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Authors: Mary Renault

Tags: #Novela histórica

Alexias de Atenas (58 page)

BOOK: Alexias de Atenas
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Estuvo nevando todo el día; pero al mediodía se cansaron de la nieve. Los Treinta, acostumbrados a las comodidades, fueron los primeros en irse. Después los jinetes tuvieron piedad de sus temblorosos caballos; luego los hoplitas marcharon tras ellos; y entonces, ante nuestros ojos se extendió un banquete como si hubiera sido dispuesto por el cielo: el largo y pesado tren de bagajes descendía medio hundido en la nieve. Abrimos de par en par las puertas. Entonando el himno de triunfo, como hombres por quienes luchaban los dioses, cargamos colina abajo.

Aquel día dejamos roja la nieve, y transportamos a Filo víveres, aceite y mantas en cantidad suficiente para sentirnos como reyes durante un año.

Durante algún tiempo estuvimos bloqueados por la nieve. Después empezaron a afluir los voluntarios. La mayor parte era exiliados proscritos: demócratas, o caballeros demasiado tocados en su honor para complacer al gobierno, o simplemente gentes cuyas propiedades habían pasado a manos de uno de los Treinta. Pero uno o dos procedían del ejército que nos había asediado, los cuales, ya antes de que la nieve empezara a caer, habían pensado que se estaba mejor en lo alto del collado. También llegó su adivino, un hombre silencioso. A través del aspecto del sacrificio, Apolo le había advertido que no sirviese a hombres que eran odiosos a los dioses.

Éramos ya cien hombres, y después fuimos doscientos y luego trescientos. El Ática, Megara y Tebas, oyeron hablar de los hombres de Filo. Llegamos a ser setecientos. Cuando el mal tiempo nos obligaba a permanecer en el interior, no había suficiente espacio para contenemos a todos.

Los Treinta colocaron una guardia en el paso para impedirnos hacer incursiones en las granjas; pero conocíamos ciertos caminos a través de las montañas. Nunca carecimos de víveres. Parte de ellos nos eran dados por amor, y otra parte la tomábamos por necesidad. Nuestra mejor diversión consistía en hacer una incursión en nuestras propias tierras. Entre nosotros había muchos a quienes los tiranos habían robado sus propiedades. Las cuidaban muy bien, como comprobé cuando asalté la mía. Desde mi niñez no la había visto tan próspera y bien abastecida.

Cuando el trabajo hubo sido hecho, encontré a un esclavo oculto en un granero.

—Sal de ahí —ordené— y dime a quién pertenecen estas tierras. Después puedes huir si quieres. Esto te espera si mientes —añadí, mostrándole la daga.

Aquel hombre era tracio, y contestó:

—El nombre de mi amo es Critias.

Lo dejé ir, y después subí entre las viñas, con un gallo blanco en la mano. Lo maté sobre la tumba de mi padre, para consolar su sombra, y mostrarle a Critias quién había ido a visitarle.

Al cabo de muy poco tiempo, los Treinta habían recibido muchos avisos de esa especie, y en Filo éramos mil hombres. A pesar de que eran muy pocos los que podían traer consigo armas y armadura, todas las noticias indicaban que los tiranos apenas podían confiar ya en que Lisandro los protegiera.

Todavía era crudo invierno, pero la esperanza era en nosotros fuerte y firme como los vástagos que empezaban a apuntar en los árboles. No teníamos esclavos, y el uno era criado de los demás en las tareas de cocinar, limpiar el fuerte e ir en busca de agua. Jamás he probado agua tan fresca y pura como la del manantial de Filo. En nosotros había una alegría como raramente he conocido. Recuerdo un día en que recorría un serpenteante camino, cargado de aceite, cantando, y hablando de cuando la ciudad fuese libre. Lisias dijo que procuraría tener un hijo.

—Aunque tampoco me importa si viene primero una niña. Las niñas me hacen reír.

—Escribiré a Siminias y Kebe. Les debemos hospitalidad. Ansían oír a Sócrates.

