Alexis Zorba el griego (18 page)

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Authors: Nikos Kazantzakis

Tags: #Relato

BOOK: Alexis Zorba el griego
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Calló, esperando en vano una respuesta. Abrió de golpe la puerta, salimos; con la punta del bastón golpeaba impaciente los guijarros.

—Sí, sí —repetía obstinado—, es la viuda.

—¡Vamos, en marcha! —dije—. ¡Y no murmures!

Caminábamos con paso vivo en la noche invernal; el cielo aparecía límpido; las estrellas brillaban, grandes, bajas, como bolas de fuego colgadas en el aire. La noche bramaba, mientras avanzábamos a lo largo de la ribera, semejante a una enorme bestia negra tendida a orillas del mar.

"Desde esta noche —decía para mis adentros—, la luz acorralada por el invierno comienza a recobrar sus energías. Como si la luz naciera esta noche, juntamente con el Niño."

Todos los campesinos se hallaban agrupados en la colmena tibia y perfumada de la iglesia. Adelante, los hombres; detrás, con las manos cruzadas, las mujeres. El pope Stéfano, alto, exacerbado por el ayuno de cuarenta días, revestido de la densa casulla de oro, corría de aquí para allá, a largas zancadas, agitando el incensario, cantando a voz en grito, con la prisa de que naciera el Niño para volver a su casa y arrojarse sobre la sopa gorda, los salchichones y las carnes ahumadas...

Si se hubiera dicho: "Hoy nace la luz", no se hubiera conmovido el corazón del hombre; la idea no se hubiera hecho leyenda y no hubiera conquistado el mundo. Sólo habría expresado un fenómeno físico normal, sin trastornarnos la imaginación, es decir, el alma. Pero la luz que renace en el corazón del invierno se convierte en niño, el niño en Dios, y hace veinte siglos que nuestra alma lo guarda en su seno y lo amamanta...

Poco después de medianoche, quedó consumada la ceremonia mística. El Salvador había nacido. Los labradores se dirigían apresuradamente a sus casas hambrientos, felices, para refocilarse en la tradicional francachela y sentir hasta en lo más hondo de sus vientres el misterio de la encarnación. El vientre es base sólida: pan, vino, carne, ante todo; sólo con pan, vino y carne puede crearse a Dios.

Las estrellas fulguraban, grandes como ángeles, sobre la cúpula blanca de la iglesia. La Vía Láctea, tal como un río, rodaba de un extremo al otro del cielo. Una estrella verde centelleaba en lo alto cual esmeralda. Yo suspiré, presa de honda turbación.

Zorba se dirigió a mí.

—¿Crees tú eso de que Dios se ha hecho hombre y nació en un establo, patrón? ¿Lo crees de veras, o te mofas de la gente?

—Es difícil la respuesta, Zorba —le contesté—. No puedo decir que creo, como tampoco que no creo. ¿Y tú?

—A fe mía, tampoco sé qué decir. Cuando siendo niño, le escuchaba a mi abuela estas historias, no las creía en absoluto. Y, sin embargo, temblaba de emoción, reía y lloraba como si las creyera. En cuanto asomó el pelo en mi barba, eché a un lado todo esto y si acaso lo recordaba, me provocaba risa. Pero he aquí que ahora, en los días postreros, me voy ablandando, patrón, y vuelvo a creer... ¡Curioso bicho el hombre!

Habíamos hollado la senda que llevaba a la casa de doña Hortensia y se nos alargaba el paso como a los caballos hambrientos que huelen el pesebre.

—¡Son en verdad astutos los padrecitos! —dijo Zorba—. Lo pescan a uno con el cebo del vientre, ¿quién se les escaparía? Durante cuarenta días, te dicen, no has de comer carne ni probar vino: ayuno. ¿Por qué? Para que se te acreciente el deseo del vino y de la carne, pues. ¡Ah, esos tocinos andantes son muy sabios en toda suerte de tretas!

Apresuró el paso.

—¡Sacude las zancas, patrón, que la pavita ha de estar ya a punto!

