Alera (12 page)

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Authors: Cayla Kluver

BOOK: Alera
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Su manera directa de preguntarlo me desconcertó, y mi incapacidad de responder provocó una contestación más que elocuente.

―¡No lo haces! ¡Oh, vaya, no lo haces!

Me llevé un dedo a los labios y miré hacia la puerta, pues no quería que esa información acabara circulando por todo el palacio. Miranna continuó en un susurro:

―Alera, ¿dónde tienes la cabeza? ¡Es su derecho, y es... tu obligación como mujer casada!

Bajé la vista hasta la alfombra. Me sentía extraordinariamente incómoda, pues sabía que ningún motivo que pudiera esgrimir justificaría mi conducta.

―¿Y él no... te ha forzado?

―No ―repuse con voz temblorosa, pues mi hermana acababa de expresar uno de mis mayores miedos. La palabras que pronuncié a continuación sirvieron más para convencerme a mí misma que para explicar los actos de mi esposo―. Me ama. Quiere que lo haga por propia voluntad, y... nunca me ha levantado la mano.

―Pero él no puede estar... ―Mi hermana estaba teniendo dificultades para terminar las frases. La mejillas ruborizadas de ambas parecían calentar toda la habitación―. Él no puede..., ¡no para siempre! Un hombre tiene... necesidades. ―Por la expresión que puso supe que se le había ocurrido otra idea―: ¿Y si hay otra mujer?

―¡Mira, baja la voz! ―la reprendí. Rezando para que no hubiera ningún guardia ni sirviente en el pasillo escuchando―. No hay ninguna mujer, ¡ni seas ridícula! Él nunca...

Sin embargo, mi frase quedó suspendida en el aire. ¿Él no lo haría? Recordé los extraños horarios que Steldor seguía últimamente. No podía negar que existía esa posibilidad, y la única forma que tenía de detenerlo era permitir que se acostara conmigo. A sí que esas eran mis posibilidades: continuar rechazándolo, mandarlo a los brazos de una amante y deshonrarme a mí misma cuando los rumores empezaran a circular, o permitir que se acostara conmigo, que me tocara y que creyera que me poseía. Esa idea me resultó tan inaceptable que me mareé.

―Quizá... debería irme ―tartamudeé, avergonzada por mi situación.

Las dos nos pusimos en pie. Miranna me cogió una mano.

―Alera, yo siempre estaré a tu lado, pase lo que pase, tú lo sabes. ―Dudó un momento, y concluyó―: Pero ahora tu vida está al lado de Steldor, y eso no va a cambiar. Creo que él puede ser un buen esposo, pero tú... debes permitir que lo sea.

Miranna se sonrojó otra vez, pero me acompañó hasta la puerta. Me sentía emocionalmente agotada. Salí al pasillo para dirigirme a mis aposentos notando los ojos de Miranna clavados en mí. Aceleré el paso para adoptar una falsa actitud de seguridad, pero cuando oí el clic de la puerta a mis espaldas, me rendí al cansancio que me hacía sentir tan pesadas las piernas y el corazón. Continué por el pasillo y pasé de largo la biblioteca mirando al suelo, pues no quería hablar con nadie. Me encontraba tan inmersa en mi propio sufrimiento que me sobresalté al oír una voz masculina delante de mí.

―Sé que los pies son una cosa fascinante, Alera, pero es mucho más sensato prestar atención a dónde se va.

Steldor se encontraba ante la puerta de nuestra sala y me dirigía una irritante sonrisa de engreimiento. Por enésima vez en ese día, noté que me ruborizaba. Lo miré, esforzándome por encontrar un comentario adecuado, pero fui incapaz de pensar en nada.

―¿Queríais algo, mi señor? ―pregunté finalmente mientras me obligaba a esbozar una sonrisa que me pareció una mueca.

