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Authors: Garth Stein

Tags: #Suspense

Alguien robó la luna (8 page)

BOOK: Alguien robó la luna
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Cuando muere un ser querido, uno pasa por muchas etapas de duelo. Eso dicen. Ira, negación, desesperación, en ese orden o algún otro. No es que Robert creyera mucho en eso. El dolor es dolor. Algunas personas son capaces de lidiar con él solas. Otras necesitan ayuda. Lo que hacen quienes te ayudan es dividir el todo en partes pequeñas. Trozos. Entonces, puedes soportar cada trozo, de uno en uno. Cuando lidiaste con cada uno de ellos, la totalidad quedó resuelta. Robert lidiaba con su duelo entero. Jenna necesitó alguien que se lo dividiera en trocitos.

El peor de los trozos era la negación. Jenna se despertaba en mitad de la noche y se iba a ver cómo estaba Bobby. Encendía la luz del dormitorio del chico, y entonces se daba cuenta de que ya no estaba. Robert la encontraba sentada en el suelo de la habitación, con la mirada perdida. Eso era lo peor. Lo hacía sentirse impotente. No podía solucionarlo. No podía hacer nada.

Después, llegó la siguiente fase. Robert no sabía si tenía un nombre clínico. Consistía, básicamente, en tener el televisor encendido toda la noche. ¿Qué nombre se le podría dar a esa etapa? Letterman, Conan, Televisión todo el día, las veinticuatro horas. Al fin, Robert tuvo que irse a dormir a la otra habitación. Se tenía por una persona flexible, pero necesitaba dormir; y necesitaba silencio para hacerlo.

A continuación, vino la etapa de la terapia de pareja. Robert aún no entendía cómo se había prestado a eso. El terapeuta logró que pelearan como nunca lo hicieran antes de acudir a él. Lo estáis resolviendo, decía aquel idiota. El problema con la gente como ésa es que no te dicen cuándo estarás curado. Piden más y más dinero. Un médico de verdad te aplica un programa, un tratamiento. Toma estos antibióticos durante treinta días y la infección cederá. Pero los psicólogos dicen que las cosas no son tan sencillas. Llevan más tiempo. Vaya si lo llevan. Hacer una ampliación de tu casa lleva tiempo. Cuesta mucho dinero. Si los psicólogos curaran, se quedarían sin trabajo y no podrían permitirse casas de lujo o yates. Necesitaban crear dependencia en sus pacientes.

El que le dio el Valium a Jenna fue uno de esos jodidos achica-cabezas. Ella no podía dormir por la noche. Necesitaba tener la tele a todo volumen toda la noche, lo que hizo que Robert se fuera del dormitorio; entonces, lo que ocurría era que Jenna no podía dormir sola. Y le dieron el Valium. Lo tomaba con vino. Crearon a una adicta, eso hicieron. Todo sistemático y legal. Y, esto es lo increíble: tuvieron que contratar a otro psicólogo para que le quitara la adicción. Además de otro para lidiar con el síndrome de abstinencia. No del Valium, sino del psicólogo anterior. ¿Se puede creer? Psiquiatras especializados en adicción a otros psiquiatras abusivos. Por cierto, los seguros médicos no cubren esas cosas. Y por si todo eso fuera poco, pretendían que Robert acudiese a un psiquiatra para que lo ayudase a enfrentarse con los problemas de Jenna. Caray, si el problema era lidiar con los putos psiquiatras, no con Jenna.

El viejo automóvil se estremeció cuando redujo la marcha para meterse en la senda de entrada de su casa. Cerró la puerta del coche con la cadera y subió los dos peldaños que daban a la puerta trasera. Con la bolsa que contenía las tazas de café en una mano y la de los bollos entre los dientes, abrió la puerta. Cuando estaba depositando las cosas sobre la mesa de la cocina oyó un largo pitido y los chasquidos y siseos del contestador automático. Corrió al dormitorio y atendió el teléfono, pero demasiado tarde. Quien llamaba ya había cortado, después de dejar un mensaje.

