«Si no me hubiera ablandado cuando vi a Talía en el mercado —pensé—, ella habría ido a la casa de la proxeneta y habría vuelto a la suya con un poco de dinero. Lisias habría comido, sin enterarse de nada, y el alimento le hubiera mantenido vivo como a cualquier otro. ¿Qué es el honor? En Atenas es una cosa, en Esparta otra, y entre los medas es algo muy distinto. Pero, vayas donde vayas, no hay ninguna tierra donde los muertos vuelvan desde el otro lado del río.»
La comadrona había estado charlando y tirando de las ropas.
Cubrían el cuerpo de mi madre, que parecía tan pequeño como el de un venadillo. Entonces, al oír otro sonido, me volví y detrás de mí vi sentada a la comadrona, atando el cordón umbilical del niño recién nacido.
—¿A quién se lo daré? —preguntó—. Es un niño.
Hacia el atardecer, cuando lo había arreglado todo para el entierro, regresé a casa. Mi hermana no lloraba ya. Había sacado la vieja cuna y mecía en ella al niño.
—No hagas ruido —dijo— Duerme. ¡Qué bueno es! Desde que lo he puesto aquí, no ha llorado ni una vez.
Sus palabras me dieron una esperanza, y me incliné sobre la cuna. Pero el niño dormía, tal como ella había dicho. Se parecía a mi padre. Tenía rubio el cabello, y era grande, demasiado grande, supongo, para que mi madre pudiera llevarlo.
—¿Cómo lo alimentaré, Alexias? Si mastico primero el alimento para hacerlo suave, ¿no será para él tan bueno como la leche? Eso es lo que hacen los pájaros.
—No —contesté—. Necesita leche, Charis. Esta noche me lo llevaré y buscaré alguien que lo alimente.
—Creo que eso es muy caro. Me lo ha dicho la comadrona. ¿Tienes dinero?
—No mucho. De manera que no podemos mantenerlo nosotros. Debemos buscar a alguna dama rica que haya estado rogando a los dioses que le envíen un hijo. Le alegrará tener un niño tan hermoso como éste. Quizá pretenda ser realmente su madre, y su esposo pensará que en verdad es su hijo. Cuando sea mayor le darán un caballo y lo harán caballero, y algún día será general.
Ella miró la cuna y repuso:
—No quiero que se lo quede una dama rica. Quiero tenerlo a mi lado, para que me haga compañía cuando tú, Alexias, estés trabajando.
—Pero aquí no tendrá madre. Debes ser buena, pequeña.
Temí que comenzara a llorar de nuevo, pero había agotado las lágrimas. Tomé al niño, y lo envolví en las ropas de la cuna.
—Con eso no estará bastante arropado —dijo, obligándome a coger la manta de lana—. Tenemos que darle algo para saber que es él cuando sea un hombre. Teseo tenía una espada.
—Yo necesito mi espada. Pero le buscaré algo.
Charis volvió con un pedacito de coral rojo que le pertenecía, y lo colgó en torno a su cuello.
—¿Cómo te parece que le llamemos, Alexias? Tenemos que darle un nombre.
—Ahora debe ir con su madre —contesté—, y ella le dará el nombre.
Caminé a través del Ágora, con mi hermano en brazos, y me detuve ante el puesto de un alfarero. A medida que los alimentos subían de precio, las ollas se abarataban, y por dos óbolos conseguí una muy grande, redonda por dentro y con una boca muy ancha.
Dos óbolos eran más de lo que podíamos gastar; pero debe hacerse lo que se pueda por quien es de su propia sangre, y en la ciudad abundaban los perros vagabundos, feroces como lobos. Al pie de la Ciudad Alta, en el terreno vacío donde se encontraban diseminadas las piedras del fuerte de los tiranos, miré a mi alrededor. No muy lejos de allí oí llorar a una criatura entre las rocas, pero el sonido era muy tenue. Si la esposa de un caballero buscaba un heredero para su marido, mi hermano no tendría un rival por mucho tiempo. Pero si en aquellos tres meses no se había decidido aún a escoger, debía de ser muy difícil de complacer.
Hasta aquel momento el niño había permanecido quieto en mis brazos; pero entonces, al sentir sobre él la fría olla, empezó a llorar.
Su llanto era muy fuerte para ser de un recién nacido. En mi mente me lo representé como un joven alto como mi padre, con pretendientes que solicitaban sus favores, llevando un escudo en la guerra, o siendo coronado en los Juegos, y después conducido con música a su boda, y observando a sus hijos.
—Ve en paz —le dije—. No me tengas mala voluntad, pues la necesidad no se somete a ningún hombre. Y no te quejes de mí ante nuestra madre, pues su sangre se encuentra sobre tu cabeza tanto como sobre la mía. Si los dioses no lo hubiesen prohibido, hermano mío, te dejaría dormido antes de irme, pues la noche se acerca. Éste es un lugar solitario, y las nubes parecen oscuras allí arriba en las montañas. Pero la sangre de un pariente no debe ser vertida, y cuando un hombre ha sentido una vez sobre su cuello el aliento de las Honradas, no les permite que crucen el umbral de su puerta. De modo que perdonadme, y sufre lo que debes sufrir. Las nubes son pesadas. Si los dioses te aman, antes del amanecer habrá nevado.
