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Authors: Mary Renault

Tags: #Novela histórica

Alexias de Atenas (57 page)

BOOK: Alexias de Atenas
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Salimos del camino, y en un lugar resguardado entre las rocas hicimos un pequeño fuego y comimos lo que teníamos. Fue como en los días de campaña. Permanecimos sentados recordando viejas luchas y viejos camaradas, hasta que el sueño comenzó a vencernos.

Entonces, como teníamos por costumbre años atrás, empezamos a discutir sobre si la parte más espesa de nuestras capas debía ser extendida para tumbamos sobre ella, o si debíamos dejarla encima para protegernos del frío. Cuando uno, no recuerdo cuál, se sometió gruñendo al punto de vista del otro, procedimos a extenderlas, pero comprobamos que no había ni el menor trozo que pudiera ser escogido en cuanto a espesor, y nos echamos a reír, después de los cual nos tumbamos para disponernos a conciliar el sueño.

Estábamos cansados, y dormimos hasta bastante tarde. Cuando abrí los ojos, vi que los primeros resplandores del amanecer llenaban ya las cumbres. Después oí a una voz decir suavemente:

—Uno de ellos se ha despertado.

Toqué a Lisias para despertarle sin hacer ruido, y a tientas busqué la daga. Entonces volví la cabeza, y vi a dos jóvenes, o más bien a dos muchachos, sentados y sonriendo. Sus ropas eran de cazador, compuestas por túnicas de piel, cinturones y espinilleras. Uno era fornido y rubio, el otro de miembros largos y moreno. El rubio dijo:

—Buenos días. ¿queréis participar en el desayuno de unos cazadores?

Los saludamos, y nos condujeron al lugar donde se encontraban sus caballos. Había allí una hoguera, y una liebre asándose en las brasas envuelta en arcilla y hojas. Los muchachos la extrajeron, quemándose los dedos, jurando y riendo, la cortaron, y nos ofrecieron los mejores pedazos, en la punta de sus cuchillos.

Después nos preguntaron las últimas noticias de la Ciudad.

—Explicadme, por favor —dijo el moreno—, ¿cómo puede un hombre conversar con otro a quien no ve u oye?

Algo en la forma en que hizo la pregunta me dijo que estudiaba filosofía, y por ello, sonriendo, contesté:

—Ilumina mi ignorancia, tú que eres el mejor de los hombres.

—Puede hacerlo si es tebano, pues nuestra nueva ley es que cuando encontremos atenienses cruzando las montañas para tomar las armas contra los tiranos, no los veamos ni oigamos.

—Sin embargo —observó el rubio—, cuando os hemos visto dormidos, por un momento hemos olvidado de que erais invisibles y nos hemos dicho: «Estos dos son viejos amigos como nosotros, y en consideración a la amistad debemos agasajarlos». Kebe y yo pronunciamos hace un año el voto de Iolaos. Mi nombre es Siminzas.

También nosotros nos presentamos, con cumplidos sobre su larga relación. Hubiera sido difícil decir cuál de los dos era el mayor, excepto que Kebe, el moreno, conservaba aún su cabello de muchacho. El sol se elevó mientras comíamos, redondo y rojo sobre las nieblas del valle. Simmias dijo:

—Nuestro maestro, Filolao el pitagórico, considera que el sol es un gran espejo redondo que, como un escudo pulido, refleja el fuego central del universo. Pero ¿por qué es rojo el fuego al amanecer, y blanco al mediodía? De esta manera no podemos determinarlo a nuestra satisfacción, ¿no es cierto, Kebe? ¿Cómo explican el sol los filósofos atenienses?

—Casi de tantas formas como filósofos hay —contestó Lisias—. Pero nuestro maestro dice que la naturaleza de Helios es un secreto del dios, y que lo primero que un hombre debe hacer es conocerse a sí mismo y buscar la fuente de luz en su propia alma. No comemos todo cuanto vemos, pero hemos aprendido qué puede ser bueno para nuestro cuerpo. Lo mismo ocurre con la mente.

—Eso es razonable —dijo Kebe—. El alma intelectual del hombre es una cuerda que debe ser pulsada en todas sus partes, como la música de las esferas es el acorde de los cuerpos celestiales. Si los intervalos no tienen medida alguna, ofrece menos sentido que la música de una lira desafinada. Esto es lo que nos enseña Fiolao.

—Pero —observó Siminias— pronto regresará a Italia, y entonces ya no tendremos maestro, pues no nos sentimos satisfechos con ninguno de los otros que hay aquí. Nuestros padres no nos dejarán ir a Atenas mientras los tiranos sigan dominando allí, de manera que ya veis que tenemos nuestras propias razones para desear que se vayan. Decidnos algo más de ese maestro vuestro. ¿Tiene algo nuevo que decir sobre la naturaleza del alma?

