criados de la casa, y los atendió en el patio, acosándolos con preguntas. Quiso saber quiénes eran, de dónde venían, quién les enviaba, el motivo por el que querían ver al duc de Toledo… Y comoquiera que los dos jóvenes mostraban cierta reserva y se cuidaban de no darle demasiados detalles, acabó por decirles con desdén:

—Mi amo el duc Avidio no puede perder su valioso tiempo atendiendo a cualquiera. Si no me decís el motivo de la visita, no os anunciaré a él. Debéis comprender que es mucha la gente que viene a pedirle cosas en estos malos tiempos…

Al oír esto, Claudio se enojó y, con orgullo, reveló:

—Soy el hijo del duc Agildo de Mérida. ¡Estúpido siervo!, si no me conduces ahora mismo a tu amo, te daré una paliza.

Entonces se oyó una voz:

—¡Bueno, bueno, basta ya!

Apareció por una de las puertas un anciano vestido con un largo sayo; cojeaba y se apoyaba en un bastón.

—Yo soy el duc Avidio —dijo con una manera de hablar balbuciente, enseñando sus encías desdentadas—. ¿A qué habéis venido a mi casa? ¿Cómo os atrevéis a entrar aquí de esta manera arrogante?

Aquila y Claudio se aproximaron a él remisos y le saludaron inclinando la frente con respeto y presentando las manos. El anciano duc correspondió con una amabilidad desdeñosa.

—Pasad, os atenderé en el huerto… Mi casa no está en condiciones para recibir a nadie; mi esposa está en cama y no dispongo de más criados que este, a quien ibais a dar una paliza…

—Discúlpanos —le rogó Claudio—. Hemos hecho un largo viaje y estamos muy cansados.

El duc les condujo a un huerto triste, donde reinaban la sombra y el silencio; se divisaban desde allí las casas somnolientas, apiñadas, del barrio cristiano y la torre destartalada, sin campanas, de una pequeña iglesia cercana. Los naranjos altos parecían buscar el sol, y un granado mostraba en sus ramas su fruto almagrado, abierto ya y marchito.

El criado sacó agua de un pozo y se la ofreció a los jóvenes. Mientras bebían con avidez, el anciano noble los miraba con rostro frío y opaco.

Cuando hubieron saciado su sed, Aquila tomó la palabra y explicó:

—Me llamo Aquila y soy hijo del príncipe Pinario; mi padre está en Asturias, sirviendo en la corte del rey Alfonso II. Viajé hasta Mérida enviado para saber de los cristianos de allí y llevarles un mensaje de la cristiandad del Norte.

El viejo Avidio asintió con un leve movimiento de cabeza y no dijo nada.

Entonces habló Claudio:

—Y yo soy hijo del duc Agildo de Mérida; voy al Norte acompañando a este noble pariente mío para conocer aquel reino.

Con afectada indiferencia, el anciano les dijo:

—¿Y qué tengo yo que ver con todo eso? Vais a vuestros asuntos y no a los míos.

—Los asuntos que nos llevan al Norte son tuyos y nuestros; son de todos los cristianos —replicó Aquila—. Vamos allí para informar al rey asturiano de lo que sucede en estas tierras gobernadas por los sarracenos.

—¿Y a mí qué? —contestó el viejo noble—. No puedo ayudaros en nada y ya veis que no puedo ir con vosotros a causa de mi edad. ¿A qué habéis venido a esta casa?

La impertinencia y la frialdad de Avidio terminaron exasperando a Claudio, que le espetó con enojo:

—¿Eres el duc de Toledo y no te enseñaron en toda tu larga vida la virtud de la hospitalidad?

El anciano sonrió con ironía y contestó:

—Eres orgulloso, muchacho… ¿Y a ti nadie te ha enseñado a ser humilde? El orgullo es, sin duda, una hierba agria que crece en los reinos en ruina y en las viejas razas llamadas a extinguirse.

—¿Acaso no eres tú orgulloso? —le reprochó Aquila—. Estamos tratando de ser cordiales y nos tratas con desprecio. Solo queremos darte un mensaje de parte de tus hermanos cristianos. Dejemos de una vez esta estéril discusión y apartemos a un lado nuestro orgullo para hablar como patricios que somos los tres.

