Le miré estúpidamente.
—Pero no han podido ser los Treinta. Mis armas están donde siempre. Acabo de venir de casa.
—Escucha.
La calle había comenzado a llenarse de voces furiosas, y de hombres que corrían de casa en casa.
—Tu padre es senador —dijo.
Hay males que uno no imagina hasta que los ve. Como a mi padre tanto le había complacido decir, se suponía que aquél era un gobierno de caballeros. Un caballero, y un ciudadano, tenía la obligación de ser un hombre dispuesto a defender a la Ciudad con las armas en las manos.
—Domínate, Alexias —decía Lisias— ¿Qué ganas con eso? He visto ya demasiadas lágrimas.
—No lloro. Estoy furioso —la cara me ardía, y la garganta parecía que me iba a estallar. —Que se lleven también mis armas. ¿Qué honor hay en llevarlas?
—No seas estúpido. Las armas son para emplearlas primero, y para concederte honor después. Si tienes armas, cuida mucho de ellas. Enciérralas.
Al día siguiente supimos que a tres mil caballeros y hoplitas les habían sido dejadas sus armas. Mi padre se encontraba entre ellos, y mis armas habían sido tomadas por las suyas. Sólo ellos tenían ciudadanía y derecho a ser juzgados por vía judicial. Sobre todos los demás, los Treinta afirmaban tener poder de vida y muerte.
Las gentes deambulaban por la Ciudad como muertos andantes.
No había ningún lugar al cual volverse. En otros tiempos, nosotros mismos habíamos sido la fuente de la justicia y la democracia en la Hélade. La guerra nos había desangrado, nos hallábamos rodeados de enemigos victoriosos, y más allá se encontraban las tierras de los bárbaros, donde hasta la mente estaba esclavizada.
—No hables con tanto salvajismo, Alexias —me dijo mi padre—. Compuesto de pocos o de muchos, un gobierno que hace el bien es bueno. Critias es hombre inteligente, y la responsabilidad le hará mostrarse cuidadoso.
—¿Pondrías sobrio a un borracho dándole más vino?
—Entre nosotros, Terámenes cree que tres mil son muy pocos. Esto debe quedar dentro de estas paredes. Pero el principio es bueno, puesto que es el de una aristocracia.
—También Platón cree que deben regir los mejores. Cuando ha sabido que Lisias ha perdido sus armas, la vergüenza no le ha dejado hablar.
—No me cites a Platón como si fuera un filósofo —replicó mi padre—. He oído ya hablar demasiado de tus perfumados amigos.
Era preciso seguir pensando en el trabajo. Al día siguiente me dirigí a la granja, a lomos de una mula alquilada. Mientras trabajaba, desnudo, bajo el sol de principios de otoño, me sentí feliz a pesar de mí mismo. La tierra, y sus fructíferos dioses, representaban todo cuanto era real, y lo demás era sombras de sueños. Al volver a casa al día siguiente, penetré por la Puerta del Dipilón, para devolver la mula. Mientras caminaba por la calle de las Tumbas, noté algo extraño, y sin saber por qué sentí miedo. Parecía que hiciese más frío, los colores se habían alterado en las colinas y, al mirar al suelo, donde la luz del sol descendía a través de las ramas, vi que todo había cambiado de forma, convirtiéndose en una especie de hoces. El cielo parecía estar volviéndose de plomo, como si fuera a caer sobre la tierra. Al levantar los ojos hacia el sol, comprobé que se había alterado de tal manera que no me atreví a seguir mirando por más tiempo, por temor a que el dios me dejara ciego.
Entre las tumbas, en medio de la oscuridad producida por el eclipse, reinaba un ambiente como el que se supone reina en el infierno. Se me erizó el vello del cuerpo. Anaxágoras dice que sólo es la oscura forma de la luna cruzando ante el sol. Yo hubiera podido creerlo en cualquier luminosa mañana, caminando por la columnata.