Al final pusieron nuestras alforjas sobre sus caballos, y emprendieron la marcha con nosotros, sin dejar de hablar en todo el camino hasta Tebas. Aquella noche dormimos en yacijas en la habitación de los huéspedes de la casa del padre de Siminias. Alojaba a dos o tres atenienses más, y la casa del padre de Kebe se hallaba llena ya. En todas partes encontrabas un amigo, en forma tal que era difícil creer en la amargura de días anteriores. Habían visto bastante, decían, de las oligarquías de Lisandro, en la que los peores hombres regían por los peores medios para los peores fines. Los amigos de la libertad no eran tebanos y atenienses, sino sencillamente helenos.

Al día siguiente, los muchachos desearon llevarnos a oír a Filolao; pero nos excusamos, porque primero deseábamos ver a Trasíbulos. Fue como en los viejos tiempos penetrar en una pequeña taberna, y verlo sacar de debajo de la mesa las largas piernas y a grandes zancadas acercarse a nosotros, sus cálidos ojos honestos en su magra y morena cara.

—¡Hombres de Samos! —exclamó—. La mejor noticia de hoy.

Una semana después dejamos Tebas, la de las siete puertas; pero no solos.

Formando un grupo de setenta hombres emprendimos la marcha a la luz roja del atardecer. Nuestros escudos se hallaban cubiertos, y las armaduras, bronceadas y con una capa de aceite negro.

Todos íbamos pesadamente armados, a pesar de la forma en que habíamos abandonado el Ática. Nos habían armado los tebanos. Al cruzar la frontera erigimos un altar e hicimos sacrificios a Atenea y a Zeus. Los augurios fueron buenos.

Desapareció el sol, pero se elevó una pequeña luna, lo bastante clara como para impedir que nos rompiéramos la cabeza en las montañas. Se ocultaría tarde, lo cual nos convenía. Al resplandor de su luz llegamos al lugar donde el paso se iniciaba en el borde de la montaña. Abajo había un barranco y una ladera escarpada, y sobre la ladera el fuerte de piedra de Filo, destacándose con su fachada hacia el camino de Tebas.

Descendimos al valle, avanzando en fila india por un pequeño sendero. Al fondo había un riachuelo, cuya fuente se encontraba arriba, en la colina, y cuya agua era pura y muy buena para beber.

Allí esperamos, mientras un explorador ascendía hasta colocarse debajo de los muros. Regresó al cabo de una hora. Sólo había una guarnición de tiempo de paz, alegre de pasarlo bien porque los espartanos se habían ido. Nos dijo que se habían dado la contraseña en voz tan alta como si se hubiesen saludado en el Ágora.

Con sigilo subimos a la puerta principal justamente cuando la guardia estaba a punto de relevarse. La luna se había ocultado. Alguien dio la contraseña, y cuando la puerta fue abierta, unos la sujetamos, mientras otros irrumpían en el interior. Afortunadamente, la poterna que daba al barranco, por la cual eran arrojadas las basuras, no tenía vigilancia. El camino era escarpado, pero algunos de nuestros montañeros lograron subir hasta allí.

Jamás he visto una guarnición más desconcertada. Cuando hubieron comprendido quiénes éramos, no hicieron la menor resistencia. El oficial que mandaba el fuerte, pensando en su reputación, se aprestó a luchar; pero Trasíbulos lo cogió y, sujetándolo procurando no herirle, le preguntó por qué se preocupaba de mantener su honor ante gobernantes que no sabían lo que era el honor, cuando por su parte podía obtener una imperecedera fama de liberador. Al final no sólo él, sino la mitad de la guarnición, prestó juramento con nosotros, y creo que todos ellos parecieron cinco años más jóvenes. A los demás los mantuvimos atados hasta que fue de día, y entonces les quitamos las armas y los dejamos marchar.

Después, Lisias y yo, mientras montábamos guardia en las murallas, vimos elevarse el sol. Apareció rojo y púrpura, pues el invierno se acercaba, y allí arriba podía sentirse ya el mordisco del hielo.

Luego sus rayos dorados tocaron las alturas; pero debajo de nosotros el barranco, al cual llamaban Tragador de Carros, era como un río de brumas insondables. La luz se extendió, la niebla se dispersó, y a lo lejos, a través del barranco, pudimos ver la llanura de Acarnas, en la que se alcanzaba a distinguir una carretera. Al término de la carretera, resplandeciendo tenuemente, se alzaban las murallas y los tejados de Atenas. En el centro, la Ciudad Alta, semejante a un altar, elevaba sus ofrendas a los dioses. Durante largo rato la contemplamos en silencio, y luego Lisias dijo:

—Creo que verdaderamente estamos viendo el amanecer.

