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Authors: Garth Stein

Tags: #Suspense

Alguien robó la luna (44 page)

BOOK: Alguien robó la luna
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—Tenemos un largo viaje por delante. Será mejor que descanses.

Jenna no veía cómo iba a hacer para descansar en el fondo de una canoa de madera; de todos modos estiró las piernas. Descubrió con sorpresa que el suelo no estaba tan mojado como le pareciera. Se recostó contra la popa y alzó el rostro a la lluvia. La sensación de las gotas frescas era agradable. Bostezó otra vez.

—Estoy muy cansada.

—Lo sé. Será mejor que duermas.

—Muy cansada.

La fatiga espesaba su voz. Pensó en lo que acababa de decir y en cómo sonaba y recordó cómo era sumirse en un sueño drogado. Sentía lo mismo que en esas ocasiones, tanto tiempo atrás, en que se forzaba a dormir con píldoras y vino. La opacidad de lo que la rodeaba, la pesadez de sus miembros, la dualidad de cuerpo y mente puesta al descubierto. Pues aunque sus pensamientos eran claros, el cuerpo no le obedecía. Eso había sentido en la barca con Bobby. Drogada, de modo que podía ver lo que ocurría, pero no responder. Había leído acerca de casos similares en el quirófano, cuando el anestesista daba una dosis equivocada, suficiente para paralizar el cuerpo, pero no para dormir la mente. Los pacientes se veían obligados a sufrir dolorosas cirugías, sin poder decirles a los médicos que lo sentían todo. Pero la lluvia era agradable. Transparente y viva, bolitas frías que caían sobre su cara. Cerró los ojos y abrió los labios. Las dulces gotas cayeron en su boca y se durmió.

35

P
or lo general, el alguacil Larson prefería las soluciones intermedias. Los arrestos solían ir acompañados de tales sentimientos de venganza y animosidad que casi no merecían la pena. Logró convencer a Ed Fleming de que no formalizara una denuncia contra el forastero; a cambio, él se encargaría de expulsarlo, dejando claro que no debía regresar. A continuación, redactó una orden de captura, acompañada de un resumen de los antecedentes —técnica que ya había empleado muchas veces para deshacerse de indeseables— y fue a la Posada Stikine a primera hora de la mañana.

Despertó a Joey, le hizo meter sus pertenencias en su mochila y se lo llevó a su despacho, donde le tomó las huellas digitales e hizo una fotocopia de su permiso de conducir. A continuación, le mostró la orden de captura y le dijo que no tenía intención de cumplimentarla, siempre que tuviese la certeza de que había abordado el vuelo de las ocho treinta a Ketchikan. Lo llevó al aeropuerto y se quedó con él, esperando la llegada del avión. El joven parecía un poco irritado, pero resignado al trámite.

Cuando llegó la hora, Joey cogió sus cosas.

—Gracias por ahorrarme el taxi —dijo.

El alguacil Larson lo agarró de un hombro.

—Te dejo marchar porque no quiero perder tiempo con alguien como tú. Ya te meterás en problemas en el lugar de donde vienes; que se ocupen de ti allí.

—Qué inteligente, capitán —dijo Joey con una sonrisa burlona, mientras caminaba hacia el avión.

—Si te veo de vuelta por aquí, tú y yo nos vamos a conocer muy a fondo ¿entiendes? —le advirtió el alguacil a las espaldas de Joey, quien ya subía por la escalera rodante. Respondió alzando la mano con el dedo medio extendido.

El alguacil Larson rio. El pequeño idiota conseguiría que lo mataran algún día. No se perdería mucho. Subió a su coche patrulla y emprendió el regreso al pueblo. Esperaba no volver a ver al jovenzuelo. Pero, por supuesto, siempre habría otros como él.

***

Jenna despertó al amanecer; tenía frío, estaba mojada y muy envarada. El cielo despejado era de un intenso azul y el agua era muy calma. Se sentó y vio que David seguía remando, dirigiéndose a una tierra que tenían por delante. Cuando se acercaron más, Jenna vio que se trataba de una pequeña bahía.

