Montó en el caballo y prosiguió su triste deambular, cada vez más muerto de cansancio, hambre y frío; hasta que el sol del atardecer rayaba con rojo fuego las cimas de las sierras. Y mientras contemplaba el cielo y escuchaba el lastimoso quejido de un ave, intentaba comprender el significado de todo aquello; de verse repentinamente tan solo y tan necesitado; de su miedo y de tener que estar a la intemperie, sin comida ni abrigo. Eran cosas que nunca antes le habían pasado y le resultaban tan desconcertantes que la cabeza le daba vueltas, y la lucidez del momento, que le permitía darse cuenta, se le hacía intolerable.
De repente, oyó el mugido somnoliento de un buey en alguna aldea distante. Y, sin pensárselo, cabalgó en aquella dirección. Pronto vio, alzándose por encima de las encinas, una delgada columna de humo blanco, y percibió los entrañables aromas de un lugar habitado: el de los animales domésticos, el del heno, el de un guiso… Ya no pudo contenerse y espoleó al caballo, dispuesto a afrontar su destino, cualquiera que fuese el que Dios le tuviera reservado.
Unos niños que guardaban el ganado se asustaron al verle llegar al galope y huyeron gritando hacia unas casuchas de barro. Salieron varios hombres empuñando palos y cuchillos. Muhamad descabalgó y fue hacia ellos con las manos en alto implorando:
—¡Ayudadme! ¡Estoy perdido y enfermo! ¡Por Allah, compadeceos de mí!
Aquellos hombres le miraban atónitos y silenciosos. Al cabo soltaron sus armas y se arrojaron de rodillas a sus pies.
—Señor del castillo —decían—. Señor Aben Marwán…
Salieron también mujeres y ancianos haciendo reverencias. Entonces Muhamad se dio cuenta de que aquellas gentes nada malo le harían, ya que tenían más miedo que él. Y, sacando de sí la autoridad que creía perdida, les ordenó que se pusieran a servirle.
Mientras comía se enteró de muchas cosas. Le dijeron que el castillo permanecía defendido por los cordobeses y que no habían visto por allí a ningún rebelde de Mérida. Muhamad suspiró aliviado y dio gracias al cielo por tan buenas noticias. Pero, como estaba deshecho por el cansancio, decidió pasar allí la noche.
A la mañana siguiente, temprano, le ayudaron a cruzar el río por un vado y prosiguió su camino, con el alma en vilo y alentado por el deseo de verse cuanto antes en la seguridad de su casa, en lo alto de su monte.
Por fin, llegó al castillo. Todos los sirvientes salieron a recibirle, pero nadie se atrevió siquiera a sonreír. Los rostros estaban graves y el ambiente cargado de desazón. El fiel esclavo Magdi se aproximó cabizbajo, como un enorme perro avergonzado, y le dijo con una voz que no le salía del cuerpo:
—Amo, tu padre… El señor Marwán ha muerto…
Y, tras pronunciar estas palabras, cogió las riendas del caballo y se retiró de allí para llevar al animal a las cuadras.
Muhamad escrutó en torno suyo las caras de los que le miraban, como si buscara alguna explicación más. Pero nadie dijo nada. Entonces él tuvo la impresión de que los muros se caían y que las torres le aplastaban. Todo le pareció allí terrible, opresivo y descorazonador. Alzó los ojos y gritó:
—¡Oh, Allah! ¡Mi padre! ¡Mi querido padre Marwán!
Y se echó a llorar.
Ninguno de los presentes se atrevía a acercarse para consolarle, y Muhamad, con la voz desgarrada, llamó:
—¡Judit! ¡Judit al-Fatine!
No obtuvo respuesta.
—¿Dónde está Judit? —sollozaba como un niño—. ¡Decídmelo de una vez!
Alguien se acercó a él por detrás y le puso una mano temblorosa en el hombro. Era Adine, que, compadecida, le dijo:
—Mi prima Judit y mi madre están en Mérida. No han regresado… Es de suponer que no se atrevan a salir de la ciudad, después de todo lo que ha pasado…
Muhamad tenía una suerte de ahogo y su corazón latía con fuerza. Lleno de angustia, fue hacia la escalera que conducía a la torre y empezó a subir; pero se detuvo y, volviéndose, gritó:
—¡Id a por ella! ¡Necesito a Judit!
