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Authors: Garth Stein

Tags: #Suspense

Alguien robó la luna (19 page)

BOOK: Alguien robó la luna
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—¿Qué sucedió?

—Pues no sé si querrás enterarte.

Bebió un sorbo de cerveza.

—¿Por qué? ¿Es algo privado?

—¿Privado?

—Bueno, es que pareciera que te da vergüenza contármelo.

Él rio.

—No, es que es bastante asqueroso, eso es todo. Quizá te repugne.

—Soy capaz de soportarlo —dijo Jenna.

Le daba la impresión de que él quería contarlo, pero no mostrarse demasiado ansioso por hacerlo.

—De acuerdo. Tú lo pediste.

Eddie se inclinó hacia delante y depositó su cerveza sobre la mesa.

—Me dedico a la pesca de mero; se hace con una serie de anzuelos unidos a una única línea. Un extremo se hunde en el mar mediante una plomada, el otro se maneja desde cubierta. Y cuando recoges la red, con ella salen tus meros.

Bueno, la cuestión es que cuando se echan las líneas, los anzuelos pasan volando sobre la borda a una buena velocidad; uno de ellos rebotó y me enganchó el brazo justo aquí.

Señaló con su dedo derecho un punto justo por debajo de la axila, y trazó un recorrido desde allí hasta su codo.

—Me enganchó y me desgarró el brazo hasta ahí abajo.

—¡Ay! —exclamó Jenna, encogiéndose.

—Ya ves. Tuve que aferrarme a la borda, porque de no haberlo hecho, habría sido arrastrado hasta el fondo y me hubiera convertido en alimento para los cangrejos.

—¿Y qué ocurrió?

—El anzuelo me abrió el brazo; seccionó el tendón y dejó suelto el músculo. De modo que un buen pedazo de bíceps me quedó colgando desde el hombro.

—¿Te dolió? —preguntó Jenna. Enseguida rio—. Qué pregunta más estúpida.

—Lo cierto es que no —replicó él con seriedad—. Al principio no me hacía daño. Vi el músculo rosado que colgaba; creo que el hueso también quedó al descubierto, porque por debajo se veía algo bien blanco. Y al cabo de un momento, como si a mi cuerpo le hubiera llevado un instante entender qué estaba ocurriendo, la sangre comenzó a manar. Me refiero a brotar a chorros; me dije: «Oh, vaya, esto va mal».

—Creo que voy a vomitar.

—Me puse a gritar, no tanto porque me doliera, sino por toda esa sangre. Creí que estaba a punto de morir. El anzuelo me había abierto la arteria que corre a lo largo del brazo. Por eso sangraba así.

—¿Moriste?

Él rio.

—Pues no, salí del paso. Mis compañeros me aplicaron un torniquete al hombro; supusieron que sería mejor que perdiese un brazo a que me desangrase hasta morir. Por fortuna había un helicóptero de la Guardia Costera muy cerca; me llevó al hospital. Llegamos a tiempo para que me salvara yo, y mi brazo también.

—Qué suerte.

—Sí, pero ya no siento la mano. Supongo que se me habrán cortado todos los nervios, lo que no tiene nada de bueno. El doctor me informó de que algunos nervios se regeneran solos; pero no quedará como antes.

—Estoy segura de que recuperarás algo de sensibilidad —dijo Jenna. Se ruborizó. Hablar con cierta pasión de los nervios de Eddie tenía algo de inadecuadamente personal.

Eddie sonrió, Jenna le devolvió la sonrisa. Se quedaron así, mirándose, durante un largo momento. Jenna se sintió excitada, pero también atemorizada; era como cuando, en sus días de estudiante de secundaria, se esforzaba por todos los medios para quedar a solas con algún chico que le gustaba. Y de pronto se daba cuenta de que estaba a solas con él en el cuarto de los trastos, o algo así, y se decía algo como «bueno, lo conseguí, ¿y ahora qué? Estamos solos. No hay maestros ni parientes. Podemos hacer lo que nos apetezca». Pero ninguno se atrevía. Les daba demasiado miedo. Jenna rio, nerviosa, y Eddie hizo lo mismo. Jenna se dio cuenta de que él pensaba exactamente lo mismo que ella. Incómoda, se puso de pie y se acercó a la ventana.

