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Authors: Garth Stein

Tags: #Suspense

Alguien robó la luna (47 page)

BOOK: Alguien robó la luna
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David dio gracias al espíritu perro por la visión que le había concedido. Danzó en torno a las ascuas de su fuego para mostrarle al espíritu que apreciaba su ayuda. Hizo voto de rendirle homenaje en forma apropiada cuando retornase de su expedición. A continuación, se internó en el bosque.

No tardó en encontrar la senda. Reconoció los matorrales que viera en sueños. Y en poco tiempo, se encontró frente a la boca de la cueva que se abría en la orilla del arroyo. Había llegado a la morada de los kushtaka.

David estaba seguro de que los kushtaka sabían que los buscaba. El fuego que ardía en su casa debía de haberlos puesto sobre aviso. Un fuego que arde durante muchos días seguidos sólo puede estar destinado a iluminarle el camino a alguien que se aventuró en el otro mundo. De todos modos, los kushtaka no tenían modo de saber que David había dado con ellos. Al carecer de pensamientos o juicios sobre el mundo que lo rodeaba, se había vuelto invisible. Los kushtaka son capaces de ver los pensamientos de las personas, detectar sus temores y manipularlas con ellos. Pero si no tienes pensamientos que puedan ser leídos, sólo te perciben cuando te encuentras frente a ellos.

David se metió en el arroyo y levantó las hierbas que ocultaban la boca de la cueva. Era una abertura muy estrecha que se internaba en la tierra oscura. David, arrastrándose sobre codos y rodillas, apenas pudo entrar. Llevaba un cuchillo en una mano y una linterna de bolsillo en la otra; se había amarrado la mochila al tobillo para llevarla a rastras. Sabía que entorpecería su retirada en la eventualidad de que se viese obligado a escapar, pero podía necesitar algunas de las cosas que llevaba en ella. Se metió en el hueco.

La tierra estaba húmeda, y había un olor a putrefacción casi insoportable. David apenas podía respirar. En cuanto metió todo el cuerpo en el túnel, se sintió atrapado. El pasadizo era muy estrecho, y él era mucho más grande que una nutria. Debió recurrir a toda su fuerza de voluntad para evitar que el pánico lo dominara.

Tras recorrer una distancia que se le antojó infinita, pero que en realidad debía de ser de unos seis metros, el túnel se abría, volviéndose más holgado. David podía avanzar a gatas con comodidad, y su progreso se hizo más rápido. El aire era denso y pesado y tenía un olor un poco químico. Al cabo de otros cinco o seis metros, el pasadizo pareció interrumpirse. David estudió el terreno a la luz de la linterna. ¿Estaba en un callejón sin salida? No le gustaba la idea de regresar por donde había llegado, reptando hacia atrás.

Entonces, vio un agujero que se abría en el suelo. Se acercó. El túnel no finalizaba, sino que describía un brusco viraje hacia abajo. Acercó la linterna al hoyo y vio que, tras una pequeña curva, el túnel se ensanchaba, formando una cámara. Se introdujo en el hoyo, que era muy angosto, y se las compuso para impulsarse hasta rodear la curva. Se encontró en una espaciosa caverna.

Ponerse de pie fue un alivio. La cueva tenía unos dos metros de altura, y era tan amplia que la luz de la linterna no llegaba a iluminar sus paredes. David vio que había muebles esparcidos por el recinto, viejos sofás, sillones, mesas bajas. Daba la impresión de que los kushtaka los habían llevado allí desde vertederos de basura y patios traseros. David se dijo que tenía que haber otro acceso. Era imposible que hubiesen traído un sofá por el túnel que acababa de recorrer. Antes de continuar su recorrido, apoyó una de las sillas bajo la boca del pasadizo por el que entrara. Había otros agujeros en paredes y techo, y quería tener la certeza de poder identificar la salida.

