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Authors: Nikos Kazantzakis

Tags: #Relato

Alexis Zorba el griego (19 page)

BOOK: Alexis Zorba el griego
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Me senté en una roca para asimilar con total tranquilidad este pensamiento de año nuevo. ¡Ah, si la mariposilla revoloteara constantemente ante mi vista para señalarme el camino!

XI

M
E
levanté de allí contento como si tuviera un aguinaldo en las manos. El viento estaba frío, puro el cielo, brillante el mar.

Tomé el camino de la aldea. La misa debía de haber terminado. Mientras avanzaba por el sendero, preguntábame con absurda turbación cuál sería la primera persona con quien me cruzaría, ¿fausta?, ¿aciaga?, en ese comienzo del año. ¡Ojalá fuera un niñito, cargados los brazos de juguetes; o un vigoroso anciano, de camisa blanca con anchas mangas bordadas, contento y orgulloso por haber cumplido valientemente, con su deber en la tierra! Cuanto más me acercaba a la aldea, mayor era la absurda turbación que me embargaba.

De pronto, se me doblaron las rodillas: por el sendero de la aldea, a la sombra de los olivos, caminando con paso elástico, roja al sol, puesta la mantilla negra en la cabeza, esbelta y animosa, venía la viuda.

Su andar cimbreante se asemejaba en verdad al de una tigra negra y me pareció que se esparcía en el aire áspero olor de almizcle. ¡Si pudiera huir!, pensé. Tenía la certeza de que la fiera irritada no daría cuartel, y de que la única victoria posible consistía en huir a tiempo. ¿Pero cómo hacerlo? La viuda se aproximaba. Me pareció como si el casquijo del camino crujiera al paso de un ejército en marcha. Advirtió ella mi presencia, sacudió la cabeza, deslizóse sobre los hombros la mantilla, aparecieron los cabellos, brillantes, de negro azabache. Me lanzó una mirada lánguida y sonrió. Los ojos le relucían con suavidad felina. A prisa volvió a acomodarse la mantilla, cual si la avergonzara el haber dejado a la vista el más hondo secreto de la mujer, su cabellera.

Quise hablarle, augurarle feliz año; pero sentía la garganta anudada, como el día en que se derrumbó la galería de la mina y había quedado expuesta mi vida a mortal peligro. Las cañas del cerco de su huerta se agitaron, el sol invernal dio sobre los limones de oro y los naranjos de hojas oscuras. Todo el huerto resplandeció como un Paraíso.

La viuda se detuvo, tendió el brazo, empujó con fuerza la puerta y la abrió. En ese momento pasaba yo por delante de ella. Se volvió, dejando caer en mí su mirada y alzando las cejas.

Dejó la puerta abierta y vi cómo desaparecía, meneando las caderas, tras los naranjos. Pasar el umbral, correr el cerrojo de la puerta, precipitarse hacia ella, cogerla de la cintura y sin vanas palabras llevarla en brazos hasta su lecho de viuda, es lo que se hubiera llamado obrar como hombre. Es lo que hubiera hecho mi abuelo, y lo que espero haga mi nieto. Pero yo me quedé ahí plantado, pensando y cavilando...

—¡En otra vida —murmuré con amarga sonrisa—, en otra vida me portaré de mejor manera!

Me hundí en la verdura del camino llevando un peso en el corazón, como si hubiera cometido un pecado mortal. Vagué de aquí para allá, hacía frío, tiritaba. Por mucho que me empeñaba en espantar del recuerdo el cimbreo, la sonrisa, los ojos, el pecho de la viuda, volvían a él incesantemente y yo me sentía sofocado.

Los árboles no lucían aún sus hojas, pero las yemas se hinchaban repletas de savia. En cada yema se presentía la presencia de retoños jóvenes, de flores, de futuros frutos, escondidos, concentrados, prontos para lanzarse hacia la luz. Bajo las cortezas secas, sin ruido, a escondidas, día y noche se tramaba en pleno corazón del invierno el gran milagro primaveral.

