Alexis Zorba el griego (35 page)

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Authors: Nikos Kazantzakis

Tags: #Relato

BOOK: Alexis Zorba el griego
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—¿No me preguntas quién te la envía? Dice que es para los cabellos, para que los tengas perfumados.

—¡Hala! ¡Vete pronto! ¡Y cállate!

Rió, escupió de nuevo en las manos:

—¡Hop! ¡Hop! —exclamó—. ¡Cristo ha resucitado!...

Y desapareció.

XXII

B
AJO
los álamos, la danza pascual se desarrollaba con todo entusiasmo. Dirigíala un robusto efebo moreno, de unos veinte años de edad, cuyas mejillas cubiertas de espeso vello no conocían aún la navaja. Por la abertura de la camisa, el pelo ensortijado del pecho mostrábase como una mancha oscura. Echada hacia atrás la cabeza, movía los pies en el suelo con tal agilidad que parecían alados, y de vez en cuando dirigíale una mirada a alguna moza; brillábale, entonces, lo blanco de los ojos, inmóvil, inquietante, en contraste con lo moreno de la cara.

Me encantó y me turbó el espectáculo. Acababa de separarme de doña Hortensia, luego de haber llamado a una mujer para que cuidara de ella, y quise presenciar el baile de los campesinos cretenses. Me acerqué al tío Anagnosti y me senté a su lado en el banco.

—¿Quién es el buen mozo que guía la danza? —le pregunté al oído.

El tío Anagnosti me contestó riendo:

—¡Cierto, hermoso como el arcángel que se lleva las almas, el muy pícaro también las arrebata! Es Sifakas, el pastor. Durante todo el año cuida rebaños en la montaña, y sólo para las Pascuas baja, con ganas de ver gente y de bailar.

Suspiró.

—¡Ah, si yo fuera joven como él! —murmuró—. ¡Si fuera como él, a fe que tomaba por asalto a Constantinopla!

En tanto, el mozo sacudió la cabeza y lanzó un grito, no humano, un prolongado balido como de morueco en celo.

—¡Suena, Fanurio! —exclamó—, ¡Suena, que muera la Muerte!

La Muerte se muere a cada instante, renace a cada instante, lo mismo que la vida. Desde hace millares de años, mozos y mozas bailan bajo los árboles de renovado follaje, álamos, pinos, robles, plátanos y esbeltas palmeras; y seguirán bailando dentro de millares de años, con rostro ansioso de deseo. Cambian las caras, que se agostan y vuelven al polvo de donde salieron; otras reemplazan a las primeras y son reemplazadas a su vez. Un bailarín único, de innumerables semblantes, danza al correr de los siglos, en la flor de sus veinte años, inmortal.

—¡Suena! —volvió a exclamar el joven—. ¡Suena, Fanurio, amigo mío, que si no, estallo!

El tocador de lira movió el brazo; sonó la lira; los cascabeles del arco vibraron en rumoroso campanilleo, y el joven dio un salto, chocó en el aire tres veces un pie con el otro, a la altura de un hombre, y con la punta de la bota le quitó el pañuelo de la cabeza a su vecino, el guardabosque Manolakas.

—¡Bravo, Sifakas! —se oyó por todos lados; las mozas, estremecidas, bajaron los ojos.

Pero el joven, silencioso; sin poner en nadie la mirada, silvestre y disciplinado, seguía bailando, con el dorso de la mano izquierda apoyado en la delgada cintura y tímidamente bajos, los párpados.

De improviso, la danza hubo de interrumpirse: el viejo bedel Andrulio se acercaba con los brazos en alto.

—¡La viuda! ¡La viuda! ¡La viuda! —gritaba desaforadamente.

El guardabosque Manolakas se lanzó adelante, antes que nadie, cortando la hilera de los bailarines. Desde la plaza se veía la iglesia, adornada con ramas de arrayán y de laurel. Los bailarines se detuvieron, acalorados, los viejos se levantaron de los bancos; Fanurio recostó la lira en las rodillas, se quitó de la oreja la rosa y aspiró su aroma.

—¿Dónde, viejo Andrulio —preguntaron trémulos de ira—, dónde está?