Tenía la esperanza de encontrar a Jenna, sola y sin vigilancia, en ese lugar. Pero no había indicio alguno de vida en la cueva. David recordó que los kushtaka aíslan a los humanos en proceso de transformación hasta que sean lo bastante fuertes como para salir a cazar con ellos. Pero Jenna no estaba en esa guarida. A David sólo le quedaba continuar su exploración, escogiendo al azar uno de los agujeros y metiéndose en él, perspectiva que no lo entusiasmaba.

Entonces, oyó algo, notó un movimiento y percibió una presencia. Aunque sólo vio sombras, supo que había alguien más en el recinto. Lo sentía. También intuyó que, aunque él no pudiese verlo, ese alguien lo veía. No sabía qué hacer. Consideró la posibilidad de huir. Quizá hubiese una salida en el extremo oscuro de la habitación. O podía intentar escapar por el pasadizo por el que había llegado. Pero los kushtaka serían mucho más rápidos que él. O podía darse por enterado de la presencia que percibía. Se decidió por esa opción.

—He venido a presentar mis respetos al chamán kushtaka —dijo, sin dejar de pasear el haz de su linterna por el lugar.

No hubo respuesta; pero oyó el rumor de un movimiento y sintió como el soplido de una brisa fresca.

—Vine a buscar a la mujer que acabáis de adoptar. Debo llevarla a su casa.

Nada. David intentó conservar la calma, aunque estaba muy nervioso y atemorizado. Al alumbrar una vez más las paredes de la cueva con su linterna, distinguió una forma. Era una persona. Dio un par de pasos hacia ella; quería dilucidar quién era. Reconoció un contorno femenino. Una mujer desnuda, cubierta de piel. Su rostro había cambiado, pero aún era reconocible.

—¿Jenna?

—¿Viniste a buscarme? —Su voz era grave y musical. David se sintió atraído a ella.

—Te llevaré conmigo.

—No quiero volver.

«Se la ve muy fuerte», pensó David. Su cuerpo era firme y esbelto, y la piel que la cubría era muy sensual. David ansiaba tocarla. Pero, con un movimiento repentino, ella desapareció. David la perdió de vista. Otra vez intuyó su presencia detrás de él. Giró para ponerse frente a ella.

—Debemos irnos —dijo—. Ellos regresarán de un momento a otro.

—No quiero marcharme. Este lugar me agrada. —Su voz. Había algo en ella. Algo irresistible. Dio un paso hacia ella. Jenna sonrió—. A ti también te gustará.

Lo tocó. Las manos sobre su pecho. Eran suaves.

Debía sacarla de ahí. Ella estaba muy cerca, justo frente a él. Tendió las manos para agarrarla, pero ella se escabulló y desapareció.

David se volvió, confundido. ¿Dónde se había metido? Una vez más, reapareció detrás de él. Sus manos, tan suaves, lo tocaban. Apretaba el cuerpo contra su espalda, de modo que él podía sentir la suavidad de la piel que la cubría; era agradable y David se relajó.

—Muy bien, así —le susurró ella al oído. Su voz era dulce, tranquilizadora. Sus suaves manos le acariciaron el vientre antes de abrazarlo por la cintura. David se sentía tan soñoliento y cansado que sólo quería dejarse caer entre sus brazos y dormir—. Es agradable, ¿verdad? —hablaba en voz baja; era como si su voz, tan suave, tan musical, estuviese dentro de su cabeza. David la deseó; un estremecimiento lo recorrió cuando las manos de ella siguieron recorriendo su cuerpo. Jenna enlazó sus piernas con las de él. Y David la deseaba, la necesitaba—. Sí —dijo ella—, puedes. Hazlo, hazlo.

