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Authors: Garth Stein

Tags: #Suspense

Alguien robó la luna (26 page)

BOOK: Alguien robó la luna
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Steve fuerza a Robert a sentarse en la otra banqueta, de manera que queda frente a Erin. Steve se sienta muy pegadito a Mamarias. Ahora Robert no está deprimido. Está acelerado. Vivo. Se pide otro Martini, que no parece hacerle ningún efecto. Le habla a toda velocidad a la linda chica, pero le preocupa la posibilidad de tener mal aliento. Siente la boca algodonosa y seca y la ginebra no ayuda. Le cuenta a Erin cómo se hace para vender oficinas. ¿Le interesa el mercado inmobiliario? Posiblemente. En realidad, lo que quiere es llegar a presidenta de una compañía. Le gustaría figurar en la lista de los 500 de la revista
Fortune
. Y hablan y hablan, puras estupideces. A todo esto, Steve y Mamarias se chupan mutuamente las lenguas. Besos ardientes, con la boca abierta; Steve tiene la mano bajo la mesa y la está magreando de lo lindo. Robert mira a su chica, pero no está demasiado interesado en follársela. Es bonita y tiene unos labios estupendos, pero él no está en ese plan. No sabe si ella no estará decepcionada. Y ocurre otra cosa. Los senos nasales de Robert, que han pasado los últimos veinte minutos anestesiados, están volviendo a la vida, y se ponen a segregar mocos a todo tren. Él aspira y vuelve a aspirar para mantenerlos dentro. Y querría un poco más de coca. Date prisa por favor, ya es hora. Pero no quiere interrumpir a Tetazas y a Don Polvillo para pedir el frasco; de todos modos, quizá Steve no quiera darle más. Es el problema con la coca. Que siempre quieres más.

Pero Erin le lee la mente y le pregunta si no quiere salir. Salen, pues, pero Erin está sin chaqueta, así que van a sentarse al coche de Robert, que está aparcado en un callejón a la vuelta de la esquina. Se sientan en el asiento trasero, porque delante está el salpicadero y toda esa mierda y es muy impersonal, dice Erin. Ahí sentados, Erin se inclina sobre Robert y le da más y más cucharadas del más delicioso de los polvos. Después lo besa. Su lengua es pequeña y no la introduce mucho en la boca de Robert; pero él la aparta enseguida.

Ella queda desconcertada. Él no sabe qué decir, pero procura explicarse. A veces, la coca es como un suero de la verdad. Te hace hablar y hablar. De modo que Robert habla y se lo cuenta todo. Desde el principio. Que conoció a Jenna, tuvieron un niño, perdieron el niño, perdió a Jenna. Que se encuentra tan conmocionado, no sabe qué hacer, porque en ese momento se siente muy atraído por Erin, pero sabe que no sería lo correcto.

Ella comprende. Tampoco es que le apeteciese tanto hacerlo, sólo pensó que sería divertido. Robert le da mucha pena. Ha sufrido mucho. Pero lo entiende, de veras, de veras.

Robert se siente aliviado. Nunca habló de ese modo con nadie. Quizá eso sea lo que hacen los psiquiatras. Te dejan hablar y hablar. Quizá él tendría que haber recurrido a uno. Quizá, de haber sido así, Jenna no se habría marchado. Quizá todo sea su culpa. Decide que sí, que él es el responsable, sin duda.

Erin dice que debe regresar al bar. Stacy es la que ha traído su coche y ella no quiere irse a casa en taxi. Robert se ofrece a llevarla. Van por Eastlake hasta el puente University y desde allí toman Roosevelt hasta la calle Cincuenta y Tres. El apartamento de ella queda sobre la derecha. Robert aparca y permanecen en el coche un momento.

—Me gustó estar contigo esta noche —dice ella.

—Sí, lamento haber hablado tanto.

—No hay nada que lamentar. —Ella saca una cajita de cerillas y anota su número de teléfono en ella—. Si quieres hablar un poco más, llámame.

—Gracias.

Ella titubea otra vez.

