—¿Encontraste a
Óscar
?
Jenna meneó la cabeza.
—No. Busqué por todas partes. Espero que el alguacil no lo haya encontrado y sacrificado.
—Es posible que le haya disparado —dijo uno de los hombres—. Pero no que le haya acertado. En todo caso, habrá cerrado los ojos antes de apretar el gatillo, rogándole a Dios que no permita que se vuele un pie de un tiro.
Todos rieron.
—El alguacil aparecerá enseguida —añadió Eddie en tono esperanzado. Señaló el saco de plástico—. Y si no es así, bueno, eso significa que hay más filetes de mero para nosotros.
—¿Filetes de mero para la cena? —dijo Jenna. Le encantaban los filetes de mero. Ese pescado de textura suave, guisado con mantequilla y vino.
Eddie asintió con la cabeza.
—Marc apartó unos kilos para la tripulación.
Marc, el que había hablado antes, era un hombre fornido y sonriente de frondosa barba roja y gran barriga. Jenna se quedó azorada ante el tamaño de su ombligo. Era inmenso, una monstruosa caverna oscura custodiada por una maraña de vello rojo-negruzco. Se reclinó y se pasó una mano por el pecho.
—Hay que ocuparse de la tripulación. Uno para nosotros, dos para los demás —dijo, explicando cómo se repartía el botín—. De todos modos, sólo son buenos cuando están frescos. Nos comimos un par de ellos mientras navegábamos.
—¿Crudos? —preguntó Jenna.
—Claro, crudos. No existe otra manera. ¿Verdad Rolfe?
Rolfe lucía una sonrisa aún más amplia que la de Marc. Tenía un inmenso porro plantado entre los labios.
Jenna estudió el barco, un viejo pesquero pintado de blanco. Olía a aceite y a algas; años de intemperie y de trabajo habían pulido la cubierta hasta transformarla en una pista de patinaje. A pesar de sus muchos años, la nave tenía un aspecto cómodo y confiable. Los tíos de Jenna solían contar historias de pesca, de los peligros e incomodidades, de lo fácil que era caer por la borda y desaparecer cuando el tiempo era malo. Pero a juzgar por el modo en que estos hombres prácticamente se resistían a abandonar su lugar de trabajo, aunque estaban de vacaciones, para ellos el barco era más que un segundo hogar. Era hogar y madre al mismo tiempo.
—¿Qué te pasó en las piernas? —preguntó Jamie, el joven que se había puesto la camiseta. Jenna ni se había dado cuenta de que se estaba rascando las piernas. Se las miró, y se dio cuenta de lo feos que se habían puesto los arañazos.
—Me perdí en el bosque y me asusté. Creí que alguien me perseguía y corrí entre unas matas espinosas.
—¿Oíste pisadas? —interrogó uno de los hombres.
Jenna asintió con una sonrisa avergonzada.
—Soy de ciudad. No estoy acostumbrada a los ruidos del bosque.
—Pasa siempre. Siempre se oyen pisadas cuando uno está solo en el bosque.
Todos asintieron.
—Quizá haya sido un kushtaka.
Jenna se volvió bruscamente. El kushtaka. Quien lo había dicho era Rolfe, el tío del porro, que ahora era tan pequeño que casi le quemaba los labios. Estaba sentado sobre una caja, recostado contra un cabrestante. El sol le daba en la cara, y entornaba tanto los ojos que no se le veían. Tenía una pierna doblada, una lata de cerveza en precario equilibrio sobre una rodilla. La otra pierna, extendida, estaba rematada por un pie largo y angosto que emergía de sus vaqueros mojados.
—¿Un kushtaka? —preguntó Jenna.
El hombre alzó las cejas, se sacó lo que quedaba del porro de entre los labios y lo echó al agua.
—¡Dios nos libre de espantos, fantasmas, bestias zanquilargas y cosas que vagan por la oscuridad!
Rolfe metió la mano en una nevera que tenía a su vera y extrajo una nueva cerveza. La abrió, y la espuma roció a Marc, que se rio.
