Alexis Zorba el griego (16 page)

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Authors: Nikos Kazantzakis

Tags: #Relato

BOOK: Alexis Zorba el griego
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—Patrón —dijo—, aquí es donde quiero verte. ¡No deshonres a la especie masculina! El dios-diablo te envía ese manjar delicioso, buenos dientes tienes ¡no lo rechaces! Tiende la mano y cógelo. ¿Para qué nos dio el Creador las manos? ¡Para asir con ellas! Pues bien, préndete. Yo he visto mujeres en mi vida a montones. Pero por lo que respecta a esa viudita, te aseguro que ante ella se desmoronaría un campanario ¡maldita pécora!

—¡No quiero meterme en honduras! —contesté irritado. Me daba fastidio, porque en mi fuero interno no había dejado de sentirme atraído y tentado por el cuerpo omnipotente que pasara ante mi vista, destilando almizcle como una fiera en celo.

—¡Conque no quieres que te fastidien! —dijo Zorba estupefacto—. ¿Y qué quieres, entonces?

Yo no contesté.

—La vida es fastidio —continuó Zorba—, la muerte no. ¿Sabes lo que significa vivir? Apretar el cinto y meterse en el tumulto.

Yo no decía nada. Comprendía que Zorba estaba en lo cierto, lo sabía sin atreverme a obrar en tal sentido. Mi vida corría desviada y el contacto que yo tenía con los hombres resolvíase apenas en un monólogo interior. Tan bajo había caído que de tener que elegir entre enamorarme de una mujer o leer un buen libro sobre el amor, hubiera escogido el libro.

—No eches cálculos, patrón, deja quietas las cifras, rompe la maldita balanza, cierra la tienda, te digo. Ahora es cuando has de salvar o perder el alma. Oye, patrón, toma un pañuelo, ata en una punta dos o tres libras, envíaselo por medio de Mimito a la viuda, dile tu mensaje: "El dueño de la mina te saluda y te envía este pañuelito. Poca cosa es, dice, pero expresa hondo amor. También te aconseja que no te preocupes por la oveja; si se te ha perdido ¡ten paciencia, que ya se proveerá, no te aflijas! Te ha visto cuando pasabas ante el café, dice, y ha enfermado de amor; sólo tú puedes remediarlo". ¡Así es! Y por la noche, sin tardanza, llamas a su puerta. Hay que machacar en caliente. Le dirás que extraviaste el camino, que es de noche y que le pides en préstamo una linterna. O bien, que te ha dado repentino vértigo y necesitas de un vaso de agua. O, mejor aún, compras una oveja, se la llevas: "Toma, hermosa —le dirás—, aquí está la oveja perdida. ¡Yo la encontré!" Y la viuda, oye lo que te digo, patrón, te dará la recompensa prometida y entrarás así, ¡que no pueda yo montar a la grupa de tu corcel!, entrarás así, te digo, al trotecito en el Paraíso. No hay más paraíso que ése, pobre amigo mío, no lo hay. ¡Escucha lo que todos los popes afirman: otro Paraíso distinto no lo hay!

Debíamos de hallarnos en las cercanías del huerto de la viuda, pues Mimito suspiró y con el habitual tartamudeo comenzó a cantar su amatoria queja:

Para la castaña, vino; para la nuez, miel;

para el mozo, una mocita; para la moza, un varón.

Zorba abrió las largas zancas, palpitáronle las ventanas de la nariz. De pronto se detuvo, respiró hondo y clavó en mí la mirada:

—¿Así, pues?... —dijo.

Esperaba ansioso.

—¡Déjame! —le contesté con rudeza.

Y apresuré el paso.

Zorba meneó la cabeza y gruñó algo que no pude entender.

