El animal no se movió cuando Ferguson lo tocó con la punta del pie. Lo tumbó de espaldas y enfocó la linterna en su cara. Ahora sí tuvo la certeza de que era el rostro de David, extrañamente achatado, pero reconocible. Unos curiosos bracitos delgados le brotaban del pecho. Todo su cuerpo estaba cubierto de una corta pelambre. Ferguson no entendía qué ocurría, ni qué era la cosa, la criatura, lo que fuese, que tenía a sus pies. Pero decidió llevarlo a rastras al interior por si realmente era David. Antes de que la criatura despertara, Ferguson le ató manos y piernas con una soga. La amarró a una silla, que puso frente al fuego. Se sentó y esperó.
El ser despertó con un grito. Un aterrador grito de dolor y angustia. A Ferguson lo invadió el pánico. La criatura parecía ser David, por lo que sentía que debía ayudarla; pero al mismo tiempo, le daba miedo. Se quedó mirándola con nerviosismo, sin saber si desatarla o volver a dejarla inconsciente de un golpe. El ser calló y lo miró directamente a los ojos; un escalofrío recorrió el espinazo de Ferguson.
—Desátame, John —dijo el ser en tono calmo.
Ferguson se quedó paralizado, mirando los grandes ojos negros de la criatura.
—Desátame, John —repitió. Ferguson sintió la necesidad de obedecerlo. Sabía que no era una buena idea, pero se sentía impulsado a hacer lo que ese ser le pidiera. Dio un paso hacia él, y el otro sonrió y le dijo —: Buen chico.
El corazón de Ferguson dejó de latir. Ya no era la voz de David. Era la voz de su padre.
En la penumbra, Ferguson escudriñó el rostro de su prisionero. Vio una cara larga con nariz torcida y patillas. Una boca como un tajo, sin labios. Los ojos hundidos de su padre, negros como el carbón. Y la voz, con su habitual matiz despectivo. «Buen chico», había dicho, como solía hacer su padre cuando John llevaba a cabo algo que cualquier idiota hubiera podido hacer. «Buen chico». Ferguson procuró resistirse con todas sus fuerzas a desatar al ser, pero le fue imposible. Era como si el cuerpo delgado y peludo con el rostro y la voz de su padre lo atrajera.
Ferguson tomó su cortaplumas y se dispuso a cortar la soga que amarraba a la criatura. Era gruesa, de cáñamo, y seccionarla no era fácil. El cortaplumas se le resbaló y le hizo un corte en el pulgar. La herida sangró. Se llevó el pulgar a la boca y chupó. La sangre tenía un sabor cálido. Muy caliente. Y, de pronto, sintió que su mente se despejaba. La sensación de que no controlaba sus acciones lo abandonó. Fue como quitarse un pesado abrigo. Ferguson podía moverse como le apeteciera. Se apartó y la criatura lo miró con ira.
—Desátame, idiota. ¿Eres tan estúpido que no sabes hacer ni eso?
Ferguson miró al ser y toda la rabia que sentía contra su padre, que había fallecido hacía años y a cuyo funeral no había asistido a modo de protesta, toda su rabia y su ira contra ese hombre horrible que había arruinado su vida y la de su madre, salieron a la superficie; enarboló la linterna, convencido de que esa cosa atada a la silla, fuera lo que fuese, estaba usando el alma muerta de su padre para manipularlo. La furia le llenó la garganta de bilis.
—Lo siento, David —dijo antes de descargar la linterna sobre la cabeza de la criatura con suficiente fuerza como para hacerle perder la conciencia hasta que llegase el día y el sol hubiera subido por encima del horizonte.
Y, cuando por fin despertó, no era un engendro. Era David Livingstone, un hombre, un chamán que se había enfrentado a una fuerza muy superior a la suya y había perdido. Pero a cambio de un precio que ni siquiera supo que había pagado, se había salvado de convertirse en uno de los que no mueren, de transformarse para siempre en kushtaka.