—¿Qué isla es ésa?

—Woronkofsky. Nadie vive ahí.

Eddie se levantó y se le acercó. Se quedó de pie detrás de ella. Muy cerca. Demasiado, en realidad. No es que a Jenna le molestara. Lo cierto es que le agradaba sentir la tibieza que irradiaba. Estaba a su lado, pero también un poco detrás; su hombro izquierdo casi le tocaba la espalda. La tela de su camisa rozaba apenas la tela del vestido de Jenna. Era su brazo herido. Extendió el brazo derecho para señalar la isla.

—La llaman Morro de Elefante.

Jenna entendió por qué. La isla parecía un elefante a dos patas metido en el agua hasta los sobacos. El sobaco de Eddie estaba herido. El desgarrón iba desde la axila hasta el codo, cruzando la delicada carne que hay entre bíceps y tríceps. Jenna quería ver la herida. La morada cicatriz. Tocarla.

—Me parecería más apropiado que la llamaran «Cabeza de Elefante» —dijo él—, o «Lomo de Elefante» o «Cabeza y Lomo de Elefante». Pero no veo un morro. El morro del elefante es su trompa. Ahí no hay nada que se parezca a una trompa.

Jenna giró y quedó de cara a él. Por un instante, permanecieron uno en el espacio del otro. Sus alientos se mezclaban, se habrían podido confundir en un abrazo; si hubiesen querido hacer el amor, les habría resultado fácil. Hubieran caído el uno en los brazos del otro o, en el caso de Jenna, en el brazo, en singular, de Eddie. Además, Jenna se dio cuenta de que Eddie sentía lo mismo que ella. Pero se contuvieron. Había una suerte de placer extraño en el dolor de resistir. No era correcto, el momento no era el adecuado, no se conocían; lo cierto era que no debían. Pero lo deseaban. Y la emoción de encontrarse en tal ocasión, pero sin aprovecharla, era casi insoportable. Ambos disfrutaban de la emoción. Jenna lo sabía. Porque se quedaban donde estaban. Mirándose a los ojos, esperando que el otro no rompiese el hechizo. Sus labios estaban separados por centímetros, nada más. Pero no era el momento. Quizá lo lucra alguna vez, pronto. O nunca. Pero sin duda que no entonces.

Jenna volvió la mirada al elefante.

—Es hermoso.

—Sí.

Hicieron como que no oían sus mutuas respiraciones. Cortos jadeos cálidos.

Jenna procuró forzar una conversación.

—Me muero de hambre.

—Yo también.

—¿Quieres que cocine? Tienes mucha comida. Podría preparar la cena.

Jenna se volvió hacia Eddie. Aún estaba cerca. Su corazón dio un brinco; pequeño, sólo lo suficiente como para que lo notara.

—Me encantaría —dijo él—. Sería muy bueno.

Jenna se dirigió a la cocina. Sabía qué era lo que había sentido, ese pequeño tropezón en el latir de su corazón. Y sabía que necesitaba una copa.

***

Jenna no se emborrachaba desde hacía al menos un año. Ello hubiese contravenido las reglas. Podía beber una copa de vino al día, nada más. Ninguna bebida espirituosa de ninguna clase. Y, por supuesto, ninguna sustancia controlada, farmacológica o no. Era un sistema, nada más. Un sistema claramente definido al que debía atenerse. No es que creyera que tendría problemas por no atenerse al sistema. Pero, aun así, lo seguía. Siempre es agradable tener normas que obedecer. Las normas son necesarias para suplir los errores de juicio.

Como el error de juicio de ese día en que conoció a Eddie. No sabía por qué lo hacía. Quizá sintiera deseos de emborracharse para no tener que lidiar con sus sentimientos. O tal vez lo que quería era perder el control. A Jenna siempre le habían hecho gracia esos anuncios de radio que publicitaban una «Noche de Damas» en algún bar de solteros. Bebidas gratis para las damas toda la noche. ¿Qué misógino delirante inventó ese concepto? ¡Chicas, bebed cuanto queráis! ¡Hasta desmayaros! Así les facilitaréis a los jóvenes depredadores sobrios y ávidos de sexo la tarea de follaros. Vaya broma.

