—Espera, no te vayas, tengo que preguntarte algo —dijo Joey, dirigiéndose a la mesilla. Cogió un teléfono móvil y lo abrió. ¿Un teléfono móvil? Se alejó hasta quedar al lado de la ventana más apartada y habló en voz baja mientras Jenna esperaba, paciente, en la puerta. Jenna vio un elegante cartapacio de cuero sobre la cómoda; le pareció un poco incongruente. Si el chaval es tan pobre, ¿por qué lo tiene? ¿Regalo de graduación? Era muy bonito. Se parecía al que usaba Robert. Simple pero muy sofisticado. Tenía grabadas unas iniciales. JR. Las iniciales de Jenna. Lo abrió. Estaba lleno de papeles. Trozos de papel con números de teléfono. Papeles de fax plegados. Tarjetas de visita.
—¿Qué haces?
Joey estaba detrás de ella. Cerró el portafolio sobre la mano de Jenna.
—Es que… mi marido tiene uno igual.
—¿Tu marido?
Cogió el portafolio y lo llevó hacia sí; la mano de Jenna aún estaba dentro. Cuando la retiró, todos los papeles sueltos cayeron al suelo, desparramándose al azar. Joey quiso atrapar alguno en el aire, pero en vano.
—Oh, lo siento.
Ambos se inclinaron a la vez para recoger los papeles; sus cabezas se entrechocaron.
—Yo me ocupo, no te preocupes, no es nada.
Jenna titubeó.
—En serio, no es nada. Yo me ocupo.
Jenna se incorporó y vio a Joey recoger todos los papeles antes de embutirlos en el portafolio. Enseguida, lo metió en un cajón de la cómoda y lo cerró.
—Lo siento —insistió Jenna.
Joe sonrió.
—No hay problema.
—Me tengo que marchar.
—No, espera. Quiero decirte algo, es un minuto, nada más. ¿Quieres beber algo? No había minibar en este lugar, así que me hice con uno.
Joey se acercó al televisor, sobre el que había unas doce botellitas de bebida espirituosa, como las que venden en los aviones.
—Tengo un par de cada cosa, para disponer de una buena selección. ¿Qué quieres?
—Es un poco temprano para mí.
—Sí, para mí también, pero alivia el dolor, ¿sabes? — dijo Joey, estudiando su colección de botellas.
Fue entonces cuando Jenna notó que un trozo de papel había ido a dar bajo la cómoda. Lo recogió y lo desplegó. Tenía una fotografía grapada al ángulo superior derecho. En la parte superior del papel decía, en gruesas letras: PERFIL DEL SUJETO. A continuación, venían líneas y más líneas de detalles acerca de alguien. Nombre: Rosen, Jenna. Edad: 35. Estatura: 1,75. Señas particulares: Cicatriz, hombro izquierdo, anular derecho. Antecedentes… Jenna miró la foto con más detenimiento. Era de ella, con Bobby y Robert, tomada en Disneylandia hacía unos tres años. Qué estúpido es Robert, pensó, no haber encontrado una foto más reciente. Se apresuró a plegar el papel antes de que Joey viera que lo tenía.
—Stoli. Aquí tienen de lo bueno. Se ve que me lo vendieron en un antro fino.
Joey abrió su botellita de vodka y bebió un sorbo; y entonces notó que la atmósfera de la habitación había cambiado. Jenna se recostó contra la puerta.
—Así que, en cierto modo, ese trago lo pago yo —dijo, clavando la mirada en Joey.
Joey se quedó inmóvil. Miró a Jenna y ladeó la cabeza.
—¿Cómo dices?
—Digo que tienes todos los gastos pagados, ¿no? Y dado que quien te paga es mi marido, y dado que la mitad de todo lo de mi marido me pertenece, estoy pagando la mitad de esa botellita. ¿No te parece?
Joey calculó. Jenna casi oía el girar de los pequeños engranajes que juzgaban y evaluaban en el interior de su cabeza. Aún no había visto el papel que Jenna tenía en la mano. De haber sido así, se habría dado por vencido. Pero como creía que aún le quedaba una posibilidad de hacerlo, pretendió seguir adelante con el engaño.
