»¿Soy yo el que les quita el sueño, o son los gemidos de Cristo? ¡Él es quien gime por sus faltas!
»¡Entonces levantó el báculo, el anticristo, y mirad!
Alzó el gorro, dejando a la vista una mancha de sangre coagulada en los cabellos.
—Por eso sacudí el polvo de mis sandalias y me marché.
—Vuélvete con nosotros al monasterio —dijo Zorba—, y yo he de reconciliarte con el
higúmeno
. Ven, nos acompañarás y nos mostrarás el camino. El Cielo te ha enviado a nuestro encuentro.
El monje meditó un instante. Le brilló la mirada.
—¿Qué me daréis?
—¿Qué quieres tú?
—Un kilo de bacalao salado y una botella de coñac.
Zorba se inclinó, fijando en él la mirada.
—Dime, tú ¿no tendrías, por casualidad, algún demonio interior, Zaharia?
El monje se sobresaltó.
—¿Cómo lo has adivinado?
—Vengo del Monte Atos —respondió Zorba—, ¡conozco mucho el asunto!
El monje bajó la cabeza. Apenas se le oía la voz:
—Sí, hay un demonio en mí.
—¿Y se le antoja bacalao y coñac, no?
—¡Cierto, tres veces maldito sea!
—Pues bien, conformes. ¿Fuma, también?
Zorba le arrojó un cigarrillo que el monje cogió al vuelo con ademán rapaz.
—¡Fuma, fuma, así lo ahogue la peste! —dijo.
Y extrajo del bolsillo un pedernal y una mecha, encendió el cigarrillo y aspiró el humo a pleno pulmón.
—¡En el nombre de Cristo! —dijo. Alzó la varilla de hierro, dio media vuelta e inició la marcha.
—¿Cómo se llama tu diablo? —le preguntó Zorba, guiñándome el ojo.
—¡José! —contestó el monje sin volverse.
La compañía del monje medio loco no me complacía. Un cerebro enfermo, como un cuerpo enfermo, despiertan en mí lástima y desagrado. Pero no dije nada, dejando que Zorba hiciera lo que le gustare.
El aire puro nos abrió el apetito. Nos acomodamos al pie de un gigantesco pino y desliamos el bolso de las provisiones. El monje se inclinó curioso para indagar qué contenía.
—¡Eh, eh —dijo Zorba—, no te relamas, Zaharia! Estamos en Lunes Santo. Nosotros, que somos masones, comeremos un poquillo de carne, un pollo asado. ¡Dios me perdone! Pero también tenemos torta y aceitunas para tu santidad, ¡toma!
El monje se acarició la grasienta barba.
—Yo —dijo contrito—, comeré aceitunas y pan y beberé agua fresca... Pero José, como demonio que es, comerá un poco de carne, hermanos; se muere por el pollo asado y beberá el vino de vuestra cantimplora ¡condenado!
Se persignó, tragó vorazmente el pan, las olivas, la porción de torta; se limpió la boca con el dorso de la mano, bebió agua; luego volvió a persignarse como si hubiera terminado su almuerzo.
—Ahora —dijo—, le toca al tres veces maldito José...
Y se arrojó sobre el pollo.
—¡Come, condenado! —murmuraba furioso, tragando grandes bocados—. ¡Come!
—¡Bravo, monje! —exclamó entusiastamente Zorba—. Por lo que veo eres hombre de recursos...
Y dirigiéndose a mí:
—¿Qué te parece, patrón?
—Que se asemeja a ti como si fuera hermano tuyo —le contesté riendo.
Zorba le alcanzó al monje la cantimplora:
—Bebe, José, un traguito.
—¡Bebe, condenado! —dijo el monje cogiendo la cantimplora y pegándose a ella.
El sol quemaba; nos internamos más a la sombra. El monje hedía a sudor acre y a incienso mezclados. Chorreaba agua por todos los poros y Zorba lo arrastró hacia la sombra para que no apestara tanto.
—¿Cómo te hiciste monje? —le preguntó, pues había comido a gusto y sentía deseos de charla.