Cuando penetramos en el cuartito de nuestra buena amiga, donde saltaba a la vista el amplio lecho tentador, la mesa lucía el mantel blanco, la pavita asada humeaba con las patas al aire, separadas, y del brasero surgía un calorcillo muy grato.

Doña Hortensia se había rizado el cabello, vestía bata color rosa agostado; de anchas mangas y con puntillas deshilachadas. Una cinta de dos dedos de ancho, amarillo canario esta noche, le rodeaba el arrugado cuello. Habíase rociado los sobacos con agua de azahar.

¡Cómo todo está perfectamente proporcionado en el mundo!, pensé. ¡Cuán adecuado el mundo al corazón humano! Ved ahí a esa vieja cantante que ha ido dando tumbos por todas partes; varada ahora en esta costa solitaria, concentra en la mísera pieza en que estamos toda la santa solicitud y el calor de corazón de la mujer.

La cena, abundante y cuidada, el brasero encendido, el cuerpo adornado, empavesado, el aroma del azahar, todos los mínimos goces corporales, tan humanos, ¡con qué sencillez y con qué prontitud se convertían en gran alegría del alma!

Mi corazón, de pronto, dio un salto. Sentía que no estaba solo, en esta velada solemne, no estaba enteramente solo, aquí, a orillas del mar desierto. Una criatura femenina venía a mi encuentro, llena de abnegación, de ternura y de paciencia: era la madre, la hermana, la mujer. Y yo, que estaba convencido de que no había necesidad de nada, comprendí de repente que sentía necesidad de todo.

Zorba, por su parte, debía de experimentar parecida emoción, pues en cuanto entramos se adelantó y estrechó entre sus brazos a la empavesada cantante.

—¡Nació Cristo! —exclamó—. ¡Yo te saludo, ejemplar femenino!

Se volvió luego hacia mí y me dijo riendo:

—¡Mira si será astuta la mujer, patrón! ¡Hasta a Dios mismo ha engatusado!

Nos sentamos a la mesa, comimos, bebimos, nuestro cuerpo se sintió satisfecho y nuestra alma se estremeció de placer. De nuevo el espíritu de Zorba ardió en una llamarada.

—Come y bebe —me decía a cada rato—, come y bebe, patrón, alégrate. Canta, hijo, canta como los pastores: ¡Gloria a Dios en las alturas!... Nació Cristo; no es moco de pavo. ¡Entona tu canción, que Dios te oiga y le sea grata!

Había recuperado los bríos, tomando impulso.

—¡Nació el Salvador, óyelo, pobre sapientísimo, pobre escritorzuelo! No te pierdas en pequeñeces: ¿ha nacido o no ha nacido? ¡Viejo, ha nacido, no seas idiota! Si con una lupa examinas el agua que se bebe —me lo dijo un ingeniero un día— verás, según él, que el agua está llena de gusanitos, muy chiquitos, tan chiquitos que nuestros ojos no alcanzan a verlos. Verás los gusanitos y no querrás ya beber. No beberás y te morirás de sed. ¡Rompe la lupa, patrón, rómpela, para que los gusanitos desaparezcan y puedas beber y refrescarte!

Dirigiéndose a nuestro mascarón de proa pintarrajeado, alzó el vaso lleno de vino:

—¡Yo, mi muy cara Bubulina, vieja compañera de lucha, quiero beberme este vaso a tu salud! A lo largo de mis días he visto muchos mascarones de proa: clavados en la parte delantera del barco se sujetan los pechos y tienen las mejillas y los labios pintados de rojo vivo. Han recorrido todos los mares, han entrado en todos los puertos y cuando se pudre el barco, los mascarones bajan a tierra firme y permanecen apoyados hasta el fin de sus días a la pared de alguna taberna de pescadores, donde se allegan los capitanes a beber. Mi Bubulina: esta noche en que te veo en esta costa, ahora que me siento con el estómago satisfecho y con los ojos abiertos, eres para mí como el mascarón de un gran navío; y yo soy tu último puerto, pollita mía, yo soy la taberna donde beben los capitanes. ¡Ven, apóyate en mí, amaina las velas! ¡Bebo este vaso de vino cretense, sirena de mi alma, a tu salud!

