—Comprendo, Zorba, comprendo; no predicas en desierto.
—En otra ocasión, estaba en Rusia, porque también estuve allí, siempre a causa de alguna mina; y esta vez era de cobre, cerca de Novorossisk. Había aprendido cinco o seis palabras en ruso, lo imprescindible para mis negocios: "no, sí, pan, agua, te quiero, ven, ¿cuánto?" Y he aquí que trabo amistad con un ruso, un bolchevique furioso. Nos íbamos todas las noches a una taberna del puerto y empinábamos no pocas garrafas de vodka, lo que nos animaba bastante. En cuanto nos sentíamos un poquitín achispados, se nos abría el corazón. Él quería contarme con todo detalle lo que le había ocurrido durante la revolución y yo, por mi parte, quería enterarlo de todas mis hazañas. Nos emborrachábamos juntos, ya ves, éramos hermanos.
»Mediante gestos y ademanes nos entendíamos más o menos y habíamos convenido en esto: él hablaría primero; cuando yo no entendiera lo que me decía, le gritaría: ¡
stop
! Entonces él habría de levantarse para bailar. ¿Comprendes patrón? Para bailar lo que quería decirme. Y yo, de igual manera. Todo lo que no pudiéramos expresar con la lengua, lo diríamos con los pies, con las manos, con el vientre o con gritos salvajes: "¡Ay! ¡Ay! ¡Ala, ala! ¡Ohé!"
»El ruso comenzó: me dijo cómo habían empuñado las armas, cómo había estallado la lucha, cómo habían llegado a Novorossisk. Cuando no lograba entender lo que me contaba, yo alzaba la mano gritando: ¡
stop
! Y al instante el ruso de un brinco, ¡hala! ¡A bailar! Danzaba como un poseso. Y yo le miraba las manos, los pies, el pecho, los ojos, y todo lo comprendía: cómo entraron en Novorossisk, cómo saquearon las tiendas, cómo asaltaron las casas y se llevaron a las mujeres. Al principio lloraban, las muy zorras, se arañaban y arañaban; pero poco a poco se iban domesticando, cerraban los ojos, y acababan por chillar de gusto... Mujeres ¡vaya!...
»Luego me tocó a mí el turno. Desde las primeras palabras, quizás porque era un tanto obtuso y no le funcionaban bien los sesos, el ruso gritaba: ¡
stop
! Yo no esperaba sino eso. De un salto, tras apartar sillas y mesas, me ponía a bailar. ¡Ah, viejo! ¡Hasta qué extremo han decaído los hombres, puah!, ¡que mal rayo los parta! Han dejado que se les enmudezca el cuerpo y sólo saben hablar con la boca. ¿Y qué quieres que diga la boca? ¿Qué puede decir? Si lo hubieras visto tú, ¡cómo me escuchaba el ruso de la cabeza a los pies, y cómo lo comprendía todo! Yo le iba refiriendo, con el baile, mis desdichas, mis viajes, cuántas veces me casé, qué oficios aprendí: cantero, minero, buhonero, alfarero,
comitadji
, sonador de
santuri
, vendedor de
passa-tempo
, herrero, contrabandista; cuántas veces me metieron preso, cómo huí, cómo llegué a Rusia...
»Todo lo comprendía, todo, a pesar de lo obtuso que era. Le hablaba con los pies, con las manos, hasta con los cabellos y con las ropas que vestía. Y un cortaplumas que colgaba de la faja, le hablaba también. Cuando terminaba, el muy tonto me estrechaba entre los brazos, me besaba, volvíamos a llenar de vodka los vasos, riendo y llorando abrazados uno a otro. Al alba, nos separábamos e íbamos a acostarnos con vacilante paso. Y por la noche nos reuníamos de nuevo.
»¿Te ríes? ¿No crees lo que te cuento, patrón? Te dices para ti: ¿Qué fábulas nos está endilgando este Sinbad el Marino? ¿Acaso puede ser eso de hablar danzando? Y, sin embargo, yo pondría la mano en el fuego, que ésta ha de ser, sin duda, la manera que tienen de hablar entre sí los dioses y los diablos.