***
Ferguson no hizo preguntas. No dijo palabra. No quería saber. En lo que le atañía, la pasada velada no había tenido lugar. Fue todo un sueño, una alucinación. No podía ser otra cosa. La gente no cambia de forma, no se vuelve animal. No es algo que ocurra.
Ninguno de los dos dijo nada en el camino hacia el embarcadero. David parecía contento de no mencionar el asunto. Se lo veía aturdido. A Ferguson le pareció casi frágil. Quebrantado. Tenía dos grandes cardenales en la sien y parecía dolorido. David abordó su nave y puso en marcha el motor fueraborda.
—¿Me harás llegar un informe y la cuenta por tus honorarios? —le preguntó Ferguson.
David lo miró y asintió con una ligera cabezada mientras maniobraba su embarcación para hacerla salir a la bahía.
Ferguson soltó las amarras de su hidroavión antes de abordarlo. Encendió el motor y, mientras la hélice comenzaba a girar, tomó todo lo ocurrido esos dos días y lo sepultó en su mente. De todos modos, supuso que alguna que otra vez se preguntaría qué habría pasado. ¿Qué le había sucedido a David Livingstone? Era un buen tipo, pero ¿qué demonios le había pasado? En cualquier caso, nunca lo sabría.
El agua era lisa e informe como un lago. Ferguson accionó la palanca y la aeronave fue tomando velocidad hasta despegar. Miró hacia abajo y vio que la embarcación de David ponía rumbo al norte. Cuando Ferguson volvió la vista a lo que tenía por delante, ya había expulsado todo el episodio de su mente. Sólo pensaba en darse una ducha, tomarse una cerveza, comerse un cuenco de chile. Tres cosas que había experimentado antes y que podía entender con facilidad.
E
ra el fin del segundo día y Jenna estaba de pie en la cubierta del
Columbia
; contemplaba las estrellas. El viento arreciaba y hacía un poco de frío, pero Jenna prefirió cerrar la cremallera de su chaqueta y abrigarse con los brazos a emprender la retirada. Había encontrado un rinconcito oscuro y silencioso, en realidad, el único sitio del barco en que podía estar sola durante un momento, y no tenía intención de renunciar a él enseguida. Pronto llegaría el momento de reposar en la caverna amarilla que era como un dormitorio comunitario. Y su momento de silencio habría pasado.
Pensándolo bien, el
ferry
era el mundo perfecto para Jenna. Estaba sola, pero era consciente de que tenía cientos de personas a mano en caso de que las necesitara. Miró las estrellas, aspiró el aire frío; tuvo la certeza de que había hecho bien en alejarse de todo. Aun así, una parte de ella anhelaba tener a alguien con quien compartir esos momentos. Alguien a quien amara y que la amara. Podían abrazarse para protegerse uno al otro del frío. Beber chocolate caliente, soplarse las manos, besarse un poco. Él se abriría la chaqueta, y ella se metería dentro.
Así lo había hecho Robert dos veranos atrás. Se abrió la chaqueta y Jenna se deslizo entre sus brazos. Se besaron y miraron las estrellas. Bebieron vino, no chocolate caliente. Ojalá Steve Miller no los hubiera interrumpido. Si, al verlos, se hubiera dicho «no quiero molestarlos», Bobby estaría vivo. No, eso no era verdad. No había que pensar de ese modo. A Bobby le había llegado su turno y nada de lo que hubieras podido hacer habría cambiado eso. La parca hubiese llegado de un modo u otro. En esa encrucijada, o en la siguiente. Pero no existe modo de evitarla. Eso te enseñan en la escuela.
Todo comenzó en una fiesta en un barco que iba y venía frente a la costa de Seattle. Jenna y Robert estaban en la cubierta, en un mundo aparte, besándose y mirando las luces de la ciudad. Estaban a principios de junio y el tiempo era cálido. Los otros ocupantes de la nave cuchicheaban sobre qué buena pareja hacían.
