Alcazaba (38 page)

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Authors: Jesús Sánchez Adalid

Tags: #Novela histórica

BOOK: Alcazaba
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—Sí, me lo contaste. ¿Ha habido alguna novedad?

—No. No sabemos si el hijo de Marwán vive o si murió en el asalto… Si hubiera aparecido el cuerpo, se habría sabido en la ciudad. Mi hija no para de llorar y está empeñada en volver a Alange.

El rabino apretó los labios, circunspecto, y comentó:

—¡Qué pena! Encuentra la Guapísima a un hombre joven, se enamora, se queda preñada y tiene que ser precisamente el hijo de Marwán. Lo que podía haber sido la solución de todos sus problemas resulta ahora ser su desdicha.

Abdías se puso en pie, enfadado, y exclamó:

—¡Maldita suerte! ¡Voy a ser el abuelo del nieto del tirano Marwán! Si la gente llega a enterarse, ¡que el Eterno se apiade de nosotros!

—Nadie tiene por qué saberlo —repuso Nathan—. Debemos ser muy discretos en eso.

—Solo te lo he contado a ti, rabino. A Judit todavía se le nota poco la barriga y… ¡Estamos tan preocupados! Ahora que podía ir todo bien…

Guardó silencio un rato, con los ojos brillantes, y luego añadió:

—Si el hijo de Marwán vive, seguramente se habrá refugiado en su castillo de Alange. Dicen que lo que quedó del ejército de Córdoba fue hacia allí para hacerse fuerte en el monte. Pero no sabemos nada más.

El rabino meditó y dijo, muy serio:

—Es duro llegar a esta conclusión, pero, sin duda, lo mejor para nosotros sería que Muhamad hubiera muerto.

Abdías se le quedó mirando con ojos llorosos y asintió.

—Eso mismo me digo a mí mismo todos los días, y que lo mejor es olvidarse de esa gente tan odiosa. Pero… ¡ella está tan triste! Solo piensa en ir a Alange, porque está segura de que Muhamad vive. ¿Cómo hacerle comprender que…? ¡Oh, rabino, es un gran dilema el nuestro! Por más que trato de encontrar la solución, solo hay una cosa que veo con claridad: que la mala fortuna se ceba con nosotros.

El rabino, compadecido, meneó la cabeza:

—El Eterno sabe lo que hay en cada vida y en cada circunstancia. Mala suerte, buena suerte; son caras de una misma moneda. Mira el lado bueno de las cosas: al fin y al cabo, tenéis a la Guapísima en casa, sana y salva. ¡Podría haber sido peor!

Abdías respondió dolorido:

—Visto de esa manera… ¡Habrá que consolarse!

—Anda, ve a tu casa —le aconsejó Nathan—. Y convence a esa hija tuya de que no haga locuras. Irse a Alange ahora sería una gran insensatez. Es invierno y los días son todavía cortos. Mejor será esperar a la primavera para ver en qué acaban todos estos conflictos que nos traen de cabeza. Si por fin hubiera paz… Entonces se podrá decidir lo que ha de ser más conveniente.

Al llegar a su casa, Abdías encontró a su mujer, su hermana y su hija mirándose en silencio y con lástima. Se sentó frente a ellas y les dijo:

—No podemos amargarnos de esta manera. Es la fiesta de Purim y la gente está ya en las calles y en los mercados. ¡La vida sigue! ¡Los hombres beben vino!

Uriela le reprochó:

—Con lo que tenemos encima y piensas en la gente, en el Purim y en el vino.

—¡Los peores problemas son los que uno mismo se crea! —exclamó él.

Judit se llevó las manos a la cara y empezó a sollozar sonoramente.

Abdías fue hacia ella, la abrazó y le dijo, cariñoso:

—Hija, es invierno. Nosotros te cuidaremos. Cuando venga la primavera y los días sean más largos, te llevaré a Alange y ¡que sea lo que el Eterno quiera!

64

—Verdaderamente, estas aguas son milagrosas.

