Estaban todos petrificados, contemplando con visible espanto el horizonte, cuando Claudio empezó a gritar con aplomo y energía:
—¡Nada tenemos que temer! ¡Las murallas de Mérida son las más poderosas del mundo! ¡En la ciudad no hay división y podemos resistir el asedio! ¡Arriba esas almas!
Los nobles cristianos empezaron a vociferar animosos:
—¡Resistiremos!
—¡Viva la Mártir!
—¡Viva santa Eulalia!
—¡Viva Mérida!
Estaban aún resonando estos vítores, cuando alguien llegó anunciando:
—¡El valí está aquí!
Venía Mahmud con todo su Consejo, con el jefe de la guardia y el muftí para ver desde esta parte de la muralla la amenaza que se cernía sobre la ciudad. Subieron a la torre y también estuvieron observando la nube de polvo y calculando el tiempo que tardarían en llegar.
Se había hecho un gran silencio y el valí estaba pensativo, oteando con agudos ojos la distancia. La barba larga, densa y canosa le caía sobre el pecho y su tez oscura estaba surcada por marcadas arrugas. Después de meditar durante un rato, se volvió hacia uno de sus secretarios y le ordenó:
—Encárgate de que vayan a buscar al cadí de los muladíes. Debemos acordar entre todos lo que debe hacerse.
Después de decir esto, miró fijamente al duc Claudio y le instó:
—Vosotros los dimmíes debéis defender esta parte de la muralla. Encargaremos a los muladíes la parte del poniente y mi gente se ocupará del sur y del puente, como hemos hecho en otras ocasiones. De momento, lo más prudente es apresurarse a reunir provisiones por si la cosa se alarga durante todo el verano. Ya he dado órdenes para que se requise todo lo que hay en las alhóndigas y en los graneros; solo falta guardar el ganado dentro de la ciudad.
Hablaba con tranquilidad, en voz baja, sin que ninguna emoción atravesara su rostro. Su larga y densa vida teniendo que soportar revueltas, traiciones, intrigas y alianzas le había hecho astuto y paciente. Nada parecía sobresaltar a Mahmud.
Claudio, en cambio, se dirigió a él de manera impulsiva y le dijo con exaltación:
—¡Defenderemos la ciudad! ¡Vencimos una vez y volveremos a vencer! ¡No conseguirán amedrentarnos!
El valí se le quedó mirando pensativo y asintió con un levísimo movimiento de cabeza, sin alterarse lo más mínimo.
Cuando llegó Sulaymán a la torre, la nube de polvo parecía haberse intensificado; la observó circunspecto y, en tono extrañado, comentó:
—Qué raro… Ese ejército parece estar a menos de una jornada de aquí y, sin embargo, nadie nos ha avisado de su proximidad…
Mahmud le miró con expresión hierática y le dijo, sin perder la calma:
—No es de extrañar que el emir regrese a Córdoba. Esperábamos que un día u otro pasase por aquí.
—Sí, pero… ¿tan pronto? —observó perplejo Sulaymán.
El valí replicó hoscamente:
—Pronto o tarde, los de Córdoba están aquí y hemos de ponernos de inmediato a preparar la defensa. Nada ganamos poniéndonos a porfiar sobre cuándo debían haber venido. ¡Ya están aquí!
A lo que Sulaymán replicó, desafiante e inquisitivamente:
—Lo que me sorprende es que tú, valí Mahmud, no hayas sido avisado con tiempo… ¿No quedamos en que apostarías vigías a diez leguas de aquí?
Mahmud se encogió desdeñosamente de hombros y contestó con sencillez:
—¿Dudas de mí?
El cadí respondió, retador:
—Eso es algo que tú y yo debemos hablar en privado.
Se hizo un impresionante silencio. Todos los presentes los miraban expectantes.