Reinaba ya la oscuridad. Mientras me alejaba, pude oírle llorar durante largo rato. Después, en lo alto de las rocas, cerca de los bastiones de la ciudadela, un perro comenzó a ladrar, y ya no lo oí más.
Enterramos a mi madre en uno de los jardines de la Ciudad, que había sido convertido en cementerio desde que empezó el asedio.
No se lo dije a Lisias, pensando que se encontraba demasiado enfermo para que se tomara la molestia de asistir; pero se enteró y me mandó recado suplicándome que dejara a Charis con ellos, para que compartiese lo que tuvieran. Dijo esto a pesar de que hacía ya dos días que no les mandaba nada y ellos mismos se alimentaban como los pájaros. Les mandé a la chiquilla, pues comenzaba a caer en un estado de melancolía. Lo que aún nos quedaba lo envié, junto con ella, y entonces quedé solo, pensando que tenía que volver a mi trabajo.
A la mañana siguiente me dirigí al taller de Cremón, sintiendo en el cuello la frialdad del viento y pensando que no le agradaría descubrir que me había cortado el cabello, pues, según recordé, no había acabado aún la cabeza. Pero fue inútil que me preocupara, pues cuando llegué al umbral vi a alguien tendido sobre la tarima de madera, en la postura de Jacinto. Supongo que había estado esperando encontrar un modelo de constitución parecida a la mía. Muchos que se habían considerado ricos al comenzar el asedio, no eran ya demasiado orgullosos para posar para Cremón. Me fui antes de que me viera, y le negué el placer de decirme: «Hoy no».
Dos días después los enviados regresaron. No salí a recibirlos.
Aun cuando no me sentía tan hambriento como el día anterior, todo me fatigaba. Al oír los gritos en la calle, salí a la puerta para preguntar de qué se trataba, y después volví a acostarme. Pero, como mi padre me dijo más tarde, toda la Ciudad había acudido a recibirlos, conduciéndolos directamente al Pnyx para escuchar sus noticias.
Los espartanos y los portavoces de sus aliados se reunieron para votar sobre nuestro destino. Después se volvieron hacia el enviado tebano, un hombre que, como se vio más tarde, hablaba menos en consideración a su ciudad que al orgullo de su cargo público, que a veces hace que un hombre se crea un dios.
—Tratadlos como ellos trataron a los melinos —dijo—, o a la ciudad de Micaleso cuando soltaron en ella a los tracios. Vendedlos como esclavos, devastad la Ciudad y dádsela a las ovejas.
Cuando hubo hablado, el corintio le apoyó.
Pero si no hay mucha misericordia en Esparta, hay reverencia por el pasado. Cuando ocasionalmente se muestran grandes, lo son desde el fondo de su grandeza. Breve y bruscamente, de acuerdo con su costumbre, contestaron que Atenas era parte de la Hélade, y que no tenían el propósito de esclavizar a la Ciudad que había rechazado a los medas. La discusión se hallaba en su punto culminante cuando un hombre de Focis se levantó para cantar. Fue el coro de Eurípides que empezaba así:
«Electra, hija de Agamenón, vengo a tu desierta casa…»
Lo que los espartanos pensaron de ello, nadie lo sabe; pero después de un largo silencio los portavoces aliados votaron en favor de la misericordia.
De manera que éstas eran las condiciones que nos enviaban para levantar el asedio: derribar una milla de los Muros Largos, conceder de nuevo la ciudadanía a nuestros exiliados, entregarles nuestros barcos, y como vasallos aliados obedecer las leyes de Esparta, dejando que nos condujera en la paz y en la guerra.
Me dijeron que una o dos voces gritaron contra la rendición. En cuanto a los otros, no soy yo quien debe despreciarlos. Pues si el día anterior Cremón hubiera tenido aún trabajo para mí, no puedo jurar que no lo habría hecho sin paga alguna, tan sólo por una escudilla de sopa.
Lisandro vino por mar desde Salamina. El rey Agis entró por las puertas que había contemplado durante tanto tiempo; pero en los primeros días guardé cama, y mi padre me cuidó como si fuese un chiquillo. Fue muy bueno conmigo, sobreponiéndose a su propio dolor, y en pago olvidé que no podía saber que Charis estaba viva.
Pasó todo un día pensando que había muerto, antes de que le sacara de su error. Ni siquiera se enfureció, pero vi lágrimas en sus ojos.
Entonces me pareció que al fin las Honradas se habían apaciguado, y con este pensamiento me quedé dormido.
Comimos desde el primer día de la rendición, pues, antes de que las puertas fueran abiertas, las personas que aún conservaban algunos alimentos se apresuraron a mandarlos a sus amigos, al saber que sus hijos no morirían de hambre. De manera que al tercer día pude levantarme de nuevo, abandoné la casa y vi los baluartes de la Ciudad llenos de espartanos, que se mostraban los unos a los otros las montañas donde se asentaban sus hogares. Pensé: «Esto es ser conquistado», pero mi mente se hallaba vacía y no pude sentir nada.
