Alexis Zorba el griego (3 page)

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Authors: Nikos Kazantzakis

Tags: #Relato

BOOK: Alexis Zorba el griego
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—¿Por qué? ¿Para qué me servirías?

Se encogió de hombros.

—¡Por qué! ¡Por qué! —dijo desdeñoso—. ¿Acaso no puede el hombre, a fin de cuentas, hacer algo sin por qué? ¿Sólo por gusto? Pues bien, empléame, digamos, como cocinero. ¡Sé preparar muy buenas sopas!

Me eché a reír. Agradábanme sus modales y sus palabras cortantes. Las sopas también me gustaban. No estaría mal, pensaba yo, que me llevara a este desmadejado hombretón hasta aquella lejana costa solitaria. Sopas y charlas... Daba la impresión de no haber rodado poco por esos mares de Dios: algo así como un Sinbad el Marino... Me gustó.

—¿En qué piensas? —me dijo sacudiendo la cabezota—. Llevas tú también unas balanzas ¿no? Tienes que pesar las cosas, gramo por gramo ¿verdad? ¡Vamos, hombre, decídete, ánimo!

Estaba de pie, frente a mí, el flaco gigantón, y me cansaba levantar la cabeza para hablar con él. Cerré el Dante.

—Siéntate —le dije—. ¿Tomas una salvia?

Se sentó, posando cuidadosamente el envoltorio en una silla cercana.

—¿Salvia? —dijo con desprecio—. ¡Patrón, un ron!

Se bebió el ron a sorbitos, conservándolo un tiempo en la boca para saborearlo, luego dejándolo bajar lentamente para que le calentara las entrañas. Sensual, pensé, perito refinado.

—¿Qué oficio tienes? —le pregunté.

—Cualquier oficio: los que exigen el uso de los pies, o de las manos, o de la cabeza, todos. ¡No faltaría sino que uno escogiera oficio!

—¿Dónde trabajabas últimamente?

—En una mina. Yo soy buen minero ¿sabes? Entiendo de metales, sé hallar las vetas, abrir galerías. Bajo a los pozos sin miedo. Trabajaba bien, me desempeñaba como capataz, no podía quejarme. Pero el diablo hizo de las suyas y echó a perder las cosas. El sábado último, por la noche, estando un tanto alumbrado, no lo pensé dos veces y me puse en marcha; fui en busca del amo, llegado ese día en gira de inspección, y le encajé una paliza.

—¿Una paliza? ¿Por qué? ¿Qué te había hecho?

—¿A mí? ¡Nada! ¡Absolutamente nada, te lo aseguro! Era la primera vez que yo veía a ese tipo. Hasta nos había obsequiado con cigarrillos, el pobre.

—¿Y entonces?

—¡Oh, mira que eres preguntón! Me dio por ahí, viejo. Tú conoces la historia de la molinera ¿no es cierto? ¡Pues bien! ¿Acaso el trasero de la molinera sabe ortografía? Ahí tienes: el trasero de la molinera es la razón humana.

Yo había leído muchas definiciones de la razón humana. Ninguna me causó mayor estupor que ésta. Me gustó. Miré a mi nuevo compañero con vivísimo interés. Tenía el rostro cubierto de arrugas, carcomido, como si se lo hubieran roído las borrascas y las lluvias. Otro rostro, algunos años más tarde, me produjo la misma impresión y me pareció, también, tallado en madera y doloroso: el de Panait Istrati.

—¿Qué llevas en ese envoltorio? ¿Víveres? ¿Ropas? ¿Herramientas?

Mi compañero se encogió de hombros, riéndose.

—Mira que eres hombre razonable, lo digo con toda licencia.

Acarició el envoltorio con sus largos dedos duros.

—Nada de eso —agregó—. Es un
santuri
.
[2]

—¿Un
santuri
? ¿Tocas el
santuri
?

—Cuando ando de malas recorro las tabernas con el
santuri
. Entono viejas canciones kléfticas
[3]
de Macedonia. Y tiendo el platillo. El platillo es esta gorra, que me llenan de monedas.