Así habló Aben Bazi, con placentero rostro, sumergido hasta el cuello en el agua de la piscina circular. Y Muhamad, que estaba sentado en el borde, comentó muy serio:

—Estos baños son antiquísimos. Se dice que estaban aquí antes incluso de que los dimmíes cristianos fueran dueños de estas tierras. Si el manantial no tuviera la propiedad de curar, no hubiera sido tan grande su fama. Desde siempre ha venido la gente para buscar en él la salud.

—Estoy completamente repuesto —dijo con entusiasmo el general palpándose los hombros y los brazos—; la fuerza ha vuelto a mis miembros y he recuperado el apetito. Ahora tengo que pensar en lo que debe hacerse…

Muhamad puso en él una mirada interrogativa.

—¿En lo que debe hacerse…?

—Sí. Hay que vencer a esos rebeldes. No se puede consentir que se salgan con la suya. ¡Tienen que ser castigados!

Muhamad le preguntó, inquieto:

—¿Y cómo será eso? Son más que nosotros y los protegen las poderosas murallas de Mérida.

A Aben Bazi le brillaron los ojos por la ira.

—¡Ah, hijos de perra! Por muchas murallas que tengan, no son más fuertes que Córdoba. ¡Allah acabará con todos ellos! ¿Crees que el emir consentirá su altivez y su descaro?

Resplandeció el interés en el semblante de Muhamad y en su corazón latieron la esperanza y la ambición, pero respondió sencillamente:

—El emir está lejos…

Aben Bazi salió del agua, cogió la toalla y empezó a secarse de manera rápida, violenta casi, mientras decía con rabia:

—¡Tenemos que vencerlos y los venceremos! El emir está en Toledo, pero un día u otro tendrá que regresar, porque la primavera está próxima y el ejército tiene que pasar forzosamente por aquí camino de Córdoba. ¿No te das cuenta? Esa estúpida ciudad no puede permanecer eternamente aislada y aguantar ser sitiada otra vez. Más tarde o más pronto se rendirán.

Muhamad se llenó de odio y comentó:

—Entonces vengaré a mi padre…

—¡Sí, le vengaremos! —asintió con vehemencia el general, sacudiendo la toalla como si fuera un látigo—. ¡Allah maldiga a esos hijos de perra infieles! ¡Mueran todos los traidores!

—¿Y nosotros? —preguntó Muhamad con ardiente interés—. ¿Qué podemos hacer nosotros en tanto vuelve el emir?

Aben Bazi guardó silencio mirando el agua, pensativo; luego alzó la cara con gesto obstinado.

—Nosotros tenemos que resistir aquí y esperar. A los rebeldes no se les ocurrirá salir de Mérida y venir a atacarnos. Una cosa es que se hayan hecho con la ciudad y otra muy distinta que se vean con fuerza para apoderarse de más territorios. No creo que se propongan eso. Pero, si vienen, podremos soportar el asedio en el castillo. —Inspiró sonoramente e hinchó su pecho peludo y poderoso—. ¡Ojalá venga cuanto antes el emir! —dijo, soltando el aire—. Ahora mismo enviaré un mensajero a Toledo para ponerle al corriente de lo sucedido.

Se vistió y salió impetuosamente.

Muhamad se quedó solo, sumido en sus pensamientos, bajo la cúpula redonda. Todo lo que el general había dicho le infundía seguridad y coraje. Pero enseguida le sobrevino un enjambre de ideas y posibilidades que enterraron su determinación; y se apoderó de él esa desgana, tan suya, y el único deseo de quitarse de encima toda aquella responsabilidad aplastante y de incierto final. Sí, se sentía impotente debido a que no experimentaba otro deseo que el de irse de allí y dejar que los odiados rebeldes se pudrieran en su rebeldía. «Lo mejor sería irse a Córdoba —se dijo—; es lo que debimos hacer desde el principio. De habernos ido, mi padre no habría muerto y no habría que vengarle.»

