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Authors: Garth Stein

Tags: #Suspense

Alguien robó la luna (30 page)

BOOK: Alguien robó la luna
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—Te llamaré en un par de semanas. Hablaremos de los viejos tiempos.

—Por supuesto.

Jenna llamó a
Óscar
y lo ató. Se dirigieron a la puerta.

—Mira Eddie, lo siento, en serio, pero tengo que marcharme.

Él la miró con sus ojos azules y asintió con la cabeza.

—Claro.

Jenna cerró la puerta tras de sí y se dirigió al pueblo, acompañada por
Óscar
.

***

Eddie se quedó mirando la puerta durante unos minutos. Se sentía como un animal al que acaban de encerrar en una jaula. Se quitó la camisa y contempló su brazo herido; estaba apretado contra sus costillas, ceñido por el cabestrillo que le daba la vuelta por la espalda. Una camisa de fuerza. Lo embargó la insoportable sensación de que lo habían enmudecido, que la puerta al cerrarse lo había dejado en un pozo al que la luz no volvería a entrar. Que estaba entre los dientes de un cepo que le impedía respirar, que le hacía sentir una desesperada necesidad de soltarse.

Con rabia, arrancó el cabestrillo y alzó el brazo izquierdo. Un mes de inmovilidad lo había atrofiado, debilitándolo. La decadencia es un proceso irreversible. En los músculos, atrofia; en todo lo demás, entropía. Todo el universo sufre la entropía, pero ¿por qué tenía que manifestarse en su brazo? ¿Por qué la pérdida de energía de Venus tenía que cebarse con su debilitado brazo izquierdo? Volvió la palma hacia el rostro y miró la cicatriz morada, los cruzados costurones rojos. El monstruo de Frankenstein. El médico le había quitado los puntos de sutura una semana atrás, y aún sentía como si la herida se fuera a abrir de un momento a otro. Cerró el puño. No le dolió. Había vuelto a usar la mano izquierda hacía un tiempo. No sentía mucho, pero al menos le servía de herramienta. Una suerte de morsa. Podía cerrar los dedos sobre las cosas, trabajar sobre ellas con la diestra. Dobló el brazo, acercando el puño a su cuerpo. El bíceps se hinchó cuando el brazo formó un ángulo recto. Apretó los dientes y se esforzó por atraer más el brazo hacia sí. Sentía la tensión en el tejido. La cola no se había secado. La cicatriz que unía su piel aún no estaba firme y protestó ante el movimiento. Un doloroso escozor recorrió la cicatriz, acompañado de la sensación de que cada uno de los vasos sanguíneos del brazo estallaría como gesto de protesta. El dolor era insoportable. Comenzó a sudar. A maldecir las limitaciones de su cuerpo. Por fin, logró acercar la mano lo suficiente como para tocarse el mentón con los dedos; se relajó y aflojó el brazo, que quedó colgando desde el hombro. Se dejó caer en una silla de la cocina y encendió un cigarrillo.

Ella había ido a llamar a su puerta cuando menos la esperaba. Era una desconocida, y sin embargo, tenían algo en común: ambos estaban solos. Eddie no estaba acostumbrado a estar solo. Se pasaba los veranos viviendo con otros hombres; dormía, comía, cagaba en compañía de otros. Los cinco vivían como unidad. Si enfermaba uno, los otros enfermaban. A uno le iba bien, a los demás les iba bien. Los inviernos podían hacer que te sintieras solo, pero los bares facilitaban las cosas. Un bar pequeño y oscuro se parecía un poco a un barco. Pero los bares no eran lo mismo en verano. Sus compañeros no estaban ahí. Todo era vacío, hueco. Eddie fue arrancado de su ambiente por su herida, apartado de su hogar, dejado solo. Entonces, llegó ella.