—¿Cómo te llamas?

—Alexis Zorba. También me llaman
Pala de panadero
, en broma, porque soy tan largo y tengo achatado el cráneo como una galleta. ¡Que digan lo que quieran! Otros me llaman
passa-tempo
[4]
porque en un tiempo vendí semillas de calabaza asadas. Me llaman, también
Mildiú
porque por donde quiera que vaya, según dicen, hago de las mías. ¡Al diablo con todo! Muchos otros apodos me ponen, pero dejémoslo para otra vez...

—¿Cómo has aprendido a tocar el
santuri
?

—A los veinte años. En una fiesta de mi aldea, allá al pie del Olimpo, oí tocar el
santuri
por primera vez. Me dejó pasmado. Durante tres días no pude engullir bocado. "¿Qué te pasa a ti?", me preguntó mi padre. ¡Dios haya su alma! "Quiero aprender a tañer el
santuri
." "¿No te da vergüenza? ¿Eres, acaso, un gitano? ¿Te harías músico ambulante?" "Lo que yo quiero es aprender el
santuri
." Tenía ahorrados unos sueldos para casarme cuando llegara la oportunidad. Ya ves si sería muchacho todavía, sin seso, y de sangre caliente: ¡quería casarme, yo, pobre diablo! Así, pues, con todo lo que tenía y algo más, me compré un
santuri
. Este mismo que aquí ves. Con él me marcho a Salónica y me encamino en busca de un turco, Retsep Effendi, un conocedor, un maestro de
santuri
. Me arrojo a sus plantas. "¿Qué quieres joven "rumi"?", me dice. "Quiero aprender el
santuri
." "Bien, ¿y por qué te echas a mis plantas?" "¡Porque no tengo un céntimo con qué pagarte!" "Así que ¿te ha dado la chifladura por el
santuri
?" "Sí." "Pues bien, quédate, entonces, muchacho; yo no tengo necesidad de que me pagues." Me quedé un año estudiando en su casa. ¡Dios lo tenga en su guardia! porque debe de haberse muerto a estas horas. Si Dios permite que los perros entren en el paraíso, que le abra las puertas también a Retsep Effendi. Desde que aprendí el
santuri
soy otro hombre. Cuando me entra la murria o cuando ando de malas, toco el
santuri
y me alivio. Cuando estoy tocando, nadie puede hablarme, pues no oigo nada, y si oigo, no puedo responder. ¡Por más que quiera, nada, no puedo!

—¿Y por qué eso, Zorba?

—¡Eh! ¡La pasión!

Abrióse la puerta. El rumor del mar entró nuevamente en el café; se helaban los pies y las manos. Me hundí un poco más en el rincón, arrebujado en mi gabán, sintiendo una voluptuosidad reconfortante.

"¿Adónde iría yo ahora? —pensé—. Estoy bien aquí. Ojalá durara años este minuto."

Contemplé al rarísimo individuo que estaba delante de mí. Él me clavaba la mirada de unos ojuelos redondos, muy negros, con venillas rojas en lo blanco. Yo sentía que me atravesaba esa mirada indagadora, insaciable.

—¿Y entonces? —dije—. ¿Qué ocurrió después?

Zorba se encogió de nuevo de hombros:

—Dejemos eso —replicó—. ¿Me das un cigarrillo?

Se lo di. Sacó del chaleco un pedernal y una mecha y lo encendió. Entornó los párpados, satisfecho.

—¿Estás casado?

—¿Acaso no soy un hombre? —contestó con fastidio— ¿Acaso no soy un hombre? Que es decir: ciego. Yo también di de cabeza en el hoyo en que cayeron los que me han precedido. Me vine cuesta abajo. Me convertí en padre de familia. Edifiqué una casa. Tuve hijos. Y mucho engorro. ¡Pero bendito sea el
santuri
!

—¿Tocabas en tu casa para alejar las preocupaciones, no es así?

