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Authors: Nikos Kazantzakis

Tags: #Relato

Alexis Zorba el griego (26 page)

BOOK: Alexis Zorba el griego
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"¡Tú, tú sola —exclamé en mi fuero interno—, tú sola existes, oh, Tierra! Y yo soy tu hijo recién nacido; mamo a tus pechos y no quiero desprenderme de ellos. No me concedes más que un minuto de vida, pero el minuto se convierte en pecho y me nutre."

Corrió por mi cuerpo un escalofrío. Como si hubiera estado a punto de precipitarme en el abismo de esa palabra antropófaga, "eternidad". Recordé con qué afán en otro tiempo —¿cuándo? ¡El año pasado, no más allá!— me he inclinado ardientemente hacia ella con los ojos cerrados y los brazos abiertos, deseando arrojarme en sus fauces.

Cuando cursaba la primera clase de la escuela comunal, teníamos una lectura en la segunda parte del abecé que consistía en un cuento breve: un niñito se había caído en un pozo; allí se halló en una espléndida ciudad con jardines florecidos, lagos de miel, montañas de arroz con leche, e infinidad de multicolores juguetes. A medida que avanzaba en el deletreo, iba entrando más lejos en la ciudad magnífica. Ahora bien, una tarde, al regresar de la escuela, entré corriendo en mi casa, me dirigí sin vacilar hacia el brocal del pozo que había en el patio, bajo el emparrado, y miré alucinado la superficie lisa y negra del agua. Pronto imaginé que tenía a la vista la ciudad maravillosa, con sus casas y sus calles, con niños y un parral cargado de racimos. No resistí a la tentación: incliné la cabeza, tendí hacia adelante los brazos haciendo fuerza con los pies en el suelo para tomar impulso y arrojarme en el pozo. Por suerte, mi madre me vio en ese momento; acudió corriendo y gritando, y llegó apenas a tiempo para asirme de la cintura...

De niño, estuve a punto de caer en el pozo. Ya crecido, estuve a punto de caer en la palabra "eternidad", y también en no pocas palabras distintas: "amor", "esperanza", "patria", "Dios". Salvada cada una de ellas, pensaba haberme librado de un peligro y haber dado un paso hacia adelante. No era así. Sólo cambiaba de palabra, y a eso lo llamaba yo liberación. Ahora, heme, desde hace dos años enteros, suspendido en el brocal del pozo "Buda".

Mas cierto estoy ¡y gracias le sean dadas a Zorba!, de que "Buda" ha de ser el último pozo, la última palabra-precipicio, de la que me veré a salvo muy pronto y para siempre. ¿Para siempre? Es lo que afirmamos en cada ocasión.

Me levanté de un brinco. De pies a cabeza me sentía dichoso. Me desnudé y me arrojé al mar. Alegres las olas jugueteaban; y yo con ellas. Cuando, cansado al fin, salí del agua, dejé que me secara el viento de la noche; luego me puse en marcha a saltos livianos llevando la impresión de que había eludido un tremendo peligro y de que me hallaba prendido como nunca a los pechos de la Madre.

XVI

E
N
cuanto entró dentro de mi campo visual la playa de la mina, me detuve bruscamente: había luz en la cabaña.

—¡Debe de haber regresado Zorba! —pensé con alegría.

A punto estuve de echar a correr, pero no lo hice.

"Es menester que disimule mi alegría —me dije—. Debo aparentar enojo y comenzar por reprocharle su conducta. Lo mandé con una misión urgente y se quedó allá doce días, tirando el dinero por la ventana y enredado con cantantes de poca monta. Es preciso que me presente con aspecto enfurecido, no hay más remedio."

Reanudé el avance a pasos lentos, para tener tiempo de enfurecerme. Ensayaba las apariencias de gran irritación, fruncía las cejas, cerraba el puño, adoptaba los gestos del hombre encolerizado para despertar en mí enojo verdadero. Todo en vano. Al contrario, cuanto menor era la distancia que me separaba de él, tanto más alegrábaseme el alma.