Le sonrió de un modo en que nadie le había sonreído desde sus días de estudiante. Cuando se encontraba cerca de ella no podía dejar de sonreír como un bobo, como si acabase de descubrir algo maravilloso. Algo digno de enseñar a sus amigos. Y cuando la mostró a sus amigos, enloquecieron. La miraron con ojos de animal y hablaron del banquete que se daría uno de ellos. Pero él los hizo callar. Ella no era así. Era una amiga, les dijo. Y lo decía en serio. Su nueva amiga. Nunca había sido amigo de una mujer. Para él, hombres y mujeres eran animales diferentes, que sólo se juntan para acoplarse. Y ahora se encontraba con una chica con la que quería formar una unidad. Quería unirse a ella, no en lo sexual, aunque eso tampoco hubiese estado mal, sino como compañeros. También unirse a otro nivel. No sabía bien cuál, pero estaba seguro de que existía en algún lugar. De eso se trataba. De estar con ella en ese otro sitio. No importaba que ello ocurriese en esa mierda de casa en esa isla de mierda que era Wrangell; esa claustrofóbica roca boscosa en medio de la nada. Cuando estaba con Jenna, sentía que entre los dos creaban una brisa que se llevaba todo lo malo. Por más que el lugar era el mismo, a la vez era otro. El sitio no importaba. El momento no importaba. Lo que importaba era el modo en que danzaban uno con el otro. Las palabras que surgían, los pensamientos que fluían; y los movimientos, los sutiles movimientos. El modo en que ella jugueteaba con sus zarcillos, o cómo doblaba los dedos de los pies al apoyarlos sobre el suelo. Los gruesos calcetines de algodón en sus pies diminutos. Cuando se inclinaba y él veía un poco de piel blanca entre su camiseta y sus tejanos. Era lo único que existía. No había tiempo. ¿Cuánto había transcurrido? ¿Un día? ¿Dos? ¿Tres? No lo recordaba. Sólo recordaba a Jenna. Los hechos no significaban nada. Lo único que quedaba era un torrente de energía en su interior. Un torrente que se iba desvaneciendo conforme ella se alejaba. A sabiendas o no, ella se había llevado algo de él. Y él se lo había permitido. No tendría que haberla dejado ir.

¿Por qué la había dejado ir? ¿Por qué había permitido que se le escapara? Ella tenía otras prioridades: encontrar a un chamán, a causa de alguna leyenda india, lo que era bastante estúpido. Pero Eddie había visto estupideces más grandes. Ella parecía decidida a ir, y ¿quién era él para detenerla? Ni siquiera le importaba lo estúpido que fuese lo que hacía. Si ella le hubiese pedido que la acompañara, lo habría hecho. Eso era indudable. Pero no se lo había pedido. Quizá no quería tenerlo cerca. Tal vez él estaba actuando como un cachorro perdido. Y en realidad, a ella él ni siquiera le caía bien. De todos modos, acompañarla hubiera servido de algo. Podía haberla ayudado. Ella no conocía el lugar. A Eddie no le hubiera costado nada ayudarla. Llevarla en su barca a donde quisiera ir. Asegurarse de que no corriera peligro. Uno hubiese supuesto que ella quería su compañía.

Aplastó su cigarrillo. Entonces, se dio cuenta de que ella no le pidió que la acompañase porque supuso que él se negaría. Él no había ocultado su oposición a toda idea de buscar un chamán, y lo más probable era que ella hubiese deducido que no estaba interesado. Lo cual no tenía nada de cierto. Estaba dispuesto a seguirla a cualquier parte, siempre que estuvieran juntos. Él iría en busca del chamán. ¿Por qué no? Tampoco tenía nada mejor que hacer. Su deseo de acompañarla superaba con creces su escepticismo acerca de lo que ella buscaba. Tenía que decírselo. Dejar claro que estaba dispuesto a ayudarla. Así, incluso si ella no quería que la acompañase, le diría por qué. Era una estupidez dejarla ir sólo por dar por sentado que ella pensaba que él pensaba de cierto modo. Debía encontrarla.

