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Authors: Garth Stein

Tags: #Suspense

Alguien robó la luna (46 page)

BOOK: Alguien robó la luna
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Se sentaron uno frente al otro durante dos días, mirándose a los ojos. La nutria le reveló cosas a David, compartió su saber con él. Le dijo qué raíces le darían fuerza, en qué ensenadas abundaba la pesca, cómo matar animales sin hacerlos sufrir más de la cuenta, cómo mirar el firmamento para discernir qué hay en el futuro. El espíritu había aceptado a David en su reino y le susurró todas esas cosas al oído. Y llegado el octavo día de ayuno, David se sintió fuerte como nunca. La nutria ya no necesitaba su cuerpo terrenal. Cayó muerta. David le cortó la lengua, la envolvió en un trozo de gamuza que ciñó con una tripa de oso. Ese pequeño paquete contenía su poder para hablar con los espíritus, y siempre lo llevaba al cuello. Indicaba a los espíritus que tenía el poder y que debían tratarlo con respeto.

Los chamanes deben renovar su poder, pues si no, lo pierden. Tienen que ayunar cada año para demostrarle al mundo espiritual su valía. Años atrás, David había pasado por alto esa demostración de respeto para con el mundo espiritual. Empleó su poder con fines egoístas y se volvió débil y blando. En la Bahía Thunder, el chamán kushtaka le había mostrado su error; David nunca olvidó esa lección.

Pero ahora estaba fuerte. Había ayunado esa misma primavera, de modo que estaba pronto y dispuesto. Y, a diferencia de su último encuentro con los kushtaka, David sabía qué esperar. Sí, tenía miedo. Cuando Jenna acudió a él, tuvo tanto miedo que ni siquiera consideró la posibilidad de ayudarla. Pero al reflexionar se dio cuenta de que debía hacerlo. Tenía una obligación. No hacia Jenna. Ante sí. Tenía el deber de aprovechar la ocasión de vengar la muerte de su hijo. Merecía esa oportunidad de devolverle el golpe al chamán kushtaka que le había arrebatado a su hijo.

Por eso erraba por los bosques, abierto a los espíritus, listo para que algo le mostrara el camino. Sabía que un camino se abriría para él. Que se le revelaría. Sólo tenía que tener disposición y paciencia.

***

Robert, sentado en la playa, pasó un largo rato repasando los éxitos y fracasos de su vida. Fracasos, más que nada, se dijo. Fracasaba a la hora de evaluar las situaciones correctamente, ahí estaba el problema. Era incapaz de ver las cosas desde más de un ángulo. Hacerlo era uno de los artículos de fe del mundo de los negocios. Mirar los problemas desde tantos lados como fuera posible. El otro es ponerte en la piel de los demás. Es el más importante en lo que respecta a la negociación. Darse cuenta de qué quiere el otro y no concedérselo con facilidad. Dales cosas que no quieran a bajo precio, hazlos pagar mucho por lo que sí quieren. Oferta y demanda. Lo que Robert no sabía era si eso también se aplicaba a las relaciones personales. Y eso era lo que más rabia le daba. No haberlo pensado nunca.

Había un olor a madera quemada en el aire. Desde donde estaba, veía el interior de la casa, y a Eddie que alimentaba el fuego. Robert tenía mucha hambre, pero no tenía ni la menor intención de regresar a esa casa. Con ese adúltero. Esperaría el retorno del chamán para hacerlo. Anheló que Livingstone regresara antes de la puesta del sol.

A medida que atardecía, refrescaba; Robert sintió un escalofrío. Se recostó contra una gran rama retorcida traída por la marea y se subió el cuello de la chaqueta para cubrirse las orejas. Tendría que darse por vencido y entrar pronto. Ojalá Livingstone volviera antes. Sería el único modo de dejar a salvo al menos un poco de dignidad. Y si Jenna venía con él, tanto mejor. Robert se dijo que tendría un momento para pasarlo a solas con ella antes de que vieran a Eddie. Podría explicárselo todo. Decirle que la amaba.

