Alexis Zorba el griego (24 page)

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Authors: Nikos Kazantzakis

Tags: #Relato

BOOK: Alexis Zorba el griego
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Ordenando la lista de sus pedidos ya tenía convertido a su marido en un mandadero. Se levantó. De golpe había adquirido el aspecto digno, propio de mujer casada.

—Querría proponerte algo, algo muy serio... —dijo, y se interrumpió conmovida.

—Dilo, señora Hortensia, estoy a tus órdenes.

—Zorba y yo te queremos. Eres generoso, no nos humillarás. ¿Quieres ser nuestro testigo?

Me estremecí. Había en otros tiempos en casa de mis padres una sirvienta, la vieja Diamándula, ya más que sexagenaria, solterona, medio enloquecida por la soltería forzosa, un manojo de nervios, encogidita, muy escasa de pechos, bigotuda. Se enamoró de Mitso, mozo del especiero del barrio, joven campesino grasiento, bien nutrido e imberbe.

—¿Cuándo te casas conmigo? —le preguntaba cada domingo—. ¡Cásate! ¿Cómo puedes resistir tú? ¡Yo no puedo!

—Yo tampoco —le respondía el pícaro mozo, halagándola con promesas falaces sólo por asegurarse la parroquiana—, yo tampoco puedo, mi buena Diamándula, pero ten un poco de paciencia. Espera a que me salgan a mí también bigotes...

Los años pasaban así y la vieja Diamándula tenía paciencia. Los nervios se le calmaron, las jaquecas disminuyeron, el amargado labio huérfano de besos sonreía. Lavaba con mayor cuidado la ropa, rompía menor cantidad de platos y no dejaba que se quemaran los guisos...

—¿Quieres ser nuestro testigo, amito? —me preguntó una noche a escondidas.

—Con mucho gusto, Diamándula —le dije mientras se me anudaba la garganta.

Aquel pedido me había encogido el corazón; por eso oyendo de labios de doña Hortensia iguales palabras, me estremecí.

—Con mucho gusto —respondíle—. Me honro con ello, señora Hortensia.

Arregló los rizos que salían del sombrerito y se lamió los labios.

—Buenas noches, amigo mío. Buenas noches y que lo tengamos pronto de regreso.

La vi que se alejaba meneándose, con melindres de jovencilla. Dábale alas la alegría y sus viejos zapatos de tacón torcido dejaban en la arena hoyuelos profundos.

Apenas la ocultó el cabo de la costa, oyéronse en la playa gritos clamorosos y llantos. Me levanté y corrí: allá, en el extremo opuesto, unas mujeres lanzaban estridentes chillidos como plañideras en canto mortuorio. Subíme a una peña y observé: desde la aldea venían corriendo hombres y mujeres, detrás de ellos ladraban los canes, dos o tres jinetes corrían delante y espesa nube de polvo se alzaba a su paso.

"Ha ocurrido una desgracia", pensé, y bajé a toda prisa hacia el promontorio.

El rumor de la gente alcanzaba poco a poco mayor intensidad. Ante el sol que se iba poniendo, dos o tres nubes rosadas de primavera permanecían inmóviles en el cielo. La higuera de la Señorita estaba cubierta de hojas verdes recientes.

Sorpresivamente me hallé con que doña Hortensia corría hacia mí, de regreso, despeinada, jadeante, con uno de los zapatos, que se le había salido al correr, en la mano. Venía llorando.

—¡Dios mío! ¡Dios mío!... —exclamaba. Tropezó y casi cae sobre mí. La sostuve.

—¿Por qué lloras? ¿Qué ocurre? —le pregunté ayudándole a calzar el torcido zapato.

—Tengo miedo... Tengo miedo...

—¿De qué?

—De la muerte.

Había olido a la muerte en el aire y la dominaba el terror. La tomé del blando brazo, pero el viejo cuerpo se resistía tembloroso.

—No quiero... no quiero... —clamaba.