Me acerqué en puntas de pie y atisbé por el ventanuco iluminado. Zorba, arrodillado en el suelo, tras haber dado lumbre a la cocinilla se ocupaba en preparar el café.

Se me ablandó el corazón y exclamé:

—¡Zorba!

La puerta se abrió de golpe. Zorba, descalzo, sin camisa, salió precipitadamente; alargó el cuello en la oscuridad, me vio, abrió los brazos; pero al instante se contuvo y los dejó caer.

—¡Me alegro de verte, patrón! —dijo vacilante, inmóvil ante mí, y alargada la cara.

Yo me esforcé por poner voz severa:

—Me alegro de que te dignaras regresar —dije—. No te me acerques, desdichado, que apestas a perfume vulgar de mujerzuela.

—¡Ah, si supieras cómo me he lavado, sin embargo, patrón! Me he almohazado como a un caballo, he cepillado mi maldita piel antes de presentarme a tu vista. Mira, hace una hora que refriego y que rasco. Pero este condenado olor... En fin, ¿qué puede hacer sino irse a la postre? No es la primera vez que me veo en lo mismo y por fuerza tendrá que desaparecer quiera o no quiera.

—Entremos —dije a punto de lanzar una carcajada.

Entramos. La cabaña olía fuertemente a perfume, a polvos, a jabón barato, a mujer.

—Oye, ¿qué son esos aparatos, eh? —hube de exclamar al ver amontonados sobre una caja bolsos de mano, bolas de jabón de olor, medias, una sombrillita roja, un minúsculo frasquito de perfume.

—Obsequios... —murmuró Zorba, bajando la cabeza.

—¿Obsequios? —dije esforzándome por demostrar enojo—, conque ¿obsequios?...

—No te enojes, patrón, son para la pobre Bubulina. Se acercan las Pascuas y al fin y al cabo es un ser humano, ella también.

Logré dominar otra vez las ganas de reír que me asaltaban.

—Lo más importante no se lo has traído... —dije.

—¿Qué?

—Pues ¡vamos! ¡La corona de azahares para la novia!

—¿Cómo? ¿Qué historia es ésa? ¡No comprendo!

Le referí entonces el cuento que le había inventado a la enamorada sirena.

Zorba se rascó la cabeza y meditó un instante.

—No has obrado bien, patrón —dijo al fin—. No, no está bien, eso, sin que sea faltarte el respeto. Bromas de tal calibre, patrón... La mujer es una criatura débil, delicada, ¿hasta cuándo tendré que repetírtelo? Un jarrón de porcelana. Hay que manejarlo con precaución.

Me sentí avergonzado. Ya lo había lamentado antes, aunque demasiado tarde. Cambié de tema.

—¿Y el cable? —pregunté—. ¿Y las herramientas?

—Todo lo traje, todo, no tengas cuidado. El pastel entero y el perro harto, como decimos nosotros. Cable, Lola, Bubulina, patrón ¡todo está en su punto!

Retiró el
briki
[15]
del fuego, llenó de café mi taza, me dio unas rosquillas de sésamo que había traído de la ciudad y
halva
[16]
con miel, la golosina de mi preferencia.

—Te traje una caja grande de
halva
como regalo —me dijo enternecido—. No me he olvidado de ti, como puedes ver. Mira, compré también para el loro un saquito de cacahuetes. De nadie me olvidé. Si te digo que mis sesos pesan más que lo corriente.

Comí las rosquillas y la torta y bebí café, sentado en el suelo. Zorba saboreaba el suyo, fumando, me miraba, y sus miradas me fascinaban como las de una serpiente.

—¿Resolviste el problema que te atormentaba, viejo charlatán? —le pregunté con tono cordial.

—¿Qué problema, patrón?

—El de si la mujer es o no un ser humano.