En cualquier caso, la cuestión es que, esa noche, Jenna olvidó las reglas. Bebió. Y ella y Eddie se emborracharon de vino blanco barato mientras comían su cena de bistec y espaguetis con salsa de tomate. Y por raro que parezca, Jenna se divirtió como nunca.

No se enteró de muchos hechos referidos a Eddie. No hablaron de hechos. No supo dónde había nacido, ni qué edad tenía, ni desde cuándo pescaba. Pero sí supo que lo que ambos querían, más que escuchar al otro, era hablar. De modo que esa conversación acerca de nada estuvo llena de agujeros de delicioso silencio. Un silencio tan colmado de emoción que apenas se podía llamar silencio. La velada tenía algo orgánico; era como un arroyo que fluye por un fresco bosque en primavera. Pero, aun así, se escondían detrás del vino. Tal vez lo que querían era obviar el pasado para concentrarse en el momento; o tal vez querían obviar el presente, con la esperanza de recuperar el pasado.

Después, el vino se acabó, y con él la sensación de estar protegidos de aquello, fuera lo que fuese, que procuraba traerlos de regreso a la realidad. Así que sólo les quedó hacer una cosa. Abordaron la camioneta de Eddie, una vieja Dodge azul, que estaba aparcada frente a la casa, y salieron a buscar más vino.

El viaje duró apenas un minuto: fueron a una tienda que había en la calle siguiente. Mientras aguardaba en la camioneta, Jenna rio para sus adentros. Se sentía como una chica de dieciséis a la espera de que su noviete compre bebidas alcohólicas utilizando el documento de identidad de su hermano mayor. Vaya ridiculez.

Aunque eran las once, en ese momento comenzaba a oscurecer, lo que le pareció de lo más extraño a Jenna. Se encontraba en Alaska, borracha, en una camioneta, a la espera de que un tío al que ni siquiera conocía bien trajera vino, contemplando cómo el hermoso cielo azul iba adoptando un humoso tono morado. Un leve escalofrío le recorrió la columna vertebral; tuvo la sincera esperanza de que Eddie, cuando regresara, le pasara una mano por detrás de la cabeza, le levantase un poco la cabellera, que con esa mano tibia la acariciase detrás de la oreja antes de inclinarse sobre ella y besarla con labios suaves y una lengua que encajaría a la perfección en el interior de su boca. Miró el negro mar y las aún más negras montañas de la Isla Elefante y el firmamento que tenía una profundidad de cien millones de kilómetros y respiró el aire que olía a hogares encendidos y a otoño; y sintió, por primera vez, que aceptaba la muerte de Bobby, porque quizá, después de todo, ella tuviese una vida por delante, y por más que esa vida no incluyera a Bobby, tal vez valiera la pena vivirla. Y era posible que el problema siempre hubiera sido ése: que nunca había creído que la existencia podía ser vivida sin él.

Eddie sale de la tienda y se acerca a la camioneta, y Jenna quiere que esto continúe. Le manda vibraciones psíquicas con todas sus fuerzas. Lo bombardea con deseo, pero su rostro no lo expresa. Se está poniendo a prueba.

Él entra a la camioneta; lleva una bolsa con dos botellas extra grandes de algún Chardonnay y un cartón de Camel lights. Y, ¿a que no sabes qué hace? Tiende una mano y la desliza bajo el cabello de Jenna, le acaricia el cuello y le da un ligero beso. Y ella se dice: ¡Lo puedo todo! ¡Soy el Dios del fuego infernal y el azufre! Soy tu Venus, tu fuego, lo que deseas.

Eddie se aparta enseguida.

—Perdón.

Ella quiere preguntarle por qué, qué debe perdonarle, pero sabe que no estaría bien, que no es el momento, que apenas se conocen, y no deben…

—No pude contenerme —se disculpa, mientras pone en marcha el vehículo y sale a la calle—. Estabas tan hermosa, sentada ahí mirando el mar.

