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Authors: Brandon Sanderson

Tags: #Fantástico

Aleación de ley (4 page)

BOOK: Aleación de ley
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Wayne decía haber memorizado los nombres de todas las posibles combinaciones de nacidobles. Naturalmente, Wayne también decía haber robado una vez un caballo que eructaba perfectas notas musicales, así que había que coger lo que decía con pinzas de cobre. Wax no prestaba atención a todos los nombres y definiciones: él era un chocador, la mezcla de lanzamonedas y ajustador. Rara vez se molestaba en pensar en sí mismo en esos términos.

Empezó a llenar sus mentes de metal (los brazaletes de hierro que llevaba en los brazos), librándose de más peso, haciéndose aún más liviano. Ese peso podía almacenarse para un uso futuro. Entonces, ignorando la parte más cautelosa de su mente, avivó su acero y
empujó.

Se lanzó hacia arriba. El viento se convirtió en un rugido, y la farola era un buen anclaje (montones de metal, firmemente sujeto al suelo) capaz de impulsarlo muy alto. Se había desviado levemente, y los pisos del edificio se convirtieron en un borrón ante él. Se posó unos veinte pisos más arriba, justo cuando su empujón a la farola alcanzaba su límite.

Esta sección del edificio había sido terminada ya, el exterior hecho de un material moldeable que imitaba la piedra labrada. Cerámica, había oído decir que se llamaba. Era una práctica común para los edificios altos, donde los niveles inferiores eran de piedra, pero los más altos usaban algo más ligero.

Se aferró a un saliente. No era tan liviano como para que el viento pudiera hacerlo caer, no con sus mentes de metal en los brazos y las armas que llevaba. Su cuerpo más liviano le facilitó sujetarse.

Las brumas se revolvían bajo él. Parecían casi juguetonas. Miró hacia abajo, decidiendo su siguiente paso. Su acero revelaba líneas de azul, indicando fuentes cercanas de metal, muchas de las cuales eran el armazón de la estructura. Empujar cualquiera de ellas lo enviaría lejos del edificio.

«Allí», pensó, advirtiendo un saliente a unos dos metros más arriba. Escaló por el lado del edificio, los dedos enguantados seguros en la compleja superficie ornamental. Un lanzamonedas aprendía pronto a no temer a las alturas. Se encaramó en el saliente, luego lanzó un casquillo, deteniéndolo con el pie.

Miró hacia arriba, juzgando su trayectoria. Extrajo un frasco de su cinturón, lo destapó y apuró el líquido y las virutas de acero que tenía dentro. Siseó entre dientes mientras el whisky le quemaba la garganta. Buen material, de la destilería de Stagin. «Maldición, voy a echarlo de menos cuando se me acabe», pensó, tirando el frasquito.

La mayoría de los alománticos no usaban whisky. Se perdían una oportunidad perfecta. Sonrió mientras sus reservas internas de acero eran restauradas; luego avivó el metal y se lanzó al aire.

Voló al cielo nocturno. Por desgracia, la Columna de Hierro estaba construida con vigas escalonadas, y los pisos superiores se hacían progresivamente más estrechos a medida que se iba ascendiendo. Esto significaba que aunque se empujara directamente hacia arriba, pronto se halló surcando la oscuridad abierta, rodeado de brumas, con el costado del edificio a tres metros de distancia.

Wax buscó en su gabán y sacó su escopeta de cañones cortos del largo bolsillo en forma de manga del interior. Se giró, apuntando con el arma hacia fuera, la apoyó contra su costado, y disparó.

Era tan liviano que el retroceso lo hizo volar hacia el edificio. El estampido del disparo resonó abajo, pero los casquillos eran de postas, demasiado pequeñas y ligeras para herir a nadie cuando caían dispersas desde tanta altura.