Por aquel entonces, Robert era el niño audaz, el aventurero solitario. Mientras los demás agentes inmobiliarios de su edad se quedaban dentro, lamiendo el culo a sus superiores, Robert escogía estar en cubierta besando a Jenna.
Y lo respetaban por ello.
Robert solía decirle a Jenna que la amaba. Cuando tenían invitados a cenar, la besaba delante de todos. Solía regresar a casa a la hora del almuerzo para compartir algún pequeño deleite vespertino. Y tampoco es que todo ello hubiese ocurrido hacía mucho. Fue hacía apenas dos cortos años. Bobby tenía cinco años y ellos llevaban ocho de casados. En términos generales, eran como un matrimonio a la vieja usanza. Mientras que sus amigos se separaban, Robert y Jenna estaban en otro plano, inmunes a los problemas, sean cuales sean, que hacen que las parejas jóvenes se desintegren.
Y hasta hablaban de tener otro hijo. Una niña, esperaban.
Steve Miller les habló. A Jenna nunca le había caído del todo bien. Tenía treinta y tantos años y estaba divorciado. Se jactaba de haber tenido la previsión de acordar un contrato prenupcial, lo que había evitado que su ex esposa se hiciese con su dinero. Su pasatiempo favorito era conducir Porsches a toda velocidad y sin destino fijo. Era bajo, era evidente que no todo su pelo era suyo y un rumor afirmaba que se había hecho implantes en los pectorales y las pantorrillas. A Robert le caía bien, aunque le irritaba que Steve lo llamara «jefe». Decía que le parecía un simulacro de la camaradería propia de los albañiles.
—Hola, jefe.
—Hola, Steve.
—Jenna, ¿cómo te va, cariño?
Steve le dio un beso en la mejilla.
—Hola, Steve.
—Estás arrebatadora esta noche, Jenna. Ojalá tuviera una chica como tú para besarla en cubierta.
Steve le pasó un brazo sobre los hombros a Robert.
—Robert, necesito hablar un poco contigo, si me lo permites. Se trata de negocios, pero también de placer.
Steve se movió de modo tal que quedó entre Robert y Jenna.
—Estoy haciendo negocios con un grupo de inversores al que le va más que bien. Hemos apoyado algunos proyectos muy prometedores y que terminaron por producir ganancias altísimas. Todo Seattle quisiera ser parte de nuestra pequeña fraternidad; pero, como dicen: muchos acuden, pocos son escogidos. Sin embargo, Bob, quien te habla le ha mencionado tu nombre a dicho grupo; y me han dado su autorización para invitarte a nuestro próximo proyecto.
Steve se interrumpió y escudriñó la boca de Robert.
—Me parece que tienes un poco de carmín en la boca, jefe.
Jenna se lamió el pulgar y limpió con él el labio inferior de Robert.
—Hay un pueblo abandonado en Alaska. Está en una isla del sudeste llamada isla Príncipe de Gales.
—La familia de Jenna es de Alaska. De una ciudad que se llama Wrangell.
—¿De veras? Queda prácticamente al lado del sitio del que te hablo.
—Sí, ella tiene un cuarto de sangre india tlingit.
Steve alzó la mano en un burlesco saludo indio.
—Hau. Bueno, resulta que es un antiguo pueblo pesquero que fue abandonado hace años, y lo estamos transformando en complejo turístico de lujo. Nuestro grupo se asoció a unos inversores japoneses y estamos reuniendo un grupo limitado de socios para financiar el proyecto. Lo llamaremos Bahía Thunder. Las unidades se están vendiendo a cien mil la pieza.
Robert alzó las cejas.
