—¿No te alegras de que hayamos venido? —pregunta Robert.
Jenna asiente con la cabeza.
—Bobby no va a querer irse —dice.
Robert se despereza y bosteza. Pasa un brazo por los hombros de Jenna y le besa la sien.
—¡Mierda! —dice Robert, apartándose de pronto.
—¿Qué?
—Mañana voy de cacería.
Robert se ha apuntado a una excursión de caza. Sólo adultos, armas de alto calibre, caza mayor. Se ha pasado toda la semana esperando ese momento.
—¿Y Bobby? Le dijiste que lo llevarías a pescar.
—Mierda, no quiero perderme la cacería.
—Se quedará desolado.
—Joder.
Robert se pone de pie y camina hasta la calle.
Se vuelve y mira a Jenna, en la esperanza de que ella le brinde una solución. Quiere que lo releve de su obligación, pero ella se niega a hacerlo.
—Sabes, apuesto a que puedo ir de caza y regresar a tiempo para salir con Bobby —dice Robert—. Además, el atardecer es la mejor hora para pescar.
Jenna hace una mueca que Robert no ve. Sabe que ese plan no tiene posibilidades de éxito. Y sabe que a ella le tocará lidiar con la decepción de Bobby.
—No estás de acuerdo —apunta Robert.
—Bueno, es que sé que no le gustará pasar el día conmigo, eso es todo. No estoy hecha para la vida al aire libre. No soy un varón.
—Pero Jenna, sé que funcionará. Si veo que se hace tarde, me separo del grupo y regreso solo. Te lo ruego. Realmente quiero ir de caza.
—¿Y por qué me pides permiso?
—Porque si te enfadas, prefiero no ir. Pero si me dices que no hay problema, voy.
—Haz lo que quieras. Es tu hijo y le prometiste que lo llevarías a pescar. Si puedes hacer las dos cosas…
—Puedo, te lo prometo.
Y eso fue todo. Cuando Jenna despertó a la mañana siguiente, Robert ya se había ido.
***
Tal como Jenna sospechara, Bobby no se lo tomó muy bien. Se despertó temprano, dispuesto a salir, y se quedó desolado al enterarse de que su padre se había marchado sin él. Jenna vio cómo se le llenaban los ojos de lágrimas, y cómo pugnaba por contenerlas. De modo que se pasó la mañana ofreciéndole alternativas. Podían ir a pasear por la playa, o podía pasar el día con sus amigos, o ayudar al cocinero a pelar patatas, actividad que por algún motivo Bobby había encontrado entretenida anteriormente. Pero nada sirvió. Bobby quiso quedarse en la cabaña todo el día, a la espera de su papá. No quería alejarse demasiado por temor a que Robert no lo encontrase cuando regresara.
Por fin, tras interminables partidas de damas, el aburrimiento ganó. En torno a las tres de la tarde, oyó las voces de sus amigos desde la playa y le pidió permiso a su madre para ir allí. Jenna se sintió tan aliviada que no le alcanzó el tiempo para decirle que sí. Y Bobby se fue a jugar con los otros niños.
Pero a las cinco ya estaba de vuelta, preguntando dónde estaría papá. Y esta vez no pudo contener las lágrimas. Lloraba y lloraba. A veces, el mundo es muy injusto. A Jenna le hacía daño oír llorar a su niñito. Lo único que quería era salir a pasear en barca. En el embarcadero había amarrado un pequeño bote de remos que todos tenían derecho a usar. Eso haremos, una breve vuelta por la bahía. Y Jenna decidió que ella lo haría. Aunque la naturaleza salvaje le daba miedo, pensó que sería capaz de sobreponerse a él por su hijo. Además, estaba enfadada con la manera en que Robert le había dado plantón al niño. No le parecía que Bobby tuviese que pagar por el estúpido egoísmo de su padre.