—¿Qué es un kushtaka? —curioseó Jenna. Quería confirmar el cuento de la vieja. Ver si ese relato que le había costado cinco dólares era auténtico.
—Una leyenda india —respondió Rolfe—. Son una especie de monstruos.
—¿Pero qué son?
—Son mitad hombre, mitad nutria. Pueden adquirir cualquier forma. Por eso, jamás debes irte con un desconocido que te encuentres en el bosque. Puede tratarse de un kushtaka que quiere tu alma.
Ajá, se dijo Jenna, coincide. Mitad hombre, mitad nutria. Perdida en el bosque. Pisadas. Cambian de apariencia. Muy bien. Tal como le contara la vieja. Como el hombre con que se topó en el monte Dewey. Todos están sincronizados aquí. No hace falta buscar mucho.
—Rolfe, deja eso ya. ¿No ves que la estás asustando? — Eddie le pasó el brazo por los hombros a Jenna.
Rolfe se encogió de hombros con aire indiferente y se puso un nuevo porro entre los labios.
—Sólo digo que… —Encendió el porro con su mechero— si estás solo en el bosque y oyes pisadas, cuídate, no vaya a ser que un kushtaka te lleve. Eso es todo.
—Los kushtaka no existen, hombre —dijo Eddie con un bufido—. Me perdí cien veces en el bosque, así que lo sé. No es más que un cuento de aparecidos.
—¿Ah, sí? Díselo a Whitey Jorgenson —insistió Rolfe.
—¿Quién es Whitey Jorgenson? —quiso saber Jenna.
—¿Te acuerdas de Whitey, verdad, Eddie? Su padre, Nils Jorgenson, tenía un terreno cerca del instituto. Allí apacentaba un puñado de vacas lecheras. Al viejo Nils lo cogieron los kushtaka.
Eddie suspiró y se sentó en la borda.
—Rolfe, hombre, siempre con tus cuentos.
—Esto es verdad.
—Cuenta, Rolfe —pidió Jenna.
—Bueno… —Rolfe carraspeó—. Si Jenna quiere oírlo, lo contaré. Pero si eso hace que Eddie se enfade, no.
—Venga, cuéntalo —respondió Eddie con un bufido.
—Bueno —dijo Rolfe—. Aquí va, pues.
Paseó la mirada por todos los que estaban en cubierta.
—El viejo Nils Jorgenson tenía unas vacas lecheras, como sabéis, para vender la leche en el pueblo. Su esposa, él y Whitey, que por entonces no era más que un bebé, vivían cerca del instituto. ¿Has estado por ahí?
Jenna negó con la cabeza.
—Es la antigua escuela para indios, a dos o tres kilómetros del pueblo. La cuestión es que vivían allí en una granja, sin electricidad ni nada. Una mañana Nils fue a ordeñar y se encontró con que le faltaban dos vacas. No estaban por ningún lado. Y en el lugar donde solían pacer, había dos charcos de sangre, nada más. Nils supuso que ladrones indios le habrían robado las vacas. De modo que a la noche siguiente cogió su escopeta y se apostó a esperarlos. Veló toda la noche, pero antes del amanecer no resistió más y se durmió. Cuando despertó, faltaban otras dos vacas. Lo mismo de antes. Sólo quedaban dos charcos de sangre. En fin, que ahora el viejo Nils estaba furioso. A la noche siguiente, tomó un taburete y lo puso encima de una caja bien alta; tomó su escopeta y se encaramó ahí a esperar. Y, sí, en efecto, en torno al alba, volvió a dormirse; pero esta vez, se cayó de su puesto de vigilancia y despertó al dar contra el suelo. Y ¿sabéis qué vio? Cuatro o cinco hombres sobre una de sus vacas; le mordían el pescuezo, y había sangre por todas partes. Y cuando, al fin, la vaca murió, comenzaron a hacer lo mismo con otra.
El marinero hizo una pausa, para aumentar el efecto del relato. Luego siguió.