»Pero advierto que te caes de sueño. Eres muy delicado, no hay en ti resistencia. Vamos, duérmete y mañana hablaremos. Tengo un proyecto, un proyecto magnífico, mañana te lo diré. Yo me quedaré fumando un cigarrillo; quizás me zambulla en el mar. Me siento hecho un fuego y es preciso que me apague. ¡Buenas noches!
Tardé en conciliar el sueño. Está perdida mi vida, pensé. Si pudiera pasar una esponja y borrar todo cuanto aprendí, todo cuanto he visto y oído, para entrar en la escuela de Zorba y comenzar de nuevo el aprendizaje del grande, del verdadero alfabeto... ¡Qué distinta sería entonces la senda que seguiría! Ejercitaría los cinco sentidos, la piel entera, para que gocen y comprendan. Aprendería a correr, a luchar, a nadar, a montar a caballo, a remar, a dirigir un auto, a tirar con fusil. Llenaría con carne mi alma. Llenaría de alma a la carne. Reconciliaría, en fin, dentro de mí, a estos dos enemigos seculares...
Sentado en la cama, meditaba sobre mi vida que transcurría a pura pérdida. Por la puerta abierta percibía confusamente la figura de Zorba, al fulgor de las estrellas, acurrucado en una roca como un ave nocturna. Lo envidiaba. ¡Él sí que ha dado con la verdad, pensaba yo, la buena senda es la que él ha emprendido!
En otras épocas primitivas y creadoras, Zorba hubiera sido jefe de tribu. Hubiera avanzado al frente de los suyos, abriendo camino con el hacha. O bien, hubiera sido un trovador renombrado que visitara castillos donde todos quedaran con el ánimo suspenso de sus labios, así los señores como las nobles damas y sus servidores... En nuestra ingrata época, rueda, hambriento, en torno de los cercados, como un lobo, o decae al extremo de convertirse en bufón de cualquier garrapateador de papeles.
De pronto vi que Zorba se levantaba, se desvestía arrojando las ropas sobre el guijarral, y se lanzaba al mar. A ratos advertía a la luz de la naciente luna, la cabezota que salía del agua y volvía luego a desaparecer. De cuando en cuando lanzaba un grito, ladraba, relinchaba, cacareaba: su alma en la noche desierta retornaba hacia la vida animal.
Suavemente, sin notarlo, me fui hundiendo en el sueño.
Al siguiente día, apenas amaneció, Zorba, sonriente, descansado, me llamaba tirándome de los pies.
—Despierta, patrón, que tengo que contarte mi proyecto. ¿Escuchas?
—Escucho.
Se sentó en el suelo, a la turca, y empezó a explicarme de qué manera bajaría un cable teleférico desde la montaña a la costa; nos vendría por él la madera necesaria para las galerías y podríamos vender la sobrante a los constructores de viviendas. Teníamos ya decidido arrendarle al monasterio un pinar de su pertenencia, pero el transporte nos salía muy caro y no hallábamos suficientes mulos. Zorba imaginó, pues, la instalación de un cable aéreo con sus pilares y poleas, todo completo.
—¿Estás de acuerdo? —me preguntó al terminar la exposición—. ¿Firmas?
—Firmo, Zorba, de acuerdo.
Dio lumbre al brasero, puso la caldera en él, me preparó café, me echó una manta sobre los pies para que no tomara frío y se marchó satisfecho.
—Hoy —dijo—, abrimos una galería nueva. ¡He dado con una veta riquísima, verdadero diamante negro!
Abrí el manuscrito de
Buda
y me hundí, también yo, en mis propias galerías. Trabajé hasta la noche, y a medida que adelantaba, me sentía liberado, experimentaba una emoción compleja: de alivio, de orgullo, de desagrado. Pero me dejaba dominar por el afán de trabajo, pues sabía que en cuanto hubiera dado fin al manuscrito y lo dejara atado y sellado, estaría libre.
Tenía hambre. Comí algunas uvas pasas, algunas almendras y un bocado de pan. Esperaba que viniera Zorba, portador de todos los bienes que alegran al hombre: la risa clara, la buena palabra, los manjares sabrosos.
