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Authors: Nikos Kazantzakis

Tags: #Relato

Alexis Zorba el griego (33 page)

BOOK: Alexis Zorba el griego
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»Y yo volví, sí, sí, volví a la noche siguiente. Era patriota ¿comprendes?, es decir, una bestia feroz, y volví con una lata de petróleo e incendié la aldea. La desdichada mujer debió de perecer en el incendio. Se llamaba Ludmilla.

Zorba suspiró. Encendió un cigarrillo, aspiró dos o tres bocanadas, y lo arrojó lejos de sí.

—Y tú me hablas de la patria... Comulgas con las ruedas de molino que encuentras en los libros. ¡Pobre inocente! A mí debes creerme. Mientras existan patrias seguirá el hombre siendo una bestia feroz... Pero yo ¡gracias a Dios! ya me he liberado ¡eso terminó! ¿Y tú?

No le respondí. Sentía envidia de aquel hombre que veía delante de mí, hombre que había vivido con su carne y con su sangre, combatiendo, matando, besando, todo cuanto yo me esforzaba por conocer mediante el papel y la tinta. Cuantos problemas trataba yo de desliar, nudo tras nudo, aquel hombre los tenía resueltos en plena montaña, al aire libre, donde los había tajado con su sable.

Cerré los ojos, desconsolado.

—¿Duermes, patrón? —preguntó Zorba con disgusto—. Tú duermes, y yo ¡estúpido de mí!, charla que charla.

Se acostó rezongando y al breve rato oí sus ronquidos.

En toda la noche no pude pegar los párpados. Un ruiseñor cuyo canto surgía por primera vez en estos parajes, puso en nuestra soledad una tristeza insoportable y, de pronto, sentí que rodaban lágrimas por mis mejillas.

Ahogábame. Al amanecer me levanté y, desde la puerta, contemplé el mar y la tierra circundantes. Me pareció que el mundo se había transformado durante la noche. Frente a mí, en la arena, una matita espinosa, ayer mísera y triste, habíase convertido en un ramillete de florecillas blancas. En el aire vagaba el suave y lejano aroma de los limoneros y de los naranjos en flor. Adelanté unos pasos. No me hartaba de contemplar el milagro eternamente renovado.

De repente oí detrás de mí un grito jubiloso. Semidesnudo Zorba se asomaba a la puerta y admiraba, como yo, seducido, el cuadro primaveral.

—¿Qué es aquello? —exclamó estupefacto—. Ese milagro, patrón, ese azul estremecido que se ve allá ¿cómo lo llaman? ¿Mar? ¿Mar? Y esto otro, que vistió delantal verde con flores bordadas ¿tierra? ¿Qué artista ha realizado tal maravilla? Te lo juro, patrón, es la primera vez que veo esto.

Tenía empañados los ojos.

—¡Vamos, Zorba! ¿Te has vuelto loco?

—¿Por qué ríes? ¿No ves todo eso? ¡Es cosa de magia, patrón!

Se lanzó afuera, inició unos pasos de danza, se revolcó en la hierba, como un potrillo en primavera.

Apareció el sol. Tendí las palmas para entibiarlas con sus rayos. La savia ascendía, los pechos se henchían, el alma florecía como los árboles; percibíase que la misma sustancia constituye los cuerpos y las almas.

Zorba se levantó del suelo con los cabellos mojados por el rocío y manchados de tierra.

—¡Pronto, patrón! A vestirnos, a acicalarnos. Hoy es el día de la bendición. No tardarán ya el pope y los notables. ¡Si nos vieran revolcándonos por el suelo, qué vergüenza recaería en la Sociedad! ¡Ea, a lucir cuellos postizos y corbatas! ¡Mostrémonos con carátula de seriedad! No importa que no tengas cabeza, basta que te presentes con sombrero... ¡Ah, mundo, mundo, qué asco!

Nos vestimos, llegaron los obreros, aparecieron los notables de la aldea.

—Resígnate, patrón; aguanta las ganas de reír que te vengan, pues no debemos exponernos a parecer ridículos.