Ella lo mira y sonríe.

—Te vi desde la tienda. Te miré y me di cuenta de que debía besarte. Pero no está bien.

—¿Por qué? —dice Jenna, casi en un susurro.

—Eres una mujer casada —responde él, alzando la mano izquierda para que ella la vea. No lleva anillo, pero ella sí. Jenna le da vueltas a su anillo en silencio, contemplándolo. Una banda de oro. Los judíos no usan anillos de bodas ornamentados. Sólo bandas de oro. Jenna quería uno de platino, con volutas, pero Robert se puso firme. Jenna mira a Eddie y se encoge de hombros. Él no dice nada.

Aparcaron en la senda de entrada de la casa. Eddie apagó el motor. Se quedan en silencio, mirando hacia el bosque. Eddie saca los cigarrillos de la bolsa, golpetea el paquete contra el dorso de la mano, extrae uno. Jenna le pide uno y él se lo pasa.

—No sabía que fumabas —dijo Eddie.

—Solía hacerlo —respondió ella con una sonrisa—. Cuando iba al instituto.

Eddie encendió los cigarrillos y fumaron en la camioneta.

—Si tuviese un sacacorchos, abriría una de estas botellas y nos podríamos quedar aquí toda la noche —dijo.

—Nos podemos quedar toda la noche igual.

La miró.

—Podríamos coger frío.

—Sí —replicó Jenna—, y además, tengo que hacer pis.

Eddie rio.

—¿Has visto? A veces, uno siente que está en una película y que las cosas seguirán de ese modo para siempre; pero entonces, necesitas mear y te das cuenta de que no es una película.

Jenna sonrió.

—Si no tienes palomitas de maíz en la casa me enfadaré mucho.

Abrió la portezuela y se apeó de la camioneta.

***

Jenna y Eddie irrumpieron en la casa riendo y tropezando como dos chavales.
Óscar
, que dormía sobre el sofá, irguió las orejas y ladeó la cabeza con aire inquisitivo. Eddie depositó el vino sobre la encimera, Jenna se paró en seco. Se paró en seco porque vio una luz que parpadeaba en el contestador automático que está sobre una mesita, junto al sofá. Un pequeño diodo rojo en una caja negra, aparentemente inocente. Una luz roja que quema la mente de Jenna como si fuese una brasa ardiente. La luz que parpadeaba disparó una reacción en cadena de impulsos eléctricos que llevan a un único, crítico, resultado: no llamé a Robert.

Jenna se queda mirando la luz parpadeante; es como un faro hipnótico que la llama a su vida pasada. Esa vida pasada que parecía tan pequeña y remota hace apenas instantes. Eddie se afanaba en la cocina. Jenna lo oyó abrir una caja de cartón y sacar algo de ella. El abrir y cerrar de una puerta hermética. El pitido de un control electrónico. El zumbido del ventilador que expulsa las microondas de una caja metálica. El contestador telefónico exige toda su atención. Parpadea, parpadea. Como un vaso sanguíneo palpitante y a punto de reventar. El crujido de una bolsa de papel. Un cajón que se abre y se cierra. Una botella que se descorcha con un sonido como de beso. Un olor a vino fresco se difunde por el aire. Los recuerdos acuden a la mente de Jenna. El sonido de beso de una botella al descorcharse. Una botella de champán. Un fuego. Jenna, tumbada sobre unos cojines kilim, con las uñas de los pies recién pintadas, Robert que se le acerca, desnudo, con una copa llena en cada mano. Beben y ríen. Se besan con lenguas ardientes. Robert, que la pone boca abajo. Jenna sobre manos y rodillas, mirando el fuego. Si quieres concebir un niño, come zanahorias y calabazas anaranjadas. Robert arrodillado detrás de ella, acariciándole la cintura. Si quieres que sea varón, hazlo tarde y por atrás. Él la penetra, suave y confortable. Se mecen hasta que se corre dentro. Funciona. El hijo se llamará Robert.

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