—¿Ya llegamos? —preguntó.

—Casi —respondió David.

Un gran silencio reinaba en el bosque. Los altos pinos llegaban casi hasta la orilla, de modo que no había playa, sólo árboles y unas rocas que asomaban del agua. Los colores eran tan lozanos y verdes que casi no parecían reales. Casi no había sonidos, más allá de la voz de algún ave. El silencio era un poco inquietante. Jenna sentía como si hubiese despertado en un mundo desprovisto de vida, una especie de sueño post apocalíptico.

Se acercaron más y Jenna vio movimientos en el bosque: alguien se acercó a la orilla, y enseguida se escabulló entre la fronda. Cuando llegaban a la boca de la pequeña ensenada, oyó un chapoteo desde la costa, a su derecha. Miró, pero no vio nada. Otro chapoteo, esta vez a la izquierda. Se volvió, pero sólo vio unas pocas ondulaciones en el agua, cerca de la orilla.

—¿Qué fue eso? —preguntó, asustada.

Quería que David la tranquilizara, pero él no dijo nada.

—¿Dónde estamos?

David seguía sin responder. Sólo sacó el remo del agua y lo depositó en el bote, frente a sí. Se volvió a mirarla y a Jenna el corazón le dio un vuelco. Los ojos de David eran grandes canicas oscuras. Sus dientes eran puntiagudos y afilados.

—Llegamos —dijo él, con una sonrisa. Y Jenna vio cómo su rostro se volvía ancho y plano, los ojos se ensanchaban, la nariz desaparecía, las orejas empequeñecían, los labios se retiraban, descubriendo pequeños dientes marrones. Y, con veloz facilidad, David se deslizó sobre la borda y se sumergió en el agua. Se desvaneció entre las sombras.

***

Eddie se sentía incómodo. La mañana era soleada y despejada y había un desconocido sentado en su sofá. Sentía como si alguien lo estuviera vigilando, tomando nota de lo que hacía. Y lo peor era que no estaba haciendo nada. Era como si, de pronto, todo hubiese desaparecido de su vida. Ya no quedaba chica de quien enamorarse ni había chamanes que buscar. Tampoco perro, ni barco pesquero, ni Field. Sólo Robert, sentado en el sofá, mirando por la ventana. Así que, absorbido por el vacío de la situación, Eddie se sentó frente a la mesa de la cocina y esperó a Jenna.

El teléfono sonó en torno a las once. Eddie y Robert se levantaron. Ambos tenían la esperanza de que fuera Jenna. Eddie atendió, pero no era Jenna. Oyó la voz de un hombre. Le resultó familiar, aunque no supo precisar de quién se trataba.

—¿Está Jenna?

—No, no se encuentra aquí en este momento. ¿Quién es?

—David Livingstone, ¿eres Eddie?

—Sí —respondió Eddie, aliviado. Reconoció la voz—. ¿Ella viene para acá? ¿Cómo les fue anoche?

Se produjo un silencio.

—¿Cómo dices? —dijo David.

—Si ya está regresando.

—¿De dónde?

—Espera un minuto —contestó Eddie. Procuraba entender—. ¿Anoche te separaste de ella?

—Disculpa, Eddie, pero no sé de qué me estás hablando.

—Bueno, recapitulemos. Tú viniste anoche a buscar a Jenna, ¿verdad?

—No.

Eddie gimió y movió la cabeza. Sí, la noche anterior estaba cansado, pero sabía lo que había visto. Robert se aproximó, deseoso de enterarse de qué ocurría. Procuraba oír la voz del otro extremo de la línea.

—Muy bien, entonces, ¿anoche no estuviste aquí?

—Pues no. Estaba en casa.

—Entonces, ¿cómo es que Jenna salió de aquí con alguien idéntico a ti?