En medio de aquel frío y aquellas lívidas sombras, vi un entierro que venía por el Camino Sagrado. Era muy largo, como si se tratara de una persona notable, y se acercaba con lentitud, envuelto en el profundo silencio de la gente oprimida por la pena y el temor. Sólo detrás del ataúd, una joven esposa, cegada por las lágrimas, se desgarraba el cabello y lloraba con fuerza.
Esperé a que el ataúd pasara junto a mí. Transportaba un pesado cadáver, pues lo conducían seis hombres, y aun así sus hombros se inclinaban bajo el peso. Cuando se acercaron más, los reconocí a todos, pues cada uno de ellos era un triunfador olímpico, un luchador, un púgil o un pancratista. En el ataúd, sobre la frente del muerto, había una corona de olivo.
Permanecí allí, mirando por última vez la severa cara de Autólico, a la cual raramente había visto en vida sin una sonrisa. Parecía un viejo héroe que hubiera vuelto a juzgarnos. La oscuridad se hizo más densa, hasta el punto de que apenas pude ver su corona de olivo y su pétrea boca. Detrás de él seguía un catafalco en el que se amontonaban sus trofeos y sus coronas con cintas. Cuando hubo pasado, me uní a los asistentes al duelo, y al hombre que caminaba a mi lado le dije:
—He estado en el campo. ¿Cómo ha muerto?
Me escudriñó a través de la oscuridad, con ojos en los que podía leerse la desconfianza y el temor.
—Ayer estuvo paseando. Es todo cuanto sé —miró hacia otro lado.
La oscuridad había alcanzado su grado más profundo. Los pájaros permanecían silenciosos; un perro lanzó unos ladridos de miedo; el lloro de la mujer parecía llenar la tierra y alcanzar el cielo tan bajo. Pensé: «Lisandro le perdonó. Tampoco Callibio lo ha hecho, pues los espartanos, aun cuando odien, obedecen. Ha sido un regalo a Callibio, para conseguir su favor. Lo han hecho los atenienses».
Entonces, desde lo más hondo de mi corazón, me dije: «Ven, Apolo, sanador y destructor, ven con tu sombría cólera, como cuando acudiste a las tiendas de Troya, descendiendo desde los despeñaderos del Olimpo, al caer la noche. En tu hombro oigo la aljaba vibrar al unísono con tus pasos, y a las flechas chasquear con el seco sonido de la muerte. Dispara, Señor del Arco, y no te detengas a apuntar, pues dondequiera caigan tus flechas en la Ciudad hallarán a un hombre para quien es mejor morir que vivir».
Pero la sombra pasó ante la faz del sol, y cuando depositamos a Autólico en la tumba, los pájaros cantaban ya.
Me pareció que el alma de Atenas yacía postrada en el polvo, y que ya no podría caer más baja. Pero unos pocos días después fui a visitar a Fedón en su casa. Se hallaba ausente, mas tenía algunos libros nuevos, que comencé a leer mientras esperaba. Por fin su sombra descendió sobre el umbral, y me levanté para salir a saludarlo.
Al pasar por mi lado me miró como si estuviera tratando de recordar quién era. Después comenzó a pasear arriba y abajo en su habitación. Mantenía muy cerradas las manos, y por vez primera en muchos años advertí que su vieja herida le impedía caminar normalmente. Al cabo de un rato empezó a hablar. En los bancos del trirreme de guerra no había oído nada parecido. Mientras estaba en casa de Gurgos, no recuerdo haberle oído usar ninguna frase que no hubiese podido ser pronunciada en una reunión decente. Pero entonces de su boca brotaba el cieno y el lodo de los burdeles, y hubo un momento en que pensé que no se detendría nunca. Dejé de escuchar, no porque me ofendiera, sino por temor a las noticias que vendrían detrás de aquel torrente de blasfemias. Por último extendí la mano para detenerlo, y pregunté:
—¿Quién ha muerto, Fedón?
