Alexis Zorba el griego (27 page)

Read Alexis Zorba el griego Online

Authors: Nikos Kazantzakis

Tags: #Relato

BOOK: Alexis Zorba el griego
8.87Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Zorba —le dijo con el habitual tartamudeo—, Zorba...

Éste volviendo la cabeza vio a Mimito y comprendió de qué se trataba. Alzó la manaza.

—¡Vete! —le gritó—. ¡A volar de aquí!

—Vengo enviado por la señora... —comenzó el tonto.

—¡Que te vayas, te digo! ¡Estamos ocupados!

Mimito se alejó a toda prisa. Zorba escupió con enojo.

—El día es para el trabajo —dijo—. El día es varón. La noche para la diversión. La noche es hembra. ¡No hay que mezclar una cosa con la otra!

En ese momento, me adelanté.

—Amigos —dije—, es mediodía. Hora es de dejar la tarea y tomar un bocado.

Zorba se volvió, vióme y frunció el gesto.

—Con tu permiso, patrón. Déjanos. Ve tú a almorzar. Hemos perdido doce días, hay que recuperarlos. ¡Buen provecho!

Salí de la mina y bajé hacia el mar. Abrí el libro que llevaba en la mano. Tenía apetito; pero lo olvidé. La meditación es también una cantera, pensé. ¡Adelante, pues! Y me interné en las hondas galerías de la mente.

Un libro inquietante acerca de las montañas cubiertas de nieve del Tibet, acerca de sus misteriosos monasterios, sus monjes callados de vestiduras amarillas, que, concentrando su voluntad, fuerzan al éter a que adopte la forma de sus deseos. Altas cimas, aire poblado de espíritus. El vano rumor del mundo no llega hasta allí. El gran asceta conduce a sus discípulos, jovenzuelos de dieciséis a dieciocho años, al sonar la medianoche, hasta un lago helado de la montaña. Se desnudan, rompen la capa de hielo, hunden en el agua sus ropas, vuelven a vestirlas hasta que sequen al calor de su piel, las sumergen nuevamente en el agua helada, y nuevamente las visten, cosa que reiteran hasta siete veces consecutivas. Después de lo cual regresan al monasterio para celebrar los oficios matinales.

Escalan una cima de cinco o seis mil metros de altura; se sientan tranquilamente, respiran hondo, con movimientos regulares, desnudo el torso, sin sentir frío. Cogen entre las manos un cubilete de agua helada, la miran, se concentran, proyectando toda la fuerza de su voluntad en el agua, y el agua hierve. Con ella preparan el té que beben.

El gran asceta reúne en torno de sí a los discípulos y les dice:

¡Desdichado del que no tiene en sí mismo la fuente de la dicha!

¡Desdichado del que quiere agradar a los demás!

¡Desdichado del que no entiende que esta vida y la otra no son sino una!

Había caído la noche y no veía ya las letras. Cerré el libro y contemplé el mar.

"Es indispensable —pensé— que me libere de todo fantasma: budas, dioses, patrias, ideas... ¡Desdichado del que no logra apartar de sí a los budas, a los dioses, a las patrias, a las ideas!"

El mar se había puesto negro de repente. La luna joven se descolgaba hacia el poniente. A lo lejos, en los huertos, ladraban los perros tristemente y toda la barranca ladraba con ellos.

Apareció Zorba, manchado, embarrado, con la camisa hecha jirones.

Se acuclilló junto a mí

—La cosa ha marchado bien, hoy —dijo satisfecho—, hemos cumplido muy buena tarea.

Oía las palabras de Zorba sin tomarles sentido. Mi espíritu vagaba aún por lejanas y misteriosas montañas abruptas.

—¿En qué piensas, patrón? Tu mente navega mar adentro.

Volví en mí y mirando a mi compañero meneé la cabeza.

—Zorba —le dije—, crees ser un estupendo Sinbad el Marino y te muestras muy jactancioso por haber barloventeado algún tanto a través de los mares. ¡Y, sin embargo, no has visto nada, nada, nada, infeliz de ti! Yo tampoco he visto, por otra parte. Es mucho más amplio el mundo de lo que imaginamos. Viajamos, recorremos tierras, surcamos aguas, y a la postre no hemos asomado las narices fuera del umbral de nuestra casa.

