—¿Te encuentras bien? —preguntó Eddie; traía dos copas de vino.
Jenna lo miró, nerviosa, desesperada.
—Tienes un mensaje.
Él miró la máquina.
—No, es que está rota. Siempre parpadea. Le ocurre algo. —Miró con más detenimiento y percibió la inquietud de Jenna—. ¿Qué pasa?
Ella se sintió mareada y cansada. Cerró los ojos y se frotó las sienes.
—Creo que no necesito más vino.
Eddie asintió con una cabezada y depositó las copas sobre la encimera.
—Sí, quizá deberías irte a dormir.
Le pasó un brazo sobre los hombros y la condujo hasta el dormitorio. Ella se detuvo antes de entrar.
—Debo hacer una llamada. ¿Puedo usar tu teléfono?
—Por supuesto.
—Usaré mi tarjeta de llamadas, así no tienes que pagar tú.
—No hay problema. No hace falta. Como quieras.
Se quedaron en silencio, de pie en el pasillo. Jenna miró al suelo; se inclinó y apoyó la cabeza en el pecho de Eddie.
—Tengo que llamar.
Él le dio una palmadita amistosa en el brazo. Una palmadita amistosa.
—Lo sé.
—¿Sabes a quién?
—Puedo imaginarlo.
Ella asintió, sin quitar la cabeza del pecho de él.
—Mi vida es un desastre.
—No, no lo es.
Confiado. Tranquilizador.
Ella rio.
—Sí…, sí que lo es. Si llegas a conocerme mejor, no tardarás en darte cuenta. Mi vida es un verdadero, jodido, desastre.
Él le levantó la cabeza con suavidad, deslizándole la mano bajo la barbilla. Se miraron a los ojos y Eddie sonrió.
—Al menos tienes dos brazos.
—Sí, ya es algo. Al menos tengo dos brazos.
Ella se sentó en el sofá y pulsó los números de acceso y los códigos requeridos hasta que la campanilla sonó al otro lado. Eddie le acercó una bolsa blanca llena de palomitas de maíz recién salidas del microondas y un vaso de agua, dos cosas que Jenna recibió de buena gana. Le dio las buenas noches con un gesto en el momento en que Robert atendió el teléfono.
—¿Hola?
—Hola.
Jenna no tenía mucho más que eso planeado. Percibió cómo Robert se esforzaba por despertar. Miró el reloj y vio que era medianoche. Con la diferencia horaria, es la una de la mañana en Seattle. Las pisadas de Eddie se fueron perdiendo por el pasillo. Una puerta se cerró.
—Lamento que sea tan tarde, ¿te desperté?
—No. Digo, sí, pero no importa. Me puedes despertar.
Silencio en la línea. Sin duda, Robert debía de estar preguntándose cuáles serían los parámetros de la conversación. Temía hablar antes de que Jenna le diera a entender que podía hacerlo. Estaba a merced de sus exigencias. Ella tenía el control.
—Siento no haber llamado antes.
—Yo también siento que no lo hayas hecho.
—Y lamento todo esto.
—Jenna, debo decírtelo, me pillaste por sorpresa. Quiero decir que sé que las cosas no andaban muy bien, pero nunca supuse que te marcharías así como así.
—Yo tampoco.
—Pero ¿por qué?
Ella bebió un poco de agua.
—Estoy buscando respuestas.
—¿Respuestas a qué? Sabes que te amo.
—¿Hasta qué punto es fuerte ese amor?
—¿Qué quieres decir con eso?
—No quiero decir nada. Fue una pregunta.
—¿Cómo podría cuantificarlo? Eres mi esposa. Elegí pasar toda mi vida contigo. En la salud y en la enfermedad, ¿recuerdas? Eres mi compañera. Te amo.
—Pero ¿cuánto me amas, Robert? ¿Qué estás dispuesto a sacrificar por mí? ¿Hasta dónde llegarías? Si las cosas se complican demasiado, ¿renunciarías?
