Alexis Zorba el griego (22 page)

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Authors: Nikos Kazantzakis

Tags: #Relato

BOOK: Alexis Zorba el griego
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Y debajo, escrito con lápiz y de prisa:

P. D. — "No olvido el convenio a que arribamos el día de mi partida, a bordo del barco que me había de traer a estos lugares. Si "me fuera", te he de dar aviso, ciertamente, dondequiera que te halles; no te asustes."

XIII

T
RES
días, cuatro días, cinco días transcurrieron: ninguna noticia hubo de Zorba.

El sexto, me llegó de Candía una carta de varias páginas, un verdadero pastel. Venía escrita en papel rosa perfumado y ostentaba en un ángulo un corazón atravesado por una flecha.

La conservé con cuidado y la copio ahora sin alterar los giros amanerados que contenía en abundancia. Sólo corregí las encantadoras faltas de ortografía, pues Zorba empuñaba la pluma como si fuera un pico, golpeando con fuerza, razón por la cual el papel aparecía desgarrado en varias partes o con grandes borrones de tinta.

Querido patrón, señor capitalista:

Tomo la pluma para preguntarte si gozas de buena salud. Nosotros, aquí, también nos hallamos bien, gracias a Dios.

En lo que a mí respecta, hace tiempo comprendí que no vine a este mundo como un caballo o un buey. Solamente a los animales les está consentido que vivan para comer. Para evitar el susodicho reproche, yo me forjo día y noche diferentes obligaciones, arriesgo el pan por una idea, vuelvo del revés los refranes y me digo: Más valen cien pájaros volando que uno en la mano.

Muchos son patriotas sin que les cueste. Yo no soy patriota, no lo soy aun cuando me perjudique. Muchos creen en el Paraíso y permiten que sus asnos se metan en los feraces campos del cielo. Yo no tengo asno, soy libre; no temo al infierno, donde mi asno moriría, ni espero en el Paraíso, donde se hartaría de trébol. Soy ignorante como una ostra; no sé expresar las cosas; pero tú, patrón, me entiendes.

Muchos han tenido miedo de la vanidad de las cosas; yo he vencido al miedo. Muchos reflexionan; yo no tengo necesidad de reflexionar. No me regocija el bien, ni me aflige el mal. Si me dicen que los griegos conquistaron a Constantinopla, para mí es lo mismo que si me dijeran que los turcos se apoderaron de Atenas.

Si estas tonterías que te escribo te indicaran que he caído en plena chochera, dímelo, por favor, en tu próxima. Por de pronto, recorro las tiendas de Candía en busca del cable adecuado y me regodeo. "¿De qué te ríes, amigo?", me preguntan. Pero ¿cómo explicárselo? Yo me río porque de repente, mientras tiendo la mano para verificar si es bueno el cable, pienso en qué es el hombre, para qué está en la superficie de la tierra, para qué sirve... En mi opinión, para nada. Todas las cosas dan lo mismo: que tenga mujer, o que no la tenga; que sea honrado, o que no lo sea; que sea bajá o mozo de cordel. Sólo hay diferencia entre estar vivo y estar muerto. Si el diablo o Dios me llaman a sí (¿te diré, patrón, que mucho me temo que Dios y el diablo sean uno?) reventaré, me convertiré en osamenta hedionda, apestaré y la gente se verá obligada a sepultarme en un hoyo de cuatro pies de profundidad para no quedar asfixiada.

A propósito, tengo que confesarte, patrón, una cosa que me da miedo, la única, y que no me deja en paz ni de día ni de noche: la cosa que me da miedo, patrón, es la vejez ¡presérvenos el cielo de ella! La muerte no es nada, un ¡pff! y la candela se apaga. Pero la vejez es vergonzosa.

Para mí la mayor vergüenza es confesar que estoy viejo y hago cuanto puedo por que nadie advierta que he envejecido: salto, bailo; aunque me duelan los riñones, bailo. Bebo, aunque me den vértigos y todo gire en torno de mí; yo permanezco impávido, como si nada ocurriera. Si estoy sudoroso, me zambullo en el mar y tomo frío y me dan ganas de toser para aliviarme, pues la vergüenza, patrón, me sofoca la tos en la garganta ¿me oíste toser alguna vez? ¡nunca! Y esto no solamente, como podría creerse, cuando hay alguien presente; lo mismo cuando me hallo a solas. Me avergüenzo ante Zorba, patrón, ¿qué te diré? ¡Me avergüenzo ante él!