Al anochecer apareció. Preparó la comida, comimos; pero su ánimo estaba distraído. Se arrodilló, hundió unos palillos en la tierra, tendió por ellos un hilo, colgó de minúsculas poleas una cerilla, esforzándose por dar con la inclinación que debía tener el hilo para que no se le desmoronara todo.
—Si la pendiente es demasiado pronunciada lo embroma a uno. Si es menos pronunciada de lo necesario, lo embroma también. Hay que hallar la inclinación justa, sin fallar en un pelo. Y para eso, patrón, se necesita cerebro y vino.
—Vino tenemos de sobra —dije riendo—, pero cerebro...
Zorba estalló en una carcajada.
—Hay cosas que tú también pescas, patrón —dijo mirándome con ternura.
Sentóse para descansar y encendió un cigarrillo. Se hallaba de nuevo con humor jovial y se le desató la lengua.
—Si el cable aéreo resulta —dijo—, haríamos bajar por él el pinar entero. Instalaríamos un aserradero, cortaríamos tablas, postes, maderas de construcción y de carpintería, recogeríamos dinero a espuertas, montaríamos un astillero para construir un buque de tres mástiles y, a continuación, tomaríamos las de Villadiego, arrojando una piedra por sobre el hombro ¡y a correr mundo!
Le brillaban los ojos, rebosando visiones de mujeres lejanas, de ciudades, de luces, de casas gigantescas, de máquinas, de barcos.
—Ahora los cabellos me blanquean, los dientes se mueven, no me queda tiempo que perder. Tú eres joven todavía, podrías aguardar con paciencia. Yo no. Palabra de honor: cuanto más viejo me voy poniendo, más intensos son mis deseos. ¡Que no me vengan a mí con que la vejez calma al hombre! ¡Ni con que al acercarse la muerte tiende el cuello diciéndole: "Córtame la cabeza para ir cuanto antes al cielo"! Yo, cada día que pasa me siento más rebelde. ¡No arrío pabellón, quiero conquistar el mundo!
Se puso de pie y descolgó de la pared el
santuri
.
—Ven conmigo un momentito —le dijo—. ¿Qué haces allí, colgado, sin hablar? ¡Cántame algo!
No me cansaba de ver con cuántas precauciones, con qué ternura, desenvolvía Zorba el instrumento de las telas que lo cubrían. Parecía que estuviera mondando un higo, o desnudando a una mujer.
Apoyó el
santuri
en las rodillas, acarició ligeramente las cuerdas, inclinóse sobre él como si lo consultara acerca de la melodía que había de sonar, como si le rogara que despertase, solicitándolo por las buenas para que se dignara acompañar a su alma afligida, fatigada de la soledad. Inició una canción: no le salía; la abandonó; comenzó otra; las cuerdas rechinaban como si sintieran un dolor, como si se negaran. Zorba, apoyado de espaldas en la pared, enjugóse el sudor que de pronto le bañaba la frente.
—No quiere... —murmuró, mirando con dolorida sorpresa al instrumento—. No quiere.
Lo envolvió de nuevo con todo cuidado, como si se tratara de un animalito salvaje y quisiera evitar su mordedura; se levantó lentamente y fue a colgarlo otra vez en su sitio.
—No quiere... —murmuró nuevamente—. No hay que forzarlo.
Volvió a sentarse en el suelo, puso unas castañas en las brasas, y llenó los vasos de vino. Bebió, volvió a beber, quitó la cáscara a una castaña y me la alcanzó.
—¿Lo entiendes tú, patrón? Yo pierdo el hilo. Todas las cosas tienen su alma: la leña, las piedras, el vino que se bebe y la tierra que se pisa. Todo, todo, patrón.
Alzó el vaso.
—¡A tu salud!
Lo vació y lo llenó de nuevo.
—¡La perra de la vida! —murmuró—. ¡Grandísima perra! Ella también es como la tía Bubulina.
Yo me eché a reír.
—Escucha lo que te digo, patrón, y no te rías. La vida es como la tía Bubulina. Es vieja, ¿no?, y sin embargo, no carece de atractivos. Sabe ciertos trucos que te hacen perder el seso. Cerrando los ojos, imaginas apretar entre los brazos a una mocita de veinte años. ¡Y tiene veinte años, te lo aseguro, viejo, cuando estás entusiasmado y apagaste la luz!