Amaneció Mérida cubierta por una niebla espesa. Sin contornos, el mundo parecía sumido en una nada opaca y un silencio que, después del ruido de los días precedentes, resultaba desconcertante. No obstante, la ciudad estaba acostumbrada a recibir todos los años esas nieblas que solían presentarse en diciembre y que se prolongaban durante varias semanas. Las «nieblas de la Mártir» las llamaban, porque coincidían con la fiesta de Santa Eulalia.
Por la mañana, el cielo de plomo envolvía la basílica haciéndola desaparecer. Apenas se apreciaban las luminarias que habían permanecido encendidas durante toda la noche, y en la hoguera de la velada de la fiesta se iban apagando los últimos rescoldos. Un nutrido grupo de hombres y mujeres del barrio cristiano se habían congregado ante la puerta del templo y se arrimaban a las brasas para calentarse. En alguna parte, una campana empezó a repicar y rompió aquel silencio gris. Luego surgió de la niebla una larga fila de monjes revestidos con resplandecientes cogullas de seda roja bordada en oro y cirios en las manos. Pero las brumas flotaban en masas oscuras, amontonándose, creando un ambiente sombrío y tedioso, aun siendo el día de la fiesta cristiana más grande, como si la vida permaneciese escondida en alguna parte y estuviese allí agazapada.
De pronto, se oyó un estrépito de cascos de caballos. Entraron en la plaza varios caballeros con ondulantes capas purpúreas y penachos en los yelmos. A la cabeza iba el joven duc Claudio. Saltaron casi a la par de sus poderosas monturas, produciendo ruidos metálicos de armaduras y tintineos de espuelas.
Entre la multitud surgieron alguna exclamaciones.
—¡Mirad, es el duc!
—¡Viva el duc Claudio!
—¡La Mártir le bendiga! ¡Viva el joven duc! ¡Viva Mérida cristiana y augusta!
Detrás de los caballeros venían las damas nobles. La muchedumbre les abrió camino y las ayudó a descabalgar de sus pacíficas mulas. Entre ellas estaba la viuda Salustiana, que venía con semblante sombrío y expresión abatida. El clamoreo se apaciguó, descendiendo, como si se hundiese en la tierra.
Uno por uno, hombres y mujeres fueron besando la cruz que un acólito sostenía en la puerta de la basílica. Entraban e iban ocupando los sitios que les correspondían en el templo. Dentro la multitud de lámparas encendidas propiciaban un ambiente más hospitalario; envolvente y luminoso. Los ornamentos sagrados destellaban y la bóveda, completamente cubierta de coloridas pinturas, resultaba acogedora merced a los beatíficos rostros de los ángeles y los santos.
Los monjes entonaron un canto y dio comienzo el oficio religioso. El obispo Ariulfo permanecía muy quieto, observando con hierático rostro las evoluciones de los acólitos en el presbiterio y, cuando los cantores iniciaron el himno
Te Deum,
enrojeció de repente, emocionado; y luego, aunque trató de disimular, se le vio romper a llorar. Por lo que tuvo que hacer un esfuerzo grande para alzar la voz cuando le correspondió hablar.
—Hoy es el día de la Santa Mártir Eulalia —dijo—. ¡Una gran solemnidad para esta ciudad! Todos los que aquí estamos, caros hijos, damos gracias al Creador por el ejemplo de su martirio y también agradecemos a nuestra santa Defensora su intercesión por nosotros en estos difíciles trances que hemos sufrido. Pues, como dijera el gran Isidoro de Sevilla: «Los ejemplos de los santos que edifican al hombre hacen que las distintas virtudes revistan un carácter sagrado: la humildad, por Cristo; la devoción, por Pedro; la caridad, por Juan; la obediencia, por Abraham; la paciencia, por Isaac; el sufrimiento, por Jacob; la mansedumbre, por Moisés…».
