Alexias de Atenas (56 page)

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Authors: Mary Renault

Tags: #Novela histórica

BOOK: Alexias de Atenas
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—¡Padre, mira esto!

Desde dentro, su voz preguntó:

—¿Qué es?

Ante el sonido de su voz, deposité en tierra el cesto, y penetré en silencio. Se hallaba ante su mesa, sobre la que estaban extendidos sus papeles.

—Siéntate, Alexias. Tengo que decirte algunas cosas.

Me acerqué y, cuando me hube sentado junto a él, miré con fijeza su cara.

—Ésta —dijo— es la escritura de la granja. Ésa es la escritura de las tierras de Eubea. Hoy es simple papel mojado, pero ningún hombre conoce el futuro. No tengo deudas. En cambio Hermócrates nos debe la renta, y ahora puede permitirse pagarla.

Miré un papel que había en la mesa, y vi lo que era.

—Padre…

—No me interrumpas, Alexias. Cidila, tras el largo servicio que nos ha prestado, merece conseguir su libertad. No lo he expresado así en el escrito, pero te lo manifiesto a ti como mi deseo de que, cuando los asuntos de la propiedad lo permitan, la busques, si te es posible, y la compres. El momento lo confió a tu honor y a tu sentido común. No des a tu hermana Charis en matrimonio antes de que cuente quince años. Alquifrón de Acarnas tiene un hijo conveniente, y sus tierras marchan bien. Pero los tiempos son inseguros, de manera que también esto debo dejarlo en tus manos.

Le escuché hasta que hubo acabado de hablar.

—Tú sabes, padre, que haré cuanto me pidas; pero que el dios mantenga alejada de nosotros esa necesidad. ¿Qué ha sucedido?

—¿No te has enterado, pues, de que Terámenes ha muerto hoy?

—¿Terámenes?

De Alcibíades bien podía creerlo, puesto que era un acróbata, como en cierta ocasión dijo Critias. Respecto a él, uno sabía que un día la cuerda se rompería, o que la espada caería. Pero Terámenes era astuto como un zorro de la montaña, que no excava una cueva sin una segunda salida.

—Asesinado —dijo mi padre— por el Consejo, bajo la forma de ley.

Levantó un ladrillo suelto en un rincón, tan bien ajustado que yo no lo había visto nunca, y en el agujero depositó el testamento.

—Si cuando vengas por esto encuentras otros papeles, quémalos, pero léelos primero. Desearía que supieras que eres hijo de un hombre que no ha consentido la tiranía.

—Nunca lo he supuesto, padre. A causa de mis faltas, no me conoces.

Intenté explicarle lo que había estado haciendo. Pero le desagradó oírme decir que tenía relaciones en El Pireo.

—Preferiría que gastaras tu tiempo con las muchachas flautistas. Creo que no te vendrá ningún bien de aproximarte al mar y mezclarte con gentuza.

—Padre, ya hablaremos de eso más tarde. ¿Qué ha sucedido hoy?

—Critias ha acusado de traición a Terámenes. En su defensa ante el Senado, no ha negado que se oponía al Senado y a sus propósitos tales como son ahora. A su vez ha acusado francamente a Critias de haber traicionado los principios de la aristocracia y establecido en su lugar una tiranía. No tengo tiempo para darte cuenta de su discurso, pero nunca he oído uno mejor. Todo el Senado, excepto los notorios extremistas, lo han aclamado al final. En cuanto al veredicto no podía haber duda alguna, ni tampoco en lo que se refiere a sus consecuencias. Había puesto en muy mal lugar a Critias. Pero, mientras tanto, una banda de jóvenes matones han irrumpido en la sala. Antes de que el veredicto pudiera ser pronunciado, han empezado a gritar y blandir cuchillos. Eran hombres sin patria, metecos sin trabajo, soldados expulsados por cobardía, hombres que se contratan como matones por dinero o por elección. Éstos, ha dicho Critias, habían venido a hacernos conocer la voluntad del pueblo. Bien, algunos de nosotros que nos hemos enfrentado con una línea de batalla espartana, hemos visto hombres más imponentes. Hemos exigido el voto. Entonces Critias nos ha recordado que sólo los Tres Mil tienen derecho a ser juzgados y, tomando la lista, ha borrado de ella el nombre de Terámenes.