XXVII

El segundo día, desde los muros vimos avanzar al ejército de Atenas.

En el cielo no había nubes, y era de un azul purísimo. Caballos e infantes avanzaban por el camino como cuentas cosidas a una cinta, y parecía como si no se movieran. Después las montañas los ocultaron. Un poco antes del anochecer los vimos muy cerca, en el paso.

Observamos la línea de hombres desplegarse en torno a nosotros, primero como una hebra, después como una cuerda, luego como un gran cable grueso como el cíngulo de un barco. Creo que cinco mil hombres se instalaron aquella noche delante de Filo. El tren de bagajes se derramó sobre el escarpado camino, transportando los víveres. Cuando los acabaran, les serían traídos más. Nosotros sólo teníamos los que habían sido dejados para una fuerza de cincuenta hombres.

Encendieron las hogueras, y acamparon para pasar la noche.

Para los jefes fueron montadas tiendas. Los Treinta en persona se encontraban allí. Todos vimos cuál sería probablemente el fin. Pero creo que ninguno hubiera cambiado Filo por Atenas. Bajo nuestro muro oriental, tan escarpado que desde allí los pinos parecían pequeños chaparros, estaba el Barranco de los Carros. En aquella parte había aún una puerta abierta hacia la libertad, que podríamos usar cuando se hubieran acabado los víveres.

Durante toda la noche las estrellas brillaron sobre nosotros y las hogueras ardieron debajo. El amanecer fue claro. Nos trajo un heraldo que a gritos nos pidió que nos rindiéramos al Consejo. Reímos, y contestamos lo que nos pareció bien. Al pie del collado, algunos de los caballeros procuraban que sus caballos fueran atendidos. Eran jóvenes ricos, que hacían la campaña como jinetes. Uno o dos se acercaron y, lanzándonos injurias, nos gritaron que bajáramos.

—No —contestamos—. Subid vosotros. Honrad la casa. Hacednos felices.

De repente, unos cuantos montaron a caballo y subieron al collado. Quizá por fanfarronería, tal vez esperando que podrían alcanzarla, trataron de forzar la puerta.

Filo estaba bien provisto de jabalinas. Desde los muros observé a un hombre que intentaba acercarse. Otro par de ellos hubieran constituido un blanco igualmente bueno, pero lo escogí a él para castigar su insolencia. Era un individuo bien constituido, que montaba a caballo como si hubiera crecido a lomos de él.

También él estaba armado con una jabalina. Se preparó a dispararla cuando alcanzó la cima, pero hacia abajo se arroja mejor.

Me había visto. Los dos apuntamos a la par. Entonces, un momento antes de que ambos la soltáramos, se reprimió con gran sobresalto, como si le hubiera acertado ya. Su caballo acusó el efecto, y se encabritó, frustrando mi tiro. Mientras forcejeaba con su montura, el yelmo le cayó hacia un lado, y yo me quité el mío para poder ver. Era Jenofonte. Durante un instante, mientras él permanecía a lomos del cabriolante caballo, nos miramos a los ojos el uno al otro. Luego cabalgó hacia el ángulo del muro, y ya no lo vi mas.

Los caballeros fueron derrotados, y varios de ellos quedaron heridos. Aquel día no hubo más lucha. Trasíbulos contó los víveres. Entonces, exceptuando a los centinelas, nos congregó a todos para rogar a Zeus el Salvador que, puesto que amaba la justicia, no dejara perecer a la Hélade junto con nosotros. Hicimos la oración, y cantamos un himno. El atardecer llegó, solemne y rojo, con un aire frío. Por la noche, Zeus el Salvador se inclinó hacia nosotros y nos abrió su mano.

Su mano se abrió, y de un cielo lleno hasta entonces de grandes estrellas blancas, empezó a caer la nieve. Fría como el pecho de Artemisa y punzante como sus flechas, estuvo cayendo toda la noche, y cuando despuntó el día, aún continuaba cayendo. Las cumbres de las montañas aparecían a través del torbellino de copos como mármol veteado de negro. Abajo se encontraban las tenues tiendas de los que nos asediaban, y la mayor parte de los que no tenían donde refugiarse se amontonaban en torno a las humosas hogueras encendidas con leña mojada. Todos ellos se golpeaban el cuerpo y pateaban el suelo para evitar helarse, pues con las mantas que hubieran necesitado ellos habían envuelto a los hambrientos caballos. Un ejército de mendigos miraba con envidia hacia nuestro refugio. Los llamamos, invitándoles a visitamos y diciéndoles que procuraríamos que estuvieran calientes.

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