El valí paseó sus inexpresivos ojos en torno suyo y escrutó los rostros de los miembros del Consejo, de los nobles cristianos y de los jefes muladíes. Con aire contrariado dijo:
—Vamos a mi palacio, aunque pienso que no es el momento oportuno para discutir, sino para organizarse.
Atravesaron toda la ciudad y entraron en la fortaleza. Fueron a un cuarto pequeño y acogedor, con pequeñas mesas en los rincones y una piel de vaca en el suelo. Sulaymán y Mahmud se sentaron en el centro, el uno frente al otro, con las piernas cruzadas.
Con voz gruesa, el cadí de los muladíes empezó a hablar:
—Mahmud al-Meridí, tú eres un hombre virtuoso y por eso todos en esta ciudad hemos estado conformes con que fueras nuestro valí en estas circunstancias tan difíciles. Fuiste desterrado injustamente de esta ciudad, pero tu gente no te abandonó, sino que te siguió como al bondadoso caudillo que eres y pudiste reunir a todas las tribus beréberes en torno tuyo. Por eso acudí a ti para arrancar Mérida de las sucias manos del traidor Marwán y, ¡gracias a Allah!, obtuvimos una gran victoria. Sin embargo, ahora que regresa el emir… En fin, necesito saber cuáles son tus planes y qué piensas del futuro de nuestra ciudad.
Estas últimas palabras las dijo agudizando la voz y con mayor dureza de expresión.
El valí bajó la cabeza con gesto meditabundo, preocupado, y permaneció silencioso.
Sulaymán suspiró y volvió a tomar la palabra:
—Hay entre los muladíes quienes temen que hayas enviado mensajeros al emir y…
Mahmud alzó la mirada y dijo, en tono apesadumbrado:
—Descarga tu corazón libremente, Sulaymán Aben Martín. ¿No os fiais de mí?
—Necesitamos saber si has enviado esos mensajeros al emir para pedirle condiciones de paz.
El valí le miró con expresión de reproche y, sin perder su habitual calma, insistió:
—¿No os fiais de mí? ¿Es eso lo que pasa? ¿Pensáis que os traicionaré igual que hizo Marwán? ¿Os fiais acaso más de los dimmíes cristianos que de mí?
—Queremos saber tus planes. Solo se trata de eso…
Una sombra de perplejidad afloró en el rostro inexpresivo de Mahmud y, dulcificando un poco su mirada, murmuró con voz grave:
—No sé cómo habéis llegado a suponer que no soy digno de confianza. El demonio os está envenenando el alma en contra mía.
Sulaymán se turbó ante estas respuestas y, con tono de impaciencia, dijo:
—¡Debes comprenderlo! Hemos puesto en juego nuestras vidas en este empeño y no quisiéramos tener que volvernos atrás. ¡Queremos llegar hasta el final!
Mahmud meneó la cabeza melancólicamente y, seguro de que al cadí no se le escaparía el sentido de sus palabras, observó:
—También yo he arriesgado las vidas de mi gente… Fui humillado y despojado de todo. Nosotros los beréberes tampoco queremos volvernos atrás. Allah es testigo de lo que digo: ¡no somos traidores!
Sulaymán suspiró, invadido por una súbita alegría, se retorció la barba y, excusándose, dijo:
—Compréndelo… Debía saber tus propósitos…
Mahmud le atajó golpeándose el pecho y gritando repentinamente:
—¡Por la gloria del Profeta! ¡Defenderemos la ciudad! Si el emir quiere regresar a Córdoba, no lo hará atravesando el río por nuestro puente. ¡Le saldremos antes al paso y volveremos a derrotarle! ¡Ya no somos sus siervos! ¡Solo servimos a Allah!