Cuando hubimos llegado a la cabaña, se sentó con las piernas cruzadas, apoyó el
santuri
en las rodillas y bajó la cerviz, abismado en profunda cavilación. Dijérase que estaba escuchando, con la cabeza inclinada hacia el pecho, innúmeras melodías, tratando de escoger una de entre ellas, la más hermosa, o la más desesperada. Al fin, se decidió y entonó una canción desgarradora. De tanto en tanto, me miraba con el rabillo del ojo. Yo comprendía que aquello que no alcanzaba a decirme, o no se atrevía a decirme por medio de la palabra, lo expresaba por conducto del
santuri
: que malgastaba mi vida, que la viuda y yo no éramos sino dos insectos cuya vida dura un segundo bajo el sol y luego se mueren para toda la eternidad. ¡Nunca más! ¡Nunca más!

Se alzó Zorba de un brinco. Había advertido de pronto que se gastaba inútilmente. Apoyóse en la pared, encendió un cigarrillo, y al cabo de un instante:

—He de confiarte, patrón —dijo—, algo que un
hodja
me espetó un día en Salónica; he de confiártelo aun cuando no resulte de utilidad alguna.

»Yo recorría entonces como buhonero las tierras de Macedonia. Iba por las aldeas para vender carretes de hilo, agujas, vidas de santos, benjuí, pimienta. Tenía voz adecuada, voz de ruiseñor. Es preciso que lo sepas: una de las cosas que conquistan a las mujeres es la voz. (Bueno, ¿qué cosa habrá que no las conquiste a esas zorras?) ¡Sabe Dios lo que se les remueve en las entrañas! El hecho es que aunque seas inválido, cojo o corcovado, si tienes voz acariciadora y sabes usarla, las mujeres pierden el compás. Como buhonero llegaba hasta Salónica también, y hasta recorría los barrios turcos. Al parecer, pues, el timbre de la voz con que anunciaba mi mercadería había seducido a una rica musulmana, hija de un bajá, hasta el extremo de quitarle el sueño. Llamó ella a un viejo
hodja
, le llenó la mano de medjidiés:
[9]

»
Amán
[10]
—le suplicó—, ve y dile al
guiaur
buhonero que venga. ¡
Amán
, es preciso que yo lo vea, no resisto más!

»Vino en mi busca el
hodja
:

»Oye, joven
rumí
—me dice—, vente conmigo.

»No voy —le contesto—. ¿A dónde intentas llevarme?

»La hija de un bajá, fresca como agua de la fuente, te espera en su alcoba, joven
rumí
, ¡ven!

»Pero sabiendo que degollaban de noche a los cristianos que se atrevían a vagar por los barrios turcos, le dije:

»No, no voy.

»¡Cómo! ¿No alientas en tu pecho el temor de Dios,
guiaur
?

»¿Por qué habría yo de tenerlo?

»Porque, joven
rumí
, aquel que pudiendo acostarse con una mujer no lo hace, comete un gran pecado. Si una mujer te invita a compartir su lecho, y tú te niegas a satisfacer su deseo ¡pierdes el alma! Esa mujer lanzará un suspiro el día del gran juicio de Dios, y el suspiro de esa mujer, seas tú quien fueres y por más que abonen en tu favor las acciones más meritorias, sí ¡el soplo de ese suspiro bastará para echarte de cabeza en el infierno!

Zorba suspiró.

—Si el infierno existe —dijo—, no me libro de caer en él y la única causa de mi perdición habrá sido aquélla. ¡No por haber robado, asesinado, cometido adulterio, no, no! Todo esto no significa nada. Dios lo perdona. Pero he de precipitarme en el infierno sólo porque aquella noche una mujer me esperaba y yo no acudí...

Se levantó, encendió el fuego, guisó la comida. Me miró de reojo y sonrió desdeñosamente:

—No hay peor sordo que el que no quiere oír —dijo.

E inclinándose comenzó a soplar rabiosamente sobre la leña húmeda.

IX

A
CORTÁBANSE
los días, la luz solar se retiraba pronto y el corazón se angustiaba al caer de cada tarde. Sentía el primitivo sobrecogimiento de los antepasados que veían en los meses de invierno la paulatina disminución de las fuerzas del sol, tarde tras tarde. "Mañana se apagará del todo", pensaban desesperados, y quedábanse la noche entera en las montañas, temblando de pavor.