—¡Ah, viejo! ¡Cómo se nota que no tocas ningún instrumento! ¿Qué demonios estás diciendo? En casa, uno se halla con toda suerte de fastidios: la mujer, los muchachos, lo que se ha de comer, la necesidad de vestir, el infierno... No, no, el
santuri
exige que uno esté bien dispuesto, en estado de pureza. Si mi mujer me dice una palabra de más ¿cómo quieres que toque el
santuri
? Si los chicos tienen hambre y lloriquean ¡ponte a tocar! Para tañer el
santuri
, es preciso que la mente no se ocupe de otra cosa más que del
santuri
¿comprendes?

Sí, sí, yo comprendía que este Zorba era el hombre que había estado buscando tanto tiempo sin hallarlo. Un corazón viviente, una boca ancha y glotona, una gran alma en bruto todavía unida por el cordón umbilical a la madre Tierra.

El sentido de las palabras arte, amor, belleza, pureza, pasión, me lo estaba aclarando este obrero con las voces humanas más sencillas.

Miré las manos que sabían manejar el pico y el
santuri
, manos callosas y agrietadas, deformadas y nerviosas. Con la mayor precaución y con ternura, como si desnudaran a una mujer, abrieron el envoltorio y extrajeron un viejo
santuri
, al que los años habían sacado brillo, lleno de cuerdas, de adornos de cobre y marfil, y con una borla de seda roja. Los gruesos dedos lo acariciaban de largo a largo, lentamente, apasionadamente, como si lo hicieran a una hembra. Luego lo envolvieron de nuevo tan cuidadosamente como cuando se cubre un cuerpo querido para que no tome frío.

—¡Éste es mi
santuri
! —murmuró dejándolo con precaución en la silla.

Ahora los marineros entrechocaban los vasos, riendo a carcajadas. El viejo le dio unas amistosas palmadas en la espalda al capitán Lemoni.

—¡Buen susto pasaste, eh, capitán Lemoni, di la verdad! ¡Sabe Dios cuántos cirios le has prometido a san Nicolás!

El Capitán frunció las espesas cejas.

—¡Lo juro por el mar, muchachos: cuando me vi frente al Arcángel de la Muerte, no pensé yo en la Santísima Virgen ni en san Nicolás! Volví la mirada hacia Salamina, recordé a mi mujer, y exclamé: ¡Ah, Catalina de mi alma, si pudiera ahora estar en tu cama!

Una vez más, los marineros estallaron en carcajadas y el capitán Lemoni rió como ellos.

—¡Mira, pues, qué misterio es el hombre! —dijo—. El Arcángel tiene suspendida su espada sobre la cabeza del hombre, pero éste tiene el espíritu puesto allí, precisamente allí y no en otra parte. ¡Puah! ¡Qué el diablo se lo lleve al grandísimo puerco!

Dio una palmada.

—Patrón —dijo—. ¡Trae bebida para toda la compañía!

Zorba escuchaba, parando las orejotas. Giró sobre su asiento, contempló al marinero, luego me miró a mí.

—¿Dónde
allí
? —preguntó—. ¿Qué quieres decir con eso?

Pero de pronto comprendió y dio un brinco:

—¡Muy bien, viejo! —exclamó con tono de admiración—. Estos marinos saben más que el demonio. Probablemente porque se lo pasan luchando día y noche con la muerte.

Sacudió en el aire su manaza:

—¡Bueno! Ésa es otra historia. Volvamos a la nuestra. En qué estamos; ¿me voy o me quedo? Decídete.

—Zorba —le dije, aguantando el deseo de echarme en sus brazos—, Zorba, estamos de acuerdo, te vienes conmigo. Tengo lignito en Creta, tú vigilarás a los obreros. Por la noche nos echaremos ambos en la arena: no tengo en este mundo ni mujer, ni hijos, ni perros; comeremos y beberemos juntos. Luego tú tocarás el
santuri
.

—Si me encuentro en disposición ¿entiendes? si me encuentro en disposición. Trabajar para ti, todo cuanto quieras. Soy tu hombre. Pero en lo que se refiere al
santuri
, es cosa diferente. Es un bicho silvestre, requiere libertad. Si me hallo dispuesto, toco. Y hasta canto, también. Y bailo. Bailaré el
zeimbekiko
, el
hasapiko
, el
pentozali
, siempre que, te lo digo de veras, me encuentre dispuesto para ello. Cuenta y razón sustentan amistad. Si quieres forzarme, todo habría terminado. Porque, en cuanto a eso, ya lo sabes, soy todo un hombre.