Me maravillé de que nadie hubiera pensado antes en algo tan simple. Mi padre continuó:

—Por orden de los Treinta ha sido condenado al instante, y a rastras lo han alejado del altar de la Tierra Sagrada, mientras a gritos invocaba a los dioses y a los hombres para que le fuera hecha justicia. Siempre fue bueno para ti, Alexias, cuando eras un muchacho, de manera que supongo te alegrará saber que ha muerto de un modo honorable. Cuando le han dado la cicuta, la ha bebido toda de un trago, excepto las heces. Éstas las ha arrojado al suelo, gritando: «Esto para Critias el Hermoso». Incluso los guardias han reído.

Se detuvo. Mirándole con fijeza, le pregunté:

—Pero, padre, ¿cómo sabes tú eso?

—Estaba con él —contestó—. Ha sido mi amigo durante treinta años. Cuando éramos muchachos, servimos juntos en la Guardia. Al principio, existía la idea de que la Ciudad iba a ser gobernaba por caballeros. Porque Critias lo haya olvidado, no todos, supongo, estamos obligados a hacer otro tanto.

Echó una ojeada al ladrillo bajo el cual se hallaba enterrado el testamento, y luego fue a darle unos golpes con el pie.

—En el santuario de Apolo, en Delfos, que es el ombligo de la tierra, hay escrito: «Nada es demasiado». Los extremos se alimentan el uno al otro. He intentado darte una buena educación; pero también tú, en lugar de aprender a la vista de la tiranía a temer todos los extremos, no sabes sino abandonar uno para entregarte a su más opuesto. Y un hombre como Terámenes, que a menudo ha arriesgádo su vida, y que al final la ha dado en aras de la moderación, no consigue por ello sino un vulgar sobrenombre. Bien, ha muerto. El Consejo no ha puesto dificultades cuando he pedido atenderlo en la cárcel. Critias ha dicho que les alegraba saber cuáles eran sus amigos.

Abrí la boca para decir no sé qué; pero pude ver que me creía tonto, y mantuve quieta la lengua.

—Debes abandonar la ciudad, padre, antes de que sea de noche. Iré a alquilar la mula con la cual voy a la granja. Nadie se dará cuenta. ¿Irás a Tebas?

—Iré a mis tierras —contestó—. Se necesita un hombre mejor que Critias para obligarme a atravesar la frontera como un esclavo fugitivo. Más de cien años antes de que tuviéramos casa en Atenas, la granja era ya nuestro hogar. Sería una lástima que la abandonáramos. Los hombres son mejores observando las estaciones y sembrando la tierra que reuniéndose en las ciudades, donde todo el día pasan escuchando el ruido que hacen los demás y olvidando a los dioses. Acamas se halla bastante lejos.

—Lo dudo, señor. Te suplico que vayas a Tebas. Los tebanos odian ahora a Lisandro más de lo que jamás nos han odiado a nosotros. Han jurado no entregarle a ningún ateniense. Algunos de nuestros mejores hombres se encuentran allí.

Iba a citar a Trasibulos, pero recordé a tiempo.

—Yo mismo me hubiera ido, de no ser por la cosecha. Deja que cuide de la granja.

Por fin, de mala gana dijo que iría a Tebas.

—Lleva a tu hermana a casa de Crocinos —repuso—. Aunque es sólo un primo, tiene sentimiento familiar. Se ha ofrecido él mismo a tomarla. Lo he arreglado todo para su manutención.

Al atardecer traje la mula. Cuando montó, vi que temblaba.

—Es esta maldita fiebre —comentó— Sé que estaba a punto de darme. No es nada. He tomado la droga. Y además, el aire es mejor en las colinas.

—Antes de irte, señor, dame tu bendición.

Me bendijo, y al instante añadió:

—En mi ausencia, no llenes la casa de marinos borrachos o de esos jóvenes badulaques de la perfumería. Realiza los sacrificios en los días convenientes, y procura que la casa esté un poco decente.

Después de eso conduje a Charis a casa de nuestro primo.