—¿De qué estás hablando? Ni siquiera me dices por qué te marchaste. Mira, ni siquiera sé cuál es el problema. ¿Qué estoy dispuesto a sacrificar? ¿Qué quieres que sacrifique? ¿Quieres que lo deje todo y vaya a buscarte? De acuerdo. Dime dónde estás y cojo el primer avión. ¿Qué pregunta es ésa? ¿Si voy a renunciar? ¿Cómo vas a preguntarme eso? Debes creer que soy una mierda. Se ve que me detestas.
—No, Robert…
—En serio, eso me hiere. No he renunciado a nada. Ya hace dos años que Bobby murió y tú sigues como atontada. Y yo estuve contigo. Fui de lo más paciente. Te acompañé en todo. Así que no me vengas con eso de si renunciaría. Tú eres quien renunció. Tú eres la que se marchó.
—Robert…
—Yo siempre estuve. Me quedé a tu lado.
Un momento de silencio. Después, habló Jenna, con voz queda pero afilada.
—Sí, te quedaste. Vaya si te quedaste.
—¿Qué quieres decir con eso?
Más silencio. Silencio duro, frío. Jenna deja la pregunta en suspenso, yaciendo en los fríos cables telefónicos tendidos sobre el fondo marino. Se lleva un par de palomitas de maíz a la boca.
—¿Estás comiendo?
—Sólo son unas palomitas.
Robert gimió.
—Esto no sirve. Es imposible por teléfono, Jenna. Si quieres regresar y que trabajemos sobre esto, te garantizo que haré cuanto sea necesario. Contrataré al psiquiatra más caro…
—¡No quiero otro jodido psiquiatra!
Robert rio.
—Vaya, es la primera vez que te oigo decir eso.
Jenna estaba al borde de llorar de frustración. Escupió:
—¡Púdrete!
Ahora, Robert se puso firme.
—Haré como que no oí eso.
—¿Ah, sí? Pues hazlo dos veces. Púdrete.
Respiración y nada más durante treinta segundos.
—Esto es increíble —dijo Robert con una risa forzada—. Aún no me contaste por qué te marchaste.
—Me marché porque me detesto y porque tú me detestas. Quizá algún día logre sobreponerme al odio que siento por mí. Pero nunca podré sobreponerme a que tú me odies. No puedo aliviar esa presión. Te miro, y veo el odio en tus ojos.
—No es así.
—¡No mientas, Robert! ¡Lo percibo! Nos hemos convertido en una parodia de nosotros mismos. Somos como personajes de
¿Quién teme a Virginia Woolf?
Seguimos juntos para torturarnos uno al otro por la muerte de nuestro hijo.
—Jenna, basta.
Severo y enfadado. ¿Cómo se hace para que un perro rebelde obedezca? Una orden seca, severa. Un brusco gesto de la mano. Jenna, sentada.
—No, Robert. Es una tortura. Lo es. Ambos lo sabemos. No puedo seguir así.
Robert suspiró.
—¿No puedes seguir así? ¿Eso significa que no volverás ?
Jenna se frotó la nariz.
—Significa que voy a intentar no odiarme más. Y que cuando lo logre, regresare. Y si tu también logras no odiarme más, podemos comenzar una nueva vida juntos. Pero si no puedes dejar de odiarme, comenzaremos nuevas vidas por separado.
—Eso suena como un ultimátum.
—Mira en lo más hondo de tu corazón, Robert, y si encuentras amor por mí, muéstralo. Pero si no encuentras nada, lo mejor para ambos será que terminemos.
Hubo una larga pausa. Lo bastante prolongada como para que Jenna se bebiese la mitad del agua. Después, Robert habló.
—Llámame pronto.
Jenna cortó la comunicación y respiró hondo varias veces. Miró a
Óscar
, que aún dormía junto a ella en el sofá. Le acarició la cabeza y encendió la televisión con el mando a distancia. Buscó hasta encontrar Discovery Channel. Hasta en Alaska. Y se recostó, esperando que el sueño no tardara en llegar.