Pulsó el botón de reproducción y esperó a que la cinta rebobinara. Oyó una voz tensa, un poco demasiado alegre y optimista. Jenna.

—Hola, soy yo. ¿Dónde estás? Mira, lamento lo de anoche, pero… sólo voy a…, me marcho por unos días. Necesito alejarme. No te preocupes por mí. Te llamaré cuando pueda. Te amo.

Robert sintió que el corazón le daba un salto en el pecho; latía tanto que lo oía. Volvió a escuchar el mensaje.

Ella estaba en algún lugar al aire libre. Por la voz, se la notaba apresurada y confundida. Lamento lo de anoche, me marcho. Incongruente. Si lamentaba lo de anoche, tenía que regresar. Necesito alejarme. ¿De qué?, ¿de mí?, ¿para ir adónde?, ¿llamaba desde un aeropuerto? No, se habría notado que era un lugar cerrado. Y Robert estaba seguro de haber oído ruido de pájaros en el fondo de la grabación. No te preocupes por mí, te llamaré cuando pueda. ¿Qué quería decir con eso? Una de las bases de la terapia de pareja es que los problemas deben ser trabajados verbalmente. No puedes huir así como así. Esto no tenía sentido. A Jenna le encanta hablar de los problemas. Podría pasarse días hablando de la relación de ambos. Eso de marcharse no era propio de ella. Es incapaz de dormir sola. Tiene tanto miedo a la soledad que no puede ni dormir sola en la cama. No regresó a casa anoche, no tiene ropa, ni nada, ¿adónde podría ir?

Son sus padres. La están escondiendo. Cogió un avión a Nueva York y está con ellos.

No, eso no tiene sentido. Habría tenido que aguardar hasta la mañana para tomar un avión; estaría volando en esos momentos. ¿Cómo iba a dejar un mensaje? Desde un teléfono aéreo. El avión está pasando entre una bandada de gansos y tiene las ventanillas abiertas. Gansos. Una flota de gaviotas, tal vez. Corrí, corrí y me fui lejos.

Robert cogió el teléfono y marcó el número de los padres de Jenna en Nueva York. Respondió la madre.

—Hola Robert, ¿alguna novedad?

—Acaba de dejar un mensaje.

—¿Un mensaje? ¿Qué pasa, habías salido?

—Bueno, verás, soy raro: tengo que comer.

—¿No podías pedir que te llevaran algo a tu casa?

Era toda una neoyorquina.

—Mira, Sally, dejó un mensaje y sonaba muy extraño. Dijo que se marchaba por unos días. ¿Dónde podría ir? No tiene ropa ni nada. Dime la verdad, ¿va a veros a vosotros?

—Bueno, si es así, te aseguro que no nos lo dijo. Pero no lo creo. ¿Para qué iba a venirse al otro extremo del país? ¿Ocurre algo entre vosotros que yo no sepa?

—No. Ya te expliqué que anoche perdió la cabeza. Sufrió una especie de episodio psicótico. Como antes.

—Robert —era la voz de un hombre. Myron. Papi.

—Myron, no sabía que estabas al aparato.

—Estaba escuchando. ¿Quieres decir que ha vuelto a tomar las píldoras?

—No quiero decir nada, Myron. Sólo estoy contando los hechos. Vivimos en un mundo de causa y efecto. Saca tus conclusiones.

—Robert, por favor —interrumpió Sally—. Ya hace un año que no toma esas pastillas.

—Sally, seré franco. Ya no sé qué hace o qué no hace Jenna.

—¿Estás seguro de que no la han secuestrado? —preguntó Myron tras una pausa. ¿Raptada? ¿Asaltada? ¿Llevada por la fuerza?—. Dijiste que el mensaje sonaba extraño.

—Extraño, sí. Pero no en ese sentido. ¿Por qué alguien iba a raptarla y después permitirle llamarme?

Silencio de los tres. Secuestrada. Vaya idea absurda. ¿Quién iba a raptarla? ¿Era posible?

—Robert, ¿por qué no llamas a la policía y averiguas cómo se hace una denuncia por una persona desaparecida? Después, llámanos.