―Simplemente quería ver a mi hermosa esposa ―dijo él todavía con esa actitud altiva, aunque su mirada se había dulcificado, y yo sospeché que el cumplido era sincero―. La fiesta de tu hermana es dentro de tres días, y me he tomado la libertad de encargar que te hagan un vestido para la ocasión. Lo llevarás con tu diadema de oro y perlas, y el cabello suelto, pues ya sabes que lo prefiero así. La costurera vendrá esta noche para dar los últimos toques. Evidentemente, tendrás que estar aquí.

Lo miré, boquiabierta, sin poder creer que hubiera encargado un vestido para mí sin haberme consultado. ¿No había pensado que quizá ya había pensado ponerme otra cosa? No. ¿Había pedido mi opinión sobre el vestido? No. Noté que me invadía la rabia, pero antes de que tuviera tiempo de decírselo, él pasó por delante de mí y se alejó por el pasillo sin mostrar la más mínima vacilación.

El vestido que la costurera trajo esa noche no se parecía a ninguno que hubiera visto nunca. Yo siempre habían llevado los mejores tejidos y los diseños más exquisitos que se podían comprar con dinero, pero nunca me había puesto una tela tan bonita y suave como la del vestido que mi esposo había encargado para mí. Por el nerviosismo con que la mujer juntaba los dedos de las manos supe que Steldor había dirigido personalmente el diseño del vestido, lo cual significaba que tenía un gusto extraordinario. Él había decidido la seda de color marfil de la falda y del corpiño. El borde dorado y la forma de las mangas, que bajaban ajustadas hasta el codo y se desplegaban a partir de ahí como bonitas campanas alrededor de mis muñecas. La tela casi no me tocaba los hombros, y el escote bajaba escandalosamente sobre mi pecho; sin embargo, en lugar de resultar inadecuado, era atrevido, nuevo y muy elegante. Me sentaba perfectamente, pues seguía con suavidad las curvas de mi cuerpo y la falda caía muy abierta hasta el suelo. Lo único que faltaba era un collar. Sahdienne, que corrió a la sala, trajo una caja y de ella sacó una cadena de oro de la cual colgaban unas cuantas tiras de perlas que reposaban sobre mis clavículas.

―Su Alteza lo ha dejado aquí para vos, señora ―explicó Sahdienne, con los ojos brillantes de admiración hacia mi esposo.

Me senté ante el tocador para que ella pudiera das el último toque y me colocara la diadema de oro y perlas.

―Majestad... ―dijo Sahdienne, suspirando, admirando mi aspecto―. Me parece que nunca había visto un vestido tan bonito. Desde luego, el Rey es un hombre excepcional.

Sahdienne empezó a revolver las cosas que había encima del tocador, ordenando lo que no hacía falta ordenar, nerviosa por el atrevido comentario que se le había escapado.

―Sí, lo es ―asentí, aunque con un tono de amargura que no me fue posible evitar.

Entonces acompañé a la costurera a la puerta, le di mis más sinceras gracias por su ejemplar trabajo y la despedí. Luego regresé a mi dormitorio.

―Siento muchísimo haberla molestado, señora ―dijo Sahdienne, avergonzada. Era evidente que se culpaba a si misma de mi mal humor―. Me he comportado con demasiada confianza.

―Oh, no digas eso, tú no tienes la culpa de mi mal humor. Es el Rey quien la tiene. Ahora, ayúdame a quitarme el vestido.

Sahdienne obedeció, todavía disculpándose, y luego me dejó a solas. Me quedé observando el impresionante vestido, extendido encima de la cama. No me lo pondría. No podía ponérmelo. De repente recordé el collar y me lo quité sin demasiada delicadeza. A pesar de que no podía negar que eran regalos magníficos, sabía que tenían un precio. Esa era la manera que tenía Steldor de ganar poder. Si consentía en ponerme ese vestido para asistir al cumpleaños de mi hermana, él esperaría algo a cambio, pues creería haber ganado nuestro extraño juego. Y yo, desde luego, no podía permitirlo.