El monje rió.
—Quizás supones que por inclinación mística ¿verdad? Pues no es así. La miseria, hermano, la miseria. Como no tenía nada a que hincar el diente, me dije: "No te queda más que entrar en el monasterio para no morirte de hambre."
—¿Y estás contento?
—¡Dios sea loado! Suspiro a veces, pero no por lo que supones. No suspiro por deseos terrestres, que en la tierra yo me cago, perdonad que lo diga... Suspiro por el Cielo. Digo chistes, hago cabriolas, los monjes se ríen de mí; me dicen poseso y me injurian. Pero yo pienso: No puede ser lo que creen; ciertamente a Dios le agrada reír. "Entra, payaso mío, dirá un día. Ven, haz que me ría." Y me abrirá las puertas del Paraíso, como bufón.
—¡Viejo, opino que tienes bien puesta la cabeza sobre los hombros! —dijo Zorba levantándose—. ¡En, marcha! No es cosa de quedarnos aquí hasta la noche.
De nuevo el monje inició la partida. Mientras subíamos por la montaña, me parecía que escalaba en mi interior escarpados senderos psíquicos, pasando de chatos cuidados a otros más altos, de las cómodas verdades llaneras a teorías más abruptas. De pronto, el monje interrumpió su marcha.
—Nuestra Señora de la Venganza —dijo señalando una capillita de grácil cúpula redonda.
Se postró y persignó. Yo me apeé y entré en el fresco oratorio. En un extremo, un viejo icono ennegrecido por el humo estaba cargado de exvotos: delgadas placas de plata en que se representaban toscamente manos, pies, ojos, corazones... Ante el icono ardía una lamparilla de plata permanentemente.
Me aproximé en silencio: una bravía
madona
guerrera, de cuello firme, de mirada austera y vigilante, sostenía, no al Divino Infante, sino larga lanza fuertemente empuñada.
—¡Guay de quien ose tocar el monasterio! —dijo el monje con asustado tono—. La Virgen se arroja contra él y lo atraviesa con la lanza. En otros tiempos vinieron los argelinos e incendiaron el convento. Pero oye lo que les ocurrió: en el momento en que los infieles pasaban ante la capilla, la Santísima Virgen, sin vacilar, saltó del icono y se echó afuera. Y ¡dale que dale! con tal ímpetu arremetió a lanzazos contra los malditos que no quedó uno con vida. Mi abuelo recordaba haber visto las osamentas desparramadas por todo el pinar. Desde esa época la llamaron Nuestra Señora de la Venganza. Antes la llamaban de la Misericordia.
—¿Y por qué no realizó el milagro antes que quemaran el convento, padre Zaharia? —preguntóle Zorba.
—¡Tal fue la voluntad del Altísimo! —respondió el monje persignándose tres veces.
—¡Vaya con el Altísimo! —murmuró Zorba montando a caballo—. ¡Rala! ¡En marcha!
A poco andar vimos, en una meseta, rodeado de peñas y altos pinos, el monasterio de la Virgen. Sereno, sonriente, aislado de mundanos rumores, anidado en alta y verde garganta de la sierra como expresión de la profunda armonía entre la nobleza de la cima y la dulzura del llano, el convento se me mostró cual maravilloso refugio para el recogimiento espiritual.
"Aquí —pensé—, un alma sobria y suave podría darle altura humana a la exaltación mística. Ni cima escarpada y sobrehumana, ni voluptuosa y holgazana llanura; sólo lo preciso para que el alma se eleve sin perder el calor humano. Semejante sitio no modela héroes sublimes ni inmundos cerdos. Modela hombres cabales."
—¡Qué maravilla, qué soledad, qué dicha! —murmuré.
Nos apeamos, cruzamos la amplia puerta, subimos al locutorio, donde se nos brindó la tradicional bandeja con
raki
, dulces y café. El padre hospedador vino a nuestro encuentro; varios monjes nos rodearon; comenzamos a charlar. Era un cerco de miradas maliciosas, de labios insaciables, de tupidas barbas y bigotes, de sobacos que olían a macho cabrío.