Zorba frunció los labios, sin decir palabra. Gruñó, solamente, como el perro fiel cuando se le castiga.

—Existen montañas —proseguí— muy altas, inmensas, pobladas de monasterios. Y en los monasterios viven monjes vestidos de amarillo. Permanecen sentados, con las piernas cruzadas, un mes, dos meses, seis meses, y durante ese tiempo sólo piensan en una y única cosa. ¡Sólo una! ¿Entiendes? ¡No dos, una! No piensan, como nosotros, en la mujer y en el carbón, o en los libros y en el carbón; sino que concentran todo el espíritu en una sola y única cosa, y realizan milagros. Así es como se realizan milagros. ¿Has visto, Zorba, cuando se pone una lupa a los rayos del sol y todos los rayos se reúnen en un punto y lo inflaman? ¿Por qué? Porque la fuerza del sol no se desparrama, sino que se concentra entera en un solo punto. Lo mismo ocurre con el espíritu del hombre. Harás milagros si concentras la voluntad en una sola y única cosa. ¿Comprendes, Zorba?

Zorba respiraba agitadamente. En cierto momento se sacudió como si intentara huir. Pero se contuvo.

—Sigue —gruñó con voz ahogada.

Pero al instante se irguió de un salto, muy erecto el cuerpo.

—¡Cállate! —exclamó—. ¿Por qué me dices eso, patrón? ¿Por qué me envenenas el corazón? Yo me sentía cómodo aquí, ¿por qué me arrollas? Tenía hambre y Dios y el diablo (así me condene si establezco diferencias entre ambos) me arrojaron un hueso y yo lo lamía, agitando la cola y gritando: "¡Gracias, gracias!" Pues ahora...

Dio un golpe con el pie en el suelo, me volvió la espalda, inició un movimiento como para dirigirse a la cabaña; pero el ánimo le hervía aún. Se detuvo.

—¡Puf! ¡Mira tú qué bonito hueso es el que me arrojó el dios-diablo! ¡Una cochina cantante vieja! ¡Una cochina barcaza desmantelada!

Cogió un puñado de cantos y los arrojó al mar.

—¿Pero quién es ése —exclamó—, quién es ése que nos arroja los huesos?

Esperó un momento y al no recibir respuesta, agregó:

—¿No hablas, patrón? ¡Si lo sabes, dímelo, para que yo conozca también su nombre y, no te aflijas, déjalo a mi cargo, yo sabré componérmelas con él! Sin saberlo, ¿adónde iría, a la ventura? Solamente a estrellarme y romperme la cara.

—Tengo ganas de comer —le dije—. Prepara la comida. ¡Primero comamos!

—¿No se puede estar una noche sin comer, patrón? Un tío mío era monje y en los días de entresemana se alimentaba solamente de agua y sal; los domingos y fiestas de guardar agregaba un poco de salvado. Vivió ciento veinte años.

—Vivió ciento veinte años, Zorba, porque tenía fe. Había dado con su Dios, no lo aquejaba preocupación alguna. Pero nosotros, Zorba, no tenemos Dios que nos alimente; por lo tanto, enciende fuego, y con esas doradas que compramos apróntanos una sopa bien caliente, espesa, con abundantes cebollas y sazonada con pimienta, como nos gusta. Después, veremos...

—¿Qué veremos? —dijo fastidiado—. Con el estómago lleno, echaremos todo en olvido.

—¡Precisamente es lo que deseo! Para eso sirve el alimento, Zorba. ¡Ea, a la obra, guísanos una sopa de pescado, viejo, para que no nos estalle la cabeza!

Pero Zorba no se movía. Inmóvil, seguía mirándome.

—Oye, patrón, conozco los proyectos que alientas. Mira: hace un rato mientras hablabas, como a la luz de un relámpago los he visto.

—¿Y cuáles son mis proyectos, Zorba? —pregunté intrigado.

—Quieres edificar un monasterio, tú también ¡eso es lo que proyectas! Un monasterio en que pondrás, en lugar de monjes, a unos cuantos rascapapeles de tu especie, que vivan garrapateando día y noche. Y al fin, como a los santos que se ven en las imágenes, os saldrán de la boca unas cintas impresas. ¿He adivinado, no?