A lo lejos, divisó una silueta que se acercaba caminando por la playa y se sintió aliviado. Tenía que ser Livingstone. Por fin regresaba. Cuando la silueta estuvo más cerca, Robert se puso de pie y se sacudió la arena de los pantalones. Se acercó a la orilla y arrojó un par de piedras planas para que fueran saltando sobre las aguas.

Cuando volvió a mirar, la figura estaba lo bastante cerca como para ver que no se trataba de Livingstone. Era otra persona. Un hombre. A juzgar por su vestimenta, era un habitante de la zona: camisa de franela, gorra de béisbol roja.

—Hola, vecino —dijo el hombre. Su voz tenía un leve acento campesino.

Robert saludó con la mano.

—Buenas tardes.

El hombre se detuvo a unos cinco metros de Robert y se volvió hacia el mar.

—Hermosa noche —dijo, respirando hondo y mirando en torno a sí.

—Hermosa, sí.

—Por noches como ésta es por lo que amo tanto este lugar; lástima que estén los mosquitos.

Robert rio. Sí, los mosquitos eran grandes, pero por algún motivo a él no lo picaban mucho. Debía de ser por toda la vitamina B que tomaba.

—¿Ves esa mancha ahí? —El hombre señaló un punto donde las aguas se oscurecían—. Eso es un cardumen de salmón. Me dan ganas de coger mis redes y salir a por ellos.

—¿Eres pescador?

—Eso podría decirse —respondió el hombre con una sonrisa.

Se quedó contemplando el agua por un momento. Desde las colinas, se oyó la voz de un ave.

—¿Esperas a David? —preguntó el hombre sin mirar a Robert. Éste se quedó un poco sorprendido.

—¿Cómo lo supiste?

El hombre rio.

—Él me mandó a buscarte. Me dijo: «Busca a Robert y tráelo».

—Ah. Qué raro. ¿Cómo supiste que soy Robert?

—Bueno, ¿tú qué crees? Te describió. Dijo que vinieras tú solo, que Eddie se quedara alimentando el fuego.

—Qué extraño —contestó Robert, estudiando a su interlocutor—. Eddie está en la casa. Iré a decirle que nos vamos.

—No hace falta. Regresaremos pronto.

Robert miró al hombre y cayó en la cuenta de que había algo anómalo en él. No dejaba de acomodarse la gorra, como si no fuese de su medida. Y volvía la mirada hacia el mar una y otra vez.

—Será mejor que se lo cuente. Podría preocuparse. Sólo me llevará un minuto. —Una vez más, Robert emprendió camino hacia la casa. El otro lo seguía, manteniéndose a la zaga—. ¿Vamos muy lejos?

—No mucho. Al otro lado de la curva.

Dieron unos pasos más.

—Mira —señaló el hombre—. Tu mujer y tu hijo te esperan. Si no nos damos prisa, los perderemos.

Robert se detuvo y se volvió.

—¿Bobby?

—Es un buen chaval. Lo educaste bien.

Robert se lo quedó mirando. ¿De qué hablaba? ¿Jenna y Bobby lo esperaban? Y finalmente, entendió qué le había parecido extraño en el recién llegado. Sus ojos eran muy oscuros. Prácticamente negros.

—Bobby está muerto.

—Oh, vamos —dijo el hombre con una risita—. Eso depende de qué sentido le demos a eso de «muerto», ¿no?

Sonrió, y Robert vio que sus dientes eran un desastre. Todos torcidos y marrones. Así y todo, el hombre parecía buena gente. Estaba allí para ayudar a Livingstone, nada más. No había por qué complicarle las cosas. No costaba nada. Iría con él a ver de qué iba todo eso y regresaría antes de que oscureciera. Dio un paso hacia el hombre, que le tendió la mano.

—Eso es, Robert, ven conmigo. Te sorprenderá ver lo grande que está Bobby.

—Pero Bobby está muerto.

—¿Lo está?

Robert estaba confundido. Nada parecía tener sentido. El hombre hablaba de Bobby como si estuviese vivo.