Prosiguió de esta manera su largo sermón, con voz enronquecida, y después de ensalzar las virtudes de santa Eulalia, proclamó que todos los cristianos que habían muerto a manos de los esbirros del emir eran ya mártires, y que se podía contar con ellos como intercesores en el cielo.
Cuando concluyó la misa, los monjes trajeron un gran relicario que contenía algunos huesos de la Mártir y lo colocaron en el centro del altar. Los fieles, al verlo, se hincaron de rodillas y, arrebatados de entusiasmo, empezaron a gritar:
—¡Viva santa Eulalia! ¡Viva la Mártir! ¡Viva Mérida!…
Cantaba el coro, pero apenas se oía el canto, a causa de las voces, los suspiros y los sollozos. La humareda de los sahumerios se intensificó y sumió el templo en una niebla tan espesa como la que reinaba fuera.
Después de una larga veneración, los monjes retiraron el relicario y la gente salió para continuar con la fiesta. En la puerta, como era costumbre, se repartían pedazos del pan bendecido y pronto se formó una larga cola.
Pero, de repente, un anciano se abrió paso a empujones entre la muchedumbre y, cuando estuvo frente al duc Claudio y los demás nobles, empezó a increparlos a voz en cuello:
—¡¿De qué ha servido esta sangre?! ¡¿Qué hemos sacado de la revuelta?! ¡Los moros siguen gobernando nuestra ciudad!…
Tenía el viejo una expresión delirante, los ojos inyectados en sangre y la boca, desdentada y grande, cubierta de espumosas babas.
—¡No hay solución para nosotros! —proseguía a gritos—. ¡Dios nos ha abandonado! ¡Somos el pueblo más miserable de la tierra!
De momento se hizo un gran silencio. Pero luego la gente se encaró con el anciano.
—¡Calla, viejo loco! —le gritaban—. ¡Calla de una vez y no blasfemes! ¡Calla!
El hombre, con la cara aún más desencajada, manoteó, lloró, dio unas patadas en el suelo y farfulló palabras inaudibles, mientras se daba la vuelta para volver a desaparecer entre la muchedumbre.
El reparto del pan bendito prosiguió. Pero aquel suceso tiñó la fiesta con un ambiente sombrío. No estaban los ánimos dispuestos a que corriera el vino y no se cantaron coplas; ni los cuerpos eran propicios a la danza. Fue la más triste celebración de Santa Eulalia que podía recordarse.
Por la tarde la niebla seguía aferrada a la ciudad, sumiéndola en una pesadez y un silencio melancólicos. El duc Claudio regresó pronto a su palacio y encontró en la galería de pie a su madre, quien, al verle llegar, le comentó con enorme frialdad:
—Hijo mío, es el final… Tu padre sabía ya que esta vida nuestra se acababa… ¡Oh, qué fiesta tan triste!
Claudio, con visible disgusto, contestó:
—No te dejes afectar por lo que dijo ese viejo, madre. ¡Tenemos que salir adelante!
Salustiana se quedó mirándole pensativamente un buen rato y después dijo, desazonada:
—Cuando tu padre vivía, últimamente, nos acostábamos cada noche, para dormir con el ánimo tranquilo, emocionados por nuestros recuerdos. Porque, como les sucede a los viejos, pensábamos en lo buena que había sido nuestra juventud; pasada la cual, y hubiera sido esta como fuera, en la memoria solo queda lo alegre, lo dichoso…, pero nunca llegamos a suponer que la vida sería al final de esta manera… ¡Y qué muerte tan pavorosa tuvo tu padre! —Suspiró e hizo una pausa—. Ahora, cuando me voy a dormir, de momento me hundo en mi sueño y me parece que desaparezco en él. Pero enseguida me despierto y empiezo a dar vueltas en la cama, y por la cabeza me rondan pensamientos horribles y oscuros presentimientos… Veo esta vida nuestra, sin horizonte ni sentido, y entonces reparo en que aquella otra vida de antes ya ha pasado y es imposible volver atrás…
Claudio fue hacia ella y la abrazó. Dijo:
—Madre, yo haré que esta ciudad vuelva a sus mejores tiempos…
Salustiana le miró a los ojos, y, luego de un breve silencio, repuso con voz sorda:
—No, hijo; esto no tiene remedio… Esto es el fin. Todo irá a peor…
—¡No digas eso! —gritó Claudio, visiblemente afectado—. ¡Hemos vencido al emir de Córdoba! Se ha hecho justicia y el tirano Marwán ha sido condenado y ejecutado.