Doña Hortensia, conmovida, transtornada, se echó a llorar y apoyó la cabeza en el hombro de Zorba.

—Ya verás —me dijo Zorba en un soplo, al oído—, ya verás cómo con tan hermoso discurso me echo encima un buen fastidio. La muy zorra no querrá que me vaya esta noche. ¿Qué quieres, amigo? Me dan lástima las pobrecillas, ¡sí, me compadezco de ellas!

»¡Cristo nació! —le dijo en voz muy alta a su sirena—. ¡Por nuestra ventura! —agregó alzando el vaso.

Pasó el brazo por debajo del de la buena mujer y bebieron ambos de un sorbo todo el vino de sus vasos respectivos, enlazados, contemplándose uno a otro, extáticos.

No debía faltar mucho para la hora del alba cuando me alejé solo del cuartito tibio, donde se veía un amplio lecho acogedor. Tomé el camino de regreso. La aldea, después de haber comido bien y bebido mejor, dormía con las puertas y ventanas cerradas, mientras velaban su sueño grandes estrellas centelleantes en el cielo invernal.

Hacía frío, el mar bramaba; Venus estaba suspendida en oriente, danzarina y bravía. Iba yo a la vera de la costa, jugando con las olas: si se precipitaban con intención de mojarme, yo me esquivaba; me sentía feliz y decía en mi interior:

"He aquí la dicha verdadera: no tener ambición alguna y trabajar como un condenado, como acosado por todas las ambiciones. Vivir lejos de los hombres, no tener necesidad de ellos y quererlos. Estar en Navidad y tras haber comido y bebido a gusto, irse uno solo a salvo de todas las acechanzas, con las estrellas sobre la cabeza, la tierra a la izquierda, el mar a la derecha, y advertir, de pronto, que en el corazón la vida ha realizado un postrer milagro: el de convertirse en un cuento de hadas."

Pasaban los días. Yo alardeaba ante mis propios ojos de fuerte y de valiente. Pero en los más ocultos repliegues del corazón anidaba la tristeza. Durante la semana de fiestas, asaltaron mi pecho recuerdos de música lejana y de seres queridos. Una vez más comprobaba la verdad de la antigua leyenda: el corazón del hombre es un foso lleno de sangre; a los bordes asómanse los muertos muy queridos y de bruces beben la sangre para reanimarse; cuanto más caros os son, mayor cantidad de sangre os beben.

Víspera de Año Nuevo. Una banda de chicuelos de la aldea, llevando un gran barco de papel, llegaron hasta nuestra cabaña y entonaron con voces agudas y alegres las
kalandas
[11]
: san Basilio arribaba de su tierra natal, Cesárea. Ahí estaba, en la playita cretense azul turquino. Apoyóse en su bastón; al instante, el bastón se cubrió de hojas y de flores y resonó el canto de año nuevo: "¡Feliz año, cristianos; que tu casa, amo, se vea colmada de trigo, de aceite de oliva y de vino; que tu mujer sostenga, cual columna de mármol, el tejado de la casa; que tu hija se case y dé a luz nueve hijos y una hija, y que los hijos de tu hija liberen a Constantinopla, la ciudad de nuestros reyes!"

Zorba escuchaba, encantado; había cogido el tamboril de los niños y le arrancaba frenéticos sones. Yo miraba, escuchaba, sin hablar palabra. Sentía que de mi corazón se estaba desprendiendo una nueva hoja, otro año. Un paso más hacia la oscura fosa.

—¿Qué te ocurre, patrón? —preguntó Zorba en un intervalo de su cantar a voz en grito y del sonar el tamboril—. ¿Qué te pasa, muchacho? Tienes la piel de color gris, has envejecido repentinamente, patrón. Yo, al contrario, en días como éste vuelvo a ser niño, renazco como Jesús. ¿Acaso no renace Él cada año? Pues lo mismo yo.