Es que no ha desaparecido, llamó y dijo que se marchaba por unos días. Eso no es estar perdido. Sabe dónde está, sólo que no quiere decirlo.

Silencio. Después, Myron habló.

—Robert, llama a la policía.

Robert cortó. ¿Secuestrada? Qué locura. Pero, dado que cualquier otra explicación es igualmente loca, ¿quién sabe? Descolgó el teléfono y llamó a la policía.

11

C
uando Ferguson despertó ya había oscurecido y del fuego sólo quedaban fulgentes brasas. A Livingstone no se lo veía por ningún lado. Fergie pensó que era extraño que David se hubiese marchado sin decirle nada. Quizá sólo había salido a tomar un poco de aire.

Llovía a cántaros. Fergie se quedó parado ante la puerta, escuchando el sonido de la lluvia sobre las hojas de los árboles. Escudriñó la negrura para ver si distinguía la embarcación de David en el amarradero, pero estaba demasiado oscuro. Así que soltó una maldición, se puso su chubasquero, tomó la linterna y bajó para ver si Livingstone lo había abandonado.

Su embarcación seguía amarrada al muelle, de modo que no se había ido definitivamente. Era de suponer que andaría vagando por los bosques en busca de espíritus o algo por el estilo. Fergie emprendió el regreso colina arriba; se sentía un poco incómodo, como si alguien o algo lo estuviese observando. Llovía y estaba oscuro, y las pilas de su linterna estaban en las últimas, de modo que no tenía mucha luz. Fergie se había criado en contacto con la naturaleza, y allí no hay lugar para el temor a la oscuridad. Pero aun así, sintió un poco de miedo. David no estaba. Ello significaba que Ferguson estaba completamente solo y a unos cuantos kilómetros de la población más cercana. Sin provisiones ni teléfono. Pensó en encender uno de los grandes generadores de gasolina para poder tener algo de luz, pero recordó con cuánta vehemencia se había opuesto David al empleo de electricidad. Sólo fuego. De modo que se apresuró a regresar a la casa común; una vez allí, cerró la puerta con el cerrojo tras de sí. Echó más leña al fuego; decidió que no dormiría durante el resto de la noche.

***

Los equipos de trabajo llegaron por la mañana. El primer lugar al que se dirigieron fue a la casa comunitaria. Lo habitual era que los operarios se congregaran allí antes de comenzar la jornada; también la usaban durante los descansos y para protegerse de la lluvia. Pero Ferguson los estaba esperando. Les dijo que ese día no se les permitía entrar, porque un especialista estaba llevando a cabo modificaciones muy importantes. A los trabajadores esto no les sentó muy bien, pero no podían hacer nada al respecto. A fin de cuentas, Ferguson era el contratista. De modo que esperaron bajo la lluvia a que los capataces les asignaran sus tareas.

Durante el resto del día, Ferguson se ocupó de mantener el fuego, a la espera del retorno de David. Le daba veinticuatro horas, pensó. Si para la mañana siguiente no había aparecido, se pondría en contacto con las autoridades para que iniciaran su búsqueda. Encendió otro cigarrillo, felicitándose por haber tenido la previsión de llevar un cartón de Kent en su avión. Al menos tendría mucho tabaco para acompañar otra noche de pies fríos. Le había mendigado un bocadillo de atún a uno de los jornaleros, con lo que aplacó malamente su hambre; pero no sabía cuánto tiempo aguantaría sin algo sustancioso de comer.

Si bien Ferguson no tenía mucho contacto con los obreros, su presencia lo confortaba. Lo cierto es que no quería pasar otra noche solo junto al fuego. De modo que lamentó oír el sonido de la sirena que señalaba el fin de la jornada.