Un día, en el monte Atos, pues también allí estuve y más me hubiera valido que me rompiera una pata antes, conocí a un monje, el padre Lavrentio, de Chios. Éste, pobre tipo, creía que en él había un demonio y hasta le había dado nombre: lo llamaba Hodja. "¡Hodja quiere comer carne en Viernes Santo! —clamaba el pobre Lavrentio dando de cabeza en el umbral de la capilla—. ¡Hodja quiere fornicar! ¡Hodja quiere dar muerte al
higúmeno
! ¡Es Hodja y no yo!" Y dale que dale con la frente contra la losa.

A mí me pasa lo mismo, patrón, tengo en mí un demonio y lo llamo Zorba. El Zorba que está oculto dentro no quiere envejecer, no quiere, no, y no ha envejecido, ni envejecerá nunca. Es un ogro, de cabellos negros como ala de cuervo, de treinta y dos (número 32) dientes y con un clavel rojo en la oreja. Pero el Zorba de afuera ha claudicado, pobre infeliz; le han salido cabellos blancos, se ha arrugado, se ha encogido, se le caen los dientes y se le ha poblado la amplia oreja de blanco pelo de vejez, de largas crines asnales.

¿Qué cabe hacer, patrón? ¿Hasta cuándo combatirán entre sí ambos Zorbas? ¿Cuál de los dos vencerá al fin y al cabo? Si reventara yo pronto, bien está, no me importaría. Pero si viviera mucho, estoy frito. Estoy frito, patrón, pues día llegará en que me sienta envilecido. Perderé la libertad. Mi nuera y mi hija me mandarán que cuide de un mocoso, monstruo tremendo, vástago suyo, y que vele por que no se queme, no se caiga, no se ensucie. ¡Y si se ensuciare, me meterán a mí ¡puah!, a limpiarlo!

Tú también habrás de sufrir iguales vergüenzas, patrón. Aunque aún eres joven ¡ten cuidado! Escucha lo que te digo: sigue la senda por donde voy yo, ninguna otra lleva a la salvación; internémonos en la montaña, extraigamos de ella carbón, cobre, hierro, cinc; ganemos dinero para que nuestros parientes nos respeten, para que nuestros amigos nos laman las botas, para que la gente distinguida se quite el sombrero al vernos. Si no logramos buen éxito, patrón, más vale que nos caigamos muertos, que nos devoren los lobos, o los osos, o cualquier bestia feroz con que topemos, ¡y que buen provecho haya! Para eso creó Dios a las bestias feroces: para que devoren a gente como nosotros, de modo que no lleguen a envilecerse.

Aquí Zorba dibujó con lápices de colores un hombre alto, delgado, que corre por junto a unos árboles verdes perseguido por siete lobos rojos, y en la parte superior del dibujo puso con letras mayúsculas: "ZORBA Y LOS SIETE PECADOS CAPITALES".

Luego continuaba:

Mi carta te dará a entender cuán desdichado soy. Solamente contigo, cuando converso contigo, puedo esperar algún alivio a mi hipocondría. Pues tú eres como yo, aunque no lo sabes. Tú llevas también un demonio en ti; pero no sabes cómo se llama y no sabiéndolo te asfixias. ¡Bautízalo, patrón, para que te alivies!

Decíate, pues, cuán desdichado soy. Toda mi inteligencia, bien veo que no es más que estupidez, y no otra cosa. Sin embargo, momentos hay, días hay que concibo pensamientos dignos de un gran hombre ¡si pudiera realizar todo lo que me ordena el Zorba interior, quedaría pasmado el mundo!