***
La despertó el ruido que hacía
Óscar
al rascar la puerta de la calle. Jenna no tenía ni idea de qué hora era, pues las luces estaban apagadas y la cubría una manta. La televisión seguía encendida, aunque sin volumen, y la pantalla irradiaba una luz azul que alumbraba la habitación.
Jenna se levantó y se acercó a la puerta; fuera, la noche era negra como la pez.
Óscar
arañaba la puerta y le gruñía a algo que sólo él percibía. Jenna le dio unas palmadas en el lomo y apoyó la cara contra el cristal, procurando ver algo. Pero no había nada al otro lado.
—¿Qué pasa, chico?
Óscar
respondió con un ladrido y siguió arañando la madera. Jenna abrió la puerta y el perro se apresuró a salir; cruzó la calle a la carrera y se perdió de vista tras franquear el parapeto que separaba aquélla de la playa. Jenna salió al porche y escudriñó la oscuridad. No vio nada. Sólo se oía el viento. Llamó a
Óscar
, pero en vano. Se quedó esperando en el frío entablado.
Al cabo de unos minutos volvió a entrar. No veía a
Óscar
por ningún lado. No quería llamarlo para no despertar a los vecinos, y desde luego no iba a salir a buscarlo en medio de la noche. Se volvió a tumbar en el sofá y se quedó mirando la pantalla sin pensar en nada.
Unos minutos después —¿o fue más tiempo? ¿Se habría dormido?—, oyó unos gruñidos que llegaban desde afuera. Parecían lejanos. Daba la impresión de que dos animales peleaban. Pero Jenna sólo estaba despierta a medias y le era imposible abrirse paso entre la niebla de sus sueños para reaccionar. Era
Óscar
. Al parecer, peleaba con otro perro. Pero en la playa, o en algún otro punto de la oscuridad exterior. Jenna lo oía, pero le resultaba imposible disociarlo de su sueño. Soñaba con un chico y su perro. El perro se parecía a
Óscar
. ¿Y el chico? Bueno, el chico se parecía a Bobby. Un chico jugando con su perro. Revolcándose bajo el sol en una playa. No seáis brutos, chicos. Ya es casi la hora de la cena. A lavarse las manos. Pero niño y perro estaban muy lejos. No podían oír a Jenna por el sordo bramido de las olas que rompían en la playa. Al luchar, rodaban sobre la arena, acercándose cada vez más al agua. Jenna miraba desde el parapeto; el sol centelleaba, el viento le agitaba el cabello, su largo vestido blanco flameaba. Eddie y la abuela Ellis la miraban desde la camioneta aparcada. El parapeto era como un acantilado. Ahora, se elevaba quince metros por encima del mar. Bobby y
Óscar
rodaban, cada vez más cerca de las aguas. Jenna les grita. Chicos. Chicos. Cuidado. Caen entre las olas. Se debaten cuando éstas rompen sobre ellos. Jenna, de pie en el acantilado, chilla. Eddie y Robert están en la camioneta, riendo. La abuela está en su silla de ruedas. No voy a ese lugar, le dice a Jenna. No voy. Voy a Alaska. Echa a rodar su silla y se aleja calle abajo. Espera, abuela, espera. Jenna les grita a los chicos. Están bajo el agua. Eddie y
Óscar
en la playa. Enredados en una red de pesca. Bobby está sentado sobre las olas. Saluda con la mano. Mamá, mamá. Mamá, ven. Mamá, el agua está buenísima. Bobby desaparece bajo el agua. El acantilado mide treinta metros. Jenna quiere saltar. Desea ir con Bobby, pero le da miedo. Ya no lo puede ver. Eddie habla con la abuela. Bobby está en el agua, viste un jersey. Se hunde. Pide ayuda. Eddie está arrodillado frente a la silla de ruedas. Jenna, debes hablar con ella. Bobby se está ahogando. Jenna, la abuela se está muriendo, tienes que hablar con ella. No puedo. Mi niño. No es un niño. La vieja se levanta frente a Jenna. Le grita. Es negra como un leño quemado. Deja que se ahogue. Que se