—Nils se incorporó, apuntó su escopeta a la nuca de uno de ellos y dijo: «Al infierno contigo, ladrón». Y cuando iba a volarle la cabeza al desconocido, éste se volvió y Nils lo reconoció: era su hermano, que se había ahogado, pescando, hacía un par de años. Pregúntale a Eddie. Él sabe lo del hermano de Nils.
Rolfe miró a Eddie, que alzó los ojos al cielo y se encogió de hombros.
—Bueno, Nils le dijo a su hermano: «Creí que te habías ahogado». «Pues no», contestó el hermano. «Estas buenas gentes me salvaron. Ven, te mostraré dónde vivo». Y Nils se marchó con su hermano. Bueno, a la mañana siguiente, la mujer de Nils estaba desesperada. No quedaba ni una vaca, y también faltaba su esposo. Temió que a continuación los ladrones vinieran a por ella. Así que esa noche duerme con un cuchillo para protegerse. En mitad de la noche, despierta al oír un ruido. Está aterrorizada; alguien ha entrado a la casa. Entonces, oye la voz de su marido. Nils había regresado. «Querida», dijo Nils, «regresé. Encontré a mi hermano; resulta que no estaba muerto. Me llevó al lugar donde vive y es muy hermoso. Vine a buscarte para que vayamos juntos». Bueno, la esposa estaba feliz. Tomó un farol y se dispuso a encenderlo. «No necesitamos farol», señaló Nils. «Es que sin luz tropezaré y me caeré», respondió su mujer. Lo encendió. Cuando la luz iluminó a su marido, ella se dio cuenta de qué iba el asunto. Sí, era su esposo, pero con unos ojitos como cuentas y unos dientecitos afilados y un aspecto tan malévolo que a la mujer casi le da un ataque cardiaco. Y es que ella conocía las historias de los indios sobre los kushtaka. Sabía que son nutrias que pueden adquirir cualquier forma. Pero hay algo que no pueden cambiar: los ojos y los dientes.
Dio un trago de cerveza antes de rematar la historia.
—Bueno, la esposa se espantó tanto que cogió la navaja que tenía en la cama y se la clavó a Nils. En medio del corazón. Lo mató al instante. La mujer cogió al pequeño Whitey y salió de la casa rumbo al pueblo dando chillidos. En cuanto se encontró con gente, les contó que había asesinado a su marido, porque se había transformado en kushtaka. Todos se rieron porque, como Eddie, no creían en los kushtaka. Fueron a la granja para ver qué había ocurrido en realidad. Cuando llegaron, el viejo Nils no estaba por ningún lado. Pero ¿a que no sabéis qué encontraron?
Rolfe se inclinó hacia Jenna y la miró a los ojos.
—Encontraron una nutria muerta, tirada en el suelo junto a la cama. Y esa nutria tenía una navaja clavada en medio del pecho.
Rolfe se reclinó, aplastó su lata de cerveza y la tiró al agua.
—Esa misma noche, la esposa de Nils quemó la nutria. Es el único modo de evitar que los kushtaka se apoderen de un alma. Por eso los tlingit incineran a sus muertos. Para que los kushtaka no se lleven sus almas.
Todos quedaron en silencio durante un momento. Jenna miró en torno a sí e intuyó que a todos les había ocurrido lo que a ella. Durante un momento, todos creyeron la historia.
—Oye, Eddie —dijo Marc—. Muéstrale los dientes; no vaya a creer que eres uno de ellos.
La tensión se rompió. Todos se echaron a reír. Hasta Eddie sonrió; miró a Jenna mientras se separaba los labios con los dedos para mostrar dientes y encías. Pero Jenna no se relajó como los demás. Pensaba a toda velocidad. Había visto algo, y los otros no. Dientes de nutria, ojos de nutria. Se transforman en un abrir y cerrar de ojos. Un peludo niñito ardilla. Un osezno. Un hombre. Puede adquirir cualquier forma. Pero no cambiar sus ojos negros, sus dientes puntiagudos. Trató de apartar los pensamientos de su mente. Eddie le tocó el brazo.