—¿Y qué? —se lamentó la madre—. Los moros siguen gobernando nuestra ciudad. Tendremos que seguir pagando el impuesto y soportando humillaciones.
—¡Somos ahora más fuertes que antes! —repuso el joven—. Ahora los agarenos tendrán que respetarnos.
—A ellos no les importamos nada. Solo les interesan nuestros bienes. Mientras gobiernen los moros, no tenemos posibilidad alguna de prosperar.
Claudio protestó con vehemencia:
—¡¿A qué viene esta falta de fe, madre?! ¡Debemos seguir adelante! ¿Qué otra cosa podemos hacer?
Salustiana dio un suspiro. Luego, en silencio, le cogió una mano y tiró de él para conducirle al interior del palacio. Una vez dentro, fueron a sentarse junto al fuego. Ella habló con calma y tristeza:
—Hijo, me llena de orgullo de madre esa fe tuya y esa confianza que manifiestas a todas horas. Te has convertido en un hombre decidido y animoso, un verdadero duc… Y no es que tu padre fuera un cobarde… —Vaciló al decir esto, pero se sobrepuso y añadió—: Pero ya sabes cómo odiaba las guerras, y esa manera suya tan pacífica de entender el orden y el gobierno de los nuestros… Él era muy diferente a ti. Yo a veces no le comprendía y temía que llegaran a pensar que era pusilánime…
Luego de un instante de silencio, bajó la cabeza y rompió a llorar. Después, secándose las lágrimas con el extremo del velo, prosiguió:
—De nada sirvieron sus desvelos, sus preocupaciones, sus esfuerzos por solucionar las cosas… ¡De nada sirvió tanto diálogo! Para después acabar como acabó…
—¡Como un mártir! —la interrumpió con firmeza Claudio—. ¡Es un santo, un ejemplo para todos! ¿No oíste lo que dijo hoy el obispo?
—Sí, un santo, claro que sí —asintió ella con amargura—. Pero no avanzamos nada, hijo; vamos a peor…
—¡No, no digas eso, madre!
Él le tomó las manos, se las apretó, e, inclinándose hacia ella, agregó:
—Me gustaría que vieras las cosas como yo las veo; sin toda esa pesadumbre y oscuridad. Si hubieras estado en el Norte, habrías visto cómo viven aquellos cristianos y comprenderías lo que quiero para esta ciudad nuestra, ¡y verías todo lo grande y luminoso que es mi sueño!…
Salustiana le miró y sonrió conmovida, por oírle hablar así. Pero enseguida se disipó la emoción que sentía y, retornando a su tristeza de antes, se lamentó:
—¡Qué pena me da que se desaproveche aquí esa fuerza tuya, hijo mío! Aquí tu hermosa pasión chocará como contra un muro… Porque de eso precisamente quería hablarte yo; del Norte, de esos reinos cristianos que no conozco y que me gustaría ver antes de morir…
Guardó silencio, se quedó pensativa y, sonriendo de nuevo asombrada, prosiguió:
—¡Quisiera ver el reino de Jesucristo!… ¿Oyes, Claudio, lo que te estoy diciendo? ¡Marchémonos de aquí! Reunamos a toda nuestra gente y emigremos al Norte. Hagamos lo que muchos hicieron hace años, cuando tuvieron problemas con los moros, aun siendo más leves que los nuestros… Como hizo el príncipe Pinario… ¡Marchémonos, hijo! ¿Te das cuenta? Ninguno de los que se fueron ha regresado. Sigamos los pasos del príncipe Pinario y busquemos cobijo en el Norte…