Chocó contra la pared de la torre cinco pisos por encima de donde estaba, y se agarró a un saliente en forma de clavo. La decoración aquí arriba era realmente maravillosa. ¿Quiénes creían que iban a mirarla? Sacudió la cabeza. Los arquitectos eran tipos curiosos. Nada prácticos, como lo eran los buenos armeros. Wax escaló hasta otro saliente y saltó de nuevo hacia arriba.

El siguiente salto fue suficiente para llevarlo al entramado de acero descubierto de las plantas superiores sin terminar. Caminó sobre una viga, luego escaló un travesaño vertical (su peso reducido hizo que fuera fácil), y escaló a la más alta de las vigas que sobresalían de la parte superior del edificio.

La altura era mareante. Incluso con las brumas oscureciendo el paisaje, podía ver la doble fila de luces que iluminaban la calle abajo. Otras luces brillaban más suavemente por la ciudad, como las velas flotantes de un entierro marino. Solo la ausencia de luces le permitió detectar los diversos parques y la bahía al oeste.

Una vez, esta ciudad había sido su casa. Eso fue antes de que se pasara veinte años viviendo en el polvo, donde la ley era a veces un recuerdo lejano y la gente consideraba que los carruajes eran una frivolidad. ¿Qué habría pensado Lessie de uno de estos artefactos sin caballo, con las finas ruedas hechas para conducir por las bellas calles pavimentadas de una ciudad? ¿Vehículos que funcionaban con petróleo y grasa, no con heno y herraduras?

Se dio media vuelta. Era difícil juzgar las localizaciones con la oscuridad y las brumas, pero tenía la ventaja de haber pasado su juventud en esta parte de la ciudad. Las cosas habían cambiado, pero no tanto. Juzgó la dirección, comprobó sus reservas de acero, y luego se lanzó a la oscuridad.

Se impulsó hacia arriba trazando un gran arco sobre la ciudad, volando durante medio minuto gracias al empujón por encima de aquellas enormes vigas. El rascacielos se convirtió en una silueta en sombras tras él, luego desapareció. Al cabo de un rato, su ímpetu se agotó, y cayó a través de las brumas. Se dejó caer, tranquilo. Cuando las luces se acercaron, y pudo ver que no tenía a nadie debajo, apuntó con su escopeta al suelo y apretó el gatillo.

El retroceso lo lanzó hacia arriba un momento, frenando su descenso. Empujó la posta en el suelo para frenarse más, y aterrizó agazapado, con suavidad. Advirtió insatisfecho que había destrozado algunas piedras del pavimento con el disparo.

«¡Armonía! —pensó. Iba a tener que aprender a acostumbrarse a este lugar—. Soy como un caballo desbocado en un mercado estrecho —pensó, volviéndose a guardar la escopeta bajo el gabán—. Tengo que aprender a ser más delicado.» Allá en los Áridos, lo consideraban un caballero refinado. Aquí, si no prestaba atención, pronto demostraría ser el bruto inculto que la mayor parte de la nobleza consideraba ya que era. Si…

Disparos.

Wax reaccionó de inmediato. Se empujó lateralmente en una verja de hierro, y luego rodó. Se incorporó y empuñó un Sterrion con la mano derecha, buscando con la izquierda la escopeta en el bolsillo interior de su gabán.

Escrutó la noche. ¿Habían atraído sus disparos inconscientes la atención de los alguaciles locales? Los disparos volvieron a repetirse y él frunció el ceño. «No. Suenan demasiado lejos. Ha sucedido algo.»

Esto lo llenó de emoción. Saltó al aire y recorrió la calle, empujándose contra la misma verja para ganar altura. Aterrizó en lo alto de un edificio; esta zona estaba llena de estructuras de apartamentos de tres y cuatro plantas con estrechos callejones intermedios. ¿Cómo podía vivir la gente sin espacio alrededor? Él se habría vuelto loco.

