Encendió prontamente el fuego, guisó la comida, comimos y bebimos con ganas. Ambos habíamos cumplido útil trabajo ese día.
Al día siguiente temprano acompañé a Zorba hasta la aldea. Conversamos como gente juiciosa y práctica de los trabajos de la mina. Yendo cuesta abajo, Zorba tropezó con una piedra que rodó unos metros. Zorba se detuvo asombrado, como si por vez primera en su vida presenciara tan sorprendente espectáculo. Se volvió hacia mí, me miró y en su mirada advertí algo como leve espanto.
—¿Lo has notado, patrón? En las bajadas, las piedras adquieren la animación de un ser viviente.
No dije nada, aunque era grande mi alegría.
"Así —pensé—, los visionarios sublimes, los poetas inspirados ven siempre toda cosa por primera vez. Cada mañana se abre a su vista un mundo nuevo; no ven sino un mundo nuevo: lo crean."
El universo era para Zorba, como para los hombres primitivos, una visión pesada y compacta; las estrellas se deslizaban sobre él, el mar rompía contra sus sienes; vivía, sin la mediación de la razón, la tierra, el agua, los animales, Dios.
Doña Hortensia, advertida, nos esperaba a la puerta de su casa. Pintada, calafateada con polvos, inquieta. Se había adornado como un salón de baile popular un sábado a la noche. La mula esperaba también ante la casa; Zorba montó de un salto y cogió las riendas.
Nuestra sirena se aproximó tímidamente y apoyó la regordeta mano en el pecho de la caballería, como si intentara detener la partida del bien amado.
—Zorba... —arrulló alzándose en la punta de los pies—. Zorba...
Zorba volvió la cabeza hacia el lado opuesto. Las chocheces de enamorados, así, en plena calle, no eran muy de su agrado. La pobre mujer advirtió el gesto de Zorba y se espantó. Pero la mano quedó apoyada, grávida de tierno ruego, en el pecho de la bestia.
—¿Qué quieres? —dijo Zorba fastidiado.
—Zorba —murmuró ella con suplicante voz—, sé juicioso... No me olvides, Zorba, sé juicioso...
Zorba sacudió las riendas sin responder. La mula emprendió la marcha.
—¡Buen viaje, Zorba! —exclamé—. ¡Tres días ¿oyes? no más!
Se volvió agitando la manaza. La vieja sirena lloraba y al rodar las lágrimas abrían surcos en los polvos.
—Te di mi palabra, patrón. Con eso basta —dijo Zorba— ¡Hasta pronto!
Y desapareció entre los olivos. Doña Hortensia lloraba y miraba cómo a ratos brillaba y a ratos se ocultaba a través de las argentadas hojas la alegre manta bermeja que había puesto de montura, la pobrecilla, para que su bien amado cabalgara cómodamente. Pero al fin desapareció la manta y doña Hortensia miró con angustia en torno: el mundo se había vaciado.
No quise regresar a mi playa. Me sentía triste y subí a la montaña. En el instante en que llegaba al sendero ascendente, oí el sonar de una corneta: el cartero rural anunciaba su venida a la aldea.
—¡Señor! —me gritó sacudiendo la mano.
Lo esperé y me dio un paquete de periódicos y revistas literarias, y dos cartas. Una de ellas la guardé al instante en el bolsillo para leerla al anochecer, a la hora vespertina en que, al terminar el día, el alma se aquieta. Yo sabía de quién era, y quería, para que durara más tiempo, dilatar cuanto pudiera mi alegría.
Supe quién me escribía la segunda carta por la letra brusca y cortante y por los sellos exóticos. Era de uno de mis antiguos camaradas de estudios, Karayannis. Me la enviaba desde África, desde una montaña cerca del Tanganika.
Tipo raro, violento, moreno de dientes muy blancos. Uno de los caninos le sobresalía como a un jabalí. No hablaba nunca: gritaba; no discutía: disputaba. Habíase alejado de su patria, Creta, donde vistiendo hábito se desempeñaba como joven profesor de teología. Tuvo un galanteo con una de sus alumnas: los sorprendieron besándose en el campo. Hubieron de soportar la rechifla de la gente; pero ese mismo día, el joven profesor colgó los hábitos y se embarcó. Se iba a África a casa de uno de sus tíos; en aquellos lugares se entregó ardorosamente al trabajo, puso una fábrica de cuerdas, ganó mucho dinero. De cuando en cuando me escribía, invitándome a que lo visitara y me estuviera con él unos seis meses. Al abrir cada carta suya, aún antes de leerlas, sentía yo que de las abundantes y deshilvanadas páginas se desataba impetuoso viento que me despeinaba el cabello. Cada vez resolvía en mi fuero íntimo que me embarcaría para África con el fin de juntarme con mi amigo; pero nunca partía.