Adelante avanzaba el pope Stéfano, con la grasienta sotana de amplios bolsillos. Cuando acudía a alguna bendición, entierro, boda o bautismo, a ellos iba a parar, abismo sin fondo, todo cuanto le ofrecieren: pasas de uva, rosquillas, pastel de queso, pepinos, albondiguillas, confites y, por la noche, la anciana Papadia, su mujer, calándose las gafas, levantaba inventario del contenido, mientras pellizcaba de una y otra cosa.

Detrás del pope, los notables: Kondomanolio, el cafetero, que conocía mundo, pues había estado hasta en Candía, donde viera al príncipe Jorge; el tío Anagnosti, con su camisa de amplias mangas reluciente de blanca, siempre calmoso y sonriente; grave, solemne, el maestrescuela, con su vara y, por último, con paso lento y pesado, avanzaba Mavrandoni. Llevaba pañuelo negro en la cabeza, camisa negra, botas negras. Saludó indiferente, con gesto amargo y hosco, y se mantuvo apartado, de espaldas al mar.

—¡En el nombre de Nuestro Señor Jesucristo! —dijo Zorba solemnemente. Tomó la guía del cortejo y todos lo siguieron en religioso recogimiento.

Seculares recuerdos de celebraciones mágicas renacían en los espíritus de aquellos campesinos. Todos fijaban la mirada en el pope, cual si esperaran verle en el trance de afrontar potencias invisibles y conjurarlas. Miles de años ha, el mago alzaba el brazo, hisopeaba el aire, murmuraba misteriosas palabras todopoderosas y los malos espíritus emprendían la fuga, en tanto que los espíritus benéficos saliendo del agua, de la tierra, del aire, acudían en ayuda del hombre.

Llegamos al hoyo abierto cerca del mar, donde se plantaría el primer pilar del teleférico. Los obreros alzaron un gran tronco de pino y lo metieron verticalmente en el hoyo. El pope vistió la estola, tomó el isopo y mirando al poste pronunció las palabras del exorcismo: "¡Qué quede fijo en la roca de modo que ni el viento ni el agua logren conmoverlo!... ¡Amén!"

—¡Amén! —atronó Zorba, persignándose.

—¡Amén! —murmuraron los notables.

—¡Amén! —dijeron los obreros, después.

—¡Que Dios bendiga vuestro trabajo y os conceda los bienes de Abraham y de Isaac! —auguró el pope; Zorba, en el mismo instante, le metía en la mano un billete de cien dracmas.

—¡Yo te bendigo, hijo! —agregó el pope, satisfecho.

Regresamos a la cabaña donde Zorba brindó a los invitados vino y manjares ligeros de Cuaresma, pulpo asado, calamares fritos, habas hervidas, aceitunas. Después de haberlo englutido todo, los notables se fueron a sus casas: la ceremonia mágica estaba terminada.

—¡No lo hicimos mal! —comentó Zorba frotándose las manos.

Se quitó las ropas domingueras para vestir las de trabajo, empuñó un pico y dirigiéndose a los obreros, exclamó:

—¡Vamos, muchachos! Previa la señal de la cruz ¡adelante!

En toda la jornada, Zorba no paró. Trabajaba frenéticamente. Cada cincuenta metros los obreros abrían un hoyo, plantaban postes orientando la hilera hacia la cima de la montaña. Zorba medía, calculaba, daba órdenes. No comió, ni fumó, ni resopló en todo el día. Estaba entregado de lleno a la tarea.

—No son cosas que se hagan a medias —me decía a veces—. El decir las cosas a medias, ser bueno a medias, es causa de que el mundo ande a tumbos hoy en día. Marcha derecho hasta la meta, mísero hombre, pega fuerte, sin miedo, y vencerás. ¡Dios detesta mil veces más al semidiablo que al archidiablo!

Al anochecer, de vuelta del trabajo, se echó en la arena, derrengado.

—Aquí me duermo —dijo—. Aquí esperaré el día para reanudar el trajín. Pondré un turno de obreros a trabajar durante la noche.

—¿Pero por qué tanta prisa, Zorba?

Vaciló un instante.