—¿No trajisteis algún periódico? —preguntó ansioso uno de los monjes.
—¿Un periódico? —dije asombrado—. ¿Para qué lo queréis aquí?
—¡Pues, hermano, para saber cómo anda el mundo! —clamaron algunos monjes indignados.
Arracimados tras las rejas del balcón muchos de ellos graznaban como cuervos. Hablaban de Inglaterra, de Rusia, de Venizelos, del Rey, apasionadamente. Si el mundo los tenía confinados, ellos no habían apartado al mundo de sí. En la retina llevaban grabadas vivas imágenes de ciudades populosas, de tiendas multicolores, de mujeres, de periódicos falaces...
Un monje rechoncho y peludo se levantó resoplando:
—Quiero mostrarte una cosa —me dijo—, me dirás tú qué opinas. Voy a buscarla al instante.
Se retiró con las velludas manos sobre el vientre, arrastrando las chinelas de paño.
Los monjes rieron burlones.
—El padre Dometios —dijo el monje hospedador— traerá de nuevo su monja de arcilla. El demonio la tenía enterrada para él, y un día en que Dometios cavaba el huerto dio con ella. Se la llevó a su celda y desde entonces el pobre ha perdido el sueño. No le falta mucho para perder el seso también.
Zorba se levantó: sentíase ahogado.
—Hemos venido a conversar con el santo
higúmeno
—dijo—, y para firmar unos papeles.
—El santo
higúmeno
—respondió el hospedador— no se halla aquí; salió esta mañana temprano: se dirigió a la aldea. Ten paciencia y espéralo.
Reapareció el padre Dometios con las manos juntas y tendidas hacia adelante, cual si fuera portador del cáliz consagrado.
—¡Aquí está! —dijo entreabriendo las manos con precaución.
Me acerqué a él. Una estatuilla de Tanagra sonreía coquetamente, medio desnuda, entre las gordas palmas del monje. Con la única mano que le quedaba intacta sosteníase la cabeza.
—Si señala la cabeza —dijo Dometios—, es porque tiene encerrada en ella alguna piedra preciosa, quizás un diamante o una perla. ¿Qué opinas tú?
—Yo opino —interrumpió un monje atrabiliario— que le duele la cabeza.
Pero el gordo Dometios me observaba con el belfo colgante como el de un cabrón, y esperaba impaciente.
—Tengo ganas de romperla para ver... No puedo conciliar el sueño por esta duda. ¿Si guardara algún diamante?
Yo miraba a la graciosa jovenzuela de tetas erguidas, desterrada en este lugar extraño, entre humo de incienso y dioses crucificados que abominan de la carne, de la risa, del beso. ¡Ah, si me fuera dado salvarla!
Zorba tomó la estatuilla de barro, palpó el menudo cuerpo de mujer, deteniendo los dedos temblorosos en los pechos firmes y erectos.
—¿Acaso no adviertes, monje —dijo—, que éste es el diablo? Es el mismísimo diablo en persona, no hay duda posible. ¡Si lo conoceré yo al maldito! Mírale el pecho, padre Dometios, redondo, firme, fresco. ¡Así es el pecho del diablo, yo te lo aseguro porque lo sé muy bien!
La figura de un monje joven se dibujó en la puerta. El sol le alumbró los dorados cabellos y el rostro ovalado de fino vello.
El monje de lengua viperina guiñó un ojo al padre hospedador. Ambos sonrieron maliciosamente.
—Padre Dometios —dijeron—, tu novicio, Gavrili.
El padre se apoderó al instante de la mujercilla de barro y se dirigió rodando como un tonel hacia la puerta. El hermoso novicio marchaba adelante, en silencio, contoneándose. Desaparecieron ambos en el largo corredor desmantelado.
Con un ademán le indiqué a Zorba que saliéramos al patio. Hacía calor. En medio del patio un naranjo en flor perfumaba el aire. Junto a él, de una antigua cabeza de carnero esculpida en mármol manaba agua murmullante. Puse la cabeza bajo el chorro y me refresqué.