—No sé de qué hablas, tía. Me gasté mis últimas monedas en esta habitación porque estaba harto de dormir bajo la lluvia y de oler como una hoguera de campamento. —Se sentó en el borde de la cama y bebió un trago de vodka—. Me estarás confundiendo con algún otro.
—Sí, claro. Debo confundirte con otro. Dime, ¿te parece que mido uno setenta y cinco?
—¿Qué?
—¿Te parece que mido uno setenta y cinco?
—No sé. Tal vez.
—Los hombres son estúpidos, ¿lo sabías? Ya quisiera mi marido que yo midiese uno setenta y cinco.
—No entiendo —dijo Joey, que se removió, inquieto.
—¿Cuánto crees que mide mi marido? ¿Uno ochenta y cinco?
—Tía, nunca he visto a tu marido. Creo que será mejor que te marches.
Jenna desplegó el papel y se lo enseñó a Joey, señalando la fotografía.
—Claro que lo viste. Aquí lo tienes. Me lleva algo más de diez centímetros, ¿no? —No hubo respuesta. Joey miraba el papel en silencio—. ¿No?
—¿De dónde sacaste eso?
—Del suelo, idiota. Ahora, responde mi pregunta. ¿Dirías que me saca algo más de diez centímetros?
Joey se incorporó de un salto y le arrebató el papel. Lo plegó y se lo metió en el bolsillo.
—No te seguiré el juego.
Se aproximó a Jenna, la agarró con fuerza del brazo y la empujó en dirección a la puerta.
—Mira, tía —dijo. Su acento había desaparecido—. No vayas a creer que haber descubierto quién soy te servirá de mucho. No dejaré de seguirte ni de tomarte fotos con tu pequeño Dick.
—¿Dick?
—Sí, tu Dick. Así llamamos a la persona que la sujeto se folla. Si es una chica, la llamamos Jane. Simpático, ¿verdad? Mi trabajo consiste en verificar dónde, cuándo, por qué y con qué frecuencia te follas a tu Dick. No me importa que sepas quién soy. De hecho, prefiero que lo sepas, porque así puedo librarme de este puto acento de los estados centrales. Detesto los estados centrales.
Jenna se sacudió y se soltó.
—No nos acostamos.
Joey se rio.
—Tía, tengo fotos de ambos en la cama.
—¿De cuándo?
—Esta mañana. Quizá no muestren el acto en sí, pero desde luego son incriminatorias, ¿no te parece?
Mierda. Robert había mandado un espía. No podía permitir que nadie interfiriese con sus planes. Tenía que marcharse cuanto antes, y este tío no debía enterarse. Pero ¿cómo hacerlo?
Joey tenía a Jenna acorralada contra la puerta. Su mano buscó el picaporte. Quería que se fuera. Pero ella no tenía intención de hacerlo por el momento. Esquivando a Joey, entró a la habitación.
—Creo que ahora sí beberé esa copa.
Cogió uno de los botellines del televisor. Le resultó decepcionante ver que era de plástico.
Joey rio.
—Tía, no sé qué estarás planeando, pero soy como el cartero. Nada impide que haga mi trabajo. Ni dinero, ni amenazas, ni sexo. Bueno, el sexo tal vez sí…
—¿Y si me marcho sin más?
—¿Como lo hiciste en Seattle?
Joey sonrió y alzó las cejas. Jenna sintió náuseas. Estaba en aprietos. Sabía que si Robert creía que se estaba acostando con alguien, estaría allí en un instante. Claro que ése no era el caso, pero había que admitir que lo parecía. Tenía que impedir que Joey le informase. Debía de haber un modo de hacerlo. Apelar a su humanidad. Razonar con él. Hacerlo entender. Se sentó en el borde de la cama.
—Bien, ¿cuál es tu próxima jugada?
—Hacer llegar mi informe y mis fotos.