Zorba experimentaba igual inquietud, más honda y más primitivamente que yo. Para librarse de ellas permanecía en el interior de la mina hasta que las estrellas fulguraran en el cielo.

Había descubierto un magnífico filón de lignito, que no dejaba demasiada ceniza por residuo, de poca humedad y rico en calorías, lo que lo tenía contento. Pues al instante las posibles ganancias lograban en su imaginación maravillosas transformaciones: convertíanse en viajes, en mujeres, en nuevas aventuras. Esperaba con impaciencia el día en que los beneficios fueran suficientes, en que las alas —llamaba alas al dinero— adquirieran las fuerzas necesarias como para permitirle fácil vuelo. Por eso, se pasaba noches enteras ensayando el minúsculo teleférico, en busca de la exacta pendiente, para que los troncos bajaran blandamente, blandamente, según decía, como llevados por ángeles.

Un día, en una amplia hoja de papel dibujó con lápices de colores la montaña, el bosque, el cable aéreo, los troncos que bajaban colgando de él, dotado cada uno de ellos de dos grandes alas azules. En la pequeña bahía redondeada flotaban barcos negros con marinos verdes como cotorras y unas mahonas cargadas de troncos amarillos. Había cuatro monjes, uno en cada ángulo del dibujo, de cuyas bocas salían unas cintas rosas con esta inscripción en letras mayúsculas negras: "¡Oh, Señor, cuán infinita es tu grandeza y cuán admirables tus obras!"

Desde hacía unos días, Zorba encendía a toda prisa el fuego, guisaba, comíamos y se marchaba enseguida por el camino del pueblo. Unas horas después regresaba muy cejijunto.

—¿Dónde estuviste, Zorba? —le preguntaba.

—No te preocupes, patrón —decía, y buscaba otro tema de conversación.

Una noche, al volver, me interrogó ansioso:

—¿Hay o no hay Dios? ¿Qué dices tú, patrón? Y si lo hay, todo puede ser, ¿cómo lo imaginas?

Yo me encogí de hombros sin responder.

—Yo, no te rías, patrón, me represento a Dios muy semejante a mí. Sólo que más grande, más fuerte, más chiflado. Y por añadidura, inmortal. Está cómodamente sentado en pieles de carnero muy muelles y por cabaña tiene el cielo. No de hojalata como la nuestra, sino de nubes. Lleva en la mano derecha, no una espada ni una balanza, que estos instrumentos son propios de carniceros o especieros; lleva él una gran esponja embebida en agua, como en lluvia un nubarrón. A su derecha, el Paraíso; a su izquierda, el Infierno. Y cuando el alma se acerca, pobrecilla, desnuda, pues ha perdido su manto, el cuerpo, y tiritando, Dios la mira, riéndose para su barba, aunque con simulado aspecto de espantajo, y le dice:

»¡Ven para acá —con voz serena—, ven para acá, maldita!

»Y da comienzo al interrogatorio. El alma se postra a los pies del Señor.

»¡Perdóname! —exclama—. ¡He pecado!

»Y ahí la ves enumerando los pecados que ha cometido. Es una retahíla que no acaba nunca. Dios se harta de oírla. Bosteza.

»¡Calla ya —le grita—, que me das jaqueca!

»Y ¡zas!, la esponja de un golpe borra todos los pecados.

»¡Hala, márchate, vete al Paraíso —le dice—. Pedrín, deja que entre ésta también ¡pobrecilla!

»Pues debes decirte, patrón, que Dios es un gran señor y la nobleza sólo esto significa: perdonar.

Aquella noche, lo recuerdo, mientras Zorba ensartaba tantos disparates, no desprovistos de hondura, yo me reía. Pero aquella "nobleza" de Dios, se entraba en mí, maduraba, en su esencia compasiva, generosa, omnipotente.

Otra noche lluviosa, mientras estábamos encerrados en la cabaña, entretenidos en asar castañas en el brasero, Zorba dirigió hacia mí la mirada, me contempló largo rato como si tratara de hallar solución a un gran misterio, y al fin, sin poder contenerse, me dijo:

—Querría saber, patrón, qué demonios ves en mí que no me agarras de una oreja y me arrojas a la calle. Ya te he dicho que me apodan "Mildiú" porque por dondequiera que pase no dejo piedra sobre piedra... Tus asuntos se irán al diablo. ¡Échame a la calle, te digo!

—Me agradas —le contesté—. No busques más razones.

—Es que tú no comprendes, patrón, que mis sesos no tienen el peso necesario. Quizás un poco más, quizás un poco menos; pero justo, no, por cierto. Mira, para que entiendas: noches y días hace que la viuda no me da paz ni sosiego. No por mí, no, te lo juro. Porque yo ¡mala centella la parta!, el hecho es seguro, no he de tocarle nunca el pelo. No es manjar para mi boca... Pero tampoco quiero que se pierda para todos. No quiero que duerma sola. No sería justo, patrón, yo no puedo permitirlo. Por eso, todas las noches doy vueltas en torno de su huerto... y ahí está la razón de mis salidas y la respuesta a tus insistentes preguntas sobre su objeto..., ¿y sabes por qué lo hago? Para saber si alguien la visita y quedarme tranquilo por fin.

Me eché a reír.

—¡No te rías, patrón! Que una mujer se acueste sola, culpa es de todos nosotros, los hombres. Y a todos nos tocará dar cuenta de ello el día del juicio final. Dios perdona cualquier pecado, que para eso tiene una esponja en la mano, pero este pecado no lo perdona. ¡Mal haya el hombre que pudiendo acostarse con una mujer no lo hace! Recuerda lo que decía el
hodja
.

Calló un momento, luego preguntó de pronto:

—¿Cuando muere un hombre, crees que puede resucitar?

—No lo creo, Zorba.

—Tampoco yo. Pero si pudiera, los hombres de quienes hablamos, los que se negaron a servir, los desertores, volverían a la Tierra ¿sabes con qué figura? ¡Pues como mulos!

Calló de nuevo y meditó. De repente le fulguraron los ojos.

—Quién sabe —dijo excitado por el hallazgo—, tal vez los mulos que andan por ahí son esas mismas gentes, los estropeados, los desertores, que en vida fueron hombres y mujeres sin serlo y por tal causa se convirtieron en mulos. Así se explica que estén siempre dando coces. ¿Qué te parece a ti, patrón?

—Que tus sesos pesan menos de lo que debían, Zorba —respondí riendo—. ¡Ea! Levántate y toca un rato el
santuri
.

—Hoy no hay
santuri
que valga, patrón; tienes que disculparme. Hablo, hablo, digo una sarta de tonterías ¿sabes por qué? Porque ando muy preocupado. Muy fastidiado. La nueva galería ¡el diablo se la lleve!, me temo que me dé un disgusto. Y tú me sales con el
santuri
...

Y así diciendo, sacó de entre las cenizas las castañas, me dio un puñado de ellas, llenó nuestros vasos de
raki
.

—¡Dios incline la balanza a la derecha! —dije al chocar los vasos.

—¡A la izquierda! —corrigió Zorba—. ¡A la izquierda! Hasta ahora, la derecha nada bueno nos procuró.

Se bebió de un trago el fuego líquido y tendióse en su lecho.

—Mañana tendré que gastar mucha fuerza. Me he de ver en lucha con mil demonios. ¡Buenas noches!

Al día siguiente, muy temprano, Zorba se metió en la mina. Ya tenían muy avanzada la galería en el sentido de la rica veta mineral; goteaba el agua desde la bóveda; los obreros chapoteaban en el barro negro.

Desde la antevíspera, Zorba había dispuesto que se trajeran troncos para consolidar la galería. Pero su inquietud no amenguaba. Los leños no eran suficientemente gruesos y, con el instinto seguro que le llevaba a vivir como la propia vida de su cuerpo la de aquel laberinto subterráneo, sentía que el maderaje protector no estaba ya firme, oía los leves, aún imperceptibles para los demás, crujimientos del sostén del techo, como si gimiera bajo una presión excesiva.

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