—¡Bah! ¡Bah! ¡Eso está terminado! —respondió Zorba sacudiendo la cabeza—. Es un ser humano, no cabe duda, como nosotros ¡y peor! En cierto y determinado momento ve tu portamonedas y pierde la cabeza. Se te pega, renuncia a la libertad, encantada de renunciar a ella, porque sabe que detrás de eso, ¿comprendes?, está brillando el portamonedas. Pero al breve rato... ¡al diablo con todo, patrón!

Se levantó, arrojó el cigarrillo por la ventana.

—Ahora, hablemos como hombres —dijo—. La Semana Santa se nos viene, tenemos aquí el cable, tiempo es de subir al monasterio en busca de esos tocinos andantes y firmar los papeles con respecto al bosque... Antes que vean el aparato teleférico y se les haga agua la boca ¿entiendes? El tiempo vuela, patrón, no está bien que nos lo pasemos holgazaneando; es preciso recoger ahora algún beneficio, es preciso que vengan barcos y carguen leña para compensar los pastos... El viaje a Candía resultó muy oneroso... El diablo intervino y, ya ves...

Calló, me dio pena verlo así. Se manifestaba como un niño que ha cometido alguna diablura y no sabiendo cómo ponerle remedio, tiembla, con el corazón que le brinca en el pecho.

"¡Avergüénzate! —me reproché a mí mismo—. ¿Acaso es decente permitir que tiemble de temor un alma como ésta? ¡Levántate, hombre! ¿Dónde podrías hallar jamás otro Zorba? ¡Levántate, toma la esponja y pásala por todo!"

—¡Zorba —exclamé—, deja en paz al diablo, que ninguna necesidad tenemos de él! A lo hecho pecho. ¿Para qué tienes ahí el
santuri
?

Abrió los brazos como si fuera a estrecharme entre ellos. Mas volvió a cerrarlos, vacilante aún.

De un tranco llegó a la pared; se alzó en puntas de pie y descolgó el
santuri
. En el momento en que se puso a la luz del candil, le vi los cabellos: estaban negros como betún.

—Oye, marrano, ¿qué cabellos son esos? ¿De dónde los sacaste?

Zorba se echó a reír.

—Me los teñí, patrón; no te asombres, tuve que teñírmelos...

—¿Por qué?

—Por amor propio ¡caray! Un día me paseaba de bracero con Lola. Es decir, de bracero, no; así, mira, tocándola apenas con la punta de los dedos. Pues, ¿no se nos viene un mocosuelo no más alto que un gato, a mofarse de nosotros? "¡Eh, viejo! —grita el hijo de mala madre—, ¿a dónde te llevas a la nieta?"

Como comprenderás, Lola se avergonzó, y yo también. Y para que ella no se avergonzara de mi compañía, esa misma noche fui a que el peluquero me tiñera la peluca.

Reí. Zorba me miró serio.

—¿Te parece cómico, patrón? Sin embargo, mira, el hombre es algo que pasma. Desde aquel día, he notado en mí un cambio profundo. Yo mismo llegué a creer que tenía cabellos negros de veras —el hombre echa fácilmente en olvido todo aquello que no le conviene recordar— y, te lo juro, sentíme con renovadas energías. Hasta Lola advirtió el cambio. Y la punzada que me daba aquí en los riñones ¿recuerdas?, se me fue como por encanto. Hombre, estas cosas, sin duda, no las cuentan tus libracos...

Sonrió irónicamente, pero se arrepintió al instante:

—Lo digo sin intención de ofenderte, patrón. Yo, el único libro que leí es el
Sinbad el Marino
, y para lo que me sirvió...

Descolgó, pues, el
santuri
; lo desnudó lentamente, con gran ternura.

—Vayamos afuera —dijo—. Encerrado entre cuatro paredes, el
santuri
no se halla cómodo. Es un animalito silvestre, le hace falta aire libre.

Salimos. Las estrellas chispeaban como pedernales. La Vía Láctea rodaba de una parte a la otra del cielo. Hervía el mar.

Nos sentamos en las piedras. Las olas llegaban blandamente a lamernos los pies.