Me tendí en el lecho y cerré los ojos. Esta noche el corazón andaba de mala vuelta y no me dejaba ganas de hablar.

Tampoco lograba dormirme. Como si debiera rendir cuentas de mis actos, el transcurso de toda mi vida se presentaba en forma rápida, incoherente, desdibujados los contornos, como en un sueño; y yo la contemplaba, desesperado. Cual muelle nube sacudida por los vientos en las alturas, mi vida cambiaba de forma, se deshacía, volvía a reconstruirse, en perpetua metamorfosis —cisne, can, demonio, escorpión, simio— y sin cesar la inquieta nube se desgarraba y se extendía, llena de arco iris y de aire.

Amaneció el día. No abrí los ojos, empeñado en concentrar mi ardiente deseo, empeñado en quebrar la corteza del cerebro y penetrar en el oscuro y peligroso canal por donde cada gota humana va a confundirse con el inmenso océano. Tenía prisa por desgarrar ese velo y ver qué me traía consigo el nuevo año...

—¡Buenos días, patrón, feliz año nuevo!

La voz de Zorba volvió a arrojarme violentamente a tierra firme. Abrí los ojos y pude ver que Zorba lanzaba contra el umbral de la cabaña una granada; los frescos rubíes saltaron hasta la cama, recogí algunos, los comí y la garganta se me refrescó.

—Hago votos por que ganemos mucho dinero y nos rapten hermosas muchachas —exclamaba Zorba con buen humor. Se lavó, se afeitó, vistió sus mejores prendas, pantalones de paño verde, chaqueta de sayal parda y casaquín de piel de carnero a medio pelar. Cubrióse con el gorro ruso de astracán y, afilando el mostacho, me dijo:

—Patrón, iré a lucirme en la iglesia, como representante de la Compañía. No sería provechoso para la mina que nos tengan por masones. Nada cuesta dar una vuelta por ahí, ¿verdad? Y será un entretenimiento.

Inclinó la cabeza y guiñó un ojo.

—Además, podría ser muy bien que viera a la viuda —murmuró.

Dios, los intereses de la Compañía y la viudita constituían una mezcolanza armoniosa en el espíritu de Zorba. Oí los pasos que se alejaban y me incorporé de un brinco. El encanto se había quebrado, mi alma volvió de nuevo a su cárcel de carne.

Me vestí y salí hacia la orilla del mar. Caminaba ligero y contento, como si me hubiera librado de algún peligro o de algún pecado. El deseo indiscreto que me asaltara por la mañana de averiguar lo por venir antes de que se realizara, se me presentó de pronto como un sacrilegio.

Recordé la mañana en que hallé en la corteza de un árbol un capullo, en el momento en que el gusano rompía los hilos envolventes, para convertirse en mariposa. Esperé largo rato; pero tardaba demasiado y yo tenía prisa. Fastidiado, me incliné y quise ayudarlo calentándolo con el aliento. Lo hice impaciente, y el milagro comenzó a cumplirse ante mis ojos, con un ritmo más precipitado que el normal. La envoltura se abrió, el gusano salió arrastrándose y no he de olvidar jamás el horror que sentí al verlo: las alas estaban todavía encogidas, dobladas; con todas las fuerzas de su cuerpecillo el pobre gusano trataba de extenderlas. Inclinado hacia él, lo ayudaba con el calor de mi aliento. En vano. Una paciente maduración era necesaria en aquel caso, el despliegue de las alas debía producirse lentamente al calor del sol; ahora era tarde. Mi aliento había forzado al gusanillo a que se presentara fuera del capullo, todo arrugadito, antes de término. Se agitó desesperadamente y unos segundos después estaba muerto en la palma de mi mano.

Ese cadáver pequeñito, creo que es el mayor peso que gravita sobre mi conciencia. Pues, como lo comprendo perfectamente hoy, es pecado mortal el forzar las leyes de la naturaleza. No debemos precipitarnos, ni impacientarnos, sino seguir con entera confianza el ritmo eterno.

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