—¿Quieres un poco más?

¿Más? Qué pregunta difícil. Ella alza el frasquito y lo mira entornando los ojos. No queda mucho.

—Puedes quedártelo —dice Erin.

Se lo pone en la mano y le dirige una mirada de complicidad; después, se apea y se aleja.

Robert aparca a la vuelta de la esquina y aspira la coca que queda. Se golpetea los dientes, la señal universal, y conduce hacia su casa. Sabe que será una larga noche. Pasará horas despierto, y cuando los efectos de la droga vayan pasando, sentirá que necesita más. Buscará con desesperación algún tipo de tranquilizante que haga desaparecer su ansiedad. Anhelará que Jenna aún tenga Valium escondido en la casa.

Vaya, mira qué maravilla, se dice. Hace unas pocas horas estaba deprimido y por eso salió; estuvo con gente, tomó coca. Y ahora se encuentra de vuelta en el punto de partida, en el mismo sofá, bebiendo la misma ginebra, aún más deprimido gracias a la coca. Ello tiene algo de injusto. Supone que es como dicen: estés donde estés, ahí estás.

27

E
n torno a la una de la madrugada,
Óscar
despertó a Jenna, que dormía profundamente. Andaba en círculos, frenético, corriendo de la ventana a la puerta y al pasillo, mientras jadeaba y gruñía. Jenna salió de la cama y miró la casa de su abuela por la ventana; no vio nada. No pudo imaginar qué era lo que enloquecía de ese modo a
Óscar
.

Abrió la puerta del dormitorio y
Óscar
corrió hacia la puerta de entrada, frente a la cual se puso a saltar, procurando mirar por la cristalera. Gruñía y rascaba la puerta, tal como lo había hecho la noche anterior. Pero esta vez Jenna estaba dispuesta a investigar. Cogió una linterna de debajo del fregadero de la cocina, se puso a toda prisa una camiseta y unos vaqueros, abrochó la correa al collar de
Óscar
y abrió la puerta.
Óscar
la arrastró al porche con tal fuerza que casi le hizo soltar la correa.

Fuera, todo estaba en silencio. Bajaron del porche a la calle. Jenna escrutó las inmediaciones con el haz de la linterna. No había nada. Pero
Óscar
no se convencía de que así fuera. Seguía gruñendo y tirando de ella; intentaba ir hacia el mar.

La segunda vez que Jenna barrió el área con su linterna, vio a alguien. Había un niño de pie sobre el rompeolas.

No parecía tener más de seis o siete años y lucía una abundante y hermosa cabellera rizada y negra. Cuando el haz lo alumbró, se apartó con un gesto de timidez, poniéndose la mano ante los ojos y volviéndose un poco hacia el mar. Daba la impresión de que quería saltar del rompeolas a la playa, pero que no se atrevía a hacerlo.

Jenna acortó la correa, trayendo a
Óscar
hacia sí para que no se acercase más al niño.
Óscar
gruñía por lo bajo; recargaba todo su peso para contrarrestar el tirón de Jenna, de modo que quedaban en equilibrio. El can se tendía hacia el niño mientras que Jenna se inclinaba hacia atrás, en dirección a la casa de Eddie.
Óscar
ladró. El niño, aparentemente temeroso del gran perro, se dispuso a bajar del parapeto.

—Espera —le dijo Jenna—. ¿Te encuentras bien?

El crío se quedó inmóvil, con una pierna sobre el remate del muro y otra colgando hacia la calle. Miró a Jenna durante un instante e invirtió su postura; se disponía a pasar la pierna hacia el lado de la playa y saltar allí, perdiéndose para siempre.

—Espera, ¿es por el perro? ¿Le temes al perro?

El niño no se movió.

—El perro no es malo. Es que no se da cuenta de que te mete miedo. Mira, lo ataré aquí.

Jenna debió recurrir a todas sus fuerzas para arrastrar a
Óscar
hacia el porche y atar la correa a la barandilla.
Óscar
ladró con furia cuando Jenna, con paso lento, volvió a acercarse al pequeño.