—Su famoso Fiolao es demasiado matemático para mí.

—Sí, pero les presentaré a Fedón. Estoy seguro de que disfrutará oyéndolos hablar.

A temprana hora de una mañana caímos sobre los hombres que guardaban el paso, los cogimos por las piernas y los arrojamos a la llanura. Pronto tuvimos noticias del pánico que reinaba entre los Treinta. Incluso los Tres Mil, en otro tiempo la fuerza en que se apoyaban, no confiaban en ellos desde que Terámenes fue borrado de la lista. Nos regocijamos al saberlo; pero no tanto cuando tuvimos la prueba de cuán profundo era su miedo.

Después de la arrogancia, la justicia; pero la locura los arrastraba. Necesitaban un refugio para protegerse contra ciertos extremos, y escogieron Eleusis, porque si la situación se ponía difícil podían huir por mar. Pero como no habían procedido bien con nadie, no estaban muy seguros de que los eleusinos no los traicionaran. So pretexto de un ejercicio militar, los hicieron pasar a través de una estrecha poterna para cogerlos a medida que iban pasando. Asesinaron a todos los hombres y jóvenes de Eleusis, pero no con sus propias manos, pues procedieron como hombres culpables ante los dioses. Los condujeron a Atenas y ante el Senado los acusaron de ser peligrosos para la Ciudad, no molestándose en presentar otras acusaciones. El voto fue abierto: los culpables a un lado, los inocentes al otro. El Senado se hallaba defendido por espartanos pesadamente armados.

Los senadores votaron por la muerte. Habían descendido tanto, que ya sólo había un peldaño más bajo. Pero era el último. Se hallaban en el fondo del pozo, y algunos aún tenían ojos para verlo.

Cuando las noticias llegaron a las montañas, supimos que a los ojos de los dioses y los hombres nuestro tiempo había llegado.

A la mañana siguiente nos dispusimos a emprender la marcha.

Al mediodía comimos y descansamos, pues aquella noche no dormiríamos. Después de haber examinado nuestras armas, Lisias me dijo:

—Parecemos demasiado hombres de Filo. Vamos a componernos de manera que podamos ser reconocidos en la Ciudad.

Nos cortamos el uno al otro el cabello, pero luego no supimos decidir si debíamos emprender la marcha con barba o sin ella. La teníamos muy crecida, y nos habíamos acostumbrado a ella. Pero Lisias, riendo, observó:

—Quiero que mi esposa me reconozca.

Al final nos afeitamos los dos, y nos alegramos de haberlo hecho, pues nos procuró la sensación de que regresábamos a casa.

Cuando la luz comenzaba a cambiar sobre las montañas, sacrificamos un carnero y vertimos libaciones. El adivino dijo que los signos eran buenos, y entonces nos pusimos en pie para cantar el himno de triunfo. Poco después comenzamos nuestra marcha, pues teníamos que recorrer mucho camino para cruzar las montañas.

Antes de que sonaran las trompetas, Lisias y yo nos encontrábamos en los muros, viendo cómo resplandecía Atenas bajo los oblicuos rayos del sol invernal. Me volví a él para decir:

—Pareces triste, Lisias. Aquí lo hemos pasado bien, pero lo vamos a pasar mejor.

Sonriendo, contestó:

—Amén, y que así sea.

Entonces permaneció silencioso durante un rato, contemplando la Ciudad Alta, apoyado sobre su lanza.

—¿De qué se trata? —pregunté, pues mi mente estaba llena de recuerdos, y sabía que él los compartía.

—Pensaba en el sacrificio que acabamos de hacer —contestó— y en la forma en que uno debe orar. Los hombres que están a punto de iniciar una empresa como la nuestra tienen derecho a encomendarse al cielo. Pero uno mismo. Hemos pedido muchas cosas a los dioses, Alexias. Algunas veces las conceden, y otras no lo creen oportuno. De manera que hoy les hecho la súplica tal como Sócrates nos enseñó en otro tiempo: «Zeus Sapiente, dame lo que sea mejor para mí. Aleja lo malo, aunque sea lo que te haya pedido; y dame lo bueno que por ignorancia no te haya suplicado».