Así que cogieron los utensilios de pesca de Bobby y se dirigieron al muelle. Se enfundaron en sus chalecos salvavidas, de espuma, como los que usan los que practican esquí acuático. No había tallas infantiles, así que Bobby casi flotaba dentro del suyo, pero Jenna supuso que ello no sería un problema. Colocó las anillas de los remos en sus lugares, soltó amarras y emprendieron la navegación. En apenas un momento se encontraron en medio de la bahía, y Bobby sonreía otra vez. Eso necesitaba Jenna, ver sonreír a su hijo. Bobby echó su red por la borda.
—Apuesto a que ahora cogeremos uno grande de verdad —dijo, excitado.
Remaron un rato por la bahía, en busca de pesca, sin decir palabra. Bobby se empeñaba en que observaran el código de silencio que, según había oído decir, practican los pescadores. Se sentía mucha paz ahí, en medio del agua. Las olas golpeteaban los costados del bote. El silencioso pueblo miraba a la bahía. Jenna casi se relajó; se dio cuenta de que, en realidad, había disfrutado de casi todo el viaje. No estaba demasiado segura de querer regresar allí algún día, pero la semana pasada no había estado tan mal.
Cuando llevaban una media hora de navegación, Jenna comenzó a preocuparse un poco. No quería alejarse demasiado de la costa, porque distaba de ser una remadora experta, pero la barca se internaba cada vez más en las aguas. Jenna se dio cuenta de que era por la marea; bajaba, y se llevaba el bote consigo. Se acercaban a la boca de la bahía. Pronto, quedarían fuera de la protección de la ensenada y entre las olas del mar abierto. Jenna no había tenido intención de alejarse tanto, y se estaba poniendo muy nerviosa. Bogaba con energía; pero al aumentar sus esfuerzos descubrió que una de las anillas que sujetaban los remos estaba rota. Cada vez que impulsaba los remos, uno se soltaba de su lugar.
—Bobby, necesito que me ayudes —dijo. Procuró que su voz fuese serena, para que Bobby no notase su ansiedad.
Quería que el niño sujetase el remo en su lugar, para así poder remar de regreso con comodidad. Pero la atención de Bobby se centraba fuera de la borda, en los grandes peces de las profundidades.
—¡Bobby! —le gritó Jenna con severidad. Pero a él sólo le interesaba pescar. Como suelen hacer los niños, se volvió con brusquedad para prestarle una renuente atención a su madre; al hacerlo, dejó caer su red de pesca por la borda.
Los niños pequeños son muy veloces, en realidad, más de lo que les conviene. Sus reflejos se activan tan deprisa que no les dan tiempo para evaluar la peligrosidad del movimiento. Bobby se inclinó sobre la borda para alcanzar la red, que flotaba apenas fuera de su alcance. En la fracción de segundo que necesitó para darse cuenta de que lo que le impedía alcanzar la red era el voluminoso chaleco salvavidas, se lo quitó en un solo movimiento y volvió a tenderse por sobre la borda. Esta vez, el impulso lo hizo caer al agua.
En cuanto se encontró en el agua fría, supo que estaba en apuros. Miró a su madre aterrado, sin saber cómo actuar. Jenna lo llamó y le tendió la mano, pero él no llegaba a alcanzarla. Llevaba una chaqueta irlandesa de lana, de las pesadas; lucía tan guapo con ella, parecía un angelito. Pero ahora, el disfraz de ángel se tornó ancla de plomo. Desapareció bajo el agua, mientras Jenna extendía aún más la mano en un vano intento de agarrarlo.
Jenna gritó hacia la costa, pidiendo ayuda. Había gente en el embarcadero. Pero no llegarían a tiempo. Tenía que ir a por Bobby.