Acuciado por estos sentimientos, se vistió con premura y salió de los baños buscando la luz exterior. Fuera la mañana era suave, envuelta en una neblina blanca, y le embargó una calma soñadora al percibir los aromas del huerto.

De repente, resonaron risas de mujer y una voz joven le saludó:

—¡Buenos días, señor Muhamad!

Se volvió él y vio en una ventana la cara redonda y alegre de Adine, que derramaba desparpajo a espuertas. Asombrado, se quedó mirándola sin decir nada.

Ella, con una gravedad que la hacía parecer más madura y hermosa de lo que en realidad era, dijo:

—Te encuentro muy saludable hoy; pero adivino la preocupación que tienes.

Él siguió en silencio, observándola, sorprendido todavía por su desparpajo. Y Adine continuó con mayor gravedad:

—Me parece que te sientes solo, señor Muhamad. ¿Por qué no entras y te pongo un poco de sirope de granada? ¡Vamos, te sentará bien!

Muhamad sonrió, aceptando la invitación. Entró en la casa y encontró a la muchacha muy afanada preparando la bebida; ponía el espeso jarabe azucarado en los vasos y añadía despacio el agua caliente; luego lo removía con la cuchara, en graciosas vueltas de sus menudas y blancas manos; mientras el despeinado cabello negro le caía sedoso sobre la frente, y las largas pestañas rizadas daban a sus ojos castaños una expresión franca e inocente.

Él bebió el sirope despacio, como sumido en meditación. Después, mirando el rojo líquido, dijo:

—El general está repuesto. Magdi tenía toda la razón cuando me aseguró que sabías de estas cosas…

Ella le miró directamente a la cara y sus ojos ahora brillaron derrochando vivacidad.

—¿Por qué lo dudabas?… Y seguro que tú también estás sintiendo los beneficios del manantial, señor Muhamad. Ya te dije que se te ve saludable…

Él la miró con expresión de benévolo pasmo. Inhibida, Adine bajó la vista y añadió despacio:

—Quería hacer algo por ti. Eso es todo…

Después de un silencio, Muhamad dijo sonriente:

—¿Pensabas en mí, aun estando tú tan sola?… Eso me complace mucho.

Las negras y cristalinas pupilas de Adine se dilataron, sus espesas pestañas dieron a sus ojos una cálida y sumisa expresión, y una agradecida sonrisa alzó su labio superior, mostrando los dientes blancos y regulares. Quiso decir algo, pero se contuvo y dejó escapar una sonora carcajada.

Esta alegría de la muchacha infundía esperanza al corazón de Muhamad. Estaba asombrado, y ese asombro se fue convirtiendo en curiosidad. Necesitaba saber por qué ella no estaba preocupada, ni le inquietaba su presente inseguro ni su futuro incierto. De modo que, sin dejar de mirarla a los ojos, le preguntó:

—¿No tienes miedo? Tu madre y tu prima Judit hace ya meses que se marcharon. Estás aquí sola y no sabes qué ha sido de los tuyos…

—Sé que nada malo les ha sucedido —respondió ella, poniéndose seria por primera vez.

—¿Por qué lo sabes?

—No sería capaz de decir por qué. Lo presiento, y eso es suficiente para mí…

Muhamad se enterneció. Le cogió la mano y se la apretó cariñosamente. Le dijo, animoso:

—Me maravilla esa confianza tuya. Es verdad, no debemos estar todo el tiempo preocupados; lo que tenga que ser será.

Adine frunció los labios y dijo, convencida:

—Naturalmente. ¡Somos jóvenes!

Él sonrió y le devolvió el vaso vacío. Le dijo:

—Me gustaría darte las gracias como te mereces. ¿Por qué no vienes hoy a compartir el almuerzo conmigo en el castillo?

Adine se ruborizó, esbozó una sonrisa agradecida y asintió con graciosos movimientos de cabeza, sin ser capaz de articular palabra.