—Por favor —dijo—, ¿no puedo quedarme con Talía y Lisias? Me gusta estar allí.

—Irás otra vez cuando nuestro padre regrese a casa. Ahora Lisias puede que también tenga que irse, y entonces Talía tendría que vivir en casa de su hermana.

No me preguntó a dónde se había ido nuestro padre, o por qué. Jamás he conocido a una niña de su edad que haga tan pocas preguntas. Un año o dos antes, no cesaba de hacerlas.

La casa de Crocinos se hallaba atestada de mujeres. Era un buen hombre, muy distinto de su padre Estrimón; él y su esposa habían acogido a las mujeres de sus más remotos parientes, de los cuales algunos se hallaban exiliados y otros habían tenido que huir. El mismo Estrimón, después de haber resistido el asedio sin haber perdido un gramo de carne, murió un mes más tarde de un frío en el vientre.

Al día siguiente, muy temprano, tomé algunas cosas y emprendí la marcha hacia la granja a lomos de un asno que había alquilado a extramuros. Por consejo de Lisias, albergaba el propósito de permanecer allí una semana o dos. Había mucho trabajo que hacer, y de nada servía encontrarme en la Ciudad cuando la ausencia de mi padre fuera observada. Lisias me había prometido ir a menudo para llevarme noticias.

La mañana era fresca y hermosa cuando cabalgaba por las colinas. Por todas partes las devastadas granjas habían comenzado a producir de nuevo. En una de ellas estaban podando las cepas. Un niño descalzo, que guardaba un rebaño de cabras, me brindó una sonrisa con unos dientes blancos como la leche. Los pájaros cantaban. Las frías sombras que se extendían por las laderas de levante tenían el color de los ojos de Atenea. Llegué a la granja canturreando "La esposa del rey de Esparta". Entonces vi que la puerta estaba abierta.

Pensé que la casa había sido saqueada, y entré corriendo. Nada parecía haber sido tocado, excepto una de las camas, sobre la cual había una manta. Pero cuando salí, comprobé que mis pies iban dejando una mancha en el suelo. Regresando a la puerta, vi qué era lo que había pisado.

Seguí el rastro de sangre por el sendero abajo, y crucé el patio de la granja. Primero vi las huellas de unas pisadas, después las marcas dejadas por unas manos en el polvo, y las de un cuerpo arrastrándose por el suelo. Arriba, en la ladera de la colina, una mula ramoneaba un chaparro.

Le encontré en el pozo, yaciendo sobre una losa, la cabeza colgante sobre el pretil. Pensé que hacía horas que estaba muerto; pero, con una voz como la hierba seca removida con el pie, dijo:

—Dame un poco de agua, Alexias.

Lo bajé al suelo, saqué agua, y le di a beber. Había sido apuñalado por la espalda, y después en el pecho cuando se volvió para luchar. No sé cómo había podido vivir tanto tiempo. Cuando hubo bebido, me agaché para levantarle y llevarle a la casa; pero dijo:

—Déjame quieto. Si me mueves, moriré. Debo hablar primero.

Me arrodillé junto a él, empapé de agua mi capa, le refresqué con ella la cara y esperé.

—Critias —murmuró.

—Lo recordaré —respondí.

Se sumió en sí mismo, porque estaba próximo a morir y su mente se hallaba perdida en sombras. Luego preguntó:

—¿Quién eres?

Le contesté, y volvió en sí un poco.

—Alexias —repuso—, te he dado la vida. Te la he dado dos veces.

—Sí, padre —dije, pensando que deliraba.

Después, musitó:

—Naciste a destiempo. Canijo y pequeño. Era imposible prever que llegaras a ser hombre. Uno tiene un derecho sobre sus propios hijos. Pero tu madre…

Hizo una pausa, no como antes, sino con los ojos sobre mí, reuniendo fuerzas para hablar.

—Sí, padre, tengo contigo una deuda —dije.

Musitó algo en voz muy queda. Oí unas cuantas palabras: «Sócrates», «sofistas» y «los jóvenes de hoy». Sus ojos se abrieron mucho, y oprimió las manos cerradas contra la tierra. Elevando la voz de la misma manera que uno alza una piedra muy pesada, dijo:

—Venga mi sangre.