Pero había muerto, ¿o no? En realidad, no podía recordarlo. Había sido hacía tanto… En la cabeza de Robert había una bruma. Una niebla que le impedía recordar. Podría haber jurado que algo había pasado. Algo. Se dio por vencido. Esforzarse no valía la pena. Ya se acordaría. Iría con el hombre y se lo preguntaría a Bobby. Dio la espalda a la casa, tomó la mano de su interlocutor y emprendió el camino.

***

Eddie lo vio todo desde la casa. Robert y el desconocido estaban a apenas unos veinte metros de la puerta cuando ambos se detuvieron a hablar. Al principio, Eddie no le dio importancia. Pero cuando Robert tomó la mano del hombre y comenzó a alejarse de la casa, éste se volvió y miró a Eddie por encima del hombro. Entonces, Eddie entendió lo que estaba ocurriendo. El desconocido era un kushtaka.

Eddie corrió al hogar y cogió el atizador caliente. Recordó que David había dicho que los kushtaka no soportaban el metal; esperaba que fuese cierto. Salió a toda prisa y corrió colina abajo con el atizador caliente en la mano.

Cuando estuvo al alcance de los dos hombres, llamó. Se volvieron. Robert se sintió auténticamente sorprendido al ver a Eddie.

—Eddie, me voy con este hombre para encontrarme con Jenna y Bobby.

Su acompañante sonrió.

—Tú también puedes venir, Eddie.

Eddie tomó a Robert del brazo.

—No, gracias. Tienes que quedarte conmigo, Robert.

El otro no soltó la mano de Robert.

—Robert viene conmigo. Tú también puedes venir, si quieres.

Lo miró a los ojos. Eddie se sintió un poco raro. Con la cabeza ligera, soñoliento.

—Tú también puedes venir —insistió el hombre. Pero la voz con que habló no era la suya. Era la de Jenna.

Eddie se resistió. Sentía que unos dedos tiraban de él. Que algo lo urgía a seguir al hombre. Pero no iba a hacerlo. No debía. David dijo que se quedara en la casa. Tenía que combatir. Lo estaban engañando. Usaban la voz de Jenna para engañarlo. Tenía el metal. Debía usarlo. Quiso alzar el brazo. Le pesaba. Tanto, que casi no pudo moverlo. Pugnó hasta que logró levantarlo. Descargó el atizador caliente sobre el hombre. Le acertó en un lado del cuello.

El chillido fue horripilante. No era un sonido humano, tampoco animal. Era otra cosa. Un sonido que pareció congelarse en el aire, eclipsando todos los demás ruidos que los rodeaban, aplastándolos contra el suelo. El desconocido soltó a Robert y reculó. Robert y Eddie, ahora libres del encantamiento, vieron que el hombre, llevándose las manos al cuello, se transformaba ante sus ojos. Le brotó pelo de la cara, sus brazos parecieron retirarse al interior de su pecho, se oyó como un crujir de huesos cuando sus piernas se acortaron. La boca se le agrandó, el cuello desapareció. De pie sobre las ropas que llevara hasta hacía un instante, su estatura era de apenas un metro. Pero sus dientes y sus ojos parecían enormes. Conservaban el tamaño que tuvieran cuando su poseedor había adquirido apariencia humana. Pero ahora los dientes eran terribles; los ojos, los de un diablo; la lengua, la de un demonio.

Eddie volvió a descargar el atizador, pero el ser lo esquivó con facilidad. Eddie tiró otro golpe y erró. La criatura correteó en torno a él, tan deprisa que seguir sus movimientos era casi imposible.

—¡Corre! —le gritó Eddie a Robert. Ambos salieron corriendo. Pero el ser era mucho más veloz que ellos. Corrió colina arriba y enseguida les salió al cruce. Saltó sobre Eddie con las garras extendidas. Eddie lo bloqueó, haciéndolo caer. Pero antes de que Eddie pudiese golpearla, la criatura volvió a saltar. Esta vez, alcanzó su objetivo. Sus dientes se hundieron en el muslo de Eddie.