Salíme del camino, me senté en una piedra, desgarré el sobre y leí:
Ostra adherida a la roca helénica, ¿cuándo te decidirás a venir? Te has convertido, tú también, en verdadero y sucio griego, poste de taberna, que te encenagas en los cafés. Pues no supondrás que sólo los cafés son cafés: también lo son los libros, los hábitos creados, las famosas ideologías. Hoy es domingo, ningún trabajo me apremia, estoy en mi casa, en mis dominios, y pienso en ti. Arde el sol como un horno. No cabe esperar una gota de lluvia. Aquí, cuando llueve, en abril, mayo, junio, es un verdadero diluvio.
Me encuentro solo y me agrada mi soledad. No faltan sucios griegos por acá (¿dónde no pulularán estos asquerosos insectos?) pero yo no quiero verlos. Me dan náuseas. Hasta estas lejanas regiones ha llegado vuestra lepra, postes de taberna que el diablo se lleve vuestras innobles disputas políticas. Eso, la política, es la perdición de los griegos. También tienen los naipes, por supuesto, y además la ignorancia y la lujuria.
Odio a los europeos; razón por la cual me hallo vagando por las montañas de Vassamba. Odio a los europeos; pero por sobre todas las cosas odio a los sucios griegos y a todo lo que lleva sello griego. Nunca volveré a poner los pies en vuestra Grecia. Aquí he de reventar; ya tengo alzado el sepulcro que guardará mis restos, frente a mi choza, en la montaña desierta. Con mis propias manos coloqué la losa donde grabé yo mismo esta inscripción en letras mayúsculas:
Y
ACE AQUÍ UN GRIEGO QUE DETESTA A LOS GRIEGOS
Me río a carcajadas, escupo, blasfemo, lloro, cada vez que me acuerdo de Grecia. Para no ver a los griegos ni a nada que con los griegos se relacione, abandoné para siempre a mi patria. He venido aquí, trayéndome conmigo a mi destino —no es mi destino quien me trajo a mí: el hombre hace su voluntad— he traído aquí a mi destino y he trabajado y trabajo como un esclavo. He derramado y sigo derramando torrentes de sudor. Combato contra la tierra, contra el viento, contra la lluvia, contra los obreros, mis esclavos, negros y rojos.
No poseo ninguna alegría. Sí, una: la del trabajo. Con el cuerpo y con el espíritu; aunque más vale con el cuerpo. Me gusta fatigarme, traspirar, oír cómo crujen mis huesos. La mitad de lo que gano lo arrojo al aire, lo despilfarro, dónde y como se me antoja. No soy esclavo del dinero; el dinero es esclavo mío. Yo soy, y me glorío de ello, esclavo del trabajo. Derribo árboles: tengo un convenio con los ingleses. Fabrico cuerdas; ahora también cultivo algodón. Anoche, dos tribus de los negros que me sirven —los Vayai y los Vanguoni— se fueron a las manos por causa de una mujer, una ramera. El amor propio ¿ves? lo mismo que ocurre entre vosotros ¡oh, griegos! Hubo injurias intercambiadas, tumulto, mazazos, cabezas rotas. Acudieron las mujeres en plena noche a despertarme con sus chillidos y a pedirme que juzgara el caso. Me enojé y las mandé primero al diablo y luego a la policía inglesa. Pero ellas se quedaron toda la noche ante mi puerta con sus incesantes alaridos. Al amanecer salí y cumplí mi función de juez.
Mañana lunes muy temprano saldré a escalar las montañas de Vassamba, lugar de bosques inmensos, de aguas frescas, de verdor eterno. Pues bien, ¿cuándo piensas desligarte tú, sucio griego, de Babilonia, la gran prostituta, con quien todos los reyes fornicaron, que es Europa? ¿Cuándo vendrás para escalar conmigo estas montañas desiertas y puras?
Tuve un hijo con una negra: es una cualquiera. A la madre la expulsé de mi casa: me "ponía cuernos" públicamente, en pleno día, bajo cada árbol verde. Pero a la niñita, la guardé conmigo; tiene dos años. Camina, empieza a hablar, le enseño el griego; la primera frase que le enseñé es ésta: ¡Escupo en ti, Grecia asquerosa!