—Soy Jenna. ¿Cómo te llamas? —preguntó; se aproximaba muy poco a poco para no asustar al niño.

El chico no respondió. Se limitó a mirarla de un modo extraño.

—¿Te encuentras bien? Es muy tarde para que andes de paseo, ¿no te parece?

El niño seguía sin responder. Encaramado al parapeto, se mantenía atento a los movimientos de Jenna. Ella se acercó un poco más. No quería ser brusca ni espantarlo, de modo que apuntó la linterna a sus pies, no a su rostro. Pero la poca luz que le daba en el semblante alcanzó para revelarle lo bello que era: piel morena, rostro oval, con algo misterioso, atemporal, en cierto modo.

Se quedaron así durante unos instantes, como unidos en un trance. Las olas lamían quedamente la playa,
Óscar
se había tranquilizado. Entonces, sin advertencia, el niño saltó hacia la playa.

Óscar
ladró. Jenna corrió hacia el rompeolas, pero no vio nada. Recorrió la playa con el haz de su linterna hasta que vio al pequeño. Parado junto al mar, la miraba.

Jenna se sintió atraída por él. Experimentó la necesidad de ir a él. Intuía que el niño quería que lo siguiese, aunque no hubiese expresado tal intención mediante gesto o palabra algunos. Se encaramó al parapeto y se sentó con las piernas colgando hacia la playa. Unos dos metros y medio la separaban del suelo. Se volvió y, agarrándose del remate, extendió sus piernas cuanto pudo antes de dejarse caer.

El dolor de su tobillo derecho le subió por la pierna hasta el vientre. Había olvidado la torcedura, pero ahora la recordaba demasiado bien. Miró hacia el mar; el niño seguía allí. Pero ahora se había acercado más al agua; tanto, que las olas lamían sus pies. Cojeando, se le acercó un poco.

Era una playa más bien estrecha; unos seis metros separaban el rompeolas del mar. Jenna siguió aproximándose, hasta que estuvo a sólo un par de metros del niño.

—¿No está fría el agua? —le preguntó.

No bien hubo formulado la cuestión, se dio cuenta de que estaba loca. Vaya pregunta estúpida. Más le hubiera valido interrogarle sobre qué hacía ahí, quién era, por qué no estaba en su casa con sus padres, por qué pretendía salir a nadar en medio de la noche. Pero no hizo ninguna de esas preguntas. No. Preguntó si el agua estaba fría. Pero que la pregunta fuese estúpida, y que Jenna notara que lo era, no impidió que se siguiera acercando. Caminando hacia atrás, el niñito se acercó un par de pasos al mar; Jenna dio un par de pasos hacia él.

Los ladridos enloquecidos de
Óscar
le llegaban desde la calle, pero no le importaba. Ladraba a tanto volumen como lo hiciera aquella vez, en el bosque. Pero Jenna estaba fascinada por el hermoso chiquillo que se internaba en el agua, que ya le llegaba a la cintura.

—No sé si es buena idea que nades ahora —le dijo—. Es de noche, y nadar en la oscuridad puede ser peligroso.

El niño se detuvo.

—Déjame que te lleve a casa; tus padres deben de estar preocupados.

Jenna dio dos pasos en el agua y le tendió la mano al niño. Una ola rompió contra sus corvas; estuvo a punto de perder el equilibrio cuando sus pies pisaron la arena blanda. Tendió la mano y el crío tendió la suya; era la primera vez que hacía un gesto dedicado a ella. Jenna se internó un paso más en el mar, con la esperanza de tomarle de la mano y hacerlo salir. Por fin, las manos de ambos se encontraron.