—Cuando se anda en la mala hay que levantar el ánimo —dijo Zorba—. ¡Vaya, pues! ¿La suerte se imaginará que tiene fuerzas suficientes como para obligarnos a arriar el pabellón? ¡Ven acá,
santuri
mío!

—Una canción macedonia, de tu tierra, Zorba —le dije.

—¡No, una canción cretense, de la tuya! Quiero entonar una copla que me enseñaron en Candía, y que desde que la conozco ha dado nuevo rumbo a mi vida.

Meditó un segundo:

—No, no es un rumbo distinto, sino que ahora comprendo que tenía razón.

Apoyó los gruesos dedos en las cuerdas del instrumento; tendió el cuello y la voz ronca, inculta, dolorosa, inició el canto:

¡Cuando decidas algo, sin miedo, ve adelante!

¡Da riendas sueltas a tu mocedad anhelante!...

Y al conjuro de la voz, volaron los cuidados, huyeron las mezquinas preocupaciones, el alma se elevó hasta su propia cima. Lola, el carbón, el cable aéreo, la "eternidad", las menudas fatigas, así como las grandes, todo se convirtió en humo azul que se disipaba en el aire; sólo quedó allí un pájaro de acero, el alma humana que cantaba.

—Yo te lo regalo todo, Zorba —exclamé en cuanto hubo dado fin a la canción altiva—, la cantante, el teñido del cabello, el dinero que derrochaste, todo, todo. ¡Sigue cantando!

Alargó de nuevo el cuello descarnado:

¡Atrévete, no temas, y sea lo que fuere!

¡Quien juega, gana o pierde; quien ama, vive o muere!

Una decena de obreros que dormían cerca de la mina oyeron los cantos. Se levantaron, se acercaron furtivamente y se agazaparon en torno de nosotros. Escuchaban la tonada dilecta y sentían hormigueos en las piernas.

Y de pronto, no pudiendo contenerse salieron de la sombra, medio desnudos, despeinados, puestas las amplias bragas; formaron rueda en torno de Zorba y su
santuri
, y comenzaron a bailar sobre el rocoso suelo.

Conmovido los miraba yo, sin decir nada.

"Helo aquí —pensaba—, el verdadero filón que yo buscaba. No me importa otro alguno."

Al día siguiente, antes de aclarar, resonaban las galerías con los golpes de pico y los gritos de Zorba. Los obreros trabajaban con afán. Sólo Zorba podía darles tal impulso. A su lado, el trabajo se hacía vino, canto, amor y los embriagaba. La tierra cobraba vida en sus manos, las piedras, el carbón, los leños, los obreros se ponían al ritmo de su actividad, y el combate se proseguía en las entrañas de la mina, a la blanca luz de las lámparas de acetileno, donde Zorba era caudillo y luchaba cuerpo a cuerpo al frente de sus huestes. A cada galería le había dado nombre y en cada una de las vetas dábales rostros a las fuerzas ocultas, de modo que ya no podían disimularse ante él.

—Si yo sé que ésta —decía— es la galería Canavaro (así tenía bautizada a la primera que abriéramos), ¿qué demonios podría hacerme? La conozco por su nombre; no puede tener la audacia de engañarme. Como tampoco la "Madre Superiora", ni la "Tuerta", ni la "Meona". Si las conozco a todas por sus nombres, te digo.

Ese día yo me había escurrido en la mina sin que él lo notara.

—¡Vivo! ¡Vivo! —les gritaba a los obreros como solía hacerlo cuando lo arrebataba el entusiasmo—. ¡Adelante, muchachos! ¡La montaña es nuestra!... ¡Hombres somos, bestias temibles! Vosotros, cretenses, yo, macedonio, hemos de dominar a la montaña, no podrá ella más que nosotros. Hemos vencido a Turquía ¿no? ¡Qué temor puede inspirarnos, entonces, esta montañita de mala muerte! ¡Adelante!

Alguien se acercó corriendo a Zorba. A la luz del acetileno distinguí los morros estrechos de Mimito.

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