—Allí, en la iglesia; ha entrado ahora, la maldita, con una brazada de flores de limonero.

—¡Sus, a ella, muchachos! —exclamó el guardabosque, echando a correr al frente del grupo.

En ese momento se presentaba la viuda en el umbral de la iglesia, cubierta la cabeza con el negro pañolón. Se persignó.

—¡Miserable! ¡Bribona! ¡Asesina! —le gritaron los de la plaza—. ¡Tiene la osadía de mostrarse! ¡Sus, a ella, que deshonró a la aldea!

Algunos corrieron hacia la iglesia, en pos del guardabosque; otros, desde donde estaban le arrojaban piedras. Una piedra le dio en el hombro; la mujer lanzó entonces un grito, se cubrió el rostro con las manos, y quiso echar a correr, inclinada hacia adelante. Pero ya habían llegado los mozos a la puerta de la iglesia y Manolakas empuñaba un cuchillo.

La viuda retrocedió lanzando agudos chillidos y con vacilante impulso trató de entrar en la iglesia. Allí se encontró con el viejo Mavrandoni, que con los brazos extendidos como un crucificado, en el umbral de la iglesia tocaba con la punta de los dedos las dos hojas de la puerta abierta, cerrándole el paso.

La mujer dio un salto de lado y se abrazó al ciprés del atrio. Cortó el aire el silbar de una piedra que la hirió en la cabeza haciéndole caer el pañolón. Los cabellos se le desataron y cayéronle sobre los hombros.

—¡En nombre de Cristo! ¡En nombre de Cristo! —clamaba la infeliz, estrechamente abrazada al ciprés.

Puestas en fila, allá en la plaza, las mozas mordisqueaban las puntas de las blancas pañoletas y miraban con ávidas miradas. Las viejas, agarradas de los cercos, aullaban.

—¡Matadla, muchachos, matadla!

Dos mozos se echaron sobre ella, la agarraron y al hacerlo así se le desgarró la blusa negra y brilló a la luz el pecho, blanco como mármol. Corríale la sangre por la frente, por las mejillas, por el cuello.

—¡En nombre de Cristo! ¡En nombre de Cristo! —clamaba jadeante la viuda.

La vista de la sangre, del pecho reluciente, excitó a los mozos. Los cuchillos saltaron de las cinturas.

—¡Deteneos! —gritó Mavrandoni—. ¡Me pertenece!

Mavrandoni, que permanecía de pie en el umbral de la iglesia, levantó la mano. Todos se detuvieron.

—Manolakas —dijo con voz grave—, la sangre de tu primo está clamando. ¡Apacíguala!

Yo me arrojé desde el cerco en que me había subido, me lancé hacia la iglesia; pero tropecé en una piedra y caí de bruces. En ese momento pasaba junto a mí Sifakas, que se inclinó, me tomó por la piel de la espalda como a un gato y me dejó en pie.

—¿Qué andas buscando por aquí, so currutaco? —me dijo—. ¡Vete!

—¿No te compadeces de ella, Sifakas? —le dije—. ¡Ten compasión!

El montañés rió embravecido:

—¿Soy acaso alguna mujercita, para sentir compasión? ¡Yo soy hombre!

Y de un brinco se halló en el atrio. Yo también llegué siguiéndole de cerca desalentado. Todos estaban ahora en torno de la viuda. Reinaba pesado silencio. Sólo se oía el jadear ahogado de la víctima.

Manolakas se persignó, adelantó un paso, alzó el cuchillo; las viejas, por sobre el cerco, chillaban contentas. Las mozas se cubrían el rostro con las pañoletas.

Alzó la viuda la mirada, vio el cuchillo y bramó como una becerra. Cayó de hinojos junto al ciprés, hundiendo la cabeza entre los hombros. La cabellera que le cubría la cara, se extendió en el suelo; la nuca brilló con blancura resplandeciente.

—¡Invoco a la justicia de Dios! —exclamó el viejo Mavrandoni, persignándose a su vez.

Pero en ese preciso instante, una voz sonora retumbó detrás de nosotros:

—¡Baja el cuchillo, asesino!

