Alexis Zorba el griego (23 page)

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Authors: Nikos Kazantzakis

Tags: #Relato

BOOK: Alexis Zorba el griego
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Cuando hube terminado la lectura de la carta, quedé buen rato indeciso. No sabía si enojarme, reírme o admirar a este hombre primitivo que, rompiendo la corteza de la vida —lógica, moral, honradez—, absorbe la sustancia. Todas las virtudes mínimas, tan útiles, le faltan. No le ha quedado sino una virtud incómoda, difícil y peligrosa que lo impele irresistiblemente hacia el límite extremo, hacia el abismo.

Este obrero ignorante rompe, al escribir, las plumas, por causa de su impaciente ardor. Así como a los primeros hombres que se desprendieron de la piel de mono, o como a los grandes filósofos, los problemas fundamentales son los que lo preocupan. Los vive, cual inmediatas y urgentes necesidades. Semejante al niño, toda cosa se presenta a su vista siempre por primera vez. Sin cesar se maravilla e interroga. Todo le parece milagroso y cada mañana al abrir los ojos queda asombrado ante los árboles, el mar, las piedras, un pájaro.

"¿Qué prodigio es éste? —exclama—. ¿Qué misterios son los que tienen por nombre: árbol, piedra, mar, ave?"

Recuerdo la ocasión en que yendo hacia la aldea nos cruzamos con un viejecito caballero en una mula. Zorba abrió tamaños ojos ante la bestia. Tan intenso debió de ser el fulgor de su mirada que el campesino asustado exclamó:

—¡Por amor de Dios, compadre, no le eches mal de ojo!

Y precipitadamente se persignó.

Yo le pregunté a Zorba:

—¿Qué le hiciste al viejo que lo asustaste así?

—¿Yo? ¿Qué quieres que le hiciera? ¡Sólo miré a la mula! ¿No te asombra a ti, patrón?

—¿Qué ha de asombrarme?

—¡Pues que haya mulas en la tierra!

Otro día, estaba yo leyendo, tendido en la arena de la playa, cuando vino a sentarse frente a mí Zorba; puso el
santuri
apoyado en las rodillas y comenzó a tocar. Poco a poco fue cambiando la expresión de su semblante; una salvaje alegría se apoderó de él y tendiendo el largo cuello cantó. Tonadas macedonias, canciones kléfticas, gritos desarticulados: la garganta del hombre retornaba a los tiempos prehistóricos en que el grito era alta síntesis condensatoria de cuanto llamamos hoy música, poesía y pensamiento. "¡Aaakj! ¡Aaakj!", gritaba Zorba desde lo íntimo de sus entrañas, y la delgada corteza de lo que denominamos civilización se hendía para dar libre paso a la fiera inmortal, al dios peludo, al terrible gorila originario.

Lignito, ganancias y pérdidas, doña Hortensia, planes para lo futuro, todo desaparecía. El grito barría con todo, ya no teníamos necesidad de nada. Inmóviles ambos en la costa solitaria de Creta, sujetábamos contra el pecho toda la amargura y la dulzura de la vida; de pronto dejaban de existir amargura y dulzura, poníase el sol, caía la noche, la Osa Mayor danzaba en torno del eje firme del cielo, subía la luna y miraba con espanto a dos bichitos que cantaban en la arena y que no temían a nadie.

—¡Eh, viejo, el hombre es una alimaña montés —dijo Zorba sobreexcitado por el canto—, deja esos libros!, ¿no te da vergüenza? El hombre es una fiera, y las fieras no leen.

Calló un momento, luego rompió a reír:

—¿Sabes cómo fabricó Dios al hombre? ¿Te has enterado de cuáles fueron las primeras palabras que el animal del hombre le dirigió a Dios?

—No. ¿Cómo habría de saberlo, si no me hallaba presente?

—¡Yo sí estaba! —exclamó Zorba. Le refulgían los ojos.

—Cuenta, entonces.