Muhamad descendió de la torre y atravesó el patio de armas del castillo, para salir por el arco que conducía a las estancias de las mujeres. Un pequeño callejón discurría entre arriates donde crecían plantas de romero. Las altas murallas proyectaban una sombra ancha y el ambiente era fresco y húmedo donde se alzaban cuatro casas pequeñas de adobe. De algún lugar llegaba un rumor de voces femeninas y risas contenidas. Era mediodía y olía a guiso y a pan recién horneado. Ese murmullo y ese aroma le excitaban. Pero sabía que allí debía ser comedido y actuar con disimulo, aun siendo el señor del castillo; porque, en tiempos de guerra, aquellas dependencias eran el sagrado refugio de las esposas e hijas de sus hombres de confianza.
Con el corazón encogido, llamó a una de las puertas. Le abrió una criada gruesa, adormilada, vestida con una bata grosera de mucho abrigo, que se cubrió el rostro con las manos y se arrodilló sumisa. Al entrar en la casa, Muhamad se encontró con una mujer ya madura, Hamida, esposa del intendente, que puso en él una mirada torva y le dijo en tono de reproche:
—La muchacha ha estado llorando durante dos días. Está aún más enamorada de ti que su prima y no imaginas lo que nos ha costado consolarla. ¡Ay!, ¿qué les das a las mujeres, Muhamad?
Él sonrió sin contestar. Atravesó un corredor y fue directamente a un patio cuadrangular, donde las mujeres, bulliciosas, estaban atareadas preparando la comida. Al verle, todas se callaron y bajaron las miradas llenas de turbación. Muhamad buscó con los ojos a Adine y la descubrió en una esquina, amasando junto a la boca del horno. Ella le ignoró y siguió con su trabajo como si nada.
Muhamad se sentó en el umbral contemplándola. Le gustaba la muchacha, le gustaba mucho, aunque reconocía que no era tan bella como Judit y que le faltaba algo, o le sobraba, no sabría decirlo, pero había en ella un misterioso encanto que le tenía irremediablemente enamorado; ardía en su pecho una hoguera y una mágica embriaguez derretía sus nervios e irrigaba su espíritu, devolviéndole la alegría y la confianza. Unas nuevas ganas de vivir le invadían nada más verla. Y la miraba encantado. Era ella muy joven, sin duda alguna, pero pocas mujeres se movían con tanta soltura. Amasaba mejor que las otras, moviendo con energía los brazos. A él le encantaba su palidez, la expresión de su cara, la débil sonrisa, la voz, el vestido… Y Adine, dándose cuenta de que le tenía encandilado, enrojeció con coquetería, se detuvo y apartó los mechones del negro pelo con el dorso de la mano, de una manera terriblemente seductora.
Él la miró a los ojos esbozando una sonrisa conciliadora y, levantándose, volvió a entrar en la casa y le susurró algo a Hamida. La mujer soltó un torrente de carcajadas y dijo en voz alta:
—¡Ella está deseando ponerse guapa para ti! La prepararé convenientemente para la ocasión…
Por la tarde, Adine y Muhamad estaban juntos en las dependencias privadas de la torre. Ella había cambiado de peinado, seguramente asesorada por la mujer del intendente, y ahora lucía una brillante trenza que le caía sobre el hombro. Él no dejaba de mirarla y, sin embargo, en el rostro de Adine se traslucía una expresión de extravío que desentonaba con el bonito vestido de seda encarnada, con su collar de piedras blancas y con el nuevo arreglo del cabello. En cualquier otra ocasión, toda ella habría brillado radiante, sonriente, y hubiera acabado preguntándole: «¿Te gusto?». Sin embargo, desde que entró en el cuarto mantuvo un gesto escrutador y una presencia distante.
Muhamad, extrañado, le preguntó:
—¿Se puede saber qué te pasa?
La joven no respondió.
Él la abrazó entonces suavemente y aspiró el levísimo perfume del almizcle en su cuello.
Adine se apartó y, mirando por la ventana, dijo desdeñosa:
—Te entregué lo mejor de mí y, cuando lo obtuviste con zalamerías, me despreciaste.
Muhamad se dio cuenta entonces de que estaba muy irritada. Se acercó a ella y, poniéndole con suavidad la mano en el hombro, observó cauteloso:
—He estado pensando. Debía pensar…
Ella se volvió.