Todas las cabezas se volvieron, con gesto de estupor. Manolakas alzó la suya: Zorba estaba frente a él, agitando los brazos, frenético.

—¡Amigos! —gritó—. ¿No os avergonzáis? ¡Valiente faena, por cierto! ¡Toda una aldea para matar a una mujer! ¡Cuidaos, que seréis la deshonra de Creta entera!

—¡Ocúpate de lo tuyo, Zorba! ¡No te metas en nuestros asuntos! —rugió Mavrandoni.

Y dirigiéndose a su sobrino:

—¡Manolakas, en nombre de Cristo y de la Virgen, hiere!

Manolakas saltó, tomó a la mujer, la echó al suelo, apoyó una rodilla en el vientre de ella y levantó el cuchillo. Pero cual un relámpago, Zorba se prendió del brazo de Manolakas y con la mano envuelta en el pañuelo pujaba por arrancarle el arma.

La viuda se puso de rodillas, buscando ansiosa en torno un sitio por donde huir; mas los campesinos tenían obstruida la puerta de la iglesia y circundaban todo el atrio; al advertir la intención de la mujer, avanzaron un paso y cerraron el cerco.

En tanto, Zorba luchaba sin hablar, ágil, resuelto, con entera serenidad. De pie, junto a la puerta, yo seguía angustiado las peripecias de la lid. El semblante se le había azulado a Manolakas a causa de la ira que lo dominaba. Sifakas y otro coloso se acercaron con intención de prestarle ayuda. Pero Manolakas, fuera de sí, gritó:

—¡Atrás! ¡Atrás! ¡Nadie se acerque!

Y se arrojó sañudo contra Zorba, dándole un cabezazo en el pecho como un toro furioso.

Zorba se mordió los labios sin decir nada. Sujetaba como en un torno el brazo derecho del guardabosque y esquivaba a derecha e izquierda los topetones del mocetón. Enloquecido de furor, éste prendióse con los dientes de una oreja y dio un tirón con todas sus fuerzas. Corría la sangre.

—¡Zorba! —grité espantado, mientras acudía en su socorro.

—¡Vete, patrón! —me dijo—. ¡No te metas en nada!

Cerró el puño y descargó tremendo golpe en el vientre de su adversario. Al instante, aquella bestia feroz soltó presa; aflojaron los dientes dejando libre la oreja medio cortada ya y el rostro azulado se le puso mortalmente pálido. De un empellón, Zorba lo derribó, le arrancó de las manos el cuchillo y lo lanzó por sobre el cercado de la iglesia. Con el pañuelo se enjugó la sangre que manaba de la oreja, el rostro bañado en sudor, la ensangrentada cara. Irguiéndose echó una mirada en torno; los ojos se le veían inyectados.

—¡Levántate, ven conmigo! —le dijo a la viuda.

Y se encaminó hacia la salida del atrio.

Incorporóse la viuda, despertando sus desfallecidas energías para lanzarse por la vía de salvación que ante sí veía abierta. Mas como un halcón cayó sobre ella Mavrandoni: la echó de espaldas, enrolló tres veces en su brazo los largos cabellos de la desdichada y de un tajo le cortó la cabeza.

—¡Pongo sobre mi conciencia el pecado —exclamó. Y arrojó la cabeza al suelo, a la entrada de la iglesia. Luego se persignó.

Volvióse Zorba y vio el horroroso espectáculo. Arrancóse un puñado de pelos del bigote. Yo me acerqué y lo tomé del brazo. Se inclinó a un lado, me miró: dos lagrimones pendían de sus pestañas.

—¡Vamos, patrón! —me dijo con voz ahogada.

Esa noche no quiso probar bocado. “Tengo la garganta anudada —decía—, no paso cosa.” Se lavó la oreja con agua fría, embebió en
raki
un poco de algodón y se vendó. Sentado en la cama, con la cabeza entre las manos, meditaba.

Yo, tendido en el suelo junto a la pared, acodado, sentía que me corrían tibias y lentas por la mejilla las lágrimas. El cerebro no funcionaba en ninguna manera; no pensaba absolutamente en nada. Como si me embargara una honda pena de niño, lloraba silenciosamente.