—¿Te encuentras bien?
Ella lo miró y sonrió.
—Sí, es que las cosas así me asustan. Después de ver
La Profecía
me pasé un año durmiendo con la luz encendida.
Todos rieron. Rolfe regresó a su repantigada postura de fumador y Jamie abrió otra cerveza. Jenna le habló a Eddie.
—Voy a seguir buscando a
Óscar
y pasearé un rato. ¿De verdad que comeremos filetes de mero esta noche?
—Ya lo creo.
Jenna bajó al embarcadero y se volvió a saludar con la mano. Por detrás del barco, divisó una pequeña isla en medio de la bahía. Grupos de turistas del crucero la recorrían. En mitad de la isla se alzaban una casa de madera y varios postes totémicos.
—¿Qué es eso? —preguntó Jenna, señalando la isla.
Eddie se volvió a mirar.
—La isla Shakes. El jefe Shakes fue el último gran jefe tlingit de esta región. Creo que el último de la dinastía murió hace unos veinte años. Tendrías que ir. Es la principal atracción turística de Wrangell.
Jenna asintió.
—Tal vez vaya. Nos vemos, muchachos. Gracias por el cuento, Rolfe.
Rolfe alzó la mano en un saludo; Jenna se dirigió de regreso al pueblo.
***
Jenna tenía mucha hambre, de modo que decidió detenerse a almorzar en la cafetería de la calle principal. El local estaba atestado de mujeres que fumaban y bebían café. Jenna se sentó ante el mostrador. Pidió una sopa de judías verdes que estaba sorprendentemente buena, aunque los trozos de pan tostado que flotaban en ella tenían demasiada mantequilla.
Cuando Jenna estaba dando cuenta de su sopa, un joven se sentó junto a ella y pidió una hamburguesa con queso. Llevaba una mochila con un saco de dormir y una funda de guitarra. Tenía buen aspecto; cuidadosamente desaliñado, era una especie de Jack Kerouac acomodado.
Comió su hamburguesa en silencio, echándole de vez en cuando una mirada a Jenna. Eso era algo que a Jenna nunca le había agradado. Como viajar en avión. La proximidad forzosa producida por la codicia de las líneas aéreas te lleva a mantener conversaciones sin sentido con gente a la que no conoces en absoluto. Ciertamente, una vieja amiga de Jenna había conocido a su actual marido de ese modo.
Se había sentado junto a su futura suegra; ambas mantuvieron una conversación tan maravillosa y profunda, que la mayor de las dos sintió una acuciante necesidad de presentarle su hijo a la otra. El resto, como dicen, es historia. Pero eso fue la excepción.
—Disculpa —dijo el joven.
Jenna alzó la vista de su plato y dirigió una sonrisa forzada a su interlocutor.
—Acabo de llegar, ¿ése es el único hotel? —preguntó señalando la Posada Stikine.
—Tengo entendido que hay otro, cerca del aeropuerto. Pero no sé cómo es.
Él asintió con la cabeza y comió unas patatas fritas.
—¿Sabes si puedo poner la tienda en el parque?
—Me temo que no lo sé. No soy de aquí. Tendrías que preguntárselo a otra persona.
Él asintió con aire pensativo y bebió un poco de Coca-Cola. Jenna esperó que eso fuese todo; pero temía lo peor: más conversación obligada. Tendría que haberse sentado a una mesa.
—¿Viniste en el crucero? —la interrogó el joven.
—No —respondió Jenna, procurando ocultar su impaciencia.
—¿Dónde te alojas?
—En casa de un amigo.
—Oh, eso es lo mejor. Yo lo hago siempre. Es un buen modo de ahorrar.
Él rio y le dio un bocado a su hamburguesa. Jenna volvió su atención a la sopa, procurando terminársela cuanto antes.
—Perdón por hablar tanto —añadió el muchacho en tono de disculpa—. Es que llevo tanto tiempo viajando solo, que me encanta tener la ocasión de conversar.