—¿Por qué? ¡Pues porque quiero averiguar si he dado con la inclinación adecuada! Si fallamos, estamos fritos, patrón. Cuanto antes me entere de que estamos fritos, tanto mejor.

Comió precipitadamente, glotonamente, y poco después resonaban en la ribera sus ronquidos. En cuanto a mí, me quedé despierto largo rato, contemplando las estrellas. Veía cómo el cielo giraba lentamente con el movimiento de todas sus constelaciones, y la bóveda de mi cráneo, cual cúpula de observatorio, giraba al mismo compás que las estrellas. "Observa el moverse de los astros como si con ellos te movieras..." Este pensamiento de Marco Aurelio me llenaba el corazón de armonía.

XXI

E
RA
la Pascua de Resurrección. Zorba, muy acicalado, calzando gruesas medias de lana aberenjenada, que según decía tejiera una de sus comadres de Macedonia, iba y venía agitadamente por un otero cercano a la playa. Colocábase la mano a modo de visera sobre las espesas cejas y vigilaba el sendero que conduce a la aldea.

—Demora ya, la foca vieja, tarda en venir, la gorrina, se demora demasiado, el pabellón hecho jirones...

Una mariposilla recién nacida alzó el vuelo y quiso posarse en los bigotes de Zorba. Pero al percibir el cosquilleo, resolló él, fuertemente, por las fosas nasales, y la mariposa, con toda calma, se marchó y desapareció en el aire luminoso.

Esperábamos ese día la visita de doña Hortensia, para celebrar la Pascua en su compañía. Asamos un cordero, tendimos una sábana a guisa de mantel en la arena, teñimos de rojo los huevos tradicionales. Pensábamos, medio en broma, medio en serio, tributarle en aquella ocasión entusiasta acogida. Pues en la desierta playa en que morábamos, la sirena regordeta, perfumada y un tantico echada ya a perder, tenía para nosotros singular atractivo. Si no se hallaba presente, teníamos la vaga impresión de que algo nos faltaba, y era el olor, como de agua de colonia, una mancha roja a la luz del día, el meneo zangoloteante, el andar de pato, la voz ligeramente ronca y los ojillos agrios y deslavados, lo que así echábamos de menos.

Habíamos, pues, cortado ramas de arrayán y de laurel y erigido un arco bajo el cual habría de pasar ella. En lo alto del arco enarbolamos los cuatro pabellones, inglés, francés, italiano y ruso, y en medio de ellos largo paño blanco con bandas azules. Como no éramos almirantes no teníamos cañones a nuestra disposición para las salvas; pero nos procuramos dos fusiles y decidimos quedarnos en lo alto de la colina hasta que advirtiéramos el rodar zangoloteante de nuestra foca por la playa y saludar con disparos su llegada. Todo ello con intento de resucitar en la desierta playa grandezas idas, al darle la ilusión, a la pobrecilla, de que por un instante resurgía la mujer joven de pechos firmes, escarpines charolados y medias de seda, de otros tiempos muy lejanos. ¿Qué valor tendría esta fiesta de la Resurrección de Jesús, si no conjurara el renacimiento en nosotros de la juventud y de la alegría? ¿O no despertara en una envejecida mujerzuela la evocación de sus veinte años floridos?

—Está demorándose, la vieja foca, está demorándose demasiado —gruñía a cada instante Zorba, inclinándose para levantar las medias de color de berenjena, que se le caían.

—Ven y siéntate, Zorba. Ven y fuma un cigarrillo a la sombra del algarrobo. Que ya no ha de tardar.

Echó una postrer mirada indagadora al sendero de la aldea y vino a sentarse al pie del algarrobo. Se aproximaba el mediodía y hacía calor. A lo lejos, sonaban alegres, vivaces, las campanas de Pascua. De cuando en cuando la brisa traía el eco de sones de lira cretense; la aldea toda zumbaba como una colmena en primavera.

Zorba meneó la cabeza.