Eddie se puso la camisa y volvió a colocarse el cabestrillo. Salió deprisa y montó en su camioneta. Esperaba que ella aún no se hubiese marchado. Tendría que haberle preguntado adónde iba. Pero a pie no podría llegar muy lejos. Al aeropuerto, no habría llegado. Tal vez sí al puerto, pero una vez allí tendría que encontrar a alguien que tuviese barco y que estuviera dispuesto a llevarla. Tenía tiempo. Se dirigió hacia el pueblo por la calle Front.

Fue más que fácil. En cuanto dobló la primera esquina, la vio parada frente a la Posada Stikine, hablando con alguien. No había llegado demasiado lejos. Allí estaba, hablando con el tío aquel que apareciera en la casa por la mañana. Jenna tenía su chaqueta de piel atada a la cintura. Con las manos a la espalda, recargaba su peso sobre una pierna. Relajada y despreocupada.
Óscar
a su lado. El tío hablaba, haciendo muchos gestos. Señalaba en dirección al agua. Su bocaza se abría y se cerraba.

Eddie detuvo su camioneta en el aparcamiento y se apeó;
Óscar
se precipitó a saludarlo. Jenna lo siguió con la mirada. Vio a Eddie y sonrió. Esa sonrisa. Le henchía el corazón. Se agachó a esperar a
Óscar
, que movía el rabo y lo lamía, feliz. Por fin, el perro decidió regresar a Jenna. Eddie lo siguió.

Tal vez estaba actuando como un cachorro perdido. Y quizá, en realidad, a ella, él ni siquiera le caía bien. De todos modos, acompañarla habría servido de algo. Podía ayudarla. Ella no conocía el lugar. A Eddie no le costaría nada ayudarla. Llevarla a donde quisiera ir en su barca. Asegurarse de que no corriera peligro. Uno hubiese supuesto que ella querría su compañía.

—Hola, Eddie —saludó Joey. Eddie lo ignoró. Se concentró en Jenna, que lo miraba, sonriente. Esa sonrisa.

—Quiero ayudarte —dijo Eddie—. Quiero ayudarte a que llegues a dónde vas.

***

Jenna se sintió aliviada al ver a Eddie, muy aliviada. Estaba desesperada por quitarse de encima al pelmazo de Joey. La irritaba considerablemente que aquel jovenzuelo que no paraba de soltar palabras vacías la retrasase cuando ya iba bien encaminada a su destino. Lo cierto era que no le importaban una mierda la universidad estatal de Oklahoma ni su puto equipo de lucha. Joey era de esas personas que no se dan por aludidas, por mucho que rezongues y mires tu reloj. Pero Eddie había llegado a rescatarla.

—Quiero ayudarte a que llegues a donde vayas.

—¿Vas a algún lugar? —preguntó Joey.

Jenna y Eddie cambiaron una mirada.

—Sí, voy a algún lugar —replicó Jenna, cauta.

—¿Adónde?

Jenna se quedó sorprendida por lo directo de la pregunta. No había un motivo lógico para que Joey se interesase tanto en sus actividades. Se removió, incómoda, sin saber cómo responderle.

Al parecer, Joey se dio cuenta de que se había mostrado impertinente; sonrió ampliamente para enmendarse. Pero un titubeo, una fugaz expresión de ira cruzaron su rostro antes de que lograse recuperar la compostura. Enseguida se encogió de hombros, como para sugerir que la respuesta no le interesaba. Se acuclilló y llamó a
Óscar
, haciendo chasquear los dedos y silbando.
Óscar
se acercó; Joey lo agarró de la piel floja del pescuezo y lo sacudió, jugando.

Eddie se acercó a Jenna y le habló al oído, de modo que Joey no pudiera oírlo.

—Ya sé que no me pediste que viniese, y que tal vez prefieras que no…

—Es que creí que no querrías —interrumpió Jenna.

—Entiendo. Pero sí quiero.

—Pero no crees que nada de esto sea real.

—¿Qué más da? Creo en ti. Y necesitas ayuda, ¿no?

Sí, necesitaba ayuda. Pero pedirla le parecía abusivo.

Era su batalla, no la de él.