Él se volvió para ponerse cara a cara y ella se arqueó como un gato, un animal. Sus piececitos se aferraban a los muslos de David; sus manos, patas en realidad, tan cortas, pero suaves y placenteras, con esas blandas almohadillas, le acariciaban la cara. Lo besó y su larga lengua exploró su boca. Qué agradable era ser explorado. Y ese rabo, una cola cubierta de blanda pelambre, que se le metía entre las piernas y lo acariciaba, mientras la voz de su poseedora se le metía en el cerebro, leía sus pensamientos, y entendía qué quería él. Y lo que él quería era a ella. La estrechó con fuerza entre sus brazos. Entonces, ella lanzó un repentino chillido y se puso rígida; se debatió en su abrazo y lo empujó con fuerza hasta apartarlo. Gritaba como un animal; era una manifestación de dolor, algo le hacía daño. David la soltó y la vio derrumbarse en el suelo. Era un animal, un gran animal peludo. David pugnó por aclarar sus pensamientos. Ella había intentado seducirlo, y estuvo a punto de alcanzar su objetivo. Pero ¿qué la detuvo?

El cuchillo. El cuchillo que tenía en la mano la había tocado, rompiendo el hechizo. David recuperó el control de sus pensamientos. Recordó qué lo había llevado allí. Tenía que rescatarla, salvarla. Y sólo había un modo de romper el encantamiento que obraba en ella. Hacerla beber sangre humana.

Tomó el cuchillo y se pasó el filo por la palma de la mano, abriendo una terrible herida. La sangre manó a borbotones y David se arrodilló frente a Jenna, que aún se debatía, echada. La sujetó con fuerza y le cubrió la boca con la mano sangrante. Jenna se retorció, dolorida. Pero cuando la sangre entró en su boca, se debilitó, ya no pudo pelear. Y, por fin, bebió por propia voluntad, absorbiendo la vida que David le ponía en la boca.

***

Eddie y Robert pasaron una noche inquieta. El desconocido, el kushtaka, montó guardia al otro lado de la pared acristalada durante toda la noche. Los miraba, sonriendo. Ninguno de los dos pudo dormir. Por fin, poco antes de la madrugada, el visitante se marchó, aunque ni Robert ni Eddie vieron en qué momento lo había hecho.

El sol entraba por las ventanas del sur. Robert miró los silenciosos bosques y, por primera vez, se sintió a salvo en la casa.

—Qué apacible se ve todo —le dijo a Eddie, que alimentaba el fuego—. Te hace pensar que no ocurrió nada.

—Sí que ocurrió.

Robert lo miró.

—¿Ocurrió? Quiero decir, ¿no habrá sido alguna especie de histeria colectiva o algo así?

—La histeria colectiva no tiene dientes —indicó Eddie.

Robert le miró la pierna.

—Sí, tienes razón.

Eddie preparó un desayuno de huevos fritos, tocino y tostadas. Robert puso la mesa. No pudo menos que reír. A Jenna le encantaba comer huevos, pero no cocinarlos. A Robert no le incomodaba cocinar, pero adolecía de una suprema falta de talento en lo referido a preparar huevos. Siempre le salían mal. En esos casos, Jenna y él recurrían a una solución de compromiso: iban a comer a un restaurante.

—Nunca me salen bien —dijo Robert. Contemplaba la yema amarilla que manaba de un pinchazo que acababa de dar con su tenedor.

—¿Qué es lo que no te sale?

—Los huevos. Quedan demasiado duros o demasiado blandos, o se rompe la yema, o quedan muy aceitosos.

Eddie se encogió de hombros y siguió comiendo sus huevos. Robert bajó la mirada y jugueteó con el tocino. Suspiró.

—Cuando Jenna y yo nos conocimos, a ella no le importaba que mis huevos fritos fuesen los peores del mundo. Al menos, eso aparentaba. Cuando acabas de conocer a una persona, todo lo que hace te parece estupendo. Pero al cabo de unos años, hasta las pequeñeces, los menores fallos, comienzan a irritarte.

Robert contempló la yema, que se coagulaba bajo una tira de tocino. Cortó un trozo de tostada y lo sumergió en la yema, pero no se lo comió. Ya no tenía apetito.