—Dime, ¿qué bichos son éstos? —preguntó Zorba con gesto de asco—. Ni hombres, ni mujeres. ¡Mulos! ¡Puah! ¡Ojalá los cuelguen a todos!
Metió la cabeza también él en el agua fresca y se echó a reír.
—¡Que los cuelguen! —repitió—. Todos llevan un demonio consigo. Uno quiere una mujer; otro, bacalao; otro dinero; el de más allá, periódicos y política... ¡cáfila de bestias! ¿Por qué no se mezclarán de una vez con la gente, para hartarse de todo y purgar el cerebro?
Encendió un cigarrillo y se sentó en un banco al pie del naranjo en flor.
—Cuando yo deseo algo ¿sabes qué hago? Me lleno hasta el gaznate, para librarme de toda obsesión y no pensar ya en ello. O si me da por recordarlo, será con náuseas. Una vez, siendo pequeñito, me entró la locura de las cerezas. No tenía dinero, las compraba de a puñaditos por vez, de modo que cuando las había comido me quedaba con ganas de seguir comiendo. Noche y día no pensaba en otra cosa, se me caían las babas, ¡un verdadero tormento! Pero un día me enojé, o me avergonzó la incapacidad de satisfacer el deseo; comprendí que las cerezas me dominaban ignominiosamente, hasta el extremo de que me sentía grotesco. ¿Qué hice, entonces? Me levanté durante la noche; a paso de lobo entré en la alcoba de mis padres, rebusqué en los bolsillos, encontré en ellos un medjidié de plata, y a la mañana siguiente, muy tempranito, le compré a un hortelano un cesto de cerezas. Me senté al borde del camino y empecé a engullir cerezas y continué tragando cerezas hasta que se me hinchó el vientre. El estómago no aguantó el atracón, y vomité. Vomité, patrón, las entrañas. Pues desde ese día, se acabaron para mí las cerezas; no las podía ver ni en pintura. De igual modo procedí más tarde con el vino, y lo mismo con el tabaco. Bebo y fumo todavía; pero en cuanto me lo propongo ¡zas! corto. No me domina la pasión. Cosa semejante me ocurrió con la patria. Deseé servirla; la serví hasta asquearme, vomité y me libré de la pasión patriotera.
—¿Y con las mujeres, Zorba? —le pregunté.
—¡Ya les llegará la vez, a las condenadas! ¡Ya les llegará! Pero cuando tenga yo setenta años.
Meditó un instante: le pareció breve el plazo.
—¡Pongamos ochenta! —corrigió—. Te causa risa, patrón; ríete, si quieres. Sin embargo, oye lo que te digo: solamente así se libera el hombre, hartándose de todo; no haciéndose ermitaño. ¿Cómo quieres, viejo, expulsar de ti al diablo, si no eres tú diablo y medio?
Resoplando apareció Dometios en el patio, seguido del monjecito rubio.
—Parece un ángel irritado —murmuró Zorba, que admiraba el aspecto silvestre y la gracia natural del efebo.
Se acercaron a la escalera de piedra que lleva a las celdas del piso superior. Dometios le dijo algo al monjecillo. Éste sacudió la cabeza como negándose. Pero al instante se inclinó, sumiso. Apoyó el brazo en la cintura del viejo, y ambos subieron lentamente la escalera.
—¿Viste? —me preguntó Zorba—. ¡Sodoma y Gomorra!
Dos monjes asomaron el hocico, se dirigieron recíprocos guiños, murmuraron unas palabras y se rieron a coro.
—¡Qué perversidad! —comentó gruñendo Zorba—. Los lobos no se comen entre sí, pero los monjes lo hacen. Mira cómo se muerden uno a otra.
—Uno a otro —corregí riendo.
—Viejo, aquí tanto da, no te atormentes. ¡Mulos, te digo, patrón! Puedes decir a tu antojo, Gavrili o Gavrila, Dometios o Dometías. Vayámonos, patrón; firmemos cuanto antes los papeles y marchémonos. A fe mía que aquí te asqueas a la vez del hombre y de la mujer.