Dominado a medias por el éxtasis, a medias con intención zumbona, se dio a forjar el relato fabuloso de la creación del hombre:

—¡Pues bien, escucha patrón! Resultó que una mañana Dios amaneció bastante aburrido.

»"¿Qué diablo de Dios soy yo que no tengo siquiera unos hombres que me inciensen y que invoquen en vano mi santo nombre para entretenerme? Ya estoy cansado de vivir solitario como una vieja lechuza." ¡Ps!, escupe en las manos, se arremanga, calza las gafas, coge un terrón de tierra, la ensaliva, la convierte en barro, la amasa como corresponde, modela un hombrecillo y lo pone a secar al sol. Al cabo de siete días, lo saca. Estaba cocido. Dios lo mira y estalla en carcajadas.

»¡Lléveme el diablo si esto no es un cerdo parado en las patas traseras! No me salió lo que quería hacer. No hay duda, me he equivocado.

»Lo coge por la piel del cuello y le alarga un puntapié.

»¡Ea, a volar de aquí, márchate! Ahora no te queda sino multiplicarte en numerosos cerditos como tú, la tierra es tuya. ¡Vete, uno, dos march!

»La cuestión es, mi buen amigo, que no se trataba ni mucho menos de un cerdo común. Éste llevaba sombrero blanco, chaqueta negligentemente echada a la espalda, pantalón con raya y babuchas de borla roja. Además, en la cintura (sin duda el diablo se lo había dado) un puñal bien afilado que lucía en la hoja esta inscripción: «¡Te abriré los hígados!»

»Era el hombre. Dios le tiende la mano para que se la bese; pero el hombre se atusa el mostacho y le dice:

»¡Vamos, apártate, viejo, que pueda pasar!

Zorba se interrumpió, al ver que me desternillaba de risa.

Frunció el gesto.

—No te rías. Así exactamente ocurrieron las cosas.

—Pues, ¿cómo lo sabes?

—Porque así las siento yo y así es cómo hubiera yo procedido, de hallarme en el pellejo de Adán. Pondría la mano en el fuego porque Adán no obró de otro modo. Y no te fíes de lo que te digan los libros. ¡Debes creer lo que yo te digo!

Sin esperar respuesta, tendió la manaza sobre el
santuri
e hizo sonar sus cuerdas.

Conservaba en la mano la perfumada carta de Zorba con el corazón que una flecha atravesara, y revivía en el recuerdo todas aquellas jornadas, ricas de sustancia humana, que transcurrieron para mí a su lado. El tiempo había adquirido, junto a Zorba, nuevo sabor. No era ya la matemática sucesión de acontecimientos, ni en mi interior, un problema filosófico insoluble. Era arena tibia, de grano finísimo, que se deslizaba suavemente por entre los dedos.

—¡Bendito sea Zorba! —murmuré—. Él les dio un cuerpo bien amado y cálido a las nociones abstractas que tiritaban en mí. Y cuando él se halla lejos, tirito yo de nuevo.

Tomé una hoja de papel, llamé a un obrero y lo envié a que pusiera sin pérdida de tiempo este telegrama:

"Regresa inmediatamente."

XIV

E
RA
el sábado, primero de marzo, por la tarde. Apoyado en una roca, frente al mar, yo escribía. Ese mismo día había visto la primera golondrina, me sentía contento; el exorcismo contra Buda corría sin obstáculos en el papel; mi lucha contra él se había sosegado, ya no tenía prisa, la redención era segura.

De pronto oí unos pasos en el guijarral. Alcé la cabeza y vi que balanceándose a lo largo de la ribera, empavesada como una fragata, acalorada, jadeante, nuestra sirena se aproximaba. Parecía inquieta.

—¿Hay carta? —preguntó ansiosa.

—¡Sí! —le respondí riendo. Y me levanté a su encuentro—. Te manda memorias, dice que piensa en ti noche y día, que no puede comer ni dormir, que la separación le es penosa.

—¿Nada más? —preguntó la infeliz, desalentada.

Me dio lástima. Saqué la carta del bolsillo y simulé leerla. La vieja sirena abría la desdentada boca, le parpadeaban los ojillos, escuchaba respirando agitada.