Jenna miró a Joey y
Óscar
. El muchacho había reemplazado sus juguetones tirones por un juego más agresivo. Abofeteaba a
Óscar
en el morro, primero de un lado, después del otro, muy deprisa, como si ello fuese a demostrar de algún modo que era superior al perro.
Óscar
, con la boca abierta y enseñando los dientes, tiraba mordiscos hacia una de las manos; invariablemente, la otra lo cogía desprevenido con una torta que llegaba desde el lado opuesto. A Jenna le dieron ganas de decirle a Joey que lo dejara en paz; albergaba la secreta esperanza de que
Óscar
perdiera la paciencia y mordiera en el rostro al idiota.

—No te conviene venir conmigo —dijo—. Ni siquiera sabes dónde voy.

—¿Tú lo sabes? Creo que llegar será más fácil para mí que para ti, y eso que no sé adónde.

—Eddie, mira, te lo agradezco, pero…

Se oyó un grito de dolor. Se volvieron y vieron que Joey se tumbaba de costado y quedaba acurrucado en el suelo.
Óscar
, parado sobre él, gruñía. Joey se cogía una mano y vociferaba.

—¡Mierda! ¡Ese perro de mierda me mordió!

Jenna no pudo contener la risa.

—Tal vez no le guste que le peguen en la cara.

—¡Perro hijo de puta! ¡Me mordió!

Jenna apenas podía ocultar su regocijo, pero se contuvo, por si la herida era seria.

—Déjame ver. ¿Sangra?

Joey dejó de chillar y la miró con expresión de incredulidad.

—¿Que si sangra? ¡Mira!

Extendió el brazo; Jenna vio que tenía un par de puntos sangrantes. La sangre no era mucha, aunque sí la suficiente como para impresionar. Marcas de dientes surcaban la parte carnosa que separa pulgar e índice y subían hasta la muñeca. Daba la impresión de que
Óscar
le habría arrancado el pulgar de haber mordido con fuerza.

—Bueno, creo que hay que limpiarla para que no se infecte —dijo Jenna—. Vamos, probablemente tengan un botiquín de primeros auxilios en el hotel.

Ayudó a Joey a ponerse de pie y cruzaron el aparcamiento; Eddie y
Óscar
se quedaron afuera.

***

Qué curioso. Joey tenía una habitación en la Posada Stikine. Jenna hubiera jurado que le dijo que acampaba en el parque. Y resultaba que se alojaba en el hotel. Extraño.

Earl saludó a Jenna con un frío movimiento de cabeza, mientras miraba la mano de Joey. Trajo un botiquín de primeros auxilios. Él y Jenna acompañaron a Joey a su habitación para vendarle la herida. Ninguno hablaba. Joey se sentó sobre el inodoro mientras Jenna le lavaba la mano con agua templada. Dio varios respingos cuando lo secó con la toalla. Jenna tomó un frasco marrón del botiquín.

—Esto tal vez duela.

—Todo duele —dijo él.

Jenna vertió un poco de agua oxigenada en la toalla, que aplicó a la mordedura. Joey chilló.

—¡Coño! ¿Qué es eso? ¿Ácido?

—Te avisé de que dolería.

—Mierda. ¿No tendré que ir al hospital, no?

—No creo, a no ser que se infecte.

—¿Y si el perro está rabioso?

—Tal vez sea conveniente que te pongan una inyección —respondió ella, mientras ceñía el vendaje con esparadrapo. Se puso de pie—. Listo.

Joey miró su mano vendada.

—Tendré que olvidarme de la guitarra por un tiempo.

—Lo siento; ahora, ya sabes que no hay que pegarles así a los perros.

Jenna acomodó los elementos del botiquín y salió del cuarto de baño. Joey la siguió a la habitación.

—En fin, ¿eso fue todo? ¿Ya no nos volveremos a ver? —preguntó.

—Sí. Esto fue todo. Que te vaya bien.

Jenna puso la mano en el picaporte; se disponía a abrir la puerta cuando sonó un teléfono. Una rareza más. Hace unos días, esas habitaciones no tenían teléfono.

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