Cruzó unos cuantos edificios (era muy conveniente que los tejados fueran planos), y entonces se detuvo a escuchar. Su corazón latía emocionado, y advirtió que estaba esperando algo como esto. Por eso había abandonado la fiesta, para buscar el rascacielos y escalarlo, para correr entre las brumas. Allá en Erosión, a medida que la ciudad se iba haciendo más grande, a menudo había patrullado de noche, vigilando por si había problemas.

Preparó su Sterrion cuando oyó otro disparo, más cerca esta vez. Juzgó la distancia, luego dejó caer un casquillo y se empujó al aire. Había restaurado su peso a tres cuartas partes y lo dejó ahí. Necesitabas algo de peso para luchar con efectividad.

Las brumas giraban y revoloteaban, incitándolo. Nunca podía saberse qué noches traían las brumas: no seguían las pautas normales del clima. Una noche podía ser húmeda y fría, y sin embargo no aparecía ni un jirón de bruma. Otra noche podía empezar seca como hojas quebradizas, pero las brumas la consumían.

Eran finas esta noche, y por eso la visibilidad seguía siendo buena. Otro estampido rompió el silencio. «Allí», pensó Wax. Tras quemar acero y sentir un cómodo calor en su interior, saltó por encima de otra calle en medio de un aleteo de brumas veloces, los faldones de su gabán, y el viento ululante.

Aterrizó suavemente y alzó la pistola mientras cruzaba corriendo el tejado. Llegó al borde y miró hacia abajo. Allí, alguien se había refugiado tras un montón de cajas cerca de la desembocadura del callejón. En la noche oscura y brumosa, Wax no pudo distinguir muchos detalles, pero la persona iba armada con un rifle que apoyaba en una caja. Apuntaba a un grupo de personas que llevaban los distintivos sombreros redondos de los alguaciles de la ciudad.

Wax empujó suavemente en todas direcciones, formando su burbuja de acero. Un pestillo en una trampilla a sus pies se sacudió cuando su alomancia lo afectó. Miró al hombre que le disparaba a los alguaciles. Sería bueno hacer algo valioso en esta ciudad, en vez de ir por ahí charlando con los demasiado privilegiados y los demasiado elegantes.

Lanzó un casquillo, y su alomancia lo aplastó contra el techo. Empujó con más fuerza, lanzándose a las alturas a través de las brumas. Redujo dramáticamente su peso y empujó el pestillo de una ventana mientras caía, posicionándose para aterrizar justo en medio del callejón.

Con su acero, podía ver líneas que apuntaban hacia cuatro figuras distintas que tenía delante. Mientras aterrizaba (los hombres murmuraron maldiciones y se volvieron hacia él), alzó su Sterrion y apuntó al primero de los hampones callejeros. El hombre tenía una barba rala y ojos tan oscuros como la misma noche.

Wax oyó gemir a una mujer.

Se detuvo, la mano firme, pero incapaz de moverse. Los recuerdos, tan cuidadosamente contenidos dentro de su cabeza, reventaron e inundaron su mente. Lessie, inmovilizada con un garrote alrededor del cuello. Un solo disparo. Sangre en las paredes de ladrillo rojo.

El hampón volvió su rifle hacia Wax y disparó. La burbuja de acero apenas desvió el tiro, y la bala atravesó el tejido del gabán, rozándole las costillas.

Intentó disparar, pero aquel gemido…

«Oh, Armonía», pensó, enfadado consigo mismo. Apuntó hacia abajo y disparó al suelo, luego empujó la bala y se lanzó hacia atrás, fuera del callejón.

Las balas penetraron en las brumas a su alrededor. Con burbuja de acero o no, tendría que haberlo alcanzado alguna. Fue pura suerte haber salvado la vida mientras aterrizaba en otro tejado y rodaba hasta detenerse, boca abajo, protegido de los disparos por un pretil.