Incliné la cabeza entristecido. ¡Viejos sueños de juventud, amplias alas cuyas plumas cayeron; ingenuos, generosos, nobles impulsos!... Dar vida a una comunidad espiritual, encerrarnos una docena de camaradas, músicos, pintores, poetas... trabajar todo el día libremente, reunirnos por la noche, comer, cantar juntos, leer, plantearnos los grandes problemas, derribar las respuestas envejecidas, que pretenden resolverlos. Ya tenía yo redactado el reglamento de la comunidad. Hasta local le había hallado, en San Juan Cazador, en un valle del Himeto...

—¡Acerté! —dijo Zorba, muy contento, viendo que permanecía callado—. Pues bien, en tal caso, he de pedirte un favor, santo
higúmeno
: que me des el cargo de portero en tu convento; así podré entregarme al contrabando y hacer que pasen de cuando en cuando ciertas mercaderías extrañas: mujeres, mandolinas, damajuanas de
raki
, lechoncillos asados... Sólo para que no malgastes la vida en puras paparruchas.

Rióse y a paso vivo marchó hacia la barraca. Lo seguí. Limpió los pescados sin abrir la boca. Yo recogí leña, encendí fuego. Una vez lista la sopa, tomamos nuestras cucharas y empezamos a comer directamente de la olla.

Ninguno de los dos hablaba. No habíamos probado bocado en todo el día y comíamos con voracidad. Bebimos vino y recuperamos la alegría. Zorba al fin abrió la boca para decir:

—Sería cómico, patrón, que apareciera ahora la Bubulina ¡que toda hora le sea grata y que de ella nos preserve el cielo! Es lo que nos falta, ¿verdad? Sin embargo, te diré, patrón, aquí
inter nos
, que sentí su ausencia ¡así se la lleve el diablo!

—¿Ahora no preguntas quién te arroja ese hueso?

—¡Qué importa, patrón! Es como una pulga en una parva de heno. Recoge el hueso y no te inquietes por la mano que lo arrojó. ¿Tiene sabor? ¿Queda alguna carne adherida? Ahí está el quid. Lo demás...

—¡La comida cumplió su milagro! —dije dándole una palmada en la espalda—. ¿Se ha tranquilizado el cuerpo hambriento? Pues el alma preguntona, también. ¡Trae el
santuri
!

Pero al tiempo en que Zorba se alzaba, oyéronse menudos pasos presurosos y firmes en el camino de cantos rodados. Las fosas nasales sembradas de pelo le palpitaron a Zorba.

—Hablando de Roma... —dijo en voz baja dándose una palmada en el muslo—. ¡Aquí la tienes! La perra olfateó olor a Zorba y acude.

—Yo me marcho —dije levantándome—. Me fastidia. Iré a dar un paseíto. ¡Arreglen ustedes sus asuntos!

—¡Buenas noches, patrón!

—Y no olvides, Zorba: le prometiste casarte con ella; no me dejes por mentiroso.

Zorba suspiró.

—¿Casarme otra vez, patrón? ¡Vaya jaleo!

El perfume de jabón de tocador se aproximaba.

—¡Ánimo, Zorba!

Salí precipitadamente. Ya se oía afuera el jadear de la vieja sirena.

XVII

A
L
amanecer del día siguiente, las voces de Zorba me arrancaron del sueño.

—¿Qué te pasa tan temprano? ¿Por qué gritas?

—No es portarse con seriedad esto, patrón —dijo mientras llenaba un saco con víveres—. Traje dos mulas, levántate, que hemos de ir al monasterio para firmar los papeles y poner en marcha el cable aéreo. Sólo una cosa alarma al león: el piojo. Si nos descuidamos, los piojos nos devoran, patrón.

—¿Por qué tratas de piojo a la pobre Bubulina? —pregunté riendo.

Zorba no se dignó oír.

—Vamos —dijo— antes que esté alto el sol.

Sentía vivo deseo de pasearme por la montaña, de percibir el aroma de los pinos. Cabalgamos en nuestras bestias y emprendimos la ascensión. Nos detuvimos un instante en la mina donde dejó Zorba algunas órdenes a los obreros: cavar la "Madre Superiora"; ahondar la canaleja de la "Meona" para que corra el agua; limpiar la "Canavaro" de los restos de carbón.