—¿Todo un hombre? ¿Qué quieres decir?

—Pues ¡vaya! Que soy libre.

—Patrón —llamé—. ¡Otro ron!

—¡Dos! —exclamó Zorba—. Te beberás uno, tú también, para que choquemos los vasos. La salvia y el ron no hacen liga. Tú has de beber ron, para que quede concertado nuestro acuerdo.

Chocamos los vasitos. La alborada ya había dado paso al día. Sonaba la sirena del buque. El barquero que llevara mis valijas a bordo me hizo una señal.

—¡Que Dios nos acompañe! —dije levantándome—. En marcha.

—¡Dios y el diablo! —completó tranquilamente Zorba.

Inclinóse, echó el
santuri
bajo el brazo, abrió la puerta y salió delante.

II

M
AR
, dulzura del otoño, islas bañadas en luz, diáfano velo de garúa que cubre la inmortal desnudez de Grecia. Dichoso del hombre, iba yo pensando, al que antes de morirse le haya sido dado navegar por las egeas aguas.

Muchos son los goces de este mundo: mujeres, frutas, ideas. Pero hender las aguas de este mar, en el tierno otoño, murmurando el nombre de cada isla, supera a toda otra alegría y abre en el corazón del hombre un paraíso. En ninguna otra región pasa uno tan serena, tan fácilmente, de la realidad al ensueño. Todo límite se sutiliza y en los mástiles de la más vetusta embarcación brotan ramilletes y racimos. Dijérase que aquí, en Grecia, el milagro es la flor de la necesidad.

A mediodía cesó de llover, desgarró las nubes el sol, que se mostró suave, tierno, recién lavadito, al acariciar con sus rayos a las aguas y a las tierras bien amadas. Yo estaba en la proa, y dueño del horizonte hasta en su más apartada lejanía, me embriagaba con la contemplación del milagro.

En el barco ¡ay!, había griegos, endiabladamente astutos, de ojos de ave rapaz, de sesos como piano destemplado donde suenan las cuerdas mercantescas, politiqueras y pleitistas, y había honestas y venenosas remilgadas. Ganas entraban de coger el barco por ambos extremos, hundirlo en el mar, sacudirlo con fuerza para que cayeran todas las alimañas que lo emporcaban —hombres, ratas, chinches— y luego volverlo a flote, limpio y vacío.

Sin embargo, a ratos me embargaba un sentimiento de compasión. Compasión búdica, fría como la deducción de un silogismo metafísico. Compasión no sólo por los hombres, sino por el mundo entero que lucha, clama, llora, espera y no comprende que todo no es más que una fantasmagoría de la nada. Compasión por los griegos y por el barco, y por el mar, y por mí, y por la mina de lignito, y por el manuscrito de mi
Buda
, por todas esas vanidades hechas de sombra y de luz que de pronto agitan y maculan el aire puro.

Contemplaba a Zorba, mareado, ceroso, sentado en un rollo de cuerdas en la proa. Mientras olía un limón, paraba las orejotas para escuchar las disputas de los pasajeros, unos puestos en favor del Rey, otros de Venizelos. Sacudía la cabeza y escupía.

—¡Lunaciones idas! —murmuraba despectivo—. ¡No les da vergüenza!

—¿Qué es eso de "lunaciones idas", Zorba?

—Pues todo lo que nombran: reyes, democracias, plebiscitos, diputados ¡pura faramalla!

En la mente de Zorba los acontecimientos contemporáneos no eran ya más que antiguallas, tanto los había sobrepasado su espíritu. Sin duda alguna, sólo concebía al telégrafo, al barco de vapor, al ferrocarril, a la moral corriente, a la patria, a la religión, como viejas carabinas enmohecidas. Su alma avanzaba mucho más ligera que el mundo.

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