La mano del niño, fría y mojada, se sentía pequeña y dura en la de Jenna. Se quedaron así durante un momento, de la mano, cada uno ayudando al otro a mantener el equilibrio entre las olas. A Jenna le pareció que el agua era templada. Nunca hubiera supuesto que el mar pudiese ser tan tibio en Alaska. Se alegró de estar descalza. Una brisa soplaba desde el norte y las estrellas brillaban en el cielo sin nubes. Al otro lado de la bahía, por encima del hombro del niño, se recortaba, apenas discernible, el contorno de la isla Trompa de Elefante, o como la llamaran. En dirección al pueblo, Jenna veía las amarillas luces de las farolas reflejadas en las fachadas de los edificios. Miró al niñito, que se mantenía en una actitud silenciosa y paciente. Él le dirigió una cabezada, y ella, sin saber por qué, acogió con agrado ese gesto.

Sintió deseos de sentarse. De relajarse en esa agua tibia y dejar que las olas rompieran sobre ella. De flotar en el agua y contemplar las estrellas. De tumbarse en la playa y dormir un rato mientras la fresca brisa le traía los aromas del océano, de relajarse en un duermevela, los ojos abiertos, pero la mente cerrada, los sentidos en acción, pero el cuerpo no, sin necesidad de responder a ellos, sin anhelo ni preocupación algunos.

La voz apenas se oyó; parecía venir de muy lejos. «¡Jenna!». La llamaban desde una gran distancia. «¡Jenna!». Oprimió la mano del niño; no quería soltarla, no quería que el niño desapareciera. «¡Jenna!». Más insistente, más cercano. Entonces, un gruñido. Un animal que corría por la arena. Sintió un tirón en la mano. Abrió los ojos. El muchacho procuraba soltarse. Liberar su mano de la de Jenna. Irse a nadar.

—No puedes nadar ahora —dijo ella, cerrando la presa. Él tiró con más fuerza. Mucha fuerza para tratarse de un niño pequeño. Jenna miró tras de sí. Un perro.
Óscar
. Estaba casi sobre ella. Corría a toda velocidad, se precipitaba sobre ella; ya no ladraba, sino que emitía un profundo gruñido mientras enseñaba los dientes. El niño daba tirones, la remolcaba.
Óscar
llegó. Iba a por él. Lo detestaba por alguna razón. Por eso lo había atado, recordó. Debía proteger al niño.
Óscar
es un perro salvaje y podría enloquecer. Comerse al niño. Morderle la cara y el cuello.

Jenna bajó la mirada hacia el chico, que seguía tirando, procurando soltarse. Estaba distinto. Su rostro ya no parecía suave, sino oscuro. Duro. Desesperado por escapar, tiraba tanto del brazo de Jenna que le hacía daño. Pero ella lo retenía. El perro se acercaba. Jenna no le soltaba porque estaba confundida. Ya no podía verle la cara. Algo no estaba bien. Se sentía asustada, perdida, sin saber qué hacer.

Un último tirón, y el niño se libró de la mano de Jenna. Ella se volvió hacia
Óscar
. El perro pasó frente a ella y se echó al agua de un salto, tras el niño. Pero Jenna no iba a permitir que le hiciera daño. Estrechó al perro en un abrazo, procurando desviar su impulso, apartarlo del niño. Arrastrada por la inercia del animal, cayó de espaldas al agua. Una ola le rompió en la cabeza. Sintió sabor a sal en la boca.
Óscar
pugnó por liberarse. Ella lo dejó ir. No veía nada. Tenía espuma y agua negra en los ojos. En los pulmones. Procuró ponerse a gatas y otra ola rompió sobre ella y la derribó. Tosió, escupió el agua de sus pulmones. Ahora, no le importaban
Óscar
ni el niño. Sólo quería vivir; se atragantaba con la espesa agua salada.

Había alguien ahí. Alguien grande. Que la sacaba del agua. La ayudaba a salir a la playa. Sobre manos y rodillas, tosió, escupiendo el repugnante sabor que ahora embargaba su sangre. Moqueaba. Se apretó la nariz con un dedo y resopló. El agua salada se precipitó hacia arriba, envenenándole el cerebro. Cayó de costado, respirando pesadamente.
Óscar
estaba a su lado. Alguien chapoteaba en el mar, se sumergía, nadaba. Era Eddie.

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