Fingí que leía, y cuando perdía el hilo simulaba hallarme en dificultades para descifrar la letra. "Ayer, patrón, fui a almorzar en un bodegón; tenía hambre. Cuando vi que entraba una joven muy bonita, una verdadera diosa —¡Dios mío, qué parecida a mi Bubulina!—, se me llenaron de lágrimas los ojos, se me anudó la garganta y no pude pasar bocado. Me levanté, pagué y me fui. Y yo, que sólo pienso en los santos el treinta y seis de cada mes, salí corriendo y no paré hasta la capilla de San Minas, para encenderle un cirio. San Minas, le dije en mi plegaria, haz que reciba buenas nuevas del ángel que adoro. Haz que pronto se junten, por fin, nuestras alas."

—¡Ji, ji, ji! —rió doña Hortensia, cuyo rostro se iluminó.

—¿Qué te causa risa, mi buena amiga? —preguntéle interrumpiendo la lectura para recobrar el aliento y combinar nuevas mentiras—. ¿Qué te causa risa? A mí me dan ganas de llorar.

—Es que... si supieras... —cloqueó ahogando la risa.

—¿Qué cosa?

—Las alas... Así les llama el bandido a los pies. Así los llama cuando estamos a solas. Y dice que se junten nuestras alas... ¡Ji, ji, ji!

—Escucha lo que sigue y quedarás embobada...

Volví la página y nuevamente fingí que leía:

"Hoy al pasar por frente a la tienda de un barbero, vi que éste salía y arrojaba al arroyo el agua jabonosa de la jofaina. Perfumó toda la calle. De nuevo recordé a mi Bubulina y me eché a llorar. No puedo seguir lejos de ella, patrón. Enloquezco. Hasta me pongo a rimar versos. Antes de ayer, no pudiendo conciliar el sueño, le dediqué una breve poesía. Te ruego que se la leas para que comprenda cuán intenso es mi padecer:

¡Ah, si nos encontráramos tú y yo en un sendero,

tan amplio que cupiera en él nuestro penar!

¡Aunque me rebanaran por entero,

cada trocito de mi cuerpo, fiero

al instante hacia ti querría volar!"

Doña Hortensia escuchaba feliz, entornados los lánguidos ojos, puesta el alma en la evocación del ausente. Se quitó del cuello la cinta que se lo oprimía y dejó en libertad a las arrugas. Callaba, sonriente. Veíase que su espíritu vagaba muy lejos, jubiloso, feliz, sin rumbo.

Marzo, hierba fresca, florecillas rojas, amarillas, malvas, aguas límpidas donde bandadas de cisnes blancos y negros se emparejaban cantando. Blancas las hembras, negros los machos de picos purpurinos entreabiertos. Las lampreas azules salían brillantes a la superficie y se juntaban con grandes serpientes amarillas. Doña Hortensia tenía nuevamente catorce años, bailaba sobre alfombras de Oriente en Alejandría, en Beirut, en Esmirna, en Constantinopla, y luego en Creta, sobre el piso encerado de unos navíos... Ya no recordaba con mucha precisión. Todo se confundía, erguíasele el pecho, crujían las riberas.

Y de pronto, mientras danzaba, cubrióse el mar de naves de proas de oro, de proas llenas de tiendas multicolores, de oriflamas de seda. Salía de ellas una fila de bajaes con borlas áureas erectas en los feces rojos; de viejos beyes muy ricos salidos en peregrinación con manos repletas de magníficas ofrendas; de hijos de bey, imberbes y melancólicos. Salían también almirantes de tricornios relucientes y marineros de cuellos blancos y pantalones holgados. Salían jóvenes cretenses de amplias bragas de paño azul claro, de botas amarillas, con los cabellos sujetos por negro pañuelo. Y el último de todos, salía Zorba, inmenso, adelgazado por el mal de amores, llevando en el anular un gran anillo de boda y una corona de azahares en la cabeza canosa.