Se me parece la bribona. Sólo la nariz achatada es de la madre. La quiero, pero como se quiere a un gato o a un perro. Ven, y engendra un varón en el seno de alguna de nuestras vassambas y así, un día, para divertirnos y para que ellos se diviertan también, los casaremos. Adiós. ¡Que el diablo sea contigo y conmigo, querido amigo!
Y firmaba:
"Karayannis, Servus diabolicus Dei."
Dejé la carta abierta sobre mis rodillas. De nuevo me asaltó ardoroso deseo de partir. No porque sintiera la necesidad de hacerlo; me hallaba muy bien en la ribera cretense, estaba en ella a gusto, feliz y libre. Nada me faltaba. Pero siempre me dominó el vivo anhelo de ver y de tocar la mayor extensión posible de tierra y de mar, antes de morirme.
Me levanté y cambiando de parecer, en lugar de trepar por la montaña, bajé a paso apresurado hacia mi playa. Sentía el roce, en el bolsillo superior de la chaqueta, de la segunda carta, y no podía dominar la impaciencia. "Ya ha durado bastante la fruición anticipada del placer", me decía, "tan dulce y tan angustiosa."
Llegué a la cabaña, encendí fuego, preparé té, comí una rebanada de pan untada con manteca y miel, comí unas naranjas. Me desnudé, me acosté y luego abrí la carta:
A mi maestro y discípulo neófito ¡salud!
Me ocupa aquí una tarea intensa y difícil ¡"Dios" sea loado! —pongo entre comillas la palabra peligrosa, como a una fiera entre rejas, para que no te fastidies desde el comienzo de esta carta—; repito, pues, una tarea difícil ¡"Dios" sea loado! Medio millón de griegos vive peligrosamente amenazado en la Rusia meridional y en el Cáucaso. Muchos de ellos sólo saben hablar el turco o el ruso, pero sus corazones hablan fanáticamente el griego. Son de nuestra sangre. Basta con echarles una mirada —y advertir cómo les brillan los ojos avizores y rapaces, cómo sonríen sus labios maliciosos y sensuales, cómo han logrado convertirse aquí, en esta inmensa tierra rusa, en amos que tienen sometidos como servidores a los
mujiks
indígenas— para comprender al punto que son ellos legítimos descendientes de tu muy caro Ulises. Entonces se les toma cariño y no se les abandona a la muerte.
Pues están en peligro de muerte. Perdieron cuanto poseían, pasan hambre, andan desnudos. Por una parte, los persiguen los bolcheviques; por la otra, los kurdos. De todos lados los perseguidos vinieron a refugiarse en algunas ciudades de Georgia y de Armenia. No tenemos suficientes alimentos, ni ropas, ni medicinas. Se amontonan en los puertos, observando angustiados el horizonte, a la espera de una embarcación que los devuelva a su madre, Grecia. Una porción de nuestra raza; vale decir, una porción de nuestra alma, se halla aquí presa de pánico.
Si los abandonamos a su suerte, perecerán. Es menester mucho amor y mucha comprensión, mucho entusiasmo y mucho sentido práctico —cualidades que tanto te agrada ver juntas— para lograr salvarlos y volverlos a nuestro libre suelo, allí donde sea útil para nuestra raza, arriba, en las fronteras de Macedonia, o más lejos, en las fronteras de Tracia. Sólo así se salvarán centenas de miles de griegos, y sólo así nos salvaremos con ellos. Pues, en el mismo instante en que hallé esta tierra, tracé en torno de mí, de acuerdo con tus enseñanzas, un amplio círculo, y a dicho círculo le di el nombre de "mi deber". Y dije: "Si logro salvar el círculo entero, me habré salvado; si no lo logro, me habré perdido." Pues bien, en el círculo se encuentran quinientos mil griegos.
Recorro ciudades y pueblos, reúno a los griegos, redacto informes, envío telegramas, me empeño en conseguir que nuestros mandarines de Atenas nos destinen algunos barcos, víveres, ropas, medicamentos, y hago cuanto puedo para llevar a estos desdichados a Grecia. Si luchar con fervor y porfía es una dicha, yo soy feliz. No sé si, como tú dices, he cortado mi felicidad a mi altura ¡ojalá así fuera! pues entonces sería yo un hombre alto. Prefiero que la estatura alcance hasta lo que yo considero felicidad, es decir, hasta las fronteras más apartadas de Grecia. ¡Pero basta ya de teorías! Tú que te ves tendido en la playa cretense, escuchando el rumor del mar y los sones del
santuri
, tienes tiempo de sobra para ocuparte de teorías; yo, no. A mí la actividad me devora, y me alegro de que así sea. La acción, maestro inactivo, la acción: no hay otra salvación posible.