Anochecía. Ferguson estaba sentado en silencio frente al fuego. Afuera seguía lloviendo. Cuando cayó la noche, el cielo pareció volverse más complejo, no más oscuro, y Ferguson pensó que empezaba a alucinar por falta de comida. Llegada la medianoche, le pareció que las sombras que se veían por la ventana se movían. Que formas espectrales flotaban en el bosque. Y, en un momento, tuvo la certeza de que un par de ojos lo contemplaba. Era como si alguien lo estuviese acechando; procuró deshacerse de su miedo haciendo lo que había visto hacer a David: dar vueltas en torno a la hoguera murmurando frases y palabras sin sentido. Alimentaba el fuego, pues sentía que de algún modo éste lo protegía de lo que hubiese en el exterior, fuera lo que fuese. No había nadie, se dijo, nadie más que los duendes de su mente. Pero aun así… Un ruido en la ventana, probablemente una rama movida por el viento; unos pasos apresurados, tal vez un animal, un coyote, porque hacía demasiado ruido, de criatura demasiado grande para tratarse de una ardilla. ¿Por qué distinguía esos sonidos en ese momento? Sabía que siempre había ruidos en el bosque, y que existían aunque él no estuviese allí para oírlos. Supuso que su estado de agotamiento y hambre lo volvían hipersensible. También se dijo que la falta de contacto humano y el estar encerrado en ese estúpido lugar sin hacer más que mirar un fuego lo estaban afectando. Y toda la nicotina que se estaba metiendo en el cuerpo también debía de contribuir. Así y todo, y a pesar de sus racionalizaciones, no pudo evitar que el corazón le saltara hasta la garganta cuando oyó un pesado golpe contra la pared, como si un animal hubiese chocado con la casa.

Supo que tenía que ir a ver. Sería lo único que lo tranquilizaría. Salir a la fría oscuridad y ver qué había allí. Hay que enfrentarse a los temores. Mirarlos a la cara y dilucidar qué tienen de real y qué de imaginario. Es la única forma de proceder en la vida. Así que empuñó su linterna y abrió la puerta.

No oyó más que el golpeteo de la lluvia y el soplido del viento; rodeó el edificio. No veía nada: ni movimientos, ni animales, ni sombras. Nada. Se convenció de que lo que había oído era resultado de la debilidad, la fatiga, que le hacían imaginar cosas. Pero, sólo para cerciorarse, decidió dar otra vuelta a la casa. Sólo para estar seguro. Emprendió el recorrido, y cuando iba por la parte trasera de la edificación, hundiéndose hasta los tobillos en el barro, notó un movimiento. Había un animal tendido en el suelo junto a un muro. Desde donde estaba no podía distinguir exactamente qué era, pero se lo veía bastante grande, con lomo peludo y patas largas. La luz de la linterna era débil, y el resplandor amarillo que echaba sobre el animal no le reveló nada a Ferguson. El animal se movió; Ferguson vio que su pelambre corta y brillante, como aceitosa, relumbraba en la lluvia. Gruñó, de modo que indudablemente vivía, pero daba la impresión de que estaba herido. Ferguson cogió un palo, no tan largo como hubiese querido; extendiéndolo, hurgó al animal. El animal ladró y le tiró un mordisco al palo. Ferguson retrocedió, espantado. Aún en la oscuridad y la lluvia, se dio cuenta de que lo que había encontrado no era un animal. No, no era un animal en absoluto. Era David Livingstone.

Ferguson dio un paso atrás y miró al animal con incredulidad. Nunca antes había visto algo así. Ni hombre ni animal, estaba echado de costado y jadeaba. Ferguson se acuclilló para mirar mejor. ¿Era David? Le había parecido distinguir su rostro, pero ahora no estaba tan seguro. Fuera lo que fuese, estaba herido. No tenía fuerzas. Ferguson extendió la mano, con intención de hacerlo volverse para verlo mejor. Tocó la suave pelambre. Sólo ponerlo de espaldas. De pronto, el animal se volvió, apartando el brazo de Ferguson, mostrando sus afilados colmillos. Ferguson lanzó un chillido y cayó sentado. Estaba vivo. Vivo y no muy amistoso. El animal emitió un sonido chirriante y se le echó encima. Ferguson le dio un fuerte golpe en un lado de la cabeza con la linterna. El animal reculó y Ferguson le dio otro golpe, y después un tercero, que lo hizo desplomarse, inconsciente.

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