Pero no podía hacerlo. Por mucho que lo intentaba, le era del todo imposible moverse. Cuanto más ahínco ponía en sus intentos de incorporarse, cuanto más bregaba contra la fuerza invisible que le impedía moverse, más fuerte se volvía ésta. El corazón le daba mazazos en el pecho. Su garganta le ardía hasta tal punto que no sabía si gritaba o sólo intentaba hacerlo. En el interior de su cuerpo inerte, se veía debatiéndose, levantándose de un salto, zambulléndose. Pero no era así. Lo veía. Lo sabía. No se había movido ni un centímetro. Ni uno solo de sus músculos había respondido a sus órdenes. Entonces, vio que Bobby reaparecía a unos cinco metros del bote; la cabeza afloró, la boca abierta, la nariz apenas sobre las olas, tosiendo, atragantándose con el agua, llamando a su madre. Pero a Jenna, atrapada en su cuerpo inmovilizado, le era imposible ir en su ayuda.
Entonces, en un último esfuerzo que le llevó todas sus energías, Jenna se desembarazó de la fuerza que la mantenía clavada en su asiento. Era libre. Se quitó el chaleco salvavidas y se zambulló por la borda, las manos tendidas hacia Bobby. Tomó aire y se metió bajo el agua. Pero sólo vio una espesa oscuridad, no a su hijo. Regresó a la superficie, respiró otra vez y volvió a sumergirse. La fría agua salada le escoció en los ojos; ciega, se debatía procurando llegar más hondo. Una vez más, emergió en busca de aire. Al hacerlo, algo la cogió. Luchó por soltarse. Tengo que sumergirme otra vez, dijo, debo sumergirme, pero las manos que la sujetaban eran fuertes; pertenecían a un hombre, dos hombres, que la izaron a la barca mientras bregaba por librarse. Tenía que zambullirse para buscar a Bobby, ¿por qué no la dejaban sumergirse?
—¡Mi hijo! —gritó.
—Quédese aquí, vamos nosotros —dijo uno de los hombres.
Y ambos se sumergieron por turnos en el agua oscura. Pero cuando volvían a emerger, no llevaban a nadie consigo. Jenna se quedó mirando desde el bote, temblando, helándose en el aire frío, esperando que los hombres trajesen algo a la superficie, algo que tuviera sentido, un niño; entonces, podrían respirar en su boca, hasta que, entre toses, volviera a la vida, y todo aquello sería sólo algo que casi había ocurrido, un rescate de último momento. Y se sumergían una y otra vez, y emergían al cabo de veinte, treinta segundos, con las manos vacías. Aspiraban el aire de la superficie como pequeñas ballenas, se hacían con una respiración más antes de volver bajo el agua; cada vez que salían, miraban a Jenna, que los contemplaba desde el bote y meneaban la cabeza, mientras en la orilla la gente se congregaba a mirar. Y seguían sumergiéndose, una y otra vez, al punto de que temieron que no volvieran a emerger de las aguas oscuras, que podían perder sus vidas. Pero insistían, porque cada vez que salían a la superficie veían la cara de Jenna, y mientras la vieran, sabían que debían seguir intentándolo.
Llegaron otras barcas. Llevaron a Jenna a la orilla, porque de nada servía que ella se quedara en el agua. Le pusieron ropa seca y la sentaron junto a un fuego y le dijeron que todo saldría bien. Robert regresó de la cacería y lo llevaron donde ella, y estuvieron juntos. Marido y mujer. Y él le rodeó los hombros con su brazo. Y ella se derrumbó sobre él y lloró. Y Robert, que aún no sabía exactamente qué había ocurrido, la abrazaba de manera torpe e incómoda, como si en realidad no la conociera.
***
Las tragedias sacan a la luz lo mejor de las personas. ¿Por qué? Debe de ser porque, en secreto, las personas se sienten agradecidas de que el trágico incidente no les haya ocurrido a ellas. Y para protegerse de la posibilidad de ser víctimas, se apresuran a ayudar a quienes son menos afortunados que ellos.
Unos veinte habitantes permanentes del pueblo más cercano acudieron para dragar la bahía. Lo hacían con una especie de grandes anzuelos de tres ganchos. Los dejaban caer por la borda y los arrastraban sobre el fondo con sus embarcaciones. Esperaban que los anzuelos se enganchasen en alguna parte del cuerpo de Bobby para así levantarlo del fondo. Qué horrible era que Bobby se hubiese transformado en el pez que todos querían pescar.