El tema de mis cavilaciones es, en fin, muy sencillo y sin vueltas; me digo: "Estos habitantes actuales del Ponto y del Cáucaso, estos labradores de Kars, estos comerciantes en grande o al menudeo de Tiflis, de Batum, de Novorossisk, de Rostof, de Odesa, de Crimea, son, a pesar de todo, gente de nuestra raza, sangre de nuestra sangre; para ellos, como para nosotros, la capital de Grecia es Constantinopla. Tenemos el mismo jefe. Tú lo llamas Ulises; otros, Constantino Paleólogo, no el que fue muerto ante los muros de Bizancio, sino el otro, el de la leyenda, el que convertido en mármol, espera, de pie, la llegada del ángel de la libertad. Yo, si me lo permites, a ese jefe de nuestra raza lo llamaría Akritas
[12]
. Me gusta más este nombre, es más austero y más guerrero. En cuanto lo oyes se yergue en tu alma, armada con todas sus armas, la Hélade eterna, la que combate sin tregua y sin temor en las marcas, en las fronteras. En todas las fronteras: nacionales, intelectuales, espirituales. Y si le agregamos el epíteto de Digenis, queda pintada más nítida la imagen de nuestra raza, maravillosa síntesis de Oriente y Occidente.
Me hallo en estos momentos en Kars, donde vine a recoger a todos los griegos del contorno. El mismo día de mi llegada, los kurdos se apoderaron, en los alrededores de Kars, de un pope y de un maestro de escuela griegos y los herraron como a mulos. Espantados los notables se refugiaron en la casa en que habito. Oímos, cada vez más cercano, el cañoneo de los kurdos que se acercan. Todos tienen puestas las miradas en mí, como si yo fuera la única fuerza capaz de salvarlos.
Pensaba marcharme mañana a Tiflis; pero ahora, en presencia del inminente peligro, me da vergüenza retirarme. Me quedo, pues. No diré que no siento miedo; lo siento, en verdad; pero también siento vergüenza. El
Guerrero
de Rembrandt, mi
Guerrero
, ¿no procedería de igual modo? Se quedaría; yo también me quedo, entonces. Si los kurdos entran en la ciudad, es natural y justo que me hierren a mí antes que a nadie. Por cierto que no descontarías, maestro, semejante fin de mulo herrado para tu discípulo.
Tras inacabable discusión, a la manera griega, hemos resuelto que todos los nuestros se congregarían esta noche con sus caballerías, sus bueyes, sus ovejas, sus mujeres y sus hijos, para partir al alba hacia el norte. Yo iré adelante, como el morueco al frente de las ovejas.
¡Patriarcal emigración de un pueblo a través de cordilleras y llanuras de nombres legendarios! Y yo seré algo así como un Moisés, seudo-Moisés, que conduce al pueblo elegido hacia la Tierra Prometida, como estos ingenuos llaman a Grecia. Hubiera sido menester, sin duda, para que estuviera a la altura de tal misión mosaica y para no avergonzarte, maestro, que me animara a suprimir los elegantes escarpines, objeto de tus burlas, y que me envolviera las piernas con bandas de pieles de carnero. Asimismo, que luciera unas barbas onduladas y grasientas y, cosa más importante, un par de cuernos. Mas, tienes que perdonármelo, no podré proporcionarte tal placer. Es más fácil forzarme a cambiar de alma que de vestimenta. Seguiré usando mis escarpines, me afeito cuidadosamente hasta dejar la piel como troncho de col y no me he casado.
Querido maestro, espero que te llegue esta carta, quizás la última que te escriba. Nadie lo sabe. No tengo confianza alguna en las fuerzas ocultas, que, según dicen, protegen a los hombres. Creo, sí, en la existencia de fuerzas ciegas que hieren a derecha e izquierda, sin maldad, sin propósito preconcebido, y matan al que se ponga a su alcance. Si me fuera de la tierra (digo "me fuera" para no asustarte y para no asustarme yo mismo con la palabra apropiada), si me fuera, pues, mi deseo es que tengas salud, que seas feliz ¡querido maestro! Me avergüenza decirlo, pero es preciso que lo diga, perdóname: yo también te he querido mucho.