Eddie gritó y cayó al suelo. Soltó el atizador. Sintió que los dientes se hundían en su pierna. Si sólo pudiese coger el atizador…

Estaba fuera de su alcance por muy poco, a centímetros, nada más; pero el desgarrador dolor que Eddie sentía en la pierna le hacía imposible alcanzarlo. Robert se volvió y vio que Eddie estaba en apuros. Estaban a sólo unos metros de la casa. Le habría sido fácil entrar. Pero ¿qué ocurriría con Eddie? Debía ayudarlo. Vaciló.

—¡Ayúdame! —suplicó Eddie, mirando a Robert. Extendía su brazo indemne en un vano intento de alcanzar el atizador—. Por favor…

Robert no entendía qué lo hacía titubear. Sabía que debía socorrer a Eddie y que en última instancia lo haría. Pero, así y todo, su mente le susurraba que lo primero era preservarse. Cada uno cuida de sí. Y esa idea lo paralizó. Lo inmovilizó hasta que el kushtaka soltó los dientes del muslo de Eddie y alzó la vista hacia Robert. Entonces, fue pura cuestión de reflejos. En un veloz movimiento, Robert recogió el atizador y lo descargó sobre el ser como si fuese un palo de golf. Le acertó de lleno en la cabeza y lo hizo volar seis metros. Robert se apresuró a arrastrar a Eddie hasta la casa y cerró la puerta de golpe tras ellos.

Se dejaron caer en el suelo, exhaustos. Robert ayudó a Eddie a quitarse los pantalones para ver la herida. Aunque la mordedura era profunda, era evidente que distaba de poner en peligro la vida del herido. Robert se quitó la camisa y la aplicó a la mordedura para detener la hemorragia. Después, fue a la cocina a buscar un recipiente de agua tibia para lavarla.

Cuando volvió a la sala de estar, sintió como si el corazón le dejara de latir. El desconocido los miraba, pegado al exterior de la pared acristalada. Estaba desnudo y llevaba su ropa en una mano. Se llevó la mano libre a la cabeza y tocó un hondo corte sangrante que tenía en la frente. La herida que Robert le infligiera. Miró a Robert con una sonrisa.

—Ven conmigo —insistió—. No es lejos. Jenna y Bobby te esperan.

Robert ayudó a Eddie a sentarse en una silla y se puso a limpiarle la herida con un trapo limpio y el agua. Se dio cuenta de que las manos le temblaban. Eddie también lo notó.

—David dijo que aquí estamos a salvo —afirmó.

Robert asintió con la cabeza y miró hacia la puerta. El hombre aún estaba allí. Sonreía. Con lenta deliberación, se puso cada una de sus prendas, hasta que quedó completamente vestido. Robert apretó los dientes y se concentró en la herida de Eddie. El corazón le saltaba en el pecho y las manos le temblaban, y la escalofriante presencia del desconocido complicaba aún más las cosas.

Robert terminó de limpiar la herida y le aplicó unas vendas que encontró en el cuarto de baño. Después, Eddie y él se sentaron junto al fuego. Desde el otro lado del cristal, el hombre, inmóvil y sonriente, los vigilaba.

***

Al caer la noche, David encendió un fuego y bebió una infusión de palo del diablo. Se trata de un rizoma que sólo crece en estado salvaje, y que los nativos de Alaska emplean como fuente de energía y alimento desde tiempos inmemoriales. Cuando los chamanes ayunan, beben de una fuerte infusión hecha con la raíz pelada y hervida; les da energía. Después, David se bañó en las glaciales aguas de un arroyo, otro ritual destinado a reunir fuerzas. Se echó a dormir junto al fuego.

Un perro salvaje acudió a él en sus sueños y lo guió por un angosto sendero rodeado de matas de bayas silvestres que llevaba hasta la desembocadura de un riachuelo en el océano. Junto a su orilla, apenas por encima del nivel del agua, se abría una cueva cubierta de musgo y hierba. David supo lo que era ese lugar. El perro desapareció y David despertó. Ya era de día.

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