—La Ciudad —contestó—. Hiede. Pero Critias, el que tanto ama a los muertos, mantiene sobre la tierra a su madre. Han promulgado una ley prohibiendo que sea enseñada la lógica.
—¿La lógica? —repetí—. ¿La lógica?
Aquello no tenía el menor sentido para mí; era como si me hubiera dicho que había sido promulgada una ley contra los hombres.
—¿Quién puede prohibir la lógica? La lógica existe.
—Ve a verlo en el Ágora. En el mármol hay un bando en el que se anuncia que es un crimen enseñar el arte de las palabras.
Estalló en una carcajada, como una cara en una madera negra, según había dicho una vez Lisias.
—Oh, sí, es cierto. ¿Acabo de decirte algo nuevo, Alexias? Apréndelo, escríbelo. Es el discurso de un esclavo. Voy a abrir una escuela en Atenas. Sé tú mi primer alumno, y no te cobraré por ello.
Su risa se quebró. Tras haberse dejado caer sobre su banco ante la mesa, apoyó la cabeza en los brazos entre las plumas y los rollos de pergamino.
Luego se levantó y dijo:
—Lamento haberte ofrecido este espectáculo. Durante el asedio, cuando se sentía que las fuerzas disminuían un poco cada día, tenía más entereza de alma. Parece que la falta de esperanzas debilita más que la falta de alimento.
En presencia de su dolor había olvidado sus noticias, pues me era querido.
—¿Por qué, Fedón, tendrías tú que apenarte tanto? Si los dioses nos han maldecido, ¿qué tiene eso que ver contigo? Nosotros vertimos la sangre de tus parientes, y a ti te causamos el más grande de los males.
—Era la Ciudad soñada siempre por mí —contestó él.
—Regresa a Milo y reclama de los espartanos las tierras de tu padre —dije—. Hallarás más libertad allí que aquí.
—Sí —repuso—. Me iré, ¿por qué no? No a Milo, pues nada me haría volver allí. A Megara quizás, a estudiar matemáticas, y después a enseñarlas en alguna ciudad dórica.
Luego de haberse levantado, empezó a ordenar sobre la mesa todos sus libros. Después sonrió y dijo:
—¿Por qué digo estas cosas? Sabes que no abandonaré jamás Atenas mientras Sócrates viva.
Le devolví la sonrisa, y entonces, en el mismo momento, idéntico pensamiento se nos ocurrió a los dos, y la sonrisa se nos heló en los labios.
Cuando llegué a su casa, Sócrates se hallaba ausente. Dado que la mañana se encontraba tan avanzada, aquello era de esperar, y, sin embargo, tuve miedo. Cuando me disponía a irme, llegó Jenofonte, y en sus ojos vi mi propio temor. Me arrastró a un portal, pues incluso él había aprendido a bajar la voz en la calle.
—Este gobierno nunca será digno de sí mismo, Alexias, mientras Critias esté en él. Debo decir que voté contra su elección.
—No creo que consiguiera muchos votos de los amigos de Sócrates.
—Excepto Platón. Una cosa es segura, y es que Critias no ha perdonado nunca a Sócrates por el asunto de Eutidemo. Esta ley ha sido promulgada contra Sócrates personalmente. Cualquier imbécil puede darse cuenta de ello.
—Oh, no —repliqué—. Es contra la libertad de la mente de los hombres, como dice Fedón. Ninguna tiranía se siente a salvo mientras los hombres puedan razonar.
—Tiranía es una palabra que me preocupa poco —manifestó con cierta rigidez—. Más bien diría que un principio ha sido mal aplicado.
Y, adoptando de súbito el aspecto que yo conocía en él desde su muchachez, añadió:
—Si tú no recuerdas la cara que Critias tenía aquel día, yo sí la recuerdo.