Avidio no contestó. Perdió la mirada en el horizonte y se quedó altanero y ensimismado.

—¡Vámonos de aquí! —le dijo Claudio a Aquila—. Este anciano nos habla de orgullo, cuando es lo único que le queda. Si es el jefe de los cristianos de Toledo, mal porvenir les espera gobernados por un hombre con tan poca ilusión.

Salieron del palacio, cabizbajos y desilusionados, sin volver la mirada. A sus espaldas, el antipático duc les gritó:

—¡Id con el diablo, mozos vanidosos!

32

El día segundo de su estancia en Toledo, Aquila y Claudio subían por la tarde hacia la parte más alta de la ciudad. Una languidez pesada parecía desprenderse del cielo, azul oscuro, y de las agrestes laderas de los montes. El río Tajo, verde e inmóvil, se veía al pie de la quebrada trazando su curva en torno a la pendiente amurallada.

Aquila se paraba a cada paso, a contemplar admirado el paisaje.

—¡Qué ciudad tan misteriosa! —exclamó entusiasmado, poniendo su mirada ardiente en las fortalezas que protegían la ciudadela—. Con razón los reyes godos asentaron aquí su trono. ¡Ojalá un día permita Dios que reinen aquí de nuevo las coronas cristianas!

Claudio sonrió y, con cierta impaciencia, murmuró:

—Debemos apresurarnos. Si vamos a visitar al obispo, será mejor llegar a su casa antes de que se ponga el sol.

Sus ágiles piernas les hicieron remontar pronto la cuesta y alcanzaron una plazuela, en la que resaltaba el bello pórtico de una iglesia.

—Aquí debe de ser —dijo Aquila, señalando una casa cuya puerta principal se abría bajo un arco entre dos columnas.

A un lado de la puerta había dos hombres que dejaron de conversar y se les quedaron mirando.

—¿Es esta la casa del obispo de Toledo? —les preguntó Claudio.

—Esta es —respondió uno de los hombres—. ¿Qué le queréis?

—Somos cristianos de Mérida que vamos camino del Norte.

Aquellos hombres los condujeron por un callejón hasta las traseras de la casa y les hicieron pasar por un portón que daba a un patio, donde los arrayanes, decrépitos y mal cortados, trazaban un cuadrado. En el silencio tibio del atardecer, les llegaba el ruido del agua de una acequia que corría cercana.

Tuvieron que esperar un rato, y al cabo salió el obispo; un hombre de mediana estatura; las barbas grandes, cobrizas y enmarañadas, como la cabellera que le salía por debajo del gorro colorado. Los miró con curiosidad y luego dijo:

—Ya sé quiénes sois.

Aquila y Claudio se miraron extrañados.

El obispo sonrió y añadió:

—No poseo el don de la adivinación. Esta mañana vino el criado del duc Avidio y me contó que habíais estado ayer en su casa. Ya sé todo lo que pasó…

Los jóvenes se aproximaron para besarle la mano. Aquila le dijo:

—No teníamos intención alguna de discutir. El duc no nos trató con hospitalidad y nos pareció que era prudente irse de su casa y no importunarle más.

El obispo observó en tono ligero:

—Es un anciano; está enfermo y cansado…

—Lo comprendemos —dijo Claudio—. ¿Nos atenderéis vos, padre?

—Claro. Pasemos adentro. Cenaréis conmigo y me contaréis el motivo de vuestro viaje. Pero, antes de nada, aceptad un aposento en esta casa. Podéis tomar un baño y quitaros toda esa suciedad molesta del camino.

Los criados les calentaron el agua y los jóvenes se lavaron y se pusieron ropa limpia. El caserón era austero, frío y oscuro; pero, después de tantos días viviendo a la intemperie, les pareció mejor que un palacio.

Después de cenar con placer una sopa caliente de coles y pan con puré de berenjenas, estuvieron hablando durante largo rato a la luz de un candil, sentados en torno a la mesa. El obispo, como tanta gente, tenía la preocupación de los impuestos que debían pagarse a Córdoba, y les hizo algunas preguntas. Ellos le contaron lo que había sucedido últimamente; las revueltas que hubo y cómo se había decidido enviar una embajada al emir para pedir clemencia.