Considerando que no he firmado contrato alguno con la vida, aflojo el freno cuando me veo en pendiente peligrosa. La vida del hombre es una ruta que va a ratos cuesta arriba y a ratos cuesta abajo. La gente sensata avanza por ella con frenos. Pero yo, y en esto radica mi mérito, hace mucho tiempo que me desprendí de todo freno, porque no me inspiran miedo las carambolas. A los descarrilamientos, nosotros, los obreros, los llamamos carambolas. ¡Que me lleve el diablo si me aflijo por carambola de más o de menos! De noche y de día, acometo sin temor, hago lo que me place; si me rompo el alma al chocar y tienen que recogerme hecho papilla ¡paciencia! ¿Qué pierdo ni qué gano? Nada. ¿Acaso si me cuido y avanzo con extremada prudencia, no acabaré al fin por romperme el alma igualmente? ¡Por cierto que sí! Entonces ¡ea! ¡adelante, a toda máquina!

A estas horas estarás muerto de risa con todas las tonterías que te escribo, patrón, con mis necedades, o si prefieres, reflexiones o debilidades... a fe que no veo diferencia entre las tres; yo las escribo, tú te ríes de ellas, siempre que no te den enojo. Yo también río, al saber que tú ríes, y de este modo la risa no tiene fin. Cada hombre tiene su locura, pero la mayor locura de todas, a mi parecer, es no tener ninguna.

Así, pues, aquí en Candía, analizo mi locura y te la describo por lo menudo, porque ¿sabes? quiero pedirte un consejo. Es cierto que eres joven todavía, patrón; pero has leído las obras de los antiguos sabios y en esa lectura te has puesto, dicho sea sin ofensa, un "tantico" vejete; de modo, pues, que necesito de tu consejo.

Tengo pensado que cada hombre despide un olor particular: no lo distinguimos porque son tantos que se mezclan y no podemos saber cuál es el tuyo y cuál es el mío... Lo que no deja duda es que hiede, y a tal hedor lo llamamos "humanidad", quiero decir, fetidez humana. Hay quienes la huelen como si olieran espliego. A mí me provoca vómitos. Pero dejemos esto, que es parte de otra historia.

Lo que yo quería decir cuando los frenos se me aflojaron de nuevo, es que las bellaconas de las mujeres tienen el hocico húmedo, como los perros, y ventean desde lejos al hombre que las desea y al que no se siente atraído por ellas. Por esta razón, en cualquier ciudad donde sentara las plantas de mis pies, aun en la época presente en que estoy viejo, en que exhibo una fealdad simiesca, y en que mi vestir carece de elegancia, no han faltado dos o tres mujeres que corrieron tras de mí. ¡Me seguían el rastro, las perras, que Dios bendiga!

Has de saber que el día que abordé viento en popa en el puerto de Candía era la hora indecisa del anochecer. Corrí inmediatamente a las tiendas, mas ya estaban todas cerradas. Fuíme a una posada, di de comer a la mula, comí yo, me lavé, encendí un cigarrillo y salí a dar un paseo. No conocía a nadie en la ciudad, nadie me conocía a mí, gozaba, pues, de entera libertad. Podía silbar en la calle, reír, hablar a solas; compré un puñado de
passa-tempo
, mastiqué las semillas, las escupí, paseándome a mis anchas. Se encendieron los faroles, los hombres tomaban el aperitivo, las mujeres regresaban a sus casas, en el aire flotaba un olor a polvos, a jabón de tocador, a
suvlakia
,
[13]
a anís. Yo me decía: "Oye, viejo Zorba ¿hasta cuándo crees que te durará el vivir y andar con las narices palpitantes? Ya no te queda mucho tiempo para andar oliendo, pobre viejo mío ¡date prisa, pues, y aspira hasta lo hondo!"

Esto me decía yo, mientras ambulaba por la gran plaza, que tú bien conoces. De pronto ¡loado sea Dios! oigo gritos, rumor de danzas, sonar de tamboriles, canciones orientales. Paro las orejas y echo a correr hacia el lugar de donde partían los rumores, sones y gritos. Era un café-concierto. Nada podía serme más grato; entro. Me siento a una mesilla, bien adelante, ¿por qué habría de mostrarme intimidado? Como ya te dije, nadie me conocía, gozaba de la mayor libertad.