Al principio me pareció absurdo. A Eutidemo sólo lo había visto últimamente, bebiendo para celebrar el nacimiento de su segundo hijo. Era natural que donde Fedón veía pensamientos encadenados, Jenofonte viese la venganza de un hombre, pues tenía una mente más personal. Y, sin embargo, hay momentos en que el sentimiento ve más que el intelecto.
—Quizá tengas razón —dije.
Nos miramos el uno al otro, no deseando decirlo, como estúpidos o mujeres.
—¿Qué haremos?
—Fedón me ha dicho —contesté— que una frase de Sócrates circula en el Ágora: «cuando contratamos a un pastor, ¿le pagamos para que aumente el rebaño o para que lo disminuya cada día?»
—Nos engañaremos a nosotros mismos, Alexias, si esperamos de él que estudie lo concerniente a su seguridad antes que su argumento.
—Pero ¿es que acaso lo deseamos? Él es Sócrates. Y sin embargo…
—En una palabra —repuso Jenofonte—, lo amamos, y sólo somos hombres.
De nuevo nos quedamos silenciosos. Luego dije:
—Lamento haber sido descortés la última vez que nos encontramos. No has hecho nada contrario a tu honor.
—No te lo reprocho. Desde que Autólico murió, yo mismo…
Entonces vimos que Sócrates venía hacia nosotros. En nuestra alegría de verle vivo, corrimos a él, de forma tal que la gente se nos quedó mirando con fijeza y él nos preguntó qué ocurría.
—Nada, Sócrates —respondió Jenofonte—, excepto que nos alegramos de verte bien.
Parecía exactamente como siempre, jovial y sereno.
—¡Hombre, Jenofonte, qué físico nos hemos perdido en ti! —exclamó—. Una sola mirada puede decirte que no sólo mi carne, mis huesos y mis órganos están bien, sino asimismo mi parte inmortal.
Sonreía en su acostumbrada forma burlona, y, no obstante, el corazón se me encogió, y pensé: «Nos está preparando para que soportemos su muerte». Ocultando mi miedo, le pregunté si había visto el bando en el Ágora.
—No —contestó—. La molestia de leerlo me ha sido ahorrada por un amigo, quien, por temor a que me ofendiera por haberme dejado en la ignorancia, ha sido lo bastante amable para recitármelo. Creo que puedo confiar en que lo recuerda bien, pues es él quien lo ha redactado.
El rubor cubrió el rostro de Jenofonte. Desde su niñez había sido capaz siempre de dominar sus facciones, pero jamás pudo evitar que la sangre le afluyera al rostro.
—¿Estás diciéndonos, Sócrates, que Critias te ha mandado llamar para amenazarte?
—Hasta ahora nadie ha tenido el privilegio de que le haya sido expuesta una ley por el legislador en persona. Eso me ha brindado la oportunidad de preguntarle si el arte de las palabras será desterrado por producir afirmaciones falsas o ciertas. Pues en este último caso, no hay duda de que todos tendremos que dejar de hablar correctamente.
Sus pequeños ojos saltones se rieron de nosotros. A menudo solía contarnos puntualmente la discusión que había tenido en la palestra o en las tiendas con algún transeúnte obstinado. Entonces nos describió su coloquio, durante el cual había expuesto su vida en el mismo estilo de siempre.
—A propósito, ¿cuántos años tienes tú, Jenofonte? ¿Y tú, Alexias?
—Veintiséis —contestamos ambos.
—Por el Perro, ¿qué sucede con mi memoria? Debo de estar haciéndome viejo. Pues justamente acaban de prohibirme que hable con toda persona de menos de treinta años.
Aquello era demasiado. Los dos estallamos en salvaje y furiosa carcajada.
—Así es como, al final de nuestra conversación, ha interpretado para mí Critias su nueva ley. Soy el sujeto de una enmienda especial. Un honor singular se me confiere.
Después, mientras caminábamos por el Ágora, a un padre de familia le oímos decir a otro: