Alexis Zorba el griego (10 page)

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Authors: Nikos Kazantzakis

Tags: #Relato

BOOK: Alexis Zorba el griego
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»Después de lo cual, sin postrarse, se vuelve para marcharse. Pero ¡infinito es el poder del Señor! en el mismo momento el icono cruje con fuerte ruido como si se partiera en dos. Así crujen los iconos, sépalo usted ahora si antes no lo sabía, cada vez que se disponen a realizar un milagro. Mi padre lo comprendió al instante. Se vuelve, se arrodilla ante la imagen, se persigna y exclama: "¡Pequé, Santísima Virgen, pongamos que todo lo dicho se lo llevó el viento!"

»Apenas llegó a la aldea le comunicaron la buena nueva: "Que Dios te lo conserve, Kostandi, tu mujer ha tenido un varón." Era yo, el que ustedes ven aquí, yo, el viejo Anagnosti. Pero nací con la oreja un tanto orgullosa. Mi padre, ve usted, había blasfemado al tratar de sorda a la Virgen. "¿Conque ésas tenemos? —debe de haber dicho la Virgen—. Pues espera y verás cómo tu hijo te sale sordo ¡así aprenderás a no ser blasfemo!"

Y el tío Anagnosti se santiguó.

—Y eso no tiene importancia —dijo—, ¡loado sea Dios! Porque la Virgen pudo dejarme ciego o cretino, o corcovado, o si no ¡guárdanos, Dios mío, de todo mal! pudo hacer que yo naciera niña. Lo mío no es nada ¡y me postro ante su gracia infinita!

Llenó los vasos.

—¡Que la Virgen nos ampare! —dijo alzando el suyo.

—A tu salud, tío Anagnosti. Hago votos porque vivas cien años y conozcas a tus bisnietos.

El anciano vació la copa de un sorbo y se secó el bigote.

—No, hijo —repuso—, con esto basta. He conocido a mis nietos, con esto basta. No hay que pedir demasiado. Me ha llegado la hora, ya estoy viejo, amigos, tengo los riñones secos, no puedo ya, y no porque me falten ganas, no puedo ya sembrar hijos. Entonces, ¿para qué quiero vivir más?

Llenó de nuevo los vasos, de la faja extrajo nueces e higos secos envueltos en hojas de laurel, y los repartió entre nosotros.

—Todo lo que poseía lo di a mis hijos —continuó luego—. Hemos pasado alguna vez por serios aprietos, pero eso nunca me afligió mayormente. En las manos de Dios está lo necesario.

—En las manos de Dios está lo necesario, tío Anagnosti —dijo Zorba inclinándose hacia la oreja del anciano—, en las manos de Dios, sí, pero no en las nuestras. No nos da nada, el muy mezquino.

Pero el anciano notable frunció las cejas.

—¡Alto ahí, no lo maltrates, amigo! —dijo con tono severo—. ¡No lo trates con aspereza! ¡Que Él también cuenta con nosotros, pobrecillo!

En aquel momento, la tía Anagnosti, silenciosa, sumisa, traía en un plato de barro las "partes" del cerdo y una gran jarra de cobre llena de vino. Dejó todo en la mesa, quedóse de pie, cruzó las manos y bajó los ojos.

Me repugnaba un tanto ese manjar, aunque, por otra parte, no me animaba a rechazarlo. Zorba me miró de reojo con maliciosa sonrisa.

—Es la carne más sabrosa, patrón —aseguró—. No pongas cara de asco.

El viejo Anagnosti dejó oír una risilla.

—Lo que dice es cierto, lo que dice es cierto, pruébalo y verás. ¡Se te derrite en la boca! Cuando el príncipe Jorge ¡toda hora le sea grata!, pasó por nuestro monasterio, allá en lo alto de la montaña, los monjes brindaron en su honor un festín regio y ofrecieron platos de carne a todos los presentes, menos al príncipe, a quien le dieron un plato de sopa. El príncipe toma la cuchara y empieza a remover la sopa. "¿Habichuelas?", preguntó sorprendido, "¿habichuelas blancas?" "Come, Príncipe mío", le dice el viejo
higúmeno
[6]
"come y después nos dirás qué opinas." El príncipe prueba una cucharada, dos, tres, deja el plato limpio y se relame. "¿Qué maravilla es ésta? —dice—. ¡Nunca comí más sabrosas habichuelas! Tan sabrosas como sesos." "No son habichuelas, Príncipe —le dice riéndose el
higúmeno
—, no son habichuelas. ¡Hemos mandado que castraran a todos los gallos del contorno!"

Y riendo, el anciano pinchó con el tenedor un trocito de las "partes" del cerdo.

—¡Manjar de príncipe! —dijo—. ¡Ea, abre la boca!

Abrí la boca y él me metió en ella la porción.

Volvió a llenar los vasos y bebimos a la salud de su nieto. Los ojos del abuelo brillaban.

—¿Qué querrías tú que fuera tu nietecillo, tío Anagnosti? —le pregunté—. Dilo y elevaremos nuestros votos porque se cumplan tus deseos.

—¿Qué podría yo querer, hijo? Pues, que siga por el buen camino, que llegue a ser un hombre honrado, un buen jefe de familia, que se case, y tenga como yo hijos y nietos, y que uno de sus hijos se parezca a mí. Para que los viejos digan al verlo: "¡Oye, cómo se parece al viejo Anagnosti, Dios haya su alma, que era un hombre bueno!"

»Marulia —agregó, sin mirar a la mujer—. Marulia, ¡llena de nuevo esta jarra!

En ese momento, tras fuerte empellón, la puertecilla del cercado se abrió y el cochino se metió precipitadamente en el huerto gruñendo.

—Le duele, pobre animal... —dijo Zorba compasivo.

—¡Claro está que le duele! —exclamó el viejo cretense riendo a carcajadas—. Si te hicieran lo que a él, ¿no te dolería?

Zorba se meneó con brusquedad en la silla.

—¡Que se te seque la lengua, viejo sordo! —murmuró espantado.

El cerdo iba y venía por delante de nosotros mirándonos furibundo.

—¡A fe mía, parece que comprendiera que lo estamos comiendo! —agregó el tío Anagnosti, a quien el poquillo de vino bebido volvía locuaz.

En tanto, nosotros, tranquilamente, muy satisfechos, comíamos cual caníbales bebiendo el rojo vino, y contemplábamos, al través de las hojas plateadas del olivo, el mar que el sol poniente estaba pintando de rosa.

Cuando al caer la noche, dejamos la casa del decano de la aldea, Zorba, también locuaz, sentía que le hormigueaba la lengua.

—¿Recuerdas lo que hablamos anteayer, patrón? Tú decías que te gustaría iluminar el espíritu del pueblo, abrirle los ojos. Pues bien ¡mira! Para tu placer no tienes sino que abrirle los ojos al tío Anagnosti. ¿Viste cómo su mujer se estaba delante de él, esperando órdenes, como un perrillo amaestrado? Ve tú, ahora, a predicarle que la mujer tiene iguales derechos que el hombre y que es una crueldad inaudita el que te comas un trozo de la carne del cerdo mientras el cerdo vivo se queja de dolor en tu presencia, y que es una gran idiotez el dar gracias a Dios por el hecho de que Él lo posea todo y tú te mueras de hambre. ¿Qué saldría ganando ese pobre diablo del tío Anagnosti con todas tus ridiculeces explicativas? Sólo disgustos le traerías con ellas. ¿Y qué beneficio podría obtener la tía Anagnosti? Sería el comienzo de riñas enconadas, la gallina pretendería convertirse en gallo y la pareja habría de trenzarse en lucha a picotazos, desplumándose mutuamente... Deja en paz a la gente, patrón, no les abras los ojos. Si acaso se los abrieras, ¿qué verían? ¡La miseria propia! Déjaselos, pues, bien cerrados, para que sigan con sus sueños.

Se calló un minuto, rascóse la cabeza. Meditaba.

—A menos, dijo después, a menos que...

—Veamos adónde nos lleva ese "a menos que..."

—A menos que cuando abran los ojos puedas mostrarles un mundo mejor que el de las tinieblas en que ahora se pavonean... ¿Puedes mostrárselo?

Yo no lo sabía. Sabía qué cosas se derribarían, pero no lo que se construiría después sobre las ruinas. Eso nadie puede saberlo con certeza, pensé. El mundo viejo está ahí, palpable, sólido, lo vivimos y luchamos con él a brazo partido, existe. El mundo futuro no ha nacido todavía, es inasible, fluido, forjado con la luz con que se tejen los sueños, nube que los soplos violentos del aire sacuden: el amor, el odio, la imaginación, la casualidad, Dios... El más grande de los profetas sólo puede dar a los hombres una palabra que les sirva de santo y seña y cuanto más vaga la palabra, más grande el profeta.

Zorba me observaba sonriendo burlonamente. Sentí enojo:

—Tengo uno —respondí, picado.

—¿Tienes uno? ¿Cuál?

—No puedo decírtelo, no comprenderías.

—¡Eh, es porque no lo tienes! —dijo Zorba meneando la cabeza—. No creas que me chupo el dedo, patrón. Te engañó quien te lo dio a entender. Es cierto que soy tan ignorante como el tío Anagnosti, pero no tan tonto, ¡oh, no! De manera pues, que si yo no lo entiendo, ¿cómo supones que lo entienda él, pobre hombre, o la borrica de su mujer? ¿Ni todos los Anagnosti que haya en el mundo? Lo que les mostrarías ¿son otras tinieblas? Entonces, déjales aquéllas a que están habituados. Hasta ahora lo han pasado bien, ¿no te parece? Viven y viven bien, tienen hijos y hasta nietos. Dios los cría sordos, ciegos, y ellos exclaman: ¡Loado sea Dios! Entonces, déjalos y cierra el pico.

Me callé. Pasábamos ante el huerto de la viuda, Zorba se detuvo un instante, suspiró, mas no dijo nada. Debía de haber llovido en algún lugar. Olor a tierra mojada, lleno de frescura, perfumaba el aire. La luna nueva brillaba, tierna, amarillo-verdosa; el cielo rebosaba suavidad.

"Este hombre —pensé— no ha ido a ninguna escuela y su cerebro no se le ha dañado. Ha visto las más diversas cosas, la inteligencia se le ha despejado, el corazón se le ha ensanchado, sin que perdiera la audacia original. Cualquier problema complicado, que para nosotros es insoluble, él lo resuelve cortando el nudo, como su paisano Alejandro Magno. No es fácil tumbarlo puesto que todo el cuerpo lo tiene apoyado en la tierra, de pies a cabeza. Los salvajes de África adoran a la serpiente porque toca con todo el cuerpo a la tierra y conoce de este modo los secretos del mundo: palpa a la madre nutricia, se confunde con ella, es una sola unidad con ella. Lo mismo ocurre con Zorba. En cambio, nosotros, la gente culta, no somos sino atolondradas avecillas del aire."

Multiplicábanse las estrellas. Ariscas, desdeñosas, duras, desprovistas de toda compasión para con los hombres.

Ya no hablábamos. Mirábamos ambos el cielo con espanto, veíamos encendidas nuevas estrellas en oriente, unas tras otras, y el incendio celeste se extendía con rapidez.

Llegamos a la barraca. No sentía yo el menor deseo de comer y me senté en una de las rocas de la orilla. Zorba encendió el fuego, comió, pareció a punto de venirse a mi lado, pero desistió de tal intento y acostándose en su catre se quedó dormido.

El mar estaba quieto. También inmóvil bajo el tiroteo estelar callaba la tierra. Ni un perro ladraba, ni un lamento de ave nocturna. Silencio total, solapado, peligroso, cuya sustancia eran miles de gritos, tan lejanos o tan ocultos en nuestro ser, que no se los oía. Sólo notaba el latir de la sangre en las sienes y en el cuello.

"¡La melancolía del tigre!" —pensé estremecido.

En la India, al caer de la noche, los habitantes cantan en voz queda una tonada dolorosa y monótona, un canto salvaje y lento, como el lejano bostezo de la fiera, la melodía del tigre. El corazón del hombre desborda temblorosa expectativa.

Mientras recordaba la terrible melodía, el vacío de mi pecho fue llenándose poco a poco. Los oídos despertaban, el silencio se convertía en clamor. Hubiérase dicho que el alma, amasada con aquella misma melodía, se salía del cuerpo para escuchar.

Inclinándome, llené la palma de agua de mar y me mojé la frente y las sienes. Me sentí refrescado. En lo hondo de mi ser retumbaban gritos amenazadores, confusos, impacientes; el tigre estaba en mí y rugía.

Y, de pronto, oí clara la voz:

—¡Buda! ¡Buda! —exclamé levantándome de un salto.

Eché a andar rápidamente, por la orilla del agua, como fugitivo. Hace un tiempo, cada vez que me hallo solo por la noche, rodeado de silencio, oigo su voz, triste al principio, suplicante como elegía funeral, y que poco a poco se irrita, rezonga, ordena. Y se mueve en el seno cual niño a punto de nacer.

Sería la medianoche. Nubarrones negros amontonábanse en el cielo, gruesas gotas me daban en las manos. Yo no me cuidaba de ello. Movíame en atmósfera de fuego, sintiendo a derecha e izquierda, en las sienes, dos ardientes tenazas.

—Ha llegado el momento —me dije estremecido—; la rueda búdica me arrastra; ha llegado el momento de descargar el maravilloso peso.

Regresé pronto a la barraca y encendí la lámpara. Cuando le dio la luz, Zorba parpadeó, abrió los ojos, me miró mientras me inclinaba sobre el papel blanco y comenzaba a escribir. Rezongó algunas palabras que no entendí, y volviéndose bruscamente cara a la pared hundióse nuevamente en el sueño.

Yo escribía velozmente, con toda prisa.
Buda
en su totalidad se hallaba listo en mi espíritu; yo lo veía extenderse fuera de mí como una cinta azul llena de signos. Se extendía con rapidez y yo me apuraba por alcanzarlo. Escribía, todo me resultaba fácil, todo era muy sencillo. En realidad, no escribía, sino copiaba en limpio. Un mundo entero se brindaba a mi vista, mundo hecho de compasión, de renunciamiento, de aire; los palacios de Buda, las mujeres del harem, la carroza de oro, los tres fatales encuentros: el del anciano, el del enfermo, el del muerto; la fuga, la vida contemplativa, la liberación, la salvación. Cubríase la tierra de flores amarillas, los mendigos y los reyes vestían ropajes amarillos; las piedras, la madera, las carnes adquirían levedad aérea. Las almas se convertían en un soplo, se volvían espíritu alado, el espíritu se fundía en la nada. Se me fatigaron los dedos; pero no quería, no podía dejar de escribir. La visión pasaba veloz, huía; era menester que me esforzara para ir a la par de ella.

Por la mañana, Zorba me encontró dormido, puesta la cabeza sobre el manuscrito.

VI

E
L
sol estaba alto cuando desperté. Tenía anquilosada la mano derecha de tanto escribir y no podía juntar los dedos. El temporal búdico había pasado sobre mí, dejándome agotado y huero.

Me incliné para recoger del suelo las hojas desparramadas. No me quedaban ganas ni fuerzas para releerlas. Como si la impetuosa inspiración sólo hubiera sido un sueño, no quería verme apresado por las palabras, envilecido por ellas.

Llovía esa mañana, sin ruido, blandamente. Antes de marcharse, Zorba dejó encendido el brasero y todo el día permanecí sentado, con las piernas encogidas, extendidas las manos hacia el fuego, sin comer, inmóvil, oyendo cómo caía la lluvia suavemente.

No pensaba en nada. El cerebro, hecho una bola como un topo en su madriguera, descansaba. Llegaban hasta mí leves rumores, el roer de la tierra, la lluvia que tecleaba y las simientes que se hinchaban. Percibía que el cielo y la tierra copulaban como en los tiempos primitivos, cuando unidos como hombre y mujer engendraban hijos. Delante de mí, a lo largo de la ribera, mugía el mar y lamía la playa como fiera que saca la lengua para beber.

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