—Se ha acabado para mí la época en que resucitaba mi alma en cada celebración pascual, al mismo tiempo que resucitaba Cristo. Ahora sólo la carne resurge; pues cuando alguien te invita, y luego otro, y te dicen: "Toma este bocadillo, y éste más", y uno se harta de alimento abundante, sabroso, que no se convierte por entero en excrementos, algo queda, algo se salva, algo acaba por ser buen humor, danza, canción, pendencia, y a eso lo llamo yo Resurrección.

Poniéndose en pie, observó la lejanía y frunció el gesto.

—Se acerca corriendo un muchacho —dijo. Y se lanzó al encuentro del mensajero.

El chico, alzándose en puntas de pie, le susurró algo a Zorba, al oído, que le hizo dar un salto, con evidente enojo.

—¿Enferma? —exclamó—, ¿enferma? ¡Vete al instante, o te aporreo!

Luego, dirigiéndose a mí:

—Patrón, doy un salto hasta la aldea para averiguar qué le sucede a la vieja... No te impacientes. Alcánzame unos huevos rojos, que los chocaré con ella según es costumbre en esta fiesta. ¡Vuelvo al instante!

Metióse en el bolsillo los huevos rojos, alzó las medias de color de berenjena que se le caían y salió.

Yo bajé de la colina y fui a tenderme en la arena fresca. Leve brisa soplaba, el mar se rizaba, dos gaviotas se posaron sobre la cresta de las olas pequeñas y se dejaron mecer por ellas, abombando la pechuga y libradas al ritmo del mar. Conjeturaba yo la satisfacción y el frescor que les procuraba el dejarse estar. Mientras las observaba iba diciendo para mí: "Ésa es la ruta: buscar el ritmo natural y entregarse a él con entera confianza."

Al cabo de una hora, regresó Zorba; se atusaba el bigote con semblante satisfecho.

—Pilló un enfriamiento, la pobrecilla. No es nada. Estos días pasados de Semana Santa asistió a las vigilias, aun siendo una herejota como lo es, en honor mío. Y se enfrió. Le puse unas ventosas, le di fricciones de aceite, le di a beber una copita de ron, y mañana la tendremos en pie. ¡Vaya con la pindonga! ¡Había que oír los arrullos de palomita que exhalaba mientras le daba friegas, so pretexto de que le hacía cosquillas!

Nos sentamos a la mesa; Zorba llenó los vasos:

—¡Brindemos por ella, y que el diablo cargue con su alma lo más tarde que sea posible! —dijo enternecido.

Comíamos y bebíamos sin hablar. La brisa nos traía, cual el zumbar de una abeja, los sones lejanos y apasionados de la lira campesina. Celebrábase aún en las terrazas la resurrección del Señor; el cordero pascual y las roscas de Pascuas se transformaban en canciones de amor.

Después que hubo comido y bebido a su gusto, Zorba tendió al aire la orejota peluda.

—Oye la lira... —murmuró—. Están bailando en la aldea.

Se levantó de repente. El vino se le subía a la cabeza.

—¡Hombre! ¿Qué demonios hacemos aquí, solitos los dos, como cuclillos? ¡Vayamos a bailar! ¿O quieres que la fiesta se vuelva agua de borrajas? ¡Anda, ven! ¡Que se convierta en danza y canción! ¡Zorba ha resucitado!

—Detente, condenado Zorba. ¿Has perdido el sentido?

—Palabra de honor, por lo que a mí respecta, tanto me da, patrón. Pero me compadezco del cordero, de los huevos rojos, de la torta pascual, y de la crema de queso. Te juro que si no hubiera comido más que pan y aceitunas, diría ahora: "¡A dormir! ¿Qué necesidad hay de fiestas?" Pan y aceitunas ¿qué más pueden dar, no es así? Pero ahora sería pecado, te lo aseguro, que semejante comilona hubiera sido en vano. ¡Vayamos a celebrar la Resurrección, amigo mío!

—No me hallo dispuesto hoy. ¡Ve tú y baila por mí!

Zorba me tomó del brazo y me levantó.

—¡Resucitó Jesús, muchacho! ¡Ah, si yo fuera joven como tú! ¡Qué placer lanzarse de cabeza a lo que viniere! ¡Al trabajo, al vino, al amor, sin temer a Dios ni al diablo! ¡Eso es juventud!

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