VI

CHICOS Y HOMBRES

LA NOCHE de la cena de cumpleaños de Miranna, me puse una camisola de largas y anchas mangas debajo de un vestido de color azul claro cuyo cuerpo se ataba por delante con uno lazos. Era un vestido menos formal que el que Steldor había encargado para mí, pero era un vestido bonito. Y, lo más importante, era el que menos se parecía a nada que tuviera que ver con el marfil y el oro, así que por fuerza tenía que desentonar con el atuendo de Steldor, fuera el que fuera el que pensara ponerse. Me miré rápidamente en el espejo del tocador, encantada no sólo con mi vestido, sino también con el peinado, que me recogía el cabello en un moño de rizos coronado con una diadema de plata y diamantes.

Completamente satisfecha, pues, abandoné el dormitorio y salí a la sala, donde encontré a Steldor sentado en el sofá y con los pies, enfundados en las botas recién cepilladas, cruzados encima de la mesita. Al verme arqueó las cejas, pero yo lo miré directamente a los ojos con una expresión que lo desafiaba a que se atreviera a cuestionar mi elección.

—Querida —dijo, en un tono indulgente que resultaba un insulto—. ¿Qué has estado haciendo hasta ahora, si no te has preparado para la cena de tu hermana?

—Estoy lista para ir a reunirnos con nuestros invitados cuando tú quieras —repliqué, cordial pero con firmeza.

Crucé la habitación hasta la puerta. Steldor se puso en pie, desconcertado.

—No vas a ir con esto —me informó en tono firme.

—Sí, lo haré.

—No, no lo harás.

—Sí, lo haré.

—Estarás ridícula.

—¿Perdón? —dije, ofendida por su afirmación.

—Este vestido no tiene nada malo, tampoco lo tiene cómo te queda —explicó levantando la vista al techo, exasperado, como si estuviera explicando algo evidente a una idiota—. Pero no es adecuado.

—¿Y por qué no?

—Tu vestido no hace juego con el mío en absoluto.

Eso era cierto, y me complacía enormemente. Él llevaba un pantalón negro y una camisa color marfil bajo un chaleco dorado y verde esmeralda. El atuendo lo hacía parecer un dios, pero quedaba horrible al lado del color azul claro.

—Entonces será porque nuestros atuendos reflejan nuestras personalidades —repliqué.

Él suspiro y se pasó una mano por el oscuro pelo.

—Ve a cambiarte.

—No lo haré —contesté con las manos en la cintura y apretando los dientes.

—Piensa, Alera —empezó, y por el brillo de sus ojos supe que sus palabras serían manipuladoras—, que todo el mundo va a dar por sentado que tú planificaste nuestra vestimenta para esta ocasión, y creerán que has intentado que armonice la una con la otra. Si vamos de esta manera, se te hará responsable de esta atrocidad contra las leyes de la moda. Por otro lado, si te pones el vestido que he encargado para ti, dejaré que crean que lo encargaste tú y te admirarán por tu magnífico gusto. Tú eliges. Decidas lo que decidas, yo no seré culpable, así que responde: ¿quieres que te hagan responsable de una pesadilla o de una obra de arte?

Cuando hubo terminado el discurso, se recostó con indolencia en el sofá y se puso las manos bajo la cabeza mirándome con una enorme sonrisa altanera. Yo no había pensado en todo eso, era evidente, pero ahora que ya había hecho lo que había hecho, no pensaba ceder.

—Te puedes cambiar tú. Te será más fácil que a mí.

—Eso es verdad —asintió él con una carcajada—. Pero estoy perfecto.

—Bueno, estoy segura de que también estarás perfecto con otra cosa.

—Oh, sin duda, pero para qué duplicar lo que ya es perfecto cuando se podría perfeccionar lo que no lo es.

Deseé matarlo. Quería acabar de una vez por todas con esa enojosa lengua, y si acabar con su vida era la única manera de hacerlo, estaba totalmente dispuesta a dar ese paso. Pero lo que hice fue respirar profundamente e intentarlo de nuevo.