El dragado prosiguió durante la noche, y todo el día siguiente. El jefe de policía local susurraba opiniones pesimistas al oído de Robert. Cosas referidas a los peligros de las mareas, a las arenas que se desplazan. Comentarios acerca de las posibilidades de encontrar un cuerpo en una bahía tan profunda. Todo ello se le ocultaba a Jenna, que esperaba, arropada en una manta, frente al fuego de la casa común.
Al final del segundo día, las autoridades decidieron abandonar la busca. Elaboraron los correspondientes informes. Ahogamiento accidental, no se recuperó el cuerpo. Rápido e indoloro, decían todos. No prolonguemos esto de modo innecesario. La madre está desesperada, lo mejor será que todos sigamos con nuestras vidas. Sigamos adelante.
Un hombre llamado Ferguson los llevó en hidroavión a Ketchikan; de allí, un 727 los llevó a Seattle. Y ahí, un coche los llevó a casa.
Entraron a su hogar y encendieron las luces. Todo estaba igual, pero todo era distinto. Había sucedido algo. Algo terrible. Y todo había cambiado.
—Tenemos que salir adelante —dijo Robert desde la puerta del cuarto de baño. Jenna, tumbada en la cama, estudiaba la pintura del techo—. Claro, nos llevará algún tiempo. Pero tenemos que intentar continuar con nuestras vidas, salir adelante.
Eso dijo.
Sí. Dejarlo atrás. Dejarlo de lado. No pensar. No recordar. Nada es como era. Debemos avanzar, no retroceder. Tenemos que dejarlo atrás.
El teléfono sonó con un estridente timbrazo que hizo que a Jenna el corazón le diera un brinco. Volvió a sonar. Se lo quedó mirando, preguntándose si sería alguien que le diría que se había tratado de un error. Que se habían equivocado de niño. Que Bobby iba camino a casa y que pronto estaría ahí.
Jenna alzó el auricular.
—¿Hola? —preguntó.
Pero nadie le respondió. Sólo silencio.
—¿Hola? —repitió.
Sólo un vasto vacío, una ausencia de sonido.
—¿Hola? ¿Hay alguien ahí?
A
ntes del amanecer, un crucero había fondeado a unos pocos cientos de metros de la isla; durante toda la mañana, lanchas blancas y anaranjadas llevaron y trajeron turistas al embarcadero ubicado frente a la Posada Stikine. Jenna se abrió paso entre una hilera de niños que vendían ostiones y carne seca de salmón; se dirigía al puerto.
Eddie estaba allí. El pesquero en el que trabajaba, que normalmente operaba desde Chignik, había regresado a Wrangell por un par de semanas, hasta que se abriera la siguiente temporada de pesca de mero. Eddie quería ayudar, en la medida de sus posibilidades, a sus compañeros. Jenna vio el barco, llamado
Sapphire Moon
. Era mucho más pequeño de lo que imaginara. Los tripulantes estaban en cubierta, bebiendo cerveza. Eddie estaba sin camisa, y Jenna vio que el sol había bronceado su piel, que tenía un profundo tono rojo ladrillo. Se acercó a la embarcación y saludó.
Eddie se apresuró a ponerse de pie y le tendió la mano para ayudarla a subir a bordo. Los otros, cinco hombres en total, se incorporaron también y se presentaron de uno en uno. Marc, Chuck, Joel, Rolfe, Jamie. Jamie era el más joven; fue el único que se puso su camiseta al ver a Jenna. Los demás exhibían sus grandes barrigas velludas sin embarazo.
—¿Cerveza? —ofreció uno.
—No, gracias.
Se produjo un breve silencio. Eddie apartó un abultado saco de plástico para hacerle sitio a Jenna, y le indicó que se sentara junto a él. Así lo hizo.