Alguien robó la luna (52 page)

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Authors: Garth Stein

Tags: #Suspense

BOOK: Alguien robó la luna
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Eddie apagó el motor. Él y Jenna permanecieron en silencio por un momento.

—Es buen tipo —dijo Eddie—. Se nota cuando llegas a conocerlo bien.

Jenna rio. El silencio regresó.

Por fin, ella habló.

—Lo lamento.

Eddie la miró sin rencor.

—No hay nada que lamentar. Tuvimos lo que tuvimos, y sabíamos cómo terminaría. Eso es todo.

—Lo sé, pero…

—Mejor amar y perder que no haber amado nunca.

Eddie sonrió con un entusiasmo un poco excesivo; Jenna percibió que luchaba para aparentar alegría, para sonreír ante su pérdida. Forzó una sonrisa.

—Te voy a echar de menos.

Eddie se metió la mano en el bolsillo y extrajo algo. Era el amuleto de plata que representaba un kushtaka.

—Olvidaste esto. Lo encontré sobre la cómoda de tu habitación.

Jenna tomó el collar y lo estudió con detenimiento. Le habría gustado conservarlo, pero sabía que no podía hacerlo. Ya no le pertenecía. Lo había dejado para la habitación y para Eddie. Para que la recordaran.

—Quiero que lo tengas —dijo, devolviéndoselo a Eddie—. Para que no me olvides.

El joven cogió el collar.

—De todos modos, nunca podría olvidarte.

El silencio volvió a apoderarse de la camioneta. No era momento de hablar. Jenna sentía que tenía mucho que decir, pero entendía que las palabras sólo habrían servido para empañar el momento. Habrían dicho cosas graciosas, cháchara ligera para eludir la verdad. Prefirieron pasar en silencio los últimos momentos que les quedaban de estar juntos.

—Será mejor que vayas —dijo Eddie, señalando a Robert, que acababa de asomarse a la puerta de la terminal.

Sin decir palabra, Jenna se inclinó y le dio un beso en la mejilla. Abrió la puerta y se apeó de la camioneta. Caminó hasta la terminal sin mirar atrás y desapareció en su interior.

Eddie condujo su camioneta hasta el extremo de la pista. Se puso al cuello el collar de plata y acarició el amuleto, procurando recordar qué era tener a Jenna entre sus brazos. Esperó, sentado sobre el capó de su camioneta. Quería ver la partida de Jenna. Quería ver cómo se iba de su vida de modo tan extraño y repentino como había llegado.

Contempló cómo apartaban la escalera rodante del reactor de Alaska Airlines. El avión traqueteó, alejándose de Eddie; después, dobló y aceleró por la pista en dirección a él. Se lanzó a los cielos con un rugido atronador y no tardó en desaparecer tras el gris techo de nubes, muy lejos de Eddie.

39

E
ntraron a la casa y encendieron las luces. Todo era distinto, aunque nada había cambiado.

Eran las nueve. Decidieron salir a comer algo fuera. Robert fue a la planta de arriba para darse una ducha rápida y cambiarse. Jenna vagó por la casa; procuraba volver a familiarizarse con las habitaciones y los objetos que contenían.

Fue a la cocina a beberse un vaso de agua. Cuando abrió el grifo, vio la palmatoria vacía de la vela de aniversario en un plato, junto al fregadero. Parecía pertenecer a otra vida. A algo que había ocurrido hacía mucho tiempo. Pero que sólo ahora pertenecía al pasado.

Se sentó a la mesa de la cocina y revisó distraídamente un montón de correo sin abrir, más que nada publicidad y periódicos. Sentía que, en algún momento, había tomado el camino equivocado. Y que no podía haber actuado de otro modo que como lo había hecho. Tenía que descubrir si era posible que su vida volviera a la normalidad. Tenía que averiguar si la distancia que la separaba de Robert era pasajera o esencial; no hubiera sido correcto dar por sentada ninguna de las dos opciones. Además, uno no puede deshacerse de su vida pasada así como así. En cualquier caso, algo no funcionaba bien. Algo faltaba, había un vacío dentro de ella.

Sabía de qué se trataba. No era ningún misterio. Iría desapareciendo con el tiempo. Había elegido, y mirar atrás no tenía sentido. Pero había existido algo, una cosa que tardaría en olvidar.

El número de teléfono de Eddie estaba en un arrugado trozo de papel marrón dentro de su billetera. Lo desplegó y lo miró. Podía tirarlo a la basura sin más. ¿De qué le servía? ¿Qué obtendría si recurría a él? La idea de oír su voz, su voz animada y alegre, le dio ganas de llamarlo. Robert aún estaba en la ducha, se oía el agua que corría. Ni se enteraría. Podía telefonear a Eddie y decirle todo lo que había callado en la camioneta. Todas aquellas explicaciones acerca de quién era ella y por qué hacía las cosas que hacía. Se lo merecía. La había salvado. Nadie más había estado dispuesto a hacerlo, pero él lo hizo, y ella lo amaba por eso. Quizá a él no le sentara bien enterarse de esto. Pero era importante que lo supiera. Además, no se habían dicho adiós. A ella le había dado miedo hacerlo. Lo llamaría, aunque sólo fuera para despedirse. Decirle que había llegado bien a casa. Que ya lo echaba de menos.

Marcó el número. Tres campanillazos. Lo imaginó, avanzando por el pasillo, vestido con sus vaqueros gastados y su vieja camiseta. Llegando al teléfono negro de la sala de estar.

Nadie respondía. Cuatro, cinco timbrazos.

Él debía de estar en la cocina; apagaba el fogón de la sartén, se secaba las manos en un trapo. Apilaba las tortitas en un plato antes de atender.

Siete, ocho.

O se encontraba en la ducha; secaba a toda prisa su cuerpo esbelto con el brazo sano. Fresco y limpio tras unas buenas friegas corría a responder, desnudo, apretando la toalla contra su pecho.

Once, doce.

Una casa vacía y silenciosa. Apenas una cáscara, cuyo silencio sólo quebraban los timbrazos que emitía una cajita negra. Que esperaba, anhelaba que alguien, quien fuera, atendiese la llamada.

Quince, dieciséis, diecisiete.

AGRADECIMIENTOS

Muchas gracias a Tina Bennett (la mejor amiga que podría tener un escritor), Mort Janklow y toda la estupenda gente de Janklow & Nesbitt Associates. Agradezco su trabajo también a todo el equipo de Pocket Books, en particular a Creer Kessel, Julie Rubenstein, Pete Wolverton, Tom Spain, Jeff Theis y Emily Bestier.

Gracias a mis padres por su infatigable confianza y aliento, a Sandy y a Steve por darme la bienvenida a su familia, y a mis tías, tíos y primos que, en mi niñez, me asustaban con historias sobre los kushtaka.

Sobre todo, quiero dar gracias a mi esposa Andrea, que ha dado con mucha generosidad tanto a este libro como a mí, haciendo que tanto aquél como yo seamos mucho mejores de lo que habríamos sido sin ella.

Fin

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