La infeliz temía acercarse a una zona donde la muerte había aparecido. Era preciso evitar que "Caronte" la viera y se acordara de ella... Como todos los ancianos, esforzábase nuestra pobre sirena por ocultarse en la hierba de la tierra tomando su verde color, por esconderse a las miradas, en la tierra misma tomando su color pardusco, de modo que en ningún caso "Caronte" la divisara. Con la cabeza encogida entre los hombros grasos y encorvados hacia adelante, temblaba sin cesar.

Arrastróse hasta el pie de un olivo y me tendió el manto remendado:

—Cúbreme, amigo, cúbreme y ve a ver.

—¿Tienes frío?

—Tengo frío, cúbreme.

La cubrí lo mejor que pude, de modo que quedara disimulada en la tierra y me fui.

Aproximándome al promontorio oía ya los cantos fúnebres. Mimito pasó corriendo.

—¿Qué ocurre, Mimito? —grité.

—¡Se ha ahogado! ¡Se ha ahogado! —me respondió sin detenerse.

—¿Quién?

—Pavli, el hijo de Mavrandoni.

—¿Por qué?

—La viuda...

La palabra se inmovilizó en el aire, de lo alto surgió la figura peligrosa y esbelta de la viuda.

Llegaba yo a los peñascos donde toda la aldea se hallaba reunida. Los hombres permanecían callados, las mujeres, con los mantos recogidos a la espalda, se arrancaban los cabellos, lanzando agudos gritos. Lívido e hinchado, yacía un cuerpo en el guijarral. El viejo Mavrandoni de pie ante él, inmóvil, lo contemplaba. Con la derecha se apoyaba en el bastón, con la izquierda empuñaba la canosa barba rizada.

—¡Maldita seas, viuda —dijo de pronto una voz aguda—, Dios te pedirá cuentas de esto!

Una mujer se alzó de un brinco y dirigiéndose a los hombres:

—¿No habrá, pues, un hombre en la aldea que la degüelle sujeta en sus rodillas como a una oveja? ¡Puah! ¡Cáfila de cobardones!

Y escupió hacia donde se hallaban los hombres, que la miraban sin decir palabra.

Kondomanolio, el cafetero, replicó:

—¡No nos humilles, Delikaterina, no nos humilles, que
palikarios
hay en nuestra aldea, y ya verás!

No pude contenerme.

—¡Qué vergüenza, amigos! —les grité—. ¿Por qué queréis culpar a esa mujer? Estaba escrito. ¿No os contiene, entonces, el temor de Dios?

Pero nadie contestó.

Manolakas, el primo del ahogado, inclinó el gigantesco cuerpo, alzó en sus brazos el cadáver y emprendió el camino a la aldea.

Las mujeres chillaban, se arañaban, se arrancaban los cabellos. Cuando vieron que se les llevaba el cadáver se arrojaron para agarrarse de él. Pero el viejo Mavrandoni agitando el bastón las apartó y se puso al frente del cortejo, seguido de las mujeres que entonaban fúnebres canciones. Detrás, callados, venían los hombres.

Desaparecieron en la penumbra crepuscular. Oyóse nuevamente el apacible respirar del mar. Miré en torno de mí. Había quedado solo.

"Volveré a la cabaña —me dije—. ¡Otra jornada, loado sea Dios, que nos trajo su buena porción de amargura!"

Entré pensativo en el sendero de regreso. Admiraba a aquellas gentes que sabían compenetrarse tan apretadamente, tan cálidamente con los padecimientos humanos: doña Hortensia, Zorba, la viuda y el pálido Pavli que se había arrojado valientemente al mar para apagar su dolor. Y Delikaterina que clamaba porque se degollara a la viuda como a una oveja y Mavrandoni que se negaba a las lágrimas y hasta a hablar delante de los demás. Sólo yo era impotente y razonable, no hervía en mí la sangre, no sabía amar ni odiar con intenso apasionamiento. Todavía deseaba arreglar las cosas cargándolo todo, cobardemente, a cuenta del destino.

En la penumbra advertí que el tío Anagnosti estaba sentado en una piedra. Apoyaba la barba en el largo bastón y miraba al mar. Lo llamé, no me oyó. Acerquéme. Cuando notó mi presencia, meneó la cabeza.