Bueno, pensó Jenna, esperanzada. Eso le daba un par de días. Revelar, echar al correo. Llegarían mañana, si no más tarde.
—Sí —prosiguió Joey, sentándose junto a Jenna—. La tecnología de hoy es increíble. Tomo las fotos con la cámara digital, las descargo a mi ordenador portátil y las envío con el móvil. En cuanto te vayas, se las haré llegar a tu marido, a la línea personal de su despacho. Es que, ¿sabes?, se vio obligado a poner una línea personal. Temía que otras personas pudiesen ver a su esposa en situaciones comprometedoras.
Ambos se llevaron sus botellines de plástico a la boca. Jenna miró a Joey. El vello de su rostro crecía irregularmente, en manchones. Pelos negros en la barbilla, en la mejilla, el labio superior. Tenía las pestañas más largas que Jenna hubiera visto nunca. Les pasa mucho a los tíos. A los hombres les tocan las pestañas largas, las mujeres deben conformarse con pestañas ralas y cortas. Suspiró.
—Mira —dijo—. No necesito mucho. Sólo correr con un poco de ventaja. Además, sería lo mejor para ambos. En cuanto se lo digas, él vendrá aquí. Conozco a Robert. Y tu trabajo habrá terminado. Así que, retrásalo todo un par de días. Yo tendré tiempo para pensar, y tú podrás hablar a Tokio con tu telefonito, o lo que hagas para entretenerte, y cargarlo a la cuenta de mi marido.
Joey cogió el botellín entre los dientes y echó la cabeza hacia atrás, de modo que todo el alcohol se vertió en su boca. Se incorporó a medias y expulsó la botella con los labios. Rebotó contra la cómoda antes de caer al suelo. Después volvió a recostarse, con las manos entrelazadas detrás de la cabeza.
—Creo que entiendo qué quieres decir.
—Sí, en cuanto resuelvas el caso, tu trabajo habrá terminado. No te conviene. Lo que te propongo nos conviene a los dos.
Joey movió los labios, evaluando la situación.
—Tal vez —dijo, arqueando un poco la espalda—. Tal vez necesito que me convenzas.
Jenna miró al individuo, que le parecía un tarado. Ansiaba tener una pistola-arpón para clavársela en el vientre. Las heridas intestinales son las más dolorosas. Sangran muchísimo. Las tripas cuelgan. El olor debe de ser repugnante.
—¿Convencerte?
—Sí, ya sabes. —Alzó la cabeza y se miró la entrepierna—. Convénceme.
Jenna sonrió y meneó la cabeza.
—¿Me estás diciendo que colaborarás si te la chupo?
—Si me la chupas bien.
Jenna miró a Joey, que cerró los ojos, preparándose para el placer. Hizo un veloz repaso de sus opciones. O se la mamaba a ese imbécil o se arrojaba por la ventana y se rompía las piernas.
—Me gusta que me pellizquen las tetillas —dijo él.
Eso zanjó la cuestión. Jenna se rio de lo ridículo de la situación.
—¿Qué pasa? —inquirió Joe, ofendido.
—¿De veras crees que voy a chuparte la polla?
—¿Quieres que te ayude o no?
Jenna se rio con más fuerza. No podía detenerse. Cayó de costado, sin dejar de reír.
—Eres el idiota más grande que nunca haya conocido. ¿Que me voy a meter tu pene en la boca? Sí, claro. Dime, ¿lo hago antes o después de cortarme la garganta?
Joey estaba furioso. Se levantó con brusquedad, abrió el armario y sacó su mochila.
—Mira, puta. No me importa qué pene te metes en la boca. Te estaba haciendo un favor.
—Vaya favor.
Él sacó un ordenador portátil de la mochila.
—Querías ayuda, yo estaba dispuesto a dártela.
—¿Es que no ves la ironía del asunto?
—Pues no.
Enchufó el ordenador y lo encendió. Emitió pitidos y zumbidos.