De los navíos salían todos los hombres que ella había conocido en su vida aventurera, sin faltar uno, ni siquiera el viejo barquero desdentado y corcovado que la sacó de paseo una noche por las aguas del Bósforo. ¡Todos, todos salían!, y detrás de ellos ¡hala!, copulaban las lampreas y las serpientes y los cisnes.

Los hombres salían y se reunían arracimados, como las serpientes en celo, hacia la época primaveral, cuando se juntan formando haces, erectas, silbantes. Y en el medio del racimo, muy blanca, enteramente desnuda, bañada en sudor, mostrando por entre los labios sus dientecitos agudos, inmóvil, insaciable, con los pechos salientes, silbaba una doña Hortensia de catorce, de veinte, de treinta, de cuarenta, de sesenta años.

Nada se había perdido, ninguno de los amantes muerto. En el agostado pecho renacían todos ellos, presentando armas, como si doña Hortensia fuera una gran fragata de tres palos y todos sus amantes —llevaba ya cuarenta y cinco años de labor— la escalaran por la borda, por los obenques, desde la cala, mientras ella navegaba, con sus múltiples perforaciones calafateadas, hacia el puerto postrero, largamente, intensamente deseado: el matrimonio. Y Zorba adquiría mil rostros: turcos, occidentales, armenios, árabes, griegos, y al estrecharlo entre sus brazos, doña Hortensia abrazaba en su totalidad la santa e interminable procesión...

Advirtió de pronto la vieja sirena que me había interrumpido; borróse bruscamente la visión. Alzó los pesados párpados.

—¿No dice nada más? —murmuró con reproche, pasando la lengua por los labios golosamente.

—¿Qué más quieres, señora Hortensia? ¿Pero no lo ves? Toda la carta no habla sino de ti. Toma, mira, cuatro hojas. Y he aquí un corazón, mira, aquí, en el ángulo. Dice Zorba que lo dibujó él, con su propia mano. Mira cómo el amor lo ha asaeteado de parte a parte. Y debajo, mira, dos palomas que se besan y en las alas, con letras pequeñitas, dos nombres entrelazados, escritos con tinta roja: Hortensia — Zorba.

Por supuesto, no había tales palomos ni tal leyenda; mas los ojillos de la vieja empañados, sólo veían lo que deseaban ver.

—¿Nada más? ¿Nada más? —volvió a inquirir, no satisfecha.

Bien estaban las alas, las aguas jabonosas del barbero, los palomos enamorados, muy bonito todo ello; hermosas palabras, aire... Pero su cerebro realista de mujer exigía algo más tangible, más seguro. ¡Cuántas veces en su vida tuvo que oír tales pataratas! ¿Qué provecho le trajeron? Después de tantos años de duro trajín, ahí se estaba ella, solita, en la calle.

—¿Nada más? —repitió reprobadora—. ¿Nada más?

Me miró como corza acorralada. Sentí lástima de su congoja.

—Dice algo más muy, muy importante, señora Hortensia. Por eso lo dejé para lo último.

—Veamos... —dijo desfallecida.

—Dice que en cuanto regrese se ha de poner a tus plantas para rogarte lagrimeando que te cases con él. Ya no lo aguanta más. Quiere, según dice, que seas su mujercita, que te llames señora Hortensia de Zorba, para que no haya ya separación entre ustedes, nunca más.

Ahora sí, de los ojillos acidulados manaron lágrimas verdaderas. ¡Ésa era la gran alegría, ése el puerto deseado, ése el lamento de toda su vida! ¡Hallar la tranquilidad, tenderse en un lecho honrado, nada más!

Se cubrió los ojos con la mano.

—Bien —dijo con condescendencia de gran dama—, acepto. Pero escríbele, por favor, que aquí en la aldea no hay coronas de azahares; es preciso que las traiga de Candía, lo mismo que dos cirios blancos con cintas rosas, y unos confites finos, de almendra. Además, que me compre un vestido de novia, blanco, medias de seda y escarpines de raso. Sábanas, tenemos; dile que no las compre. También tenemos la cama.

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