—¡Pobre humanidad! —murmuró—. ¡Una juventud tronchada! Pero el desdichado no podía soportar su pena; se arrojó al agua y se ahogó. Ahora se ha salvado.

—¿Salvado?

—Salvado, hijo, sí. ¿Qué podía esperar de la vida? Si se casaba con la viuda, pronto se hubiera visto enredado en continuas riñas y caído, quizás, en la deshonra. Porque la desvergonzada es como una yegüita, en cuanto ve a un hombre, relincha. Y si no se casaba con ella, su vida se hubiera convertido en un tormento, pues nadie le quitaba de la cabeza que había perdido una inmensa dicha. Por delante, el abismo, el precipicio por detrás.

—No digas eso, tío Anagnosti, desanimarías al más pintado.

—¡Vamos, no tengas miedo! Nadie nos oye. Y si oyeran, ¿quién lo creería? Mira, ¿hubo nunca alguien más afortunado que yo? Tenía campos, viñedos, olivares y una casa de dos pisos; era hombre rico y notable de la aldea. Me tocó en suerte una mujer buena y dócil que no me dio más que hijos varones. Jamás la he visto con los ojos en alto para mirarme a la cara, y mis hijos se hicieron todos muy buenos padres de familia. No me quejo. Hasta nietos tuve. ¿Qué más podría desear? Eché raíces profundas. Pues, sin embargo, hijo mío, si hubiera de comenzar de nuevo, me ataría una piedra al cuello, como Pavli, y me arrojaría al mar. La vida es cruel, ciertamente, aun para los más afortunados es cruel, ¡maldita sea!

—¿Pero qué te falta, tío Anagnosti? ¿De qué te quejas?

—¡Si te digo que no me falta nada! ¡Pero anda tú y escudriña el corazón del hombre!

Calló un momento, mirando al mar que comenzaba a oscurecerse.

—¡Has hecho bien, Pavli! —gritó agitando el bastón—. Deja que las mujeres chillen; son mujeres, no tienen seso. Tú estás salvado; bien lo sabe tu padre, y por eso no dice nada.

Echó una mirada circular al cielo, a las montañas que se esfumaban poco a poco.

—Está cayendo la noche —dijo—, volvámonos.

Se detuvo de pronto, como si lamentara las palabras pronunciadas, como si creyera haber revelado algún secreto y quisiera retractarse.

Apoyó la mano descarnada en mi hombro.

—Eres joven —me dijo sonriente—, no prestes atención a lo que digan los viejos. Si la gente escuchara a los viejos pronto se acabaría el mundo. ¿Que pasa una viuda por tu camino? Pues hijo, ¡sus!, ¡a ella! Cásate, ten muchos hijos, sin vacilar. ¡Los fastidios han sido creados para los jóvenes animosos!

Llegué a mi playa, encendí fuego y preparé el té de la tarde. Me sentía cansado, con mucho apetito; comí, pues, glotonamente, entregándome por entero a esa voluptuosidad animal.

De repente asomó Mimito por el ventanuco la chata cabecita, me vio comiendo en cuclillas cerca del fuego y sonrió malicioso.

—¿Qué buscas, Mimito?

—Patrón, vengo a traerte esto por encargo de la viuda... Un cesto de naranjas. Dice que son las últimas de su huerto.

—¿Por encargo de la viuda? —dije yo cohibido—. ¿Y por qué me lo envía?

—Por las buenas palabras que le dijiste a la gente de la aldea esta tarde, dijo ella.

—¿Qué buenas palabras?

—Yo no sé. Te repito lo que ella me ha dicho, nada más.

Volcó el cesto sobre la cama. Toda la barraca quedó perfumada.

—Dile que le agradezco el obsequio ¡Y que se cuide! Que esté alerta, que no aparezca por la aldea, ¿entiendes? Que se quede en su casa unos días, hasta que se haya olvidado lo ocurrido. ¿Me has comprendido, Mimito?

—¿Nada más, patrón?

