Alexias de Atenas (59 page)

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Authors: Mary Renault

Tags: #Novela histórica

BOOK: Alexias de Atenas
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Se agarró a un estante, pero se vino abajo. Resbaló, y se desplomó de espaldas. Me incliné sobre él para quitarle el yelmo. Entonces vi que en su cabello había muchas hebras grises y que su cara, dominada por el miedo, estaba arrugada como si hubiera envejecido muchos años, y al tener que matarlo el estómago se me contrajo, hasta que recordé que había olvidado el nombre de mi padre. Entonces pensé: «Bajo mis rodillas hay una bestia, no un hombre». De manera que saqué la espada y la lancé hacia su cuello diciendo:

—Toma esto por Miron.

Abrió la boca y murió. No sé si me oyó.

Cuando tuve la seguridad de que había muerto, me levanté y comprobé que la batalla continuaba en tomo a mí. Elevando la voz grité:

—¡Lisias!

Tenía muchos deseos de poder decirle lo que acababa de hacer.

Oí su voz elevándose sobre los ruidos de la batalla.

—¡Alexias! ¡Ya voy!

Entonces pareció como si una gran roca hubiera caído sobre mí, aplanándome y hundiéndome en la oscuridad. Los ruidos de la batalla me alcanzaron sin significado alguno, de la misma manera que un niño a punto de dormirse escucha las voces en la habitación contigua.

Volví en mí en un patio lleno de hombres heridos. En el centro había una fuente cuya agua caía en una concha de baldosas azules, como la que construyen los medas. La cabeza me dolía, y me sentía muy mal. El golpe recibido en el yelmo me había dejado aturdido, pero la cabeza no me sangraba. Tenía la herida en la cadera, justamente debajo del borde del corselete. Era profunda, y en tomo a mí había un charco de sangre. Debí de ser alcanzado al caer. La mancha era negra y estaba seca en los bordes, y por eso supe que llevaba allí algún tiempo.

Tenía sed, y el sonido del agua la aumentó. Mientras deseaba beber, por vez primera pensé: «¿Soy cautivo o estoy libre?». Volviendo la cabeza hacia un hombre que yacía junto a mí, pregunté:

—¿Hemos ganado?

Lanzó un profundo suspiro, e hizo rodar la cabeza hacia mi. Vi que estaba a punto de morir.

—Hemos perdido —contestó, y cerró los ojos.

A pesar de estar tan alterado, lo reconocí. Era Carmides. Lo había visto durante la batalla, allí abajo en el mercado, entre los caballeros. Lo llamé por su nombre, pero ya no volvió a hablar.

Empecé a arrastrarme hacia la fuente, pues al saber que habíamos ganado me sentí animado; pero un hombre que podía caminar y emplear un brazo, me trajo agua en un yelmo. Bebí, le di las gracias y le pregunté si hacía mucho que había terminado la batalla.

—Hace una hora —respondió— Han establecido una tregua para recoger los muertos. Yo he estado allí hasta hace muy poco rato. Los Treinta han huido. Antes de venir aquí, los hombres que recogían los cuerpos hablaban entre sí a pesar de pertenecer a bandos distintos.

Me dijo más, pero me encontraba demasiado débil para escucharlo. Miré mi sangre extendida en el suelo, deslicé sobre ella la mano y pensé: «Bien vertida». Descansé un rato. Una anciana vino y me ató una tela alrededor de la herida. Entonces me sentí mejor, abrí los ojos y miré en tomo a mí, sintiendo la impaciencia de que alguien viniera para llevarme junto a mis amigos.

Oí los pasos de hombres transportando un peso, y me volví para llamarlos. Pero llevaban sobre un escudo un cuerpo muerto. La cabeza colgaba por detrás, las piernas pendían desde las rodillas y una capa de jinete había sido echada sobre él, en forma tal que su cara permanecía oculta. No reconocí la capa, y ya volvía la cabeza cuando vi que los dos hombres me miraban, y luego se miraban el uno al otro. Entonces sentí el corazón oprimido, y mis heridas se quedaron frías. Los pies aparecían por debajo de la capa, y una de las sandalias estaba remendada.

Hallé mi voz y llamé a los hombres, que al principio pretendieron no haberme oído. Pero se detuvieron cuando volví a llamarlos.

—¿Quién es? —pregunté.

Los dos esperaron a que fuera el otro quien hablase primero; pero luego uno dijo:

—Lo siento, Alexias.

El otro explicó:

—Ha muerto muy bien. Después de haber sido herido dos veces, aún se mantenía en pie, y luego aún ha sido herido otra vez. Debemos irnos, Alexias, pues pesa.

—No lo llevéis más allá —pedí—. Dejadlo aquí conmigo.

Miraron al patio, el cual se hallaba atestado, y luego volvieron a mirarse el uno al otro. Adiviné lo que pensaban: que a los hombres heridos no les gusta estar con los muertos. De manera que dije:

—Iré con vosotros, entonces.

Me levanté y me arrastré detrás de ellos. En el Pórtico hallé una lanza con la cabeza rota, y la tomé para apoyarme en ella. Recorrimos un breve trecho, y llegamos a un pequeño pavimento ante un altar. Junto a él había una pared rota, y las piedras estaban cubiertas de polvo; pero no podía caminar más, y por eso dije:

—Aquí mismo.

Lo depositaron en el suelo y, excusándose, tomaron la capa y el escudo, pues tenían que ir a buscar otros cadáveres. Había sido herido entre el cuello y el hombro, y la pérdida de sangre era lo que le había matado. Se hallaba tan exangüe que su piel no era descolorida como la que vemos en los muertos, sino como un mármol claro y amarillo. Había sangre en su armadura y en su cabello. No llevaba puesto el yelmo, y sus ojos abiertos miraban hacia el cielo, como si estuvieran haciendo una pregunta. Tuve que oprimir mi mano sobre ellos largo rato antes de conseguir cerrarlos.

Su cuerpo no se había puesto rígido aún, pero su piel empezaba a enfriarse. Yacía ya como uno de los incontables muertos. Siempre, hasta donde alcanzaban mis primeros recuerdos, tanto si cabalgaba, como si caminaba, o corría o permanecía de pie hablando en la calle, había podido distinguirle entre los demás hombres; y entonces, en la oscuridad de la noche, no era posible confundir su mano con la de otro. Las moscas habían comenzado a llegar, y tuve que espantarlas.

Me sentía débil como un niño, mental y corporalmente, y, sin embargo, no me era posible llorar. Eso está bien, podéis decir; pues cuando un heleno muere honrosamente, incluso una mujer debe reprimir sus lágrimas. También a mí se me enseñó desde mi primera juventud lo que es conveniente sentir en tales ocasiones, y nunca había ignorado que aquel a quien amaba era mortal. Sin embargo, entonces era como un desconocido a la tierra y a mi propia alma. Pues me decía que si había algún dios que se preocupaba de las vidas de los hombres, el mismo dios tenía que estar sufriendo conmigo.

Y cuando pensé que los Inmortales vivían lejos de allí, en eterno goce, celebrando eternas fiestas, me pareció que los dioses no existían.

Después de no sé cuánto tiempo, los dos hombres que lo habían traído, volvieron para ver cómo me encontraba. Dije que estaba bastante bien, y les pregunté si le habían visto caer. Contestaron que no, pero lo habían oído ensalzar a aquellos que lo vieron, y uno dijo que había estado a su lado cuando murió. Le pregunté si había hablado con alguien.

—Sí —respondió—, con Eucles, a quien conocía mejor que a mí, y le ha preguntado por ti. Parecía temer que hubieras muerto. Ha dicho que habías gritado pidiendo su ayuda, y creo que recibió sus heridas al intentar ir a tu lado. Le dijimos que habías sido sacado del campo de batalla, pero no herido mortalmente, y eso pareció dejarle contento. Descansó un poco. Entonces su mente empezó a nublarse, y comenzó a bostezar, como he visto hacer a otros hombres tan desangrados como él. Y dijo: «Él cuidará de la niña». ¿Tienes una, pues? Pero supongo que tú sabes lo que quiso decir.

—Sí —contesté—. ¿Dijo algo más?

—Viendo que estaba a punto de morir, Eucles le preguntó si deseaba dejarte algo de recuerdo. No contestó nada, pero sonrió. Creí que no había oído. Pero cuando Eucles se lo preguntó de nuevo, contestó: «Lo que tenga». Eucles le ha indicado que tenía un anillo, y él ha intentado sacárselo del dedo, pero su debilidad era muy grande y no pudo hacerlo. Eucles lo guarda para ti. Precisamente en el momento en que lo cogía, las tropas de la Ciudad fueron rechazadas en el Ágora, dejándonos dueños del campo. Trasíbulos ordenó que las trompetas anunciaran la victoria. Lisias abrió los ojos, preguntando: «¿Hemos ganado nosotros?». Le dije que sí, y él murmuró: «Entonces todo va bien, ¿no es cierto?». Eucles contestó: «Sí, Lisias, todo va bien». Y en ese instante murió.

Le di las gracias, y ambos se fueron. Cuando se hubieron marchado, levanté su mano, y vi lo mucho que se la habían desollado al quitarle el anillo para mí. Entonces lloré.