»Me dirás que está un tanto pasadita, que ha vivido una vida muy agitada, que corrió la tuna con almirantes, marineros, soldados, campesinos, forasteros, popes, pescadores, gendarmes, maestros de escuela, predicadores, jueces de paz. ¡Bien, y qué! ¿Qué importa eso? Si ella olvida pronto la perdida. No se acuerda de ninguno de sus amantes, vuelve a ser en cada ocasión, y no lo digo en broma, ¿sabes?, una inocente paloma, una palomita blanca, un pichoncito, y se ruboriza, y tiembla como si fuera la primera vez. ¡Qué misterio es la mujer, patrón! Aunque caiga mil veces, mil veces vuelve a levantarse virgen. ¿Cómo así, me dirás? Pues, sencillamente porque no se acuerda.
—Pero el loro se acuerda, Zorba —dije por impacientarlo—. Grita a cada instante un nombre que no es el tuyo. ¿No te enoja que en el preciso instante en que tocas el cielo con la mano, el loro grite: ¡Canavaro! ¡Canavaro!, no te dan ganas de cogerlo por el cuello y estrangularlo? Al fin de cuentas, ya es tiempo de que le enseñe a gritar: ¡Zorba! ¡Zorba!
—¡Oh, vaya unas antiguallas! —exclamó Zorba, cubriéndose los oídos con las manazas—. ¿Que lo estrangule, dices? ¡Si a mí me agrada oír que grita el nombre ése! Por la noche, es cierto, la hereje cuelga la jaula de la cabecera del lecho y el muy puerco del animalito tiene unos ojos que atraviesan la oscuridad; y apenas nos ve en tren de explicaciones, no deja de gritar: ¡Canavaro! ¡Canavaro!
»Pues bien, patrón, te juro que en el mismo instante... Pero ¿cómo podrías tú entenderlo con ese espíritu dañado por los libros? Te juro que siento como si calzaran botas lustradas mis patas, y luciera mi cabeza las plumas del tricornio, y tuviera una barba perfumada de ámbar.
¡Buon giorno! ¡Buona sera! ¿Mangiate maccheroni?
Me convierto en Canavaro vivito y coleando. Me veo en mi barco almirante atravesado por la metralla y
¡avanti!
... ¡echad carbón a las máquinas! ¡El cañoneo comienza!
Zorba reía a carcajadas. Cerró el ojo izquierdo y me miró.
—Tienes que disculparme, patrón. Yo me parezco a mi abuelo, el capitán Alejo. ¡Dios lo haya en su gloria! A los cien años de edad, sentábase al anochecer ante la puerta de su casa para echar el ojo a las mocitas que iban a la fuente. La vista ya no lo ayudaba: no distinguía bien las cosas. Entonces, se las componía llamando a las mozas: "Dime ¿quién eres tú?" "Lenio, la hija de Mastrandoni." "Acércate, pues, que pueda tocarte. ¡Ven, no tengas temor!" Ella dominaba las ganas de reír y se acercaba. Mi abuelo alzaba la mano hasta la cara de la niña y la palpaba lentamente, golosamente. Y de sus ojos brotaban lágrimas. "¿Por qué lloras, abuelo?" le pregunté una vez. "¡Eh! ¿Crees tú que no es como para llorar, hijo mío, esto de saber que me estoy muriendo y dejo aquí tantas hermosas criaturas?"
Zorba suspiró.
—¡Ah, pobre abuelo mío, cómo te comprendo! A menudo ocurre que me digo: ¡Miseria! ¡Si por lo menos todas las mujeres bonitas murieran conmigo! ¡Pero esas cochinas seguirán viviendo, seguirán gozando de buena vida, los hombres las estrecharán entre sus brazos, las besarán, y en tanto, Zorba estará convertido en polvo que ellas hollarán!
Sacó algunas castañas de las brasas, les quitó la cáscara, entrechocamos los vasos. Durante largo rato permanecimos allí, bebiendo y masticando sin prisa, como dos grandes conejos, mientras oíamos a la distancia los bramidos del mar.