—Jamás engañé a mi esposo. Pero tú le dirás que lo hice, aunque no es cierto. Y para que no se lo digas, tengo que mamártela. Y eso sí sería engañarlo; pero no con la persona con la que según tú lo hago, sino contigo. De modo que para que no le digas a mi marido que soy adúltera, tengo que cometer adulterio contigo. Eso es lo irónico.
Jenna rio. Joey pulsó unas teclas y esperó. Después, extrajo un pequeño objeto negro. Una cámara digital.
—Si quieres ver las fotos mientras las transmito, puedes hacerlo. Eso sí que sería irónico.
Jenna se incorporó y se acercó a Joey. Evaluaba sus nuevas opciones. Podía arrojarse sobre él e intentar destruir el ordenador; cogerlo y estrellarlo contra el suelo antes de que él pudiera detenerla. O coger la lámpara, estrellársela en la cabeza y después patearle la cara hasta que dejase de respirar. Por supuesto que la felación todavía era una opción. Pero ¿cambiaría algo alguna de tales posibilidades?, ¿servirían de algo?, ¿para qué? Esa mañana se había encomendado una misión, y esa misión era la única prioridad. Que este idiota se fuera a la mierda.
Se paró detrás de él.
—Joey, te explicaré cuál es la situación; tú harás lo que tengas que hacer, yo haré lo que tengo que hacer, Robert hará lo que tiene que hacer. Cada uno cumplirá con su cometido, y no habrá más que hablar.
Él apartó la vista del ordenador y la miró.
—Mi hijo se ahogó hace dos años, aquí en Alaska. Yo estaba con él y no lo salvé. Por eso, apenas he podido vivir durante los pasados dos años. Ahora, estoy empeñada en que el alma de mi niño descanse en paz. Y si Robert viene, puede arruinarlo todo. Te agradecería que no le dieras un motivo para que lo haga. Te daré lo que quieras para que no le des ese motivo… pero no mi dignidad. No me humillaré para darte una satisfacción perversa. No es nada personal. No pareces mal tipo. Eres bastante apuesto. Mira, si tuviera tu edad y me invitases a cenar y me compraras flores y me embriagase un poco… estoy segura de que te la mamaría.
Él rio. Ya no era duro y frío.
—Pero me temo que en este momento, me es imposible hacerlo…
Retrocedió hacia la puerta.
—Espero que tu mano esté mejor. Lamento lo ocurrido. Bébete unos tragos más, llama a Tokio, pide unas gambas y huevos para el desayuno; lo aprobaré todo.
Puso la mano en el pomo y lo hizo girar; la puerta se abrió en silencio.
—Y si tu corazón te dice que ayudar a una pobre mujer a reorganizar su vida es lo correcto, te lo agradeceré.
Salió al pasillo y comenzó a cerrar la puerta. Ya estaba casi cerrada cuando Joey habló.
—Señora Rosen.
Jenna se asomó a la puerta.
—Le doy hasta mañana por la mañana.
Jenna sonrió y le guiñó un ojo. Cerró la puerta con mucha suavidad y se marchó.
A
mbos se dieron cuenta al mismo tiempo de que Joey no cumpliría con su promesa. En el momento mismo en que Jenna puso un pie en la calle, entendió que él era un mercenario que no se detendría por ella. De hecho, entregarse a él tampoco habría servido de nada. Eso sí, Joey le dio un pequeño respiro. Se bebió otra botellita de vodka antes de redactar y enviar su informe.
Eddie y
Óscar
la aguardaban, tumbados sobre la hierba.
—¿Cómo tiene la mano? —preguntó Eddie en cuanto vio aproximarse a Jenna.
—No es nada; pero no puede decirse que esté haciendo nada bueno respecto a su karma.
—¿A qué te refieres?
—Te lo contaré más tarde. ¿Cuál es el modo más rápido de salir de esta isla?
—En barco. ¿Dónde vamos?
—¿Vamos? —Jenna suspiró. No tenía más remedio que meter a Eddie en sus problemas. No conocía el terreno lo suficiente como para desenvolverse sola. De hecho, no tenía ni idea de dónde estaba Klawock. Esperaba que no quedara lejos.