Antes de que pudiera replicarle, las trompetas sonaron, y descendimos a la puerta.

El curso del año había quedado atrás. La luz nos acompañó a través de las montañas, y cuando alcanzamos la llanura de Eleusis, el polvo nos ocultó en el camino. El enemigo no salió a nuestro encuentro. Los Treinta vigilaban el paso, para guardar las granjas.

Un poco después de medianoche, bordeando la playa, entramos en El Pireo.

Al principio todo fue silencio. Después la ciudad despertó, pero no para lanzar un clamor o en confusión. Habíamos llegado como hombres mucho tiempo esperados, con la paciencia de los hombres nacidos para el mar. El rumor corrió a lo largo de las calles, y las casas abrieron sus puertas. Los hombres salían con espadas, cuchillos, hachas o piedras; las mujeres, esposas decentes mezcladas con las hetairas, venían a traernos pasteles o higos, y sintiéndose intrépidas en la oscuridad, nos los ponían en las manos. También salieron los metecos: frigios y sirios, lidios y tracios, a cuyos parientes los Treinta habían matado y desplumado con menos piedad que la mujer del granjero al escoger una gallina para la olla.

Cuando despuntó el día, supimos que todo El Pireo era nuestro, al menos en lo que se refiere al sentimiento. Pero el sentimiento no atraviesa una pesada armadura, y tampoco lo hacen las piedras. La ciudad había sido tomada, pero la batalla tenía que ser librada aún.

El helado sol se asomó sobre Himeto. El día se hizo claro, y desde los tejados vimos acercarse al enemigo; primero los caballos, y después los hoplitas, avanzando desde la sombra de los Muros Largos, a la soleada brecha de Lisandro. Cuando estuvieron mucho más cerca, pudimos ver que su número nos sobrepasaba en la proporción de cinco a uno, y como no había posibilidad alguna de sostener las defensas exteriores, nos retiramos a la vieja fortaleza de Municia, donde son adiestrados los efebos. En el pedregoso camino que asciende desde el mercado a la ciudadela, tomamos posición los que nos hallábamos bien armados. Detrás de nosotros, esparcidos entre las rocas, se encontraban los hombres de Filo que disponían de armas ligeras o los que no tenían ninguna. También estaba allí el pueblo de El Pireo, con hachas, cuchillos y piedras.

Entonces, como siempre ocurre en la guerra, se produjo una pausa. El ejército de la Ciudad estaba sacrificando y tomando sus medidas. Detrás de nosotros las gentes se gritaban las unas a las otras. En el puerto, las gaviotas revoloteaban y gramaban. Abajo oímos una orden, un caballo relinchando, el ruido que hicieron los escudos al ser depositados en el suelo. Iniciamos la ociosa charla de los soldados que esperan. Recuerdo haber preguntado:

—¿Cuándo te has remendado la sandalia, Lisias? ¡Qué chapucería has hecho con ella! ¿Por qué no me has pedido que te la arreglara yo? No ignoras que lo hago mejor que tú.

Y él contestó:

—Oh, no había tiempo.

Entonces sonó una trompeta, oímos el ruido de las armaduras, y el enemigo penetró en el mercado.

Desprovisto de tráfico y con sus tenderetes vacíos parecía muy ancho. Las tropas, en su marcha, lo llenaban de extremo a extremo, y una fila seguía a la otra. Creo que sus escudos se aproximaban de cincuenta en fondo. Sé que los nuestros eran diez.

Cuando se desplegaron, comenzamos a conocerlos. No había espacio para los caballos, y los jinetes venían a pie; pero se los podía distinguir por el oro de sus armaduras y sus crestas de bronce labrado. Uno no tenía sino que escoger a un hombre aquí y a otro allí, y sin embargo pensé: «Jenofonte no viene con ellos», y me sentí alegre. Entonces a la izquierda vimos el estandarte y Trasíbulos gritó con su enorme voz:

—Los Treinta están aquí.