El obispo se quedó pensativo y luego dijo con circunspección:

—Todos sufrimos a causa de esta opresión injusta; nuestra cristiandad gime como si tuviera dolores de parto… Pero no debe perderse la esperanza.

—Por eso mismo estamos aquí nosotros —añadió Aquila—. Nos enviaron porque somos jóvenes; pero nuestro ímpetu y nuestro deseo de hacer algo por la causa cristiana no deben confundirse con orgullo o vanidad.

—Claro que no —dijo el obispo—. La vanidad es otra cosa…; mientras que ese ímpetu vuestro es el sentimiento propio de la juventud con todas sus ilusiones. Lástima que nuestro pueblo languidezca en la desesperanza… Por eso, cuando nombramos al malogrado y noble reino godo de España, decimos que es un reino dormido que aguarda ser despertado. No toméis en cuenta lo que el viejo duc Avidio os dijo ayer; se refería al orgullo que es lo único que les queda a las razas y castas caídas… Hablaba de sí mismo y no de vosotros… Lo que pasa es que aquí, en Toledo, hemos sufrido mucho… ¡No sabéis cuánto!… Bueno, ¿qué os voy a contar? También los cristianos de Mérida habéis padecido esta terrible plaga…

—¡Este compañero y yo —exclamó Claudio estremeciéndose— nos estamos jugando la vida! Hemos tenido que convencer a los nuestros y vencer muchos obstáculos en este viaje. Pero estamos dispuestos a llegar al Norte con la ayuda de Dios para logar conmover al rey de Asturias y hacerle tener caridad con nosotros.

El obispo se refugió en el silencio mientras le miraba muy fijamente, con una sonrisa escéptica en los labios. Luego repuso:

—Siento echar un jarro de agua fría sobre vuestros ardientes propósitos… Pero he de deciros la verdad: esperar que Alfonso II arroje de España a los sarracenos es hoy solo una vana ilusión, un ensueño… ¡Bastante tienen los asturianos con defenderse en sus territorios! No, no os hagáis ilusiones esperando que vengan a liberarnos…

Sin disimular su impaciencia, Claudio contestó impetuoso:

—¡Eso ya lo sabemos! En Mérida no se ignora que el reino del Norte de España no tiene fuerza suficiente para sacudir a los moros.

—Y, entonces, ¿por qué os dirigís hacia allá tan dispuestos? —les preguntó el obispo.

Aquila sonrió francamente y, tomando confianza, respondió:

—Vamos a Asturias, en efecto, para informar al rey Alfonso II de lo que les sucede a los cristianos del sur. Esa es la primera parte de nuestro cometido y nuestro inmediato destino. —Hizo una pausa y luego, mirando a Claudio, prosiguió—: Pero no nos detendremos allí, pues luego iremos a… Será mejor que eso se lo cuentes tú, Claudio.

El joven hijo de Agildo vaciló y después habló muy serio:

—Que Dios me perdone, pues esto que voy a deciros, señor arzobispo de Toledo, no lo sabe ni siquiera mi padre el duc de Mérida.

—Puedes confiar en mí —le dijo el obispo.

Con mirada sincera, Claudio reveló:

—Vamos mucho más al norte. Después de Asturias, viajaremos hasta Aquisgrán, a la tierra de los sajones, a la corte del emperador Ludovico Pío, para solicitar su auxilio.

El asombro asomó al rostro del obispo. Se quedó meditando durante un rato y luego murmuró:

—El auxilio del emperador… ¡Bendito sea Dios!

El corazón de Claudio palpitó a toda velocidad y dijo:

—Sí, solo él puede socorrernos… Como en su día lo intentara su antecesor Carlomagno… Por eso, te rogamos, venerable padre, que nos permitas acudir a él también en nombre tuyo. Portamos cartas de muchos prelados, abades y nobles señores que ya tienen resuelto levantar a sus gentes contra la tiranía del rey sarraceno.

La cara del obispo de Toledo se ensombreció. Con un movimiento de cabeza, observó aterrado:

—¿Y si os descubren? ¡Esas cartas serán vuestra perdición y la de todos los que las firman!

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