ahogue. La visión de esa mujer calcinada, convertida en un palo ennegrecido, asusta a Jenna. La vieja la agarra con una mano negra. Es un animal. No es un niño. Jenna retrocede, tambaleándose. Tropieza con un tronco. Cae al abismo, a la negrura. Se desploma en el vacío, a un valle de agua, da tantas vueltas que se marea, voy a salvar, por qué no salvaste, draga el fondo arenoso con pequeños ganchos plateados, las aguas la depositan con suavidad en una playa, pierde la conciencia, reposa en la negrura del sueño, del sueño de los muertos, hasta que llega la mañana y el sol asoma sobre el glaciar y los cuervos graznan, diciendo que el mundo no se terminó mientras dormíamos, quizá ocurra la próxima vez, pero ésta, aunque morimos en sueños, volvemos a vivir, estamos despiertos y somos la misma persona que éramos ayer, y debemos agradecer que tengamos otro día para vivir en esta tierra y debemos recordar a los muertos, nuestros muertos, que no están con nosotros en el cuerpo, pero pronto lo estarán en espíritu; y Eddie enciende la luz y Jenna se frota los ojos, borrando la visión, olvidando el sueño para siempre, el sueño que le dijo qué debe hacer.
E
n Bahía Thunder, todos los atardeceres, después de la cena, Bobby y los otros niños iban al embarcadero con la esperanza de coger algún pez. Algunos de los niños mayores tenían grandes cañas de pescar, que les permitían lanzar sus anzuelos aguas adentro. Pero Bobby es demasiado pequeño para tener una caña. Tiene un ovillo de tanza con un anzuelo en un extremo, y no pescó nada en toda la semana que lleva allí. No deja de suplicarle a sus padres que cuando sea mayor le compren una caña, para así poder pescar algo al fin.
Pero en la penúltima noche, la suerte de Bobby cambia. Un niño mayor lo ayuda, poniendo un señuelo plateado en la línea. Le dice a Bobby que el brillo del señuelo atraerá a los peces. Y vaya si lo hace. Bobby siente que algo pica y tira de la línea, procurando sacar su presa, pero el pez es fuerte. El niño mayor le echa una mano y logra sacar el pez del agua; es un lenguado gigante, casi del tamaño de Bobby.
Se produce una inmensa conmoción en el embarcadero. Todos vitorean y comentan, todos los padres acuden desde la casa comunal; Bobby, con una sonrisa de oreja a oreja, es el centro de atención. Enarbola el pescado, pugnando por evitar que toque las tablas del muelle. Entusiasmado, les cuenta a todos cómo lo hizo. Jenna y Robert están felices. Jenna le saca una foto a su hijo con el pez gigante. El chef viene y le dice a Bobby que le cocinará el pescado para la cena del día siguiente. Oscurece y la excitación se va diluyendo; el pescado va a parar al congelador, aunque Bobby quisiera dormir con él. Por fin, Robert lleva a Bobby a caballito hasta su alojamiento. Bobby no da para más; el largo día lo ha agotado, pero el entusiasmo de su gran logro lo mantiene en pie. Con la cabeza apoyada sobre la espalda de su padre, no para de hablar, aunque la fatiga vuelve confusas sus palabras.
—De haber tenido una caña, habría pescado uno el doble de grande.
—Ya lo creo, campeón —replica Robert.
—El año que viene me compraréis una caña, ¿no, papá?
—Sí, el año que viene, claro.
—Eh, papá, ¿quieres que vayamos a pescar mañana? Podemos ir en barco, así cogeré uno más grande.
—Por supuesto, chico.
—En la lancha, ¿no?
—Por supuesto.
Cuando llegan a su cabaña de una sola habitación, Bobby duerme. Está laxo como un saco humano. Robert lo deposita sobre la cama, Jenna lo desviste y lo mete entre las sábanas. Jenna y Robert salen al porche y se quedan sentados en la oscuridad, bajo las estrellas.