—Nada más. Vete, ahora.

Mimito guiñó un ojo.

—¿Nada más?...

—¡Márchate!

Se fue. Mondé una naranja, jugosa, dulce como miel. Me tendí y quedé dormido, y toda la noche me vi paseando entre naranjos; soplaba cálido el viento, el pecho desnudo se me ensanchaba gozosamente; en la oreja llevaba colgada una ramilla de albahaca. Era yo un joven campesino de veinte años, iba y venía por el huerto de naranjos y esperaba silbando suavemente. Qué era lo que esperaba, no lo sé; pero sentía el corazón a punto de estallar por la alegría que lo llenaba. Me afilaba los bigotes y escuchaba durante la noche entera cómo suspiraba el mar lo mismo que una mujer.

XV

S
OPLABA
ese día fuerte viento del Sur, ardoroso, venido por sobre los mares desde los arenales de África. En el aire remolineaban nubes de arena fina que entraba en la garganta y en los pulmones. Rechinaban los dientes, ardían los ojos, se hacía necesario clausurar con todo cuidado puertas y ventanas para comer un trozo de pan que no estuviera espolvoreado de arena.

El tiempo estaba pesado. A mí también me oprimía, durante esas jornadas densas en que la savia sube de la tierra, el malestar primaveral. Una laxitud, una congoja en el pecho, un hormigueo por todo el cuerpo, un deseo —¿deseo o recuerdo?— de alguna sencilla y honda dicha.

Ascendí por el sendero guijarroso de la montaña. Se me había ocurrido repentinamente llegarme hasta las ruinas de la minúscula ciudad arcaica, surgida del suelo que la ocultó tres o cuatro mil años, y que ahora volvía a calentarse al bien amado sol de Creta. Quizás, decíame, una marcha de algunas horas me alivie el decaimiento en que me tenía la naciente primavera.

Piedras grises y desnudas, luminosa desnudez, montaña áspera y desierta, tal como me gusta. Una lechuza, cegada por el exceso de luz, se había posado en una roca, amarillos los redondos ojos, seductora, llena de misterio. Yo avanzaba con liviano paso; pero ella, toda oído, se asustó y echó a volar sin ruido por entre las piedras, desapareciendo.

El aire olía a tomillo. Las primeras flores amarillas y tiernas de la aulaga abríanse ya entre espinos.

Cuando llegué a las ruinas de la pequeña villa, quedé sobrecogido. Debía de ser mediodía, los rayos del sol caían a plomo e inundaban los escombros. En las viejas ciudades en ruina, es hora peligrosa. La atmósfera está llena de gritos y de espíritus. Que cruja una rama, que una lagartija se deslice rápida, que pase una nube proyectando sombra, y el pánico se posesiona de vuestro ánimo. Cada pulgada de tierra que halláis es una tumba y los muertos gimen.

Poco a poco se habitúa el ojo a la deslumbrante luz. Ahora iba distinguiendo entre los montones de piedras, la acción de la mano del hombre: dos amplias calles enlosadas con pulidas piedras; a derecha e izquierda de ellas, unas callejas estrechas, tortuosas. En medio, la plaza circular, el Ágora, y puesto a su lado, con condescendencia muy democrática, el palacio del Rey, con sus columnas dobles, anchas escaleras de piedra y numerosas dependencias.

En el corazón de la ciudad, donde las losas aparecían gastadas por el paso de los hombres, debía levantarse el santuario; la Gran Diosa reinaba allí, desbordantes los pechos separados, arrolladas unas serpientes en sus brazos. Por todos lados, minúsculas tiendecillas y talleres: lagares de aceite, herrerías, carpinterías, tiendas de alfareros. Un hormiguero hábilmente construido, bien abrigado, perfectamente dispuesto y provisto, del que las hormigas hubieran desaparecido miles de años atrás. En uno de los talleres, algún artesano esculpía un ánfora en una piedra veteada cuando lo sorprendió la muerte: el cincel habíasele caído de las manos al artista y allí estaba, miles de años después, junto a la obra inconclusa.

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