Entonces cerró los ojos, volvió hacia un lado la cabeza, y murmuró algo más.

Tomé su mano y la estreché con fuerza hasta que sus ojos se volvieron hacia mí.

—Padre —dije—, desde que tenía diecisiete años he empleado las armas en pro de la Ciudad. No he huido en ningún campo de batalla, a pesar de que luchaba contra extranjeros que no me habían hecho ningún daño. ¿Soy tan despreciable de alma como para perdonar a mis enemigos? Créeme, padre: has engendrado un hombre.

Sus ojos encontraron los míos, y entonces sus labios se separaron. Al principio creí que hacía una mueca de dolor, pero después advertí que intentaba sonreír. Su mano estrechó la mía, en forma tal que sus uñas se hundieron en mi carne. Luego se aflojó, y vi que había entregado el espíritu.

Poco después, los hombres alquilados, que habían huido de los asesinos, volvieron, avergonzados. No les hice reproche alguno, pues no tenían armas. Les ordené que excavaran una tumba para él.

Al principio había tenido el propósito de quemar su cuerpo y llevar las cenizas a Atenas; pero, al recordar sus palabras, lo enterré en el viejo solar que nuestros antepasados usaban como cementerio mucho antes de que viviéramos en la ciudad. Se encuentra en la parte alta de la ladera del collado, sobre las viñas, donde la tierra es demasiado pobre para labrarla; pero desde allí se puede ver mucho terreno y, cuando el sol es conveniente, distinguir el resplandor de la Ciudad Alta, en el momento en que los rayos caen sobre la lanza de Atenea. Coloqué sobre la tumba las ofrendas y vertí las libaciones.

Cuando me corté el cabello para él, recordé que era la segunda vez; y sin embargo, creo que tampoco fue extemporánea la primera vez.

Lo deposité sobre la tumba. Entonces oí detrás de mí un movimiento, y me volví de prisa, el cuchillo en la mano. Pero era Lisias quien permanecía de pie allí. Me di cuenta de que llevaba algún tiempo esperando en silencio, mientras yo acababa los ritos. Se acercó, me cogió el cuchillo, se cortó un rizo de cabello y, en señal de respeto, lo colocó sobre la tumba. Entonces me tendió la mano y, cuando yo se la estreché, dijo:

—Vamos, querido, coge cuanto tengas. Nos vamos a Tebas.

—No, Lisias. Debo regresar a la Ciudad. Tengo un asunto que arreglar allí.

—Desde Tebas lo arreglarás mejor. Así me escribe Trasíbulos. Quería haber venido mañana para hablarte de ello; pero he recibido aviso de que iban a ir a buscarme esta noche —sonrió y añadió—: Me han advertido dos hombres, desconocidos entre sí. La virilidad puede estar durmiendo en la Ciudad, pero existe. También en mí ha estado durmiendo, Alexias. Hace mucho tiempo que debiera haberme ido para tratar de hacer lo que está haciendo Trasíbulos. La debilidad me lo ha impedido. Es duro ver los vástagos verdes, e irse cuando la flor se abre.

Al cabo de una hora emprendimos la marcha por el camino de la montaña, a pie, pues nuestras monturas alquiladas las habíamos enviado a la Ciudad. Al principio caminamos en silencio; él porque al partir se le había abierto una herida que aún le sangraba; yo porque solo entonces parecía conocerme a mí mismo, cuando se había desprendido lo que tenía a mi alma oprimida en su molde. Pero, al cabo de unas cuantas horas, gracias al buen aire y a la clara luz, y al movimiento de nuestro caminar, y a ver lugares donde habíamos luchado juntos cuando pertenecíamos a la Guardia, la pena fue desapareciendo en nosotros, y Lisias me habló de las fuerzas que Trasíbulos estaba congregando para liberar la Ciudad. El camino trepaba por la ladera, y el aire iba haciéndose suave y ligero. Vimos el fuerte de piedra de Filo sobre un escarpado collado que dominaba el paso, y dejamos el camino por temor a que la guardia viniese a nuestro encuentro. El ascenso de la montaña resultó duro, pero luego el camino mejoró, y antes del anochecer nos encontramos fuera del Ática.

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