De pronto surgió de mí una exclamación jubilosa. En una hondonada abrigada, un audaz almendro lucía el encanto de sus flores, a pesar del rigor invernal, y abría el avance de los árboles en anuncio triunfal de primavera.

Experimenté hondo alivio. Respiré profundamente el leve aroma a pimienta, me salí del camino y fui a ponerme al amparo de las ramas florecidas. Ahí permanecí largo rato, sin pensar en nada, sin preocupación alguna, feliz. Me hallaba sentado, en la eternidad, bajo uno de los árboles del Paraíso.

—¿Qué viniste a hacer en este agujero, patrón? Hace horas que ando buscándote. Se acerca el mediodía. ¡Vamos!

—¿A dónde?

—¿A dónde? ¿Y lo preguntas? ¡Pues a visitar al lechoncito, caray! ¿No sientes apetito? El lechón ya ha salido del horno. ¡Qué olorcillo, viejo mío, se le hace a uno agua la boca! ¡Vamos!

Me levanté, acaricié el duro tronco del almendro, lleno de misterio, que supo realizar el milagro florido. Zorba marchaba ya adelante, ágil, impulsado por sus energías y por el apetito. Las necesidades fundamentales del hombre, alimento, bebida, mujer, danza, vivían todavía frescas e inagotables en su cuerpo ávido y robusto.

Llevaba en la mano algo envuelto en papel rosa, sujeto con hilo de oro.

—¿Algún presente? —preguntéle sonriendo.

Rióse Zorba, esforzándose por ocultar su emoción.

—¡Oh, para que no se queje, la pobrecilla! —dijo sin volverse—. Para que recuerde las pasadas grandezas... Es mujer, y ya sabemos, pues, que es por naturaleza una criatura que se queja siempre.

—¿Es una foto?

—Ya verás... ya verás... No seas tan curioso. Yo mismo lo hice. Apurémonos.

Un sol meridiano que regocijaba los huesos; el mar también se calentaba al sol, inefablemente feliz. A lo lejos, la islita desierta, rodeada por una leve bruma, parecía haberse incorporado en su lecho y estar flotando en el mar.

Nos acercábamos a la aldea. Zorba se puso a mi lado y en voz baja me confió:

—¿Sabes, patrón? Aquella persona estaba en la iglesia. Mira, yo me hallaba adelante, cerca del sochantre, cuando vi que los santos iconos resplandecían. Cristo, la santa Virgen, los doce apóstoles, todo se iluminó con luz intensa... ¿Qué es esto?, me pregunté persignándome, ¿el sol? Miro hacia atrás. ¿Y qué era? ¡La viuda!

—¡Basta de charla, Zorba! —dije apurando el paso. Pero Zorba corrió para alcanzarme.

—La he visto de cerca, patrón. Tiene un lunar en la mejilla que quita el aliento. ¡Ahí tienes otro misterio, el de los lunares en las mejillas de las mujeres!

Abrió los ojos con gesto de estupefacción.

—¿Has notado eso, patrón? El cutis aparece liso y blanco y de pronto ¡zas!, una manchita negra. ¡Pues bien, es suficiente para que pierdas el seso! ¿Tú lo entiendes, patrón? ¿Qué dicen acerca de este punto tus libros?

—¡Que el diablo se los lleve!

Zorba se echó a reír, contento.

—Muy bien —dijo—, muy bien, muchacho, progresas, empiezas a comprender.

Pasamos rápidamente por delante del café, sin detenernos.

Nuestra buena amiga había puesto al horno un lechoncillo y nos esperaba, de pie en el umbral.

Nuevamente llevaba al cuello la cinta amarilla canario, y al verla de aquel modo enharinada densamente con polvos, embadurnados los labios con espesa capa carmesí, quedaba uno pasmado. ¿Era en verdad un mascarón de proa? En cuanto nos vio, toda su carne entró en movimiento, regocijada, los ojos despidieron picaresco fulgor y se clavaron en los bigotes peinados de Zorba.

Apenas quedó cerrada la puerta, Zorba la cogió de la cintura.

—¡Feliz año, mi Bubulina! —exclamó—. ¡Mira qué te traigo! —y posó un beso en la nuca gordita y arrugada.

La vieja sirena se estremeció de gozo, aunque sin perder el compás. La mirada no se le apartaba del regalo. Lo tomó, desató el hilo de oro, miró y lanzó un gritito.

Me incliné para ver de qué se trataba: en un cartón grueso, el bandido de Zorba había pintado con cuatro colores, rubio, castaño, gris y negro, cuatro grandes acorazados en un mar de añil. Delante de los acorazados, flotando sobre las olas, muy blanca, muy desnuda, desatados los cabellos, erguido el pecho, con cola de pez espiralada y una cintita amarilla en el cuello, nadaba una sirena, doña Hortensia. Sujetaba cuatro delgados cordeles por medio de los cuales arrastraba a los cuatro acorazados que enarbolaban los colores ingleses, rusos, franceses e italianos. En cada ángulo del cuadro colgaba una barba, la una rubia, la otra castaña, la tercera gris y la cuarta negra.

La vieja cantante comprendió la alegoría sin dificultad.

—¡Yo! —dijo señalando orgullosa a la sirena.

Y suspiró.

—¡Ah! —agregó luego—. Yo también he sido en un tiempo una Gran Potencia.

Descolgó un espejito redondo que estaba a la cabecera de la cama, cerca de la jaula del loro, y puso en su lugar la obra de Zorba. Bajo el espeso afeite que la cubría, sin duda, empalideció.

Mientras tanto, Zorba se había deslizado en la cocina. Sentía apetito. Volvió con la fuente del lechón, puso ante sí una botella de vino y llenó los tres vasos.

—¡Ea, a la mesa! —exclamó dando unas palmadas—. Comencemos por lo básico, el estómago. ¡Luego, hermosa, nos ocuparemos de lo que se halla más arriba!

Pero el aire se agitaba con los suspiros de nuestra vieja sirena. Igualmente ella tenía, cada iniciación de año, su juicio final en pequeño, igualmente ella debía de pesar su vida y hallarla fuera de ruta. En la desplumada cabeza, sin duda, resucitaban en los días solemnes las grandes ciudades, los hombres, los vestidos de seda, las botellas de champaña, sepultados en las tumbas de su corazón.

—No tengo apetito —murmuró con tono mimoso—, nada... nada...

Se arrodilló ante el brasero, atizó los carbones ardientes; en las mejillas hundidas se reflejó la luz del fuego. Un mechón se desprendió en la frente y rozó las llamas. En la habitación se expandió el hedor del pelo quemado.

—No comeré... no comeré... —murmuró luego, advirtiendo que no nos preocupábamos por ella.

Zorba cerró nerviosamente el puño. Permaneció indeciso un momento. Podía dejar que siguiera murmurando cuanto se le antojara, mientras nosotros devorábamos el lechoncito asado. Podía, también, arrodillarse junto a ella, abrazarla y con unas palabras amables sosegar su ánimo. Yo lo miré y vi cómo pasaban por la móvil expresión de su rostro tostado las oleadas contradictorias.

De repente la expresión se fijó. Había decidido qué actitud adoptaría. Poniéndose de hinojos, apoyó las manos en las rodillas de la sirena:

—Si tú no comes, palomita —díjole con desgarradora voz—, el mundo se acaba. ¡Compadécete de él, hermosa mía, y come esta patita de lechón! —y le hundió en la boca la patita sabrosa que chorreaba manteca.

Luego la tomó en sus brazos, la ayudó a levantarse, la acomodó suavemente en una silla, entre nosotros dos.

—Come —le dijo—, come, tesoro, para que san Basilio pueda entrar en nuestra aldea. Si no, ya sabes, se ofende y no entra. Regresará a su patria, Cesárea, llevándose el papel y el tintero, la torta de Reyes, los aguinaldos, los juguetes de los niños y hasta a este mismo lechoncillo. ¡Ea, pollita mía, abre esa boquita y come!

Tendió dos dedos y le hizo cosquillas en el sobaco. La sirena cloqueó, enjugóse los ojillos enrojecidos y se dio a masticar con ganas la pata crujiente del lechón...