Resplandecía la mañana como un diamante fino. A medida que subíamos el alma se elevaba también, sintiéndose purificada. Experimentaba nuevamente el influjo del aire libre y puro, del respirar fácil, de la amplitud del horizonte. Dijérase que el alma es un animal dotado de pulmones y fosas nasales y que necesita de mucho oxígeno, porque se ahoga en medio del polvo y del resuello que emana de la gente amontonada.

Estaba alto el sol cuando nos internamos en el pinar. El aire olía a miel. Soplaba el viento por sobre la fronda, rumoroso como el mar.

Durante la marcha, Zorba observaba la pendiente de la montaña. Mentalmente iba clavando postes a cada tantos metros; alzaba la mirada y veía ya el cable que fulguraba al sol bajando directamente a la aldea. Colgados del cable, los troncos derribados se deslizaban silbadores, como flechas. Se frotaba las manos.

—¡Buen negocio! —decía—. Negocio de oro puro. Vamos a recoger el dinero a espuertas y luego haremos lo prometido.

Lo miré asombrado.

—¡Eh, parece que lo tuvieras olvidado! Antes de crear nuestro monasterio, nos iremos a la montaña grande. ¿Cómo la llamas? ¿Tebas?

—Tibet, Zorba, Tibet... Pero nosotros dos solamente. En esa región no entran mujeres.

—¿Quién te habla de mujeres? y, al fin y al cabo, no dejan de ser útiles las pobrecillas; no las calumnies. Son útiles cuando el hombre no tiene a las manos algún trabajo de hombre: sacar carbón de la tierra, conquistar ciudades tomándolas por asalto, conversar con Dios. ¿Qué otra cosa puede ocupar sus ocios, si no quiere morirse de pena? Bebe vino, juega a los dados, acaricia a las mujeres. Y espera... Espera que suene la hora, si alguna vez suena.

Calló un momento.

—Si suena alguna vez —repitió irritado— la hora de la acción, pues puede ocurrir que no suene nunca.

Y un instante después:

—No puede continuar esto, patrón: o la tierra se achica, o yo tengo que agigantarme. ¡Si no, estoy perdido!

Apareció un monje entre los pinos, de cabello rojo y tez amarillenta, arremangado, con gorro redondo de paño. Con una varilla de hierro en la mano iba golpeando el suelo mientras avanzaba a largos pasos. Cuando nos vio se detuvo y alzó la varilla:

—¿Adónde vais, amigos? —preguntó.

—Al monasterio —le respondió Zorba—, a cumplir con nuestras piadosas obligaciones.

—¡Volveos, cristianos! —clamó el monje mientras los ojos de color azul desleído se enrojecían—. ¡Atrás, regresad a vuestras casas, por lo que más queráis! No es el monasterio carmen de la Virgen, sino huerto de Satán. Pobreza, humildad, castidad, lo que llaman corona del monje ¿dónde estáis? ¡Idos, os digo; dinero, orgullo, efebos: ésta es la santa Trinidad para ellos!

—Es cómico, éste, patrón —me susurró Zorba al oído.

E inclinándose hacia él:

—¿Cómo te llamas, hermano monje, y qué viento te lleva?

—Me llamo Zaharia. He cogido los bártulos y me he marchado. ¡Me marcho, me marcho, no lo soporto un minuto más! Hazme el favor de decirme cuál es tu nombre, paisano.

—Canavaro.

—Pues no lo soporto, no, hermano Canavaro. Cristo gime de aflicción toda la noche y no me deja dormir. Y yo gimo con él y por eso el
higúmeno
¡que se tueste en las llamas del Infierno! me llama por la mañana temprano: "Bueno, Zaharia —me dice—, ¿por qué no dejas que duerman tranquilos tus hermanos? ¡Tendré que expulsarte de aquí!"

Other books

Twisted by Emma Chase
Lynx Loving by S. K. Yule
Lay Down My Sword and Shield by Burke, James Lee
Three to Play by Kris Cook
Savvy Girl, A Guide to Etiquette by Brittany Deal, Bren Underwood
Hitting on the Hooker by Mina Carter