Había allí una mujerona que danzaba en el tablado, levantando y bajando las faldas; pero yo no le presté mayor atención. Pedí una botella de cerveza, y he aquí que una pollita viene y se sienta a mi lado, bonitilla, morenita, revocada con llana de albañil.

—Con tu permiso, abuelo —me dice riéndose.

A mí me dio un vuelco la sangre; me entraron unas ganas locas de retorcerle el cuello ¡descarada! Pero me contuve, movido por la lástima que me inspira la especie hembra, y llamé al mozo:

—¡Dos botellas de champaña!

(¡Perdóname, patrón! Me vi en la necesidad de gastar un dinero que te pertenecía; pero la afrenta era de tal magnitud que se imponía dejar a salvo nuestra honra, la tuya como la mía; era menester que la mocosa se humillara y se pusiera de hinojos ante nosotros. Era imperiosamente necesario. Y como yo sabía que no me hubieras abandonado allí, indefenso, en el difícil trance, pues bien: "¡Dos de champaña, mozo!")

Llegó el champaña, pedí unos pastelillos, luego más champaña. Pasó un tipo vendiendo jazmines, le compré todo lo que había en el cesto y lo volqué en las rodillas de la pedorrera que se había atrevido a ofendernos.

Bebíamos y volvíamos a beber; sin embargo, te juro, patrón, que no le puse las manos encima. Yo conozco el asunto. Cuando joven, lo primero que hacía era manosearlas; ahora, en la vejez, lo primero que hago es gastar, mostrarme liberal, tirar el dinero a manos llenas. A las mujeres esto las enloquece, y así seas jorobado, o viejo carcamal, o más feo que un piojo, ni lo advierten, las muy bribonas. No ven nada, nada más que la mano de la que rueda el dinero como de un bolso desfondado. Decía, pues, que yo derrochaba a más y mejor ¡bendito seas, patrón, y Dios te lo devuelva centuplicado! y la pícara allí se estaba. Acercábaseme muy mimosa, apoyaba la rodillita en mis zancas; pero yo, un témpano; aunque la procesión iba por dentro. Y, precisamente, eso es lo que les hace perder el tino a las mujeres, debes recordarlo para el caso en que te veas en semejante trance, que perciban que por dentro ardes y, no obstante, ni te dignas tocarles el pelo.

En suma, llegó la medianoche y pasó también. Apagáronse las luces poco a poco; el café cerraba las puertas. Saqué un rollo de billetes de mil; pagué el gasto, dejándole al mozo generosa propina. La chiquilla se prendió de mi brazo.

—¿Cómo te llamas? —me preguntó con voz desfallecida.

—¡Abuelo! —le contesté muy arrogante.

La bribona me dio un fuerte pellizco:

—Ven... —me dijo en voz baja—. Ven...

Le cogí la mano, se la estreché como confirmando el pacto y le dije:

—Vamos, chiquilla...

La voz me salió algo ronca.

El resto, ya lo supones. Arreglamos nuestros asuntos. Y luego me quedé dormido. Desperté cerca del mediodía. Eché una mirada en torno ¿y qué veo? Un cuartito muy mono, bien limpio, con butacas, lavabo, jabones, frascos grandes y chicos, espejos grandes y espejitos de mano, vestidos de todos colores colgados a la pared y una multitud de fotografías: de marinos, de oficiales, de capitanes, de gendarmes, de bailarinas, de mujeres vestidas solamente con dos sandalias rojas. Y a mi lado, en el lecho, tibia, perfumada, desmelenada, la especie hembra.

—¡Ah, Zorba, me dije muy quedo cerrando los ojos, has entrado vivo en el Paraíso; el lugar es deleitoso, no te muevas!

En otras ocasiones te lo he dicho, patrón, cada cual tiene su Paraíso. El tuyo, lleno de libros y damajuanas de tinta. El de otro, repleto de toneles de vino, de ron, de coñac. El de otro más, con pilas de libras esterlinas. El mío es éste: un cuartito perfumado, con vestidos de muchos colores, jabones de tocador, una cama amplia y muelle y, a mi lado, un ejemplar de la especie hembra.