—¿Pensar? ¿Qué tenías que pensar? ¡Cuando me poseías no pensabas!
Al captar el reproche en sus palabras, él se apresuró a contestar:
—No he dejado de pensar en ti ni un momento.
—¡Estarías pensando en mi prima Judit! —protestó ella, dándole la espalda.
—¿Cómo puedes decir eso? —replicó Muhamad, abrazándola de nuevo por detrás y volviendo a ponerle los labios ardientes en el delicado cuello—. ¡Tú llenas por entero mi corazón! Pero debía pensarlo… ¡Por favor, compréndelo!
Ella le miró al fin intensamente.
—¡Jura por vuestro Profeta que es cierto eso que dices!
Muhamad rio y la apretó entre los brazos buscando besarle los labios. Pero Adine torció la cara y le ofreció la mejilla insistiendo:
—¡Júralo!
—¡Lo juro, lo juro, lo juro…!
Ella sonrió al fin, pero su sonrisa no era alegre, y la preocupación se insinuó en su mirada cuando dijo:
—Es primavera y mi prima Judit regresará. A ver cómo solucionamos ahora esto…
—Deja eso de mi cuenta —contestó él con indolencia—. ¿Por qué empezar a preocuparse ya? Cuando regrese Judit, se hará lo que deba hacerse.
Adine frunció el ceño y exclamó con vehemencia:
—¡No consentiré que me apartes como a un trasto! ¡Te amo! Y si me dejas, me tiraré de la torre…
Él le puso el dedo en los labios, mientras decía:
—No seas loca, preciosa mía. Yo no te dejaré… Y te ruego que no me causes problemas.
La muchacha respiró hondamente, le cogió la mano, recostó la cabeza en su pecho y estuvo lloriqueando durante un rato. Él la cubrió de besos y le aseguraba:
—Eres un precioso regalo para mí. Eres algo que no esperaba precisamente ahora… ¡Pequeña mía, he sufrido tanto! Tú eres mi recompensa, mi regalo de Allah…
El ejército que venía avanzaba muy deprisa. Al amanecer, la polvareda estaba a menos de una milla de la ciudad y se disipó cuando los caballos se detuvieron. Después hubo una gran quietud mientras el sol iluminaba los campos. Una parte del espacio que se extendía ante las murallas estaba desnuda y la otra aparecía cubierta de olivares y viñas. La gente de Mérida aguardaba mirando hacia el norte, en las almenas, en las terrazas, en las torres e incluso encaramada en los tejados. Después de una noche larga de angustiosa espera, el silencio tenso pareció eterno. Era como si la población estuviese toda ella con la respiración contenida.
En las torres que se alzaban en ambos costados de la puerta de Toledo, los jefes oteaban como petrificados el horizonte. El valí Mahmud y los miembros del Consejo estaban enfundados en sus largos alquiceles reforzados con cuero; los muladíes vestían, empero, armaduras de buena hechura y los nobles dimmíes sus antiguas corazas godas, con remaches de hierro y mangas de loriga, y yelmos con celada o almetes. Desde las primeras luces, se habían ido apostando los arqueros en todas las alturas y en los corredores había piedras arrojadizas a cada veinte pasos, reunidas en montones. En las puertas se arracimaban muchedumbres de defensores, y las mejores fuerzas de la ciudad, con la caballería, se hallaban apostadas entre la parte del poniente y el río, para defender el puente.
En las elevaciones del terreno, a media milla, el ejército se dispuso a la deshilada y empezó a avanzar de nuevo acercándose a la ciudad, pero a paso quedo. Entonces pudieron distinguirse los estandartes, las flámulas y los gallardetes. Y para sorpresa de todos, se vio que aquella hueste no era tan numerosa como se esperaba; vendrían tan solo dos mil hombres, tal vez un par de cientos más de ese número.