Muhamad se acercó a ella y pasó suavemente la mano por sus cabellos. Ella no se opuso, pero tampoco hizo el más leve ademán que pudiera alentarle. Entonces él la abrazó suavemente, aspirando el perfume de su cuello y sintiendo la piel ardiente y delicada en sus labios, cuando los posó levemente en la nuca.

Adine se estremeció, soltó una risita y alzó los brazos para echárselos alrededor del cuello. Él reparó por el rabillo del ojo en el vello suave que despuntaba en sus axilas y se enardeció; su mano descendió hacia los pechos, temblando por el deseo… Pero la muchacha hizo un movimiento de alejamiento.

—No, aquí no —le dijo en voz baja—. Esta es la casa de mi madre…

—Los dos necesitamos cariño —observó Muhamad lleno de turbación—. Y eres tan bonita…

La muchacha sintió en ese momento deseos de decirle que él era mucho más hermoso que cualquier esposo ideal con el que una mujer hubiera podido soñar. Sin embargo, solo musitó:

—A la hora del almuerzo subiré al castillo…

65

Para los musulmanes de Mérida llegó el final de los ayunos del Ramadán y la feliz Noche del Destino, Laylat al-Qadr, esa noche especial en que se celebra la revelación del Corán. Había transcurrido el día con los preparatorios propios en cada casa, y por la tarde, cuando la ciudad se llenó de oscuridad, una inmensa muchedumbre inundó las calles y se dirigió, entre murmullos y apretujones, a la mezquita Aljama para presenciar la congregación de los más afamados recitadores del Corán. La velada fue intensa y hermosa, consagrada toda al recuerdo de la noche en la que el Profeta recibió su misión como mensajero de Allah. Y si, por sí solo, este hecho era motivo de gran regocijo para los creyentes, con mayor motivo lo era en esta ocasión, porque los que se congregaban para celebrarlo saboreaban aún su gran victoria sobre la injusta tiranía de Córdoba y sus feroces impuestos.

Cuando concluyeron las recitaciones, el muftí fue hacia el
minbar
y tomó el aire triunfal que guardaba para el acontecimiento. Su cara seca, arrugada, brillaba ungida por una mixtura aceitosa, y su cabeza, melenuda y blanca, la cubría un gorro de lana; la barba cana y revuelta le caía sobre el pecho. Sus ojos delirantes miraban muy fijos al valí Mahmud, que estaba frente a él, aguardando sus palabras.

—Esta noche luminosa —dijo el muftí—, la noche del Secreto, nos recuerda a los fieles la posición sagrada y predominante que ocupa la revelación, ¡el Corán!, en la vida de cada musulmán. Porque el Corán trata sobre la unidad de Allah y es la llamada a que solo Él sea adorado. Y, de la misma manera que recordamos los notables sucesos de nuestra vida de una manera especial, hoy recordamos el acontecimiento más grande: la Guía divina del Profeta, ¡gracia y bendición!, que establece una sociedad armoniosa en la que podamos alcanzar el objetivo último de todo hombre: adorar a Allah, ¡ensalzado sea!, como él estableció… Si el mejor de los meses es Ramadán, esta noche bendita de Lailat al-Qadr es la mejor y más grande de todas las noches… ¡Allah ha triunfado! ¡Grande es Allah!

Prosiguió el sermón llamando a la obediencia y a la lealtad, exhortando a los fieles a permanecer unidos y vigilantes, y a no dejarse seducir por la idolatría y la falta de fe de los que no creen. Muy exaltado, como en trance, proclamó:

—En el sagrado Corán está escrito que, en medio de la oscuridad del día del Juicio, la luz de la fe iluminará solo a los creyentes; pero ¡cuidado!, porque los envidiosos y los hipócritas se acercarán a ellos para aprovecharse de esa luz. Pero el Profeta, ¡gracia y bendición de Allah para con él!, hará uso del fuego del infierno sobre los que dijeron que creían, pero sucumbieron a la tentación del maldecido Diablo… Solo el Profeta es la llave que cierra las siete puertas del Infierno y él es la llave que abre las ocho puertas del Paraíso…

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