De repente, Zorba alzó la caída cabeza y estalló; a gritos proseguía ahora el bravío monólogo interior de antes:

—¡Te lo digo, patrón, todo cuanto ocurre en el mundo es injusto, injusto, injusto! ¡Yo no lo admito, yo, el gusano, yo la babosa que se llama Zorba! ¿Por qué han de morir los jóvenes y quedar en vida tanta vieja ruina? ¿Por qué se mueren los niñitos? Yo tenía uno, mi Dimitri pequeñín, y lo perdí a los tres años, y ¡nunca, nunca jamás, ¿me entiendes?, se lo perdonaré a Dios! Cuando yo muera, si osa ponerse en mi presencia, y es de veras un dios, tendrá que sonrojarse. ¡Sí, sí, tendrá que sonrojarse ante esta insignificante babosa de Zorba!

Hizo una mueca como si sintiera algún dolor. Volvió a manar sangre la herida. Mordióse los labios para que no se escapara un grito.

—Espera, Zorba, que te cambiaré la venda.

Le lavé de nuevo la oreja con
raki
y con el agua de azahar que me había enviado la viuda embebí el algodón que puse sobre la herida.

—¡Agua de azahar! —dijo Zorba oliendo con avidez el líquido—. ¡Ponme en los cabellos; así, muy bien! ¡Y en las manos, echa sin miedo!

Recuperaba el ánimo. Yo lo contemplé asombrado.

—Me parece estar en el huerto de la viuda —dijo.

Y al instante reanudó las lamentaciones:

—¿Cuántos años fueron necesarios —murmuró—, cuántos años para que la tierra lograra un cuerpo como el suyo? Tú la mirabas y decías: ¡Ah, si tuviera veinte años yo y desapareciera de la superficie terrestre la raza de los hombres, quedando tan sólo en ella esta mujer y yo! ¡Qué hijos tendríamos; cómo volveríamos a poblar la tierra de criaturas, ahora sí, divinas! Y ya lo ves...

Dio un salto; los ojos se le nublaban.

—¡No puedo más, patrón! Es necesario que salga, que suba dos o tres veces la montaña, que me rinda de fatiga, para hallar alguna paz...

Se lanzó hacia afuera, en dirección a la montaña y desapareció en la oscuridad.

Yo me tendí en la cama, apagué la luz y otra vez me di a hilar, según mi triste e inhumana costumbre, una transposición de la realidad, a quitarle sangre, carne y huesos, y reducirla a idea abstracta, ligándola con las leyes generales del universo, hasta llegar a la horrenda conclusión de que todo lo que ocurre es necesario. Más aún, que es útil para la universal armonía. Venía a parar en este postrer y abominable consuelo: que era justo que lo sucedido sucediera.

El asesinato de la viuda entró en mi mente, colmena donde desde hacía algunos años todo veneno se cambiaba en miel, y la trastornó. Pero al corto rato mi filosofía se apoderó de la tremenda advertencia, la envolvió en imágenes, en artificios, dejándola inofensiva. Así las abejas envuelven en cera al zángano hambriento que se atreve a robarles miel.

Al cabo de unas horas, la viuda reposaba en mi memoria, tranquila, sonriente, convertida en símbolo. Ya vivía en mi corazón envuelta en cera, ya no podía hacer que surgiera el pánico en mi alma, ya no podía entrar a saco en mi cerebro. El horrible acontecimiento de un día se ampliaba, se extendía en el tiempo y en el espacio, se identificaba con las civilizaciones desaparecidas; éstas, a su vez, se confundían con el sino de la tierra; la tierra con el supremo fin del universo; y así, volviendo de nuevo la mirada hacia la viuda, la hallaba sujeta a las leyes inmutables, reconciliada con sus verdugos, inmóvil y serena.

El tiempo hallaba en mi mente su verdadero sentido: la viuda había muerto miles de años antes, en época de la civilización egea; en cambio, las doncellas de Cos, de rizadas melenas, habían muerto esta mañana, a orillas de éste nuestro mar riente.

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