—Si me cambio, el peinado se estropeará.

—Bueno, querida, en cualquier caso hay que hacer algo con tu peinado. Te dije que te lo dejaras suelto. Y me gustaría que te cambiaras de diadema.

—Ya llegamos tarde —protesté, intentando mantener un tono educado a pesar de que por dentro hervía—. Tú te puedes cambiar más deprisa.

—No necesariamente. Ya sabes qué vestido ponerte, y yo tendría que buscar algo menos elegante para ir a juego con lo que llevas puesto, pero que fuera lo bastante formal para la ocasión. Y sinceramente, ¿me has visto alguna vez con algo que pueda hacer juego con el azul claro?

Me calle, malhumorada, pues a pesar de que detestara admitirlo, su argumento era válido. Él normalmente vestía con tonos profundos, oscuros, y no tenía nada que se pareciera ni remotamente a mi vestido. Me desprecié a mí misma por lo que iba a hacer.

—Te espero —dijo Steldor, interpretando correctamente la expresión de mi cara.

Entré como una furia en mi dormitorio y me puse el vestido de color marfil y dorado, decidida a que no me gustara, a pesar de su sin par belleza. Me puse el collar de oro y perlas en el cuello y dejé caer mi cabello sobre los hombros sin contemplaciones, antes de ponerme la diadema que Steldor había elegido. Luego crucé la sala y salí por la puerta sin esperarlo.

Apreté el paso en el pasillo y llegué al rellano de la escalera principal antes de que Steldor. A pesar de que no me gustaba, sabía que la reina no podía entrar en una fiesta sin el rey, así que lo esperé, enojada. Él caminaba tranquilamente hacia mí, satisfecho de haber sido el vencedor en nuestra trivial pelea. Pero cuando llegó hasta mí, cambio de actitud y me ofreció el brazo con una amplia sonrisa, exhibiendo su encanto característico con la misma facilidad con la que se cambiaba de camisa. Lo recibí con el ceño fruncido y coloqué la mano en su antebrazo, con desgana, para permitir que me condujera por las escaleras hasta el comedor del primer piso, donde ya nos esperaban nuestros invitados. Lanek nos aguardaba abajo, y en cuanto Steldor le hizo una señal con la cabeza, anunció nuestra llegada.

—El rey Steldor y su reina: lady Alera.

Observé al pequeño grupo de invitados que nos saludaba con inclinaciones de cabeza y reverencias. A pesar de que ya estaba acostumbrada a esas muestras de respecto, me resultó extraño ver a mis padres y mi hermana se encontraban en el grupo. No parecía que Steldor compartiera mi incomodidad, pues se había acostumbrado notablemente bien a lo representativo de nuestra posición.

Lanek se excusó, y mi esposo y yo entramos en el comedor. Tadark, que se encontraba de pie con London, al lado de la puerta por donde acabábamos de entrar, se colocó detrás de Steldor. London se quedó donde estaba, con los brazos cruzados sobre el pecho y la espalda apoyada contra la pared. En ese tipo de celebraciones era costumbre que cada miembro de la familia real fuera acompañado por un guardia de elite, a pesar de que la posibilidad de que hubiera algún peligro fuera inexistente. Por supuesto, a mí se me había asignado a London. Pensé que Cannan había sido vengativo al haber asignado Tadark a Steldor, pues ese aniñado guardia tenía tendencia a pegarse demasiado, a hablar en exceso y a mostrarse demasiado excitable, a pesar de que afirmaba dedicarse completamente a su deber. Es decir, que si surgía algún problema, lo más probable era que Steldor tuviera que acabar protegiendo a Tadark en lugar de que ocurriera lo contrario. Y si la noche transcurría con tranquilidad, ese irritante guardia acabaría volviendo loco a Steldor. También el resto de mi familia le fueron asignados guardias: Destari y Orsiett, que había sido el segundo guardaespaldas de Miranna, iban con mi padre y mi madre; Halias, como siempre, acompañaba a mi hermana.

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