Pecado confesado, medio perdonado. No asomé las narices afuera en todo el día. ¿A dónde podía ir? ¿Para qué? Imagínate ¡estaba tan bien allí! Ordené que trajeran de la mejor fonda provisiones de boca, exclusivamente cosas fortificantes: caviar negro, chuletas, pescado, jugo de limón,
cadaif
.
[14]
Repetimos nuestros juegos, volvimos a dormirnos. Nos despertamos al anochecer, nos vestimos, y de bracero nos marchamos al café-concierto donde debíamos realizar algunas diligencias.

Para no incurrir en prolijidad excesiva y no aturdirte con vano palabreo, te diré que el programa sigue desarrollándose aún. Pero no te aflijas, pues también me ocupo de lo nuestro. De cuando en cuando echo un vistazo en las tiendas. Compraré el cable y todo lo que sea menester, quédate tranquilo. Día antes o día o semana después, así fuere un mes ¿qué más da? La precipitación a menudo resulta nociva. No nos precipitemos, pues. Velando por tus intereses, espero a que los oídos se me destapen, a que el ánimo se asiente, de modo que no puedan engañarme los mercaderes; porque el cable ha de ser de primera, o estamos perdidos. Así, pues, ten un poco de paciencia, patrón, y confía en mí.

Sobre todo, que no te preocupe mi salud. Las aventuras me sientan bien. En pocos días me he convertido en un jovenzuelo de veinte años. He ganado tantas fuerzas, te lo aseguro, que me han de nacer nuevos dientes. Tenía un tanto doloridos los riñones; pues ahora, soy un roble. Cada mañana, al mirarme al espejo, me sorprende el hecho de que los cabellos todavía no se me hayan vuelto negros como el betún.

Pero, dirás tú ¿a cuento de qué te escribo todo esto? Es que debes saber que para mí eres como un confesor y no me avergüenza declararte todos mis pecados. ¿Sabes por qué? Porque entiendo que proceda yo bien o proceda mal, tanto te da. Tú también llevas una esponja húmeda, como Dios, y ¡plaf! ¡plaf! borras lo bueno y lo malo igualmente. Eso me anima a confesártelo todo sin ningún disimulo. Por lo tanto, escúchame:

Me hallo extremadamente desasosegado y a punto de perder la cabeza. Te ruego que en cuanto recibas la presente, cojas la pluma y me escribas. Hasta que no me llegue tu carta, estaré sobre brasas. Pienso que hace ya muchos años he dejado de estar inscripto en los registros de Dios, así como en los del diablo, por otra parte. Sólo en tu registro estoy inscripto, razón por la cual no tengo a quien dirigirme sino a tu señoría; presta atención, pues, a lo que he de decirte. Y es lo siguiente:

Ayer hubo una fiesta en una aldea, cerca de Candía; así me lleve el diablo si sé qué santo se celebraba. Lola —hombre, olvidé presentártela: se llama Lola— me dijo:

—Abuelo —sigue llamándome abuelo, aunque ahora con intención cariñosa—, abuelo, querría ir a la fiesta.

—Pues ve, abuela —le dije—, ¿quién te lo impide?

—Sí, pero yo quiero ir contigo.

—Yo no voy, no me gustan los santos. Ve tú sola.

—Pues entonces, no voy.

Yo me quedé boquiabierto.

—¿Conque no vas? ¿Por qué? ¿No quieres?

—Si vienes conmigo, quiero. Si no vienes, no quiero.

—Pero, ¿por qué? ¿No eres una persona libre?

—No lo soy.

—¿No quieres ser libre?

—¡No lo quiero!

A fe que me parecía que perdía la chaveta.

—¿No quieres ser libre? —exclamé.

—¡No, no quiero! ¡No quiero! ¡No quiero!

Patrón, te escribo desde el cuartito de Lola, en papel de Lola; por amor de Dios, te lo ruego, presta atención. Yo tengo la convicción de que solamente aquél que quiere ser libre es un ser humano. La mujer no quiere ser libre. Entonces ¿es la mujer un ser humano?

Por lo que más quieras, contéstame pronto. Te abrazo cordialmente, mi buen patrón.

Y
O
, A
LEXIS
Z
ORBA
.

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