—Ahora bien, Robert, antes de que me digas que no tienes cien mil dólares para invertir, te diré dos cosas. Una, que con mucho gusto te integraríamos a un grupo de inversores interesados en participaciones más pequeñas. Cincuenta mil, veinticinco mil, lo que fuere. Dos, que en realidad el sentido de todo esto que te estoy contando es que, si dices que estás interesado, te ganas unas vacaciones gratuitas. Me explico. Como somos conscientes de la magnitud de la cifra que pedimos a los potenciales inversores, hemos decidido hacer promoción en serio. Abriremos el lugar durante una semana en julio, e invitaremos a los interesados en invertir a que se alojen gratis. Así, se harán una idea de lo bueno que puede ser el lugar. Unas vacaciones con todo pagado para ti y tu familia. A Jenna y a Bobby les encantará.
Robert miró a Jenna. Los ojos le brillaban. Ella percibió su entusiasmo.
—Parece muy divertido, Steve.
—Ya lo creo que lo es. Este complejo será el ejemplo perfecto de las nuevas tendencias en turismo y ocio. Mira, la gente quiere experimentar el contacto con la naturaleza salvaje, ¿verdad? El aire libre, todo eso. Pero en última instancia, lo que les importa de verdad es comer bien. Quieren divertirse y vivir la naturaleza y todas esas cosas; pero cuando regresan a sus habitaciones por la noche, quieren una ducha caliente y una buena botella de vino. ¿Me equivoco? En el hotel tenemos cocineros de primera línea. Pero la comida la pones tú. Sí, es una aldea de pescadores y cazadores. Los huéspedes cazan y pescan durante el día, por la noche comen lo que obtuvieron. Preparado por los mejores chefs. Tenemos los mejores guías de caza y pesca. Ellos se ocupan de despellejar y preparar las piezas. Un sólido Châteauneuf du Pape con carne de caza. Un Hermitage blanco con trucha fresca. No me digas que no es tentador.
A esas alturas, a Robert se le caía la baba, pero disimulaba.
—¿Y si decido no invertir, qué? No creo que estemos en condiciones de hacer una apuesta de esa importancia en este momento. Hasta veinticinco mil es mucho para que lo arriesguemos.
—Mira, jefe, tómalo como un aliciente. Este grupo de inversores es muy activo. Quieren tenerte cerca. Sólo di que te interesa. Si no inviertes en esta ocasión, ya lo harás más adelante. Lo cierto es que ellos están invirtiendo en ti. Mira, estás en la lista de invitados. Considéralo un honor.
Jenna se dio cuenta de que Robert estaba convencido. Y lo cierto es que la idea tampoco le desagradaba a ella. La isla Príncipe de Gales. Nunca había oído hablar de ella. Bahía Thunder. La buscaría en el mapa. Robert había quedado seducido por la propuesta de Steve Miller, eso de cazar tu comida. A ella, esa parte le parecía algo así como pelar tú mismo los camarones en el restaurante, pero en fin. En ese momento, la mente de Robert estaba en la Bahía Thunder, y ahí se quedaría hasta que Jenna lo hiciese regresar.
Jenna miró el horizonte. Sí, la ciudad era hermosa. Estar en el agua era agradable. Romántico. Pero ¿a quién le importa el romance si tienes fusiles, cañas de pescar, si puedes cazar, matar comida de gourmet, beber vinos finos, y todo gratis?
L
a carta llegó cuatro días después. Era concisa y directa:
Estimado señor Ferguson:
Mi investigación ha revelado que hay actividad espiritual no resuelta en su complejo. Mi recomendación es que el proyecto de la Bahía Thunder sea abandonado de inmediato.
David Livingstone
Ferguson dejó caer la carta sobre el escritorio y sepultó el rostro entre las manos. Maldición. No era el mejor momento para recibir semejante noticia. Sólo quedaban ocho semanas hasta el primero de julio y, al no haber un informe positivo de Livingstone, habría problemas financieros. Se negaba de plano a que sus contratistas trabajaran a crédito. Una cosa es hacer negocios con un apretón de manos y nada más con los amigos; otra, con inversores extranjeros.