Eddie supo cuál era la respuesta en el instante mismo en que formuló la pregunta. El temor lo embargó. Había permitido que Jenna se marchase con alguien que estaba disfrazado. Alguien que imitaba con exactitud la apariencia y la voz de un conocido.

—Eddie, ¿dónde está ella ahora? —David habló en tono tenso y urgente.

—No lo sé.

—¿No tuviste noticias de ella?

—No sé nada desde que se fue, anoche.

—¿Se llevó a
Óscar
?

—No,
Óscar
está muerto.

Hubo un largo silencio. Eddie sintió un nudo en la boca del estómago. Temió que hubiera ocurrido algo terrible. Robert, fuera de sí, daba vueltas por la habitación dando zancadas.

—¿Qué ocurre? —preguntó en tono impaciente. Eddie lo hizo callar con un gesto.

—Yo llamaba para decir que creo que puedo ayudarla —explicó David.

—Eso dijiste anoche.

—No era yo, Eddie.

Eddie suspiró con fuerza, procurando aliviar la tensión nerviosa que atenazaba su pecho.

—¿Qué pasa? —preguntó Robert.

—Mira, Eddie, tienes que venir ahora mismo, ¿puedes?

—Sí, no hay problema.

—Cuando llegues al pueblo, ve a buscar a Tom, el de la tienda, él te llevará a casa. Voy a necesitar que me ayudes.

—Bien. ¿Qué hay de su esposo?

—¿El esposo de quién?

—De Jenna.

—¿Está aquí?

—Sí, conmigo.

—Tráelo.

Eddie colgó y Robert alzó las manos.

—¿De qué demonios hablabas?

—Te lo diré en un minuto.

Eddie descolgó el teléfono y marcó un número. Las manos le temblaban. No podía creerlo. Estaba ocurriendo de verdad. Si hubiese creído lo que hablaron David y Jenna, se habría dado cuenta. La persona que se había presentado la pasada noche se negó a entrar a la casa. Miraba hacia atrás todo el tiempo. Era para que no vieran sus ojos. Y llegó en cuanto
Óscar
murió. Jenna tenía que ir sola con él, debía quedar aislada de cualquier otro contacto. Lo cual significaba que todo era verdad. Realmente existían. Existían y tenían a Jenna en su poder.

Field atendió el teléfono con voz pastosa. Había descubierto cuan milagrosas son las píldoras contra el dolor y, hablando de forma casi ininteligible, le dijo a Eddie cuánto apreciaba que fuesen amigos.

—Field, lávate la cara, bébete una taza de café y ve a esperarme junto al avión.

—A la orden, capitán —dijo Field con una risita.

Qué bien, pensó Eddie mientras cortaba la comunicación. Volarían con un piloto drogado.

—Vamos —le ordenó a Robert.

—Espera. ¿Qué demonios pasa?

—Es demasiado complicado —dijo Eddie, tomando su chaqueta del respaldo de una silla—. Te lo explicaré en el avión.

—¿Avión?

—Nos vamos a Klawock.

—¿Qué demonios es Klawock?

Eddie abrió la puerta de la calle.

—Si quieres encontrar a Jenna, será mejor que vengas conmigo. Si pretendes que las cosas tengan algún sentido, me temo que has venido al lugar equivocado.

Robert se encogió de hombros. Tomó su chaqueta y siguió a Eddie. Éste rio para sus adentros mientras montaban en la camioneta. Estaba aprendiendo que nada era fácil cuando Jenna estaba por medio. No había tiempo para aburrirse.

***

El corazón de Jenna latía a toda prisa por la expectativa. Algo iba a ocurrir. El agua lisa como un espejo reflejaba las verdes colinas que los rodeaban. Miró en torno a sí, conteniendo la respiración para no romper el silencio.