Como tenía por costumbre hacerlo en Samos, nos habló de nuestra justa causa, y nos recordó que los dioses nos habían mostrado su favor cuando nos salvaron con la nieve.

—Luchad cada uno de vosotros de manera tal que podáis sentir que la victoria es vuestra sólo. Tenéis todo que ganar: vuestro país, vuestros hogares, vuestros derechos, la contemplación de vuestros amantes y vuestras esposas; alegría si vivís, gloria si morís. Ahí están los tiranos; la venganza es nuestra. Cuando inicie el himno de triunfo, fijaos en mí, y lanzaos al ataque. Nuestra confianza se halla depositada en los dioses.

Se volvió al adivino, quien, habiendo hecho el sacrificio, se acercaba con la venda sagrada en la cabeza. Pasó a través de nosotros para colocarse delante como si no nos oyera ni nos viese. Por sus ojos supe que Apolo lo poseía.

—Estad tranquilos —dijo—. El dios promete victoria; pero primero un hombre tiene que caer. Hasta entonces permaneced firmes.

Entonces con un fuerte grito invocó el nombre del dios y pronunció:

—Yo soy.

Y dicho esto se lanzó hacia adelante, sobre la línea de escudos que había debajo. Durante un momento, dado lo súbito de su acción, quedaron inmóviles; pero después las lanzas arremetieron contra él, y cayó. Y los muros de Municia repitieron el eco de la voz de Trasíbulo cuando inició el himno de triunfo.

Corrimos cerro abajo. La ladera nos hizo sentimos ligeros, tanto más cuanto que nuestro propósito nos prestaba alas. Fue como el último trecho de la carrera, cuando el Eros de la victoria impele al corredor. Sé que maté y maté, y sin embargo no sentía mayor furia que el sacerdote que derrama la sangre de la víctima. Lisias y yo luchábamos codo a codo, arremetiendo hacia adelante, sintiendo a la línea enemiga ceder ante nosotros, rompiéndose en trozos. Eran muchos, pero su corteza era frágil y su centro suave. Eran hombres que no estaban en paz con los dioses, ni con sus propias almas. Al cabo de poco tiempo, si un hombre se mantenía aún firme, era uno que no tenía nada que perder. En aquella fase de la batalla oí una voz que trataba de reanimar la línea. Era la voz de un orador, no acostumbrado a hablar en el campo de batalla, donde el hombre habla al hombre. Le reconocí, y abandonando de un salto a Lisias, me lancé hacia él a través de la masa de hombres.

Lo vi junto al tenderete de un alfarero, que se alzaba vacío en un lado de la plaza. Me fui acercando en silencio, sin gritar su nombre, sin lanzarle un reto, pues sabía que eran muchos los que deseaban tanto como yo librar combate con él. Como un amante lo busqué, manteniendo en la sombra a mis rivales. Entonces lo tuve ante mí, y a través de las rendijas de su yelmo vi sus ojos.

Cuando nos hallábamos escudo contra escudo, dije:

—Una vez me cortejaste, Critias. ¿No estoy bastante próximo ahora?

Pero no hizo sino cerrar los dientes y jadear, pues yo había estado viviendo duramente, y él con suavidad, y le fallaba el aliento.

Volví su escudo con el mío, lo empujé, y le herí en la pierna.

—¿Me conoces? —pregunté—. Soy el hijo de Miron.

Esperé que su cara se alterara; pero excepto por una mueca al recibir el lanzazo, su expresión no cambió, y comprendí que aquel nombre sólo era uno más entre los muchos que había mandado a la muerte y no significaba nada para él. Ante esto sentí una gran ira, en forma tal que mi fuerza llameó como una antorcha. Presioné contra él hasta hacerlo inclinarse de espalda, y entonces aferré su rodilla con la mía, como había visto hacer a Lisias en el pancracio. Cayó hacia atrás, y su armadura produjo gran estrépito al chocar contra los bastidores del tenderete del alfarero.

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