Wax jadeó en busca de aire, la mano en el revólver. «Idiota —pensó para sí—. Necio.» Nunca se había quedado inmovilizado en un combate antes, ni siquiera cuando era novato. «Nunca.» Esta, sin embargo, era la primera vez que intentaba dispararle a alguien desde el desastre en la iglesia en ruinas.

Quiso agazaparse, avergonzado, pero rechinó los dientes y se arrastró hasta el borde del tejado. Los hombres seguían allí abajo. Ahora podía verlos mejor, reuniéndose y preparándose para atacar. Probablemente no querían tener nada que ver con un alomántico.

Apuntó al que parecía ser el jefe. No obstante, antes de que Wax pudiera disparar, el hombre cayó ante los disparos de los alguaciles. En unos instantes, el callejón se llenó de hombres de uniforme. Wax alzó su Sterrion, respirando profundamente.

«Podría haber disparado esa vez —se dijo—. Fue ese único momento en que no supe reaccionar. No tendría que haber sucedido de nuevo.» Se lo dijo varias veces mientras los alguaciles iban eliminando a los malhechores del callejón uno a uno.

No había ninguna mujer. Los gemidos que había oído eran de un miembro de la banda que había recibido un balazo antes de la llegada de Wax. El hombre seguía gimiendo de dolor cuando se lo llevaron.

Los alguaciles no habían visto a Wax. Se dio media vuelta y desapareció en la noche.

Poco después, Wax llegó a la Mansión Ladrian. Su residencia en la ciudad, su hogar ancestral. No sentía que perteneciera a este lugar, pero lo utilizaba de todas formas.

La majestuosa mansión carecía de terrenos donde expandirse, aunque tenía cuatro elegantes plantas, con balcones y un bonito jardín en la parte de atrás. Wax lanzó una moneda y saltó por encima de la verja de entrada, hasta aterrizar en lo alto de la garita. «Mi carruaje ha vuelto», advirtió. No era sorprendente. Se estaban acostumbrando a él; no estaba seguro de si sentirse halagado o avergonzado de ello.

Empujó las puertas, que se sacudieron por el peso, y aterrizó en un balcón del tercer piso. Los lanzamonedas tenían que aprender precisión, al contrario que sus primos alománticos, los tiradores de hierro, también conocidos por atraedores. Éstos tan sólo elegían un blanco y tiraban de sí mismos hacia él, pero a menudo tenían que agarrarse al costado de un edificio, haciendo ruido. Los lanzamonedas tenían que ser delicados, cuidadosos, precisos.

La habitación no estaba cerrada: la había dejado así. No le apetecía tratar con nadie en este momento: su enfrentamiento abortado con los delincuentes lo había afectado. Entró en la habitación oscura, luego la cruzó y escuchó ante la puerta. No había ningún sonido en el pasillo. Abrió la puerta en silencio, después salió.

El pasillo estaba oscuro, y él no era ningún ojos de estaño, capaz de amplificar sus sentidos. Avanzó paso a paso, cuidando de no tropezar con el borde de una alfombra o chocar con un pedestal.

Sus aposentos estaban al fondo del pasillo. Extendió la mano enguantada hacia la aldaba de bronce. Excelente. Con cuidado empujó la puerta para abrirla y entró en su dormitorio. Ahora solo tenía que…

Una puerta se abrió al otro lado de su habitación, dejando entrar una brillante luz amarilla. Wax se detuvo, aunque su mano buscó rápidamente en su gabán uno de sus Sterrions.

En la puerta había un hombre mayor, que sostenía un gran candelabro. Llevaba un impoluto uniforme negro y guantes blancos. Alzó una ceja al ver a Wax.

—Gran señor Ladrian —dijo—. Veo que ha regresado.

—Hum… —dijo Wax, apartando tímidamente la mano del interior del gabán.

—Su baño está preparado, mi señor.

—No he pedido ningún baño.

—Sí, pero considerando sus… diversiones nocturnas, me pareció prudente prepararle uno. —El mayordomo olisqueó—. ¿Pólvora?

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