—¿Crees que volverá? —le preguntó a Eddie.

Eddie dejó de comer.

—No lo sé.

—Llevo dos años haciéndome esa pregunta. Si regresará.

—¿A qué te refieres?

—Estuvimos a punto de romper después de la muerte de Bobby.

—¿De veras?

—Sí. Nos afectó mucho a ambos; pero supongo que a Jenna, más. Hablamos un par de veces de la posibilidad de divorciarnos.

—¿Y por qué seguisteis juntos?

—No lo sé. Supongo que ambos habremos pensado que, si nos esforzábamos, podríamos recuperar lo que habíamos tenido. Por otra parte, no creo que Jenna hubiese sobrevivido a un divorcio. Bebía mucho, tomaba pastillas. Además, intentó suicidarse.

Robert miró a Eddie, que había dejado su tenedor y lo observaba con atención.

—¿Te contó algo de esto?

Eddie meneó la cabeza.

—Diría que conoces a una Jenna totalmente diferente de la mía.

—¿Diferente?

—Es probable que te haya tocado la Jenna buena. Feliz, alegre, buena compañera.

Eddie rio y asintió.

—Eres afortunado. Yo llevo dos años sin ver ese lado de ella.

Se quedaron en silencio por unos minutos. Ninguno hablaba ni comía. El café y los huevos se enfriaban.

—¿Por qué trató de matarse?

—No lo sé —respondió Robert, después de pensar por un momento—. Diría que se culpaba por la muerte de Bobby.

Eddie movió la cabeza tristemente. Robert se dio cuenta de que había sido injusto. Sabía el motivo del intento de suicidio de Jenna, y sabía que no se trataba de sentimientos de culpa. Tenía que decirle la verdad a Eddie, para que no se compadeciera de ella. No estaba bien hacer que Eddie se apiadase de Jenna. Si Eddie sentía algo por ella, tenía que saber la verdad.

—No es verdad —se corrigió Robert—. No lo hizo porque se culpara. Lo hizo porque yo la culpaba. Y permanecimos juntos porque yo quería demostrarle que no la culpaba.

Robert calló.

—¿Se lo dijiste alguna vez? —preguntó Eddie.

—No.

—Tal vez deberías hacerlo.

Robert alzó la mirada.

—Si nunca perdiste a alguien así, de pronto, de manera inesperada, no creo que puedas entenderlo —dijo Robert—. Te pasas el día repasando lo sucedido una y otra vez, procurando comprender. ¿Qué hiciste? ¿Qué no hiciste? ¿Qué podrías haber hecho de otro modo? Es como si fuese una línea de interruptores que al ser pulsados en determinada secuencia produjeran un resultado negativo. Pero sólo con una pequeña diferencia en la secuencia, si hay uno que no pulsas, nada más, nada malo ocurre. Nadie muere. Pero ocurre que alguien sí pulsó ese botón.

—Pero aun así, no es culpa de nadie.

—Sí, sí, eso dicen todos. Y te diré una cosa. Son los mismos que te dicen que ahogarse es una muerte apacible. Pero te garantizo algo: ninguno de ellos se ahogó nunca.

Tras un momento de silencio, Robert se puso de pie.

—¿Terminaste?

Eddie asintió con la cabeza; Robert apiló los platos. Los llevó a la cocina y puso a correr el agua del fregadero. Eddie lo siguió; se quedó de pie en el vano.

—Y ahora Jenna desapareció —continuó Robert, mientras echaba los restos de huevo y tostadas a la basura y lavaba los platos con agua tibia—. Se fue y puede que no vuelva. Y de ser así, ¿qué hago?, ¿a quién le echo la culpa?

—A mí, si quieres —respondió Eddie en son de broma.

Robert rio, pero su risa tenía un poso de tristeza y resignación. Fue una carcajada discordante y áspera.

—Regresará. No te preocupes. David la va a encontrar.

Robert asintió; el agua templada le corría por las manos.

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