Después, en los muros de Municia oí a los triunfadores entonar un himno de alabanza a Zeus. Escuché, con la cabeza dándome vueltas y los sentidos sumidos en sombras, pues al caminar se me había abierto la herida y otra vez sangraba. Luego unos hombres me colocaron sobre una litera, discutiendo si estaba vivo o no. No hablé, pues eso parecía importar poco. Permanecí con los ojos cerrados, escuchando el himno de triunfo.

XVIII

Un año después, un cálido día de primavera subí a la Ciudad Alta a recibir una corona de olivo.

La Ciudad había votado por Trasíbulos y los hombres que habían ido con él a Filo. La guerra civil estaba terminada, y la tiranía había sido derrotada del todo, pues Lisandro se había trasladado a Esparta con objeto de intrigar para conseguir un reinado, y el rey Pausanias, habiéndose enterado de ello, se había puesto en marcha para derribarlo. En su propósito de minar su poder en todas partes, los reyes nos habían dado permiso para establecer de nuevo una democracia. De manera que la Ciudad dio las gracias a Zeus, y prometió regir con perfecta justicia.

Era extraño permanecer otra vez en el templo de la Doncella, y sentir las ramas de olivo ceñir mis sienes. En mi juventud muchas veces había rogado que Lisias y yo pudiéramos ser coronados juntos, y supongo que también él había rogado lo mismo. Pero era yo quien recibía la corona por él. La acepté por Talía, pues era a mí a quien correspondía cuidar de ella en esto y otras cosas. Pero, en estos veinticinco años, la madre de mis hijos ha merecido de mí cosas mejores.

Después hubo discursos alabando a los liberadores, honrando a los muertos y confiando en buenas perspectivas para la Ciudad, pues aunque habíamos perdido un imperio, habíamos hallado justicia, el mayor de los dones que Zeus hace a los hombres. A continuación hubo un concurso coral, una carrera para hombres, y, al atardecer, una carrera de antorchas para los muchachos.

En la pausa entre las competiciones, me hallaba sentado en el estadio pensando que después debía bajar para ver a los muchachos a los que había entrenado para la carrera, con objeto de animarlos si era necesario. Pero tenía tiempo aún. Los vendedores de agua y de vino se afanaban, pues la tarde era cálida y los corredores habían levantado polvo. Como ocurre en tales ocasiones, los amigos se veían los unos a los otros en los asientos y se apresuraban a reunirse. Jenofonte me llamó con un gesto de la mano, y me dirigí hacia donde él se encontraba. Nos saludamos cálidamente. La amnistía nos había dado a ambos una agradable excusa para reanudar nuestra amistad.

Dije que últimamente le había echado de menos en la Ciudad, y le pregunté dónde había estado.

—En Delfos, consultando a Apolo cómo debo hacer el sacrificio antes de emprender el viaje que me propongo llevar a cabo.

Le pregunté si marchaba lejos.

—A Persia, a luchar por Ciro.

Le miré con fijeza, demasiado sorprendido para hablar.

—Próxenos, mi amigo tebano, me ha escrito desde Sardis. Se halla ya al servicio de Ciro, y me dice que jamás ha conocido a un más cumplido soldado y caballero. Y Próxenos es entendido en tales materias. Al parecer se necesita una fuerza para limpiar de bandidos las montañas, y Ciro es liberal, lo cual representa mucho para un hombre cuyas propiedades se hallan tan arruinadas como las mías.

—Me parece algo muy extraño. ¿Contratar un ejército de helenos para limpiar de bandidos las montañas? No se puede confiar en la palabra de un meda. Puede que te quiera para otra cosa. Mientras te encontrabas allí, ¿no le has preguntado al oráculo si debías ir?

Rió de un modo algo descarado.

—Eso es lo que ha dicho Sócrates. Bien, admito que no deseo cambiar de idea. Pero supongo que si Apolo estuviera mucho contra ella, me daría alguna indicación.

Me sentía más preocupado por él de cuanto me atreví a decir.

Incluso en tiempo de paz, se haría a sí mismo un gran daño en la patria por contratar su espada al señor de Lisandro. Pero él debía de saberlo, pues era soldado y no imbécil. Pensé preguntarle por qué abandonaba la Ciudad justo cuando las cosas empezaban a mejorar, pero no lo hice, pues aunque seguía portándose como un caballero y oficial de caballería, en él había algo sombrío y apagado desde la amnistía. Parecía un hombre sin futuro. A través de todas las complicaciones había avanzado paso a paso sin renunciar a su honor, y al final acabó aborreciendo a los tiranos; pero sus ojos se habían abierto demasiado tarde, y es cierto que entonces la Ciudad tenía poco uso para los hombres que habían sido leales a los Treinta.

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