Al fin, tras unos minutos de flotar sin rumbo, decidió aproximarse a la orilla. Se desplazó a la proa y cogió el remo. Pero antes de que pudiera comenzar a bogar, sintió dos golpes sordos en el fondo de la canoa, que comenzó a moverse. Miró por la borda y no vio nada bajo el agua. Pero la canoa avanzaba, guiada por algo o por alguien, surcando las aguas oscuras sin el concurso de Jenna.

Jenna sentía excitación, no miedo. No tenía ni idea de dónde estaba. Ni siquiera sabía si era en este mundo. Se dijo que el viaje nocturno quizá la hubiese llevado a otra dimensión. Pero aun así, albergaba la esperanza de encontrar la tierra prometida. La morada de Bobby.

La bahía remataba en una punta, en cuyo extremo había una pequeña playa. A medida que el agua era menos profunda, se volvía más transparente. Ahora, desde la borda, Jenna distinguió unos pequeños seres que nadaban bajo el agua, acompañando la canoa. La marcha de la embarcación parecía hacerse más veloz conforme se aproximaban a la playa. Al llegar a tierra, encalló, y la proa quedó encajada en la arena.

Aún no se veía nada. Los seres que había creído ver propulsando la canoa ya no estaban ahí. Los bosques estaban en silencio. Jenna salió de la canoa y se quedó por un momento en el agua, que le llegaba a las corvas, a la espera de que la sangre volviera a circular por sus piernas. Tenía hambre y le dolía el trasero, pero era la primera vez que se sentía como una persona desde algún momento del día anterior.

Se desperezó y caminó hacia la playa; miraba en torno a sí en busca de señales de vida.

—¿Hola? —llamó en dirección al bosque. No hubo respuesta.

Caminó hasta la linde del bosque, una cerrada maraña de matas y gruesos troncos caídos, oscurecida por el bajo ramaje e intentó ver en el interior. Había algo allí. No una persona, ni otro ser, sino una vida. Un mundo en sí mismo. El bosque era un mundo distinto, un universo pletórico de misterio y engaño, aunque abierto a quienes se aventuraran en él.

Pero Jenna no quería entrar. Tenía miedo de lo que pudiera ocurrir allí. Demasiados lugares donde esconderse, arriba y abajo. Demasiadas cosas que no sabía. Estaba en terreno desconocido, y no quería exponerse aún más. Regresó a la orilla y se sentó junto a la canoa. Esperaría, nada más. Si querían acudir, así lo harían. Ella estaría allí.

El primer susurro hizo que se le erizase la piel. Como las pisadas que oyera en el monte Dewey, había algo medido y controlado en aquel sonido. Como si algo se hiciese oír deliberadamente. Se volvió en dirección al susurro y vio que las ramas se movían con suavidad, como si volvieran a su posición original tras haber sido desplazadas por algo o alguien.

Después, hubo más sonidos escalofriantes. Parecían venir de todas partes. Se volvió hacia cada uno de ellos; esperaba atisbar, al menos, a quienes la observaban. Pero nunca lo logró.

—¿Hola? —Quería anunciarse. Pero la ignoraron. La observaban, y no tenían intención de responder hasta que no lo consideraran adecuado.

El bosque casi bullía de misterioso movimiento. Por todas partes, las ramas oscilaban al contacto de quienes se ocultaban tras ellas. La confianza de Jenna flaqueó. Temió que no se tratase de seres amistosos, como diera por sentado hasta entonces. Porque si lo eran, ¿por qué no se daban a conocer?

Al fin, no pudo aguantar más. El acecho se volvió insoportable; aunque su intención había sido esperar hasta que ocurriera algo, la tensión era excesiva. El miedo pudo al fin con ella. Corrió a la canoa. Necesitaba escapar. Comenzó a empujar la barca para ponerla a flote. Y al mirar hacia atrás, lo vio. Era un niño. El mismo que viera frente a la casa de Eddie. Espesa cabellera rizada. Ojos grandes. En pie, en la linde del bosque, la miraba.

—¿Bobby? —dijo ella. Él no respondió.

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