Estaban derribando ya los Muros. Oí el ruido que hacía al caer la obra de sillería, junto con el sonido de las flautas. Quién había comenzado a tocarlas, no lo sé. No era muy propio de los espartanos, y supuse que habían sido los corintios; pero habían congregado a todas las muchachas flautistas que aún quedaban en la Ciudad, les dieron vino y un poco de comida, y las obligaron a tocar. Era uno de los primeros días de la primavera, cuando la luz es transparente y aguda. Las muchachas permanecían en el camino, entre los Muros, con la cara pintada oblicuamente, y si eran atenienses, algunas veces las lágrimas dejaban extrañas huellas en sus mejillas. Todas vestían sus chillonas prendas, apropiadas para las luces de las lámparas, y soplaban en sus instrumentos. Las muchachas extranjeras, y algunas otras también, miraban a los vencedores con ojos tiernos. De vez en cuando, mientras ellas tocaban, caía uno de los grandes sillares de Temístocles, y los espartanos lanzaban gritos de alegría. «Esto es la derrota», me dije. Pero para mí fue como un sueño.
Me dirigí a casa de Sócrates, pero en la puerta encontré a Eutidemo, quien me dijo:
—Ha ido al templo de Erecteo, para rogar por la Ciudad.
Mientras permanecíamos hablando, se presentó Platón y nos saludó, pero marchó al saber que Sócrates no se encontraba allí. Lo observé mientras se iba, y pensé que al final incluso los ricos habían sentido los efectos del asedio. Sus ojos se hallaban hundidos, y los huesos de sus amplias espaldas sobresalían como los nudillos debajo de la piel.
—Fue muy noble en él dar a los demás cuando él mismo pasaba necesidades —observé después.
—Nadie se ha llenado el vientre durante estas últimas semanas —contestó él—. No creo que Platón se haya muerto de hambre. Cuando las cosas se ponían difíciles en su casa, Critias los ayudaba. Aunque no puedo aguantar a ese hombre, parece que rinde culto a la familia. Platón se sostenía muy bien hasta hace muy poco, pero se derrumbó en cuestión de días después de la muerte de su amigo.
Me llevé la mano a la boca, y busqué apoyo en una piedra. Era la columna del herma que Sócrates había hecho. Era sólida y me sostuvo bien.
—¿Qué amigo? —pregunté.
—El mismo —respondió Eutidemo—. Platón no es hombre que cambie con frecuencia. Cuando el joven quedó solo, pues tenía algún pariente viejo que murió durante el invierno, Platón se hizo cargo de él. Mientras dispuso de un trozo de pan, puedes tener la seguridad de que el muchacho no pasó hambre. Tenía buen color, y nada peor que una tos como la que ha sufrido la mitad de la Ciudad. Pero un día, mientras subían a la Ciudad Alta, de pronto arrojó una bocanada de sangre. Cayó al suelo allí mismo, donde estaba, en los escalones del Pórtico, y entregó el espíritu. Platón le enterró, y ahora está como ya has podido ver.
Mi alma se había quedado sola, y ni oía ni veía, abismada en un caos y una negra noche. Una voz dijo:
—Bebe esto, Alexias.
Al aclararse mis ojos, vi encima de mí la cara del herma y a Eutidemo inclinado sobre mi con un poco de vino en una copa de barro.
—Cuando te vi antes, pensé que habías caminado demasiado.
Le di las gracias, y después de haber descansado un poco me fui a casa. Luego recordé que no le había preguntado dónde se hallaba la tumba.
Estuve buscándola durante algunos días, hasta que por fin la hallé en un viejo jardín, al pie del Cerro de las Ninfas, dónde había otras tumbas. Los lugares como aquél, dentro de las murallas, fueron vaciados después, y más tarde jamás pude saber dónde se encontraba. Pero, cuando la vi, la tumba se hallaba debajo de un almendro en flor, y junto a ella había una eglantina a punto de florecer.
La mayor parte de las tumbas tenían cercados de madera, y una urna de barro para señalar el lugar, pero sobre su tumba había una lápida. El trabajo no era muy bueno, y como conocía el fino gusto de Platón, comprendí la medida de su pena en el hecho de que no se hubiera molestado en vigilar al escultor. Una rama de la eglantina había cubierto la inscripción. Al apartarla, pude leer estas palabras:
«Lucero de la mañana, amable para los vivos, trae la antorcha de Héspero para los muertos.»
Miré de nuevo el bajorrelieve, en el cual aparecía el joven de pie y en actitud pensativa, y un hombre apenado con la cara oculta. El trabajo era sincero, pero de una simplicidad tan anticuada, que se hubiera podido pensar que el escultor no había cogido el cincel desde los días de Fidias. Mientras permanecía allí contemplando la tumba, un pensamiento vino a mí, y arrodillándome hallé el lugar donde el estatuario había puesto su marca. Comprendí cuando vi el nombre.
XXVI