En ese momento, dos gatos enamorados comenzaron a maullar en el tejado, sobre nuestras cabezas. Maullaban con indescriptible odio; las voces de ambos animalitos subían y bajaban cargadas de amenazas. Bruscamente rodaron confundidos por el techo, desgarrándose entre sí con uñas y dientes.

—¡Miau! ¡Miau!... —dijo Zorba dirigiéndole una guiñada a la vieja sirena.

Ella le sonrió y le apretó la mano a escondidas, bajo la mesa. La garganta se le desanudó del todo y pudo dedicarse a comer con renovados bríos.

Giró el sol y entrando por la ventana posó sus rayos en los pies de nuestra buena amiga. La botella ya estaba vacía. Zorba se había acercado más, acariciando los erguidos bigotes de gato montés, a la "especie hembra". Y doña Hortensia, acurrucada, con la cabeza hundida en los hombros, percibía el cálido aliento avinado.

—Explícame, si puedes, este otro misterio, patrón —díjome Zorba—. En mi vida todo anda al revés. En la infancia, según me dijeron, me parecía a un viejecillo: era de movimientos torpes, no hablaba gran cosa, y la voz me salía ronca como la de un anciano. Decían que era el retrato de mi abuelo. Pero he aquí que cuantos más años vivo, más atolondrado me pongo. A los veinte cometí muchas locuras, aunque no más de las que suele cometer todo el mundo a esa edad. A los cuarenta, comencé a sentir plenamente los impulsos juveniles y me entregué a locuras mayores. Y ahora, cuando ya voy entrando por los sesenta —tengo sesenta y cinco años, patrón, pero esto debe quedar entre nosotros—, ahora, pues, ya sexagenario, ¿cómo te diría yo, patrón? ¡Palabra de honor, el mundo resulta demasiado pequeño para mí!

Alzó el vaso y volviéndose hacia la dama, con tono grave:

—¡A tu salud, mi Bubulina —exclamó solemne—; quiera Dios que este año que se inicia te crezcan dientes y unas hermosas cejas delgadas, y que se te ponga la piel fresca y olorosa como la de un melocotón! ¡Y que mandes al diablo todas esas porquerías de cintajos! Que haya otra revolución en Creta y que vuelvan las cuatro grandes potencias, querida Bubulina, con sus respectivas flotas, y que cada armada cuente con un almirante y cada almirante con rizada barba olorosa. ¡Y que tú nuevamente emerjas de las olas, mi sirena, entonando tu dulce canción! ¡Y que todos los buques de guerra de las cuatro potencias se estrellen contra estas dos rocas redondas y bravías!

Diciendo lo cual, apoyó la gruesa pata en los pechos colgantes y flojos de la buena señora.

Otra vez Zorba se había acalorado, la voz se le puso ronca de deseo. Me dio risa el recordar que en cierta ocasión había visto en una cinta cinematográfica las aventuras de un bajá turco en un cabaret parisiense. Por ser muy grande el concurso de espectadores, hubo de acomodar en sus rodillas a una rubia costurerita que no hallaba dónde sentarse; el bajá, al poco rato, fue sintiéndose acalorado y el cordón con borla de su fez comenzó a levantarse lentamente a la vista del público, se mantuvo horizontal unos segundos, y luego tomando impulso se puso rígido en el aire.

—¿Por qué te ríes, patrón? —me preguntó Zorba. Pero la buena señora oía aún en su interior las recientes palabras de Zorba.

—¡Ah! —dijo—. ¿Crees que puede ser tal cosa, mi Zorba? No, la juventud se va, sin remedio...

Zorba se le acercó más, de modo que ambas sillas se tocaron.

—Oye, palomita —le contestó mientras trataba de soltar el tercer botón, el decisivo, del corpiño—; oye, que te diré el magnífico regalo que te tengo reservado: hay actualmente un médico que realiza milagros. Te da una medicina, no sé si gotas o polvos, y recobras de pronto el aspecto que tenías a los veinte años, o cuando más, a